José Luis Romero y la enseñanza de la historia

JORGE SAAB

Para quienes como yo creíamos que la historia era la interminable sucesión de batallas y de galerías de hombres célebres, algo que se estudia en las escuelas y que puede promoverse si se tiene la suerte de tener buena memoria, nada más lejos de nuestras intenciones que seguir una carrera de historia.

Si uno tiene la inclinación por las humanidades y piensa que nada mejor  para ello que la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, por qué no matricularse en Letras ya que uno transitó las páginas de Julio Verne, Emilio Salgari, Herman Melville o el teatro de Eugenio O’Neill, Bertold Brecht y Florencio Sánchez, entre otras que tenían la virtud de mostrarte infinidad de mundos posibles….. O Filosofía, una materia para pensar y lucirse ante los amigos que huían de los intrincados caminos de Platón y las fascinantes parágrafos de Nietzche o Kierkegaard (confesemos de paso, que no se si me atraía más la poética de Aristóteles que la figura de la profesora de Filosofía)….. O Ciencias de la Educación, ya que uno era maestro bien podía seguir adelante con el discurso pedagógico y sumarse a la legión de exégetas del fracaso escolar.

Sucedió que existían dos materias obligatorias para todas las carreras de la Facultad. Una de ellas era Introducción a la Historia que dictaba Luis Arocena a quien recuerdo por su postura envarada y por la pasión que ponía en demostrarnos lo que la historia no era (digamos de paso que la pasión puesta en el acto de enseñar es un bien escaso en estos tiempos que corren). La lectura del libro de Marc Bloch que se refiere al oficio del historiador (no cito el título porque me parece deplorable como traducción del original) hecha en aquel curso me convenció que el estudio de la historia no sólo podía ayudarnos a pensar mejor las tribulaciones humanas en el tiempo sino que llevarlo a cabo debía ser una tarea intelectual  fascinante.

De modo que opté por cursar otras materias de la carrera de Historia y fui a dar a la cátedra de Historia Social General aconsejado por unos estudiantes adelantados que ofrecían su tiempo justamente para orientar a los novatos en la conveniencia o no de optar por determinadas materias (una instancia cuya ausencia es algo que también deploro). No tenía noticias de José Luis Romero. Alguien me dijo que era socialista, eso fue todo.

Tuve que interrumpir la cursada porque me convocaron al Servicio Militar Obligatorio (algo cuya inexistencia actual no deploro), pero pude asistir a unas cuantas clases teóricas y prácticas  (éstas últimas estaban a cargo del recordado Leandro Gutiérrez y allí podíamos conocer y discutir, además de las fuentes editadas en unos cuadernillos de tapas rosas,  a historiadores de la talla de Braudel, Vilar y tantos otros que se traducían para uso de la cátedra).

Romero partía de la crisis del Bajo Imperio Romano y hacía luego un recorrido por lo que entonces se llamaba Temprana, Alta y Baja Edad Media. De niño me entusiasmaban los castillos, torneos y espadachines. Pero el entusiamo que generó Romero era de otra naturaleza, no sólo porque en su discurso aquel colorido espectáculo era una cuestión marginal sino porque comenzaba a comprender como cambiaba una sociedad, como podía producirse el pasaje de un sistema histórico-social a otro, como se encadenaban unos acontecimientos tomando la forma de un proceso y como se iban configurando ciertas relaciones sociales características del mundo feudal. De modo que al concluir aquella unidad del programa yo tenía la hermosa sensación de haber entendido  algo y ese algo me parecía una cosa importante para mi decisión ya tomada de llegar a ser profesor de historia.

No recuerdo a Romero dando clase de pie sino sentado detrás del enorme escritorio sobre tarima que había en aquella vieja aula de la calle Viamonte. Creo que sólo una vez tomó una tiza para trazar una curva o algo así en el pizarrón. Pero recuerdo a la perfección su competencia narrativa, la forma en que desplegaba sus argumentos y su envidiable capacidad de síntesis. Recuerdo el cierre de cada clase  dejando la sensación de que lo que se quiso decir se dijo (cosa que no pasa frecuentemente).

Es obvio que hay que saber mucha historia para lograr una exposición de esta clase y que además nadie pestañara durante su conferencia (así se llamaban las clases teóricas) a las que asistían no sólo estudiantes sino personas que iban simplemente a escucharlo.

Pero se puede saber mucha historia y no lograr aquel efecto, simplemente porque la enseñanza exige otras competencias que no pasan por el uso de maravillosas tecnologías o la posesión de ciertas preceptivas didácticas. Conjeturo que se trataba del placer de enseñar, de transmitir lo que se sabe o parte de lo que se sabe a otros. Esto requiere, a mi entender, cierta propensión a considerar a los más jóvenes como sujetos a quienes vale la pena decirles algo, en este caso, que la historia tiene  mensajes que  pueden ser importantes para sus vidas. Acabo de releer ciertos pasajes de La vida histórica que parecen confirmar estas suposiciones.

Nunca hablé con Romero y lo volví a ver unas pocas veces más; la última fue en 1976, cuando dictó un curso sobre la enseñanza de la historia, del que recuerdo la afirmación, que comparto, acerca de que los profesores debían enseñar los grandes conjuntos histórico- sociales, las líneas gruesas del desarrollo de la vida social.

No encuentro grandes diferencias entre su modo de transmisión oral y su escritura. Leer sus trabajos es como escucharlo: la pasión, en su caso, no atenta contra la claridad y el rigor. Digo, de paso, que sus textos para la enseñanza media siguen estando entre los mejores que se han escrito para tal fin. 

Como por aquellos años no aspiraba a otra cosa que ser un buen profesor de historia y para este oficio como en otros, siempre hay un modelo, José Luis Romero fue el mío y sospecho que el de muchos otros que tuvieron el privilegio de asistir a sus clases