José Luis Romero como tradición (para una discusión historiográfico-política)

OMAR ACHA
UBA

Con motivo del cincuenta aniversario de la aparición de Las ideas políticas en la Argentina, Javier Trímboli había trazado en el número anterior de El Rodaballo un perfil del historiador José Luis Romero. Sin desconocer la voluntad de síntesis, y por lo tanto de conciliación, que anidaba en su visión de la Argentina, Trímboli prefirió enfatizar la matriz dramática, desgarrada, con que Romero leyó a pesar de todo la historia nacional, y la contrastó con las visiones de armonía que campean en la historiografía argentina reciente, no sólo la proveniente del campo conservador-liberal, sino incluso la nacida en el seno del progresismo. El autor de esta nota discute la estrategia de lectura de Trímboli, propone otra imagen de Romero y rompe lanzas por un programa de historiografía marxista a la altura de los tiempos. José Omar Acha es estudiante de la Carrera de Historia y autor de numerosos artículos.

Las cuestiones

Si fuera posible concebir con cierta buena voluntad cómo se vería desde décadas pasadas la situación actual de la práctica historiadora, es casi seguro que perspectivas que hicieran de sus tareas como historiadores o historiadoras un modo de intervención en la transformación del mundo sufriría una aguda decepción. Porque hoy domina en los ámbitos académicos y en su periferia una tecnocratización (en vías de profundización) que aboga por una “profesionalización” de la tarea de investigación y escritura. En términos menos crípticos ello significa la separación radical entre la esfera de la circulación social de bienes simbólicos y los mecanismos internos a las instituciones académicas de validación de textos y asignación de premios (y castigos). Los efectos prácticos son inequívocos: conservadurismo teórico, abstencionismo político (cuando no produce una reacción contra la “ideología”), monotonía temática y eclecticismo metodológico. Puesto que las miras se dirigen exclusivamente a las instancias internas de consagración, los y las historiadoras aprenden cada vez más a regirse por esas normas instituidas instrumentalmente.

Sin duda, existen presentaciones ingeniosamente articuladas que, en defensa de una práctica determinada de la investigación y la escritura, sin abandonar una intención de participación pública, mantienen la presunta autonomía del campo, contribuyendo a un aislamiento que, hay que decirlo, la misma sociedad parece – hoy – no querer contradecir. Con argumentos decididamente más sofisticados que la posible para los estudiosos de la Academia Nacional de Historia, tales ingenios presuponen la reproducción de las instituciones académicas como un hecho de la naturaleza. Como si cada acto de la práctica estuviera en contacto con Dios. La producción histórica dominante, sin embargo, se plantea realmente problemas. La crisis de legitimación de las instituciones exige tales pretensiones de novedad e interés.

Como un signo de los tiempos se han abandonado antiguas confianzas en la efectividad práctica del discurso histórico, algunos supuestos teóricos decisivos, y líneas de interpretación “fuertes” (aludiéndose sobre todo al marxismo). Existe una mayoría de historiadores e historiadoras impermeables a las interpelaciones que la sociedad pudiera realizar. Pero también existe un sector de investigadores donde, sin haberse tornado en fervientes antimarxistas, en buena medida es perceptible un conjunto de huellas de un ajuste de cuentas que no acaba jamás, quizás porque nunca se ha tematizado un real duelo del marxismo y la constitución de una alternativa teórico-política e historiográfica capaz de fundar un nuevo programa de investigaciones con pretensiones de intervención en el mundo. Sucede que no pocas de las más importantes obras de la última década y media se deben a este último sector. Mientras los decididamente academicistas dan reiteradas pruebas de parquedad de investigación (o de publicación, si es que los resultados de sus trabajos quedaran generosamente inéditos para no frustrar a los que recién se inician), aquel sector de relativa “productividad” no alcanza a definir un perfil adecuado para quienes aspiran a intervenir en la realidad de su tiempo sin abandonar la práctica de su vocación historiadora.

Porque en una sociedad compleja donde es una opción posible interesarse por participar activamente en su transformación, la real modificación de la situación por el derrumbe del estalinismo no es argumento suficiente para no ampliar el ámbito de lo deseable. El énfasis hegemónico tendiente a una nueva práctica historiadora en circunstancias al mismo tiempo promisoras y decepcionantes amerita largos comentarios. Hace falta justificar las bases de una intención emancipadora que no va de suyo, que no es evidente que sea ni necesaria ni preferible.

La definición de un deseo y de una política de la historia es un paso ineludible para quienes se planteen un programa de transformación, una voluntad de cambio. Esta decisión, sin embargo, no es sólo un resultado, sino que constituye también un inicio. Pues en la concepción, en principio teórica, de una perspectiva historiográfica, se implican aspectos epistemológicos, metodológicos, ontológicos (de teoría social) y políticos. Al mismo tiempo, esa elucidación necesita de una tradición historiográfica que elabore un cierto linaje disponible para enfrentar otros puntos de vista y, fundamentalmente, para ofrecerse como una posibilidad convocante de voluntades. Puesto que toda historiografía futura está aún por constituirse, deberá aglutinar a las nuevas generaciones de historiadoras/es.

En un reciente artículo Javier Trímboli ha aludido a algunos de estos deseos.1 Sin entrar en una disquisición de las necesidades estructurales de la teorización (que concierne a los cuatro aspectos que he mencionado) ha esbozado prima maniera una cierta tradición donde anclar una propuesta de una historia menos conforme con la historiografía realmente existente. Partiendo de un José Luis Romero más propenso a ver los conflictos y los cortes que las continuidades y las armonías, Trímboli lamenta que en la historiografía actual (él se refiere en realidad a la historia cultural y de las ideas) exista una persistente huida del tema del poder y de las fricciones. Puesto que simpatizo con ese pathos de insatisfacción y reclamo; que también creo necesario establecer filiaciones historiográficas como una de las instancias para proponer una historiografía radical (en mi caso marxista); que me interesan aspectos de la obra y práctica de J. L. Romero; que aspiro a realizar una crítica del camuflado conformismo actual, supuesto todo ello, considero necesario plantear un modo de ver la cuestión, que es distinta y que aspiro ayude a dar un mínimo de rigor al problema.

José Luis Romero

Rara combinación de modelo decimonónico e intelectual del siglo XX. José Luis Romero siempre quiso mantenerse como historiador sin abandonar un deseo de afectar la realidad humana a través del discurso histórico. Quizás con excesiva confianza atribuía a la escritura histórica una capacidad de formar conciencia histórica que le daba un sentido militante muy particular a su escritura. Estaba invadido por el antiguo ideal de la historia magistra vitae, es decir, por la creencia de que con la historia se podía aprender a enfrentar mejor los problemas de la actualidad. Por eso algunos de sus textos son articulados por una narrativa ejemplar. En ellos el historiador no se priva de juzgar las acciones y decisiones de los sujetos históricos que representa, y de articular una narración que no se agota en su pretensión de verdad. Hasta en sus textos menos directamente vinculados a sus preocupaciones del presente, como su trabajo de tesis2, o en sus eruditos textos sobre la historia medieval3, pervive en una suerte de latencia, una inquisición por la crisis de la civilización y culturas burguesas que percibe como la marca central de su época. Preocupación acrecentada en ensayos históricos como los dedicados, en particular bajo la égida de la primera experiencia peronista, a clarificar los términos de esa crisis.4 En su último libro publicado en vida, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976), esa voluntad de análisis de la historia para la comprensión del presente y para la ilustración de los pensamientos, sigue tan vigorosa como siempre.

Pero, como percibió Trímboli acertadamente, es en Las ideas políticas en Argentina, cuya primera edición data de 1946, donde se encuentra el Romero más militante desde su oficio.5 Ya en su memorable “epílogo” se hacen entendibles muchos de los giros y preferencias interpretativas del libro. Pues una narrativa ejemplar guía la construcción del texto, y sin duda constituye su estrato de significado dominante. Consternado por una situación que se le hace al borde del fascismo, Romero apela a una tradición democrática argentina en la cual las figuras de B. Rivadavia, B. Mitre, J. B. Alberdi, D. F. Sarmiento y Alfredo Palacios aparecen como los personajes ilustrados productores de la conciliación nacional. Desde los oscuros tiempos de la colonia, la Argentina fue el escenario de un trabado combate entre un pensamiento autoritario (sucesivamente reencarnado en Rosas y Perón) y un pensamiento liberal-democrático que transmigra en aquellas figuras reivindicables. Lejos de sumarse a los enfrentamientos facciosos, las minorías ilustradas poseían una lúcida comprensión de la realidad y tenían un proyecto claro de construcción de la nación. Y es en la Generación del 37 donde Romero halla el auténtico núcleo del pensamiento liberal. Además de la figura retórica de la “juventud”, el grupo Echeverría y Alberdi poseía una formación que, a pesar de las improntas románticas, no habrían sido sino de acentuar las bondades de la Ilustración. Porque ese indefinido romanticismo les permitió superar el doctrinarismo de Rivadavia y entender que el verdadero problema argentino residía en su sociedad: esto es, el significado social del “desierto”. La recuperación de la Joven Generación no era casual cuando, sorprendido por la victoria de Juan Perón en las elecciones presidenciales, Romero – quien se había afiliado al PS poco antes – plantea que los socialistas no conocían suficientemente la realidad social.6

La contraposición entre los espíritus autoritarios y liberal plagaban de conflictos la historia argentina, pues en tanto esos principios se estructuraron en relación a las sociabilidades rural (tendiente al autoritarismo) y urbana (tendiente al liberalismo político y cultural), las tensiones más profundas reaparecieron. La conflictividad de la vida histórica argentina, empero, no se explicaba por esa sola dicotomía. Un insistente desfasaje entre la realidad socioeconómica y la institucional e ideológica establecían dificultades para solucionar los nuevos problemas instalados por la independencia o la inserción del país en el mercado mundial. Como si esto fuera poco, los individuos, los grupos y las clases sociales tenían en esas complicaciones un margen no desdeñable de libertad y efectividad, y por ende una capacidad de acierto y error (es de hecho esa libertad la que posibilita la ejemplaridad). La multiplicación de las determinaciones no se reducen en la representación histórica a mostrar las conflictividades, sino que también aminoran toda confianza histórica en cualquier posthistoria donde las contradicciones se resuelven en una comunidad orgánica.

Romero, sin embargo, en su intención significante, en su deseo, no prefiere el conflicto. Un ilustrado al fin, Romero cree que los seres humanos libres pueden arribar, por la razón y la inteligencia, a un acuerdo sobre la verdad de la realidad y sobre el modo de actuar y vivir. Esto es lo que llama conciliación. Lo otro es superado, y por esa alteridad en la historia argentina debe entenderse lo otro para el pensamiento liberal democrático, esto es, la mentalidad rural y caudillesca (con las masas que la encarnaban). Desde un punto de vista narrativo, el mejor capítulo de Las ideas políticas en Argentina es el dedicado a la Generación del 37 y a las primeras presidencias posteriores a Caseros. Comprueba allí el autor la perspicacia y justeza de los análisis realizados por los jóvenes y atribuye sagacidad a sus proyectos para la construcción de la Nación Argentina. Por eso sus actos y pensamientos son perfectos. No hay contradicciones reales en las praxis de la Generación del 37, y cuando Mitre se haga cargo del poder ejecutivo, tampoco habrá oscuridades que escapen de la ejemplaridad que le atribuye. Porque al ser modélicos, al representarse como las actitudes y saberes que según Romero serían adecuadas a los desafíos actuales, todos ellos eluden los conflictos y errores tan habituales en otros personajes históricos. Creo que la muestra más acabada de esa predilección romeriana está en la evaluación del lugar histórico de la Guerra del Paraguay: no fue sino una oportunidad de unir a los argentinos. Pues esa voluntad de conciliación prefigura, antes de vérselas con los acontecimientos, una intención de idealizar los ejemplos a imitar. Si cada vez la conflictividad renacerá, siempre será una promesa de acuerdo y conciliación sin una guerra auténtica, sin que surja una realidad completamente diferente a las dicotomías existentes.

Actualidades

En palabras de José Luis Romero, actualmente asistiríamos a un debilitamiento de la conciencia histórica, es decir, de la inteligencia del pasado como prefacio para la praxis presente. Los motivos de esa pérdida de sentido de la historicidad se han considerado muy en general como una de las cualidades de una sociedad posmoderna, entendiendo por ello la eliminación de la mediatez. Marx siempre reconoció a Hegel la fundamentación teórica de la mediatez como una contribución revolucionaria para la crítica. Porque la inmediatez significa la inmovilidad. Si es posible que la mediación de las contradicciones pueda augurar una reconciliación (“dialéctica”) como la que finalmente realizaba el Estado respecto a la Sociedad Civil en la hegeliana Filosofía del Derecho, recompuesta en una crítica materialista posibilita captar el carácter polémico y conflictual de la realidad del capitalismo (Marx). Hoy viviríamos en una sociedad donde la inmediatez logró destruir el sentido histórico y la perspectiva de cambio, para no hablar del cambio revolucionario. La inmediatez implica armonía, subsunción en una totalidad, ausencia de voluntades o intereses irreconciliables.

En parte de la historiografía académica actual existiría una modalidad de representación del pasado que tiene algunos humores de la inmediatez, aunque sus razones no son filosóficas. ¿Ejemplos? Trímboli recurre a ciertos libros de la última década.7 Pertenecientes a un período que reconoce cambios en la sociedad y en la cultura, estos libros representarían un intento voluntario de eludir la conflictividad de la historia. Por eso se alejarían tan pronunciadamente de la atención que J. L. Romero le prestaba a las “disfuncionalidades”, a los desajustes, a los desequilibrios y a los conflictos. Parecieran los autores y autoras contemporáneos rehuir la problemática del poder. A diferencia de Romero, manifestarían una voluntad de representar armonías y coincidencias. Así las cosas, L. Gutiérrez y L. A. Romero verían unos sectores populares donde primaba la imagen del buen ciudadano asistente educado a las bibliotecas populares y las sociedades de fomento y eludirían las construcciones ideológicas que movilizaron a una clase obrera socialista o anarquista de principios del siglo XX. Gutiérrez y Romero no podrían dar efectiva cuenta de la aparición inmensurable del peronismo y de su adopción apasionada por un sector significativo de la población. Por otro lado, Beatriz Sarlo desarrollaría los diversos modos en que, desde perspectivas ideológico-literarias diversas se representaría la modernidad, las novedades de la ciudad y los cambios. Todo ello empotrado en una cosmovisión donde conviven casi sin molestarse corrientes y grupos literarios diversos y hasta enfrentados. De tal manera, señala Trímboli, no se comprenderían las poco suaves discrepancias existentes entre autores de tan disímil progenie y aspiraciones, como Jauretche o Mallea. Por otra parte, Eduardo Zimmermann, confiado en un sueño mágico de progreso, no tendría ojos sino para los “aciertos” de los liberales reformistas (significativamente llamados por Romero “liberales conservadores”), esto es, de la élite política y cultural de las décadas del cambio de siglo. Las imperfecciones, las limitaciones y las incapacidades se verían anuladas, pero mucho más lo serían las voces otras que, como la de los anarquistas, se resistirían a participar en el festín donde sus camaradas eran el plato principal. Desde una clara toma de partido, pues, Zimmermann dictaminaría que ellos se “autoexcluyeron”. En síntesis, una parte importante de la historiografía reciente habría abandonado la perspectiva del poder y del conflicto, como síntoma de un abandono igualmente ostensible de la voluntad de transformación y de participación en la realidad. Se alcanzan a mencionar tres motivos: el peso fulminante del terror heredado de la última dictadura militar, la profesionalización de la tarea del historiador que domesticaría sin compasión, y la crisis del marxismo (y agrego por extensión de las otras “teorías sociales”). Insatisfecho ante esas representaciones, Trímboli propone retornar a un J. L. Romero dueño de una vehemente concepción cívica de su oficio de historiador y partidario de una historia conflictiva, infinita, imposible de suturar. En este punto, Tulio Halperin Donghi se sumaría a la partida. Pues no solamente aquél está inquieto por el modo de interpretar la realidad pasada, sino por el correlato en el encierro académico que implica. No es este, sin embargo, un punto demasiado claro en el artículo citado. Si anima a su texto una indefinida queja por la práctica historiadora, ésta parece anudar visión del mundo e intervención política (entendiendo por ello primariamente la no indiferencia por la realidad extradiscursiva y extrainstitucional académica). Yo pienso que la evaluación es sólo parcialmente correcta. Porque como he dicho, los autores se plantean problemas, a pesar de que no en el sentido de que otros autores quisieran hacerlo. Manifiestamente, Gutiérrez y Romero estaban intentando comprender el terreno básico donde el discurso peronista se iba a asentar dos décadas más tarde.8 Que la pintura que realizan de los “sectores populares” sea extremadamente exenta de las diferencias y de los conflictos, se ve sin demasiados esfuerzos. Sucede que los autores creen encontrar realmente un fenómeno social y cultural que limó las asperezas de la clase obrera de principios de siglo, incluyéndolos en la carrera del ascenso, y por ende tendió al reformismo” Cuando quieran articular esa ideología con la que se impuso con el peronismo, argumento que ocupará media página (op. cit. pp. 99-100, 169), se verán los límites de la interpretación que propusieron. Sin embargo, abonaron algunas hipótesis sobre la sociabilidad en un período de la historia argentina antes no estudiado. La política está inscripta en los relatos, pues se reconoce la vinculación “apolítica” de las sociedades de fomento con los sindicatos, y la ideología lo está cuando compiten aquellas asociaciones laicas con las organizaciones religiosas. En todo caso, no deja de ser cierto que el panorama de conjunto es llamativamente pacífico y no se articula bien con los tumultuosos años venideros. No ver las tensiones internas a los textos, con ello, es sin duda apreciar sólo un aspecto de los mismo, mientras se olvidaban las contestaciones internas que las pueblan. Creo que lo mismo puede decirse de los textos de B. Sarlo. La imaginación técnica me parece bastante adecuada a la descripción de Trímboli. Una modernidad periférica, en cambio, reconoce contestaciones. Es así que mientras una “cultura de mezcla” insiste en adocenar a los escritores y a las escritoras, donde van y viene Borges, Arlt, Mallea y Jauretche sin apenas rozarse. Sarlo ve la rebeldía de género de Storni y la reivindicación de la peculiaridad de Ocampo, la pasión de González Tuñon, y la imaginación de Scalabrini Ortiz. Demasiadas cosas para reducirlas a una homogeneidad. Que las situaciones para Sarlo fueras menos decepcionantes de como lo suelen serlo, y que las disonancias de literatos y ensayistas sean en muchos casos atenuadas, es seguramente una marca dominante en el libro. Se pregunta pertinentemente Trímboli por qué Sarlo omite el grotesco, síntoma de una imposibilidad de encuadrar la modernidad en un relato con final bondadoso. Pero tampoco es esa la marca absoluta del libro. En el caso de E. Zimmermann la factura apologética del texto hace que la pluma de la crítica dirigida sea más certera. Si Zimmermann adopta el punto de vista del Estado capitalista, nada de lo que turbe el solaz desarrollo de la República merece una atención cuando no necesita de una rápida impugnación. Aquí la opinión de Trímboli es justa. Pero ello supone un problema. ¿Por qué todos comparten el fatal juicio que es la tesis del texto? Esto es, que “hay una opción común entonces por desterrar la conflictividad, los problemas mayores del pasado de la sociedad argentina y, a su vez, en favor de ahondar en aquellos que puedan hablar de una experiencia social poco traumática determinada por procesos efectivos de integración”.9 Pienso que la voluntad de presentar conservadoramente trabajos que sólo en parte lo son (dicho de otro modo, que recuperan el conflicto parcialmente) o lo son en grados diversos entre sí, es una condición previa para intuir una alternativa que no cuadra bien en su diferenciación con ellas. Pues si Romero está siempre dispuesto a ver las tensiones y las luchas, también observa las transacciones y los acuerdos. Sus libros con notable frecuencia se recostaron sobre las salidas negociadas. Así, la temprana burguesía no se presentó como una fuerza radicalmente revolucionaria, sino que se unió a parte de la nobleza en la forma de patriciado urbano (recuérdese que el mundo del siglo XV era feudoburgués). El liberalismo ilustrado de los borbones conservó, transaccionalmente, muchos supuestos de la mentalidad antigua, y prácticamente no alteró la preeminencia de la Iglesia. Y, decisivamente, los jóvenes del 37 alcanzaron una fórmula de conciliación digna de repetirse en tiempos aciagos como los imperantes en la década del 40 del siglo XX. Las tensiones y los desacuerdos, ciertamente, se reiniciaron y conmovieron ingenuas confianzas, pero Romero sólo atisbará a lamentarlos. Trímboli lo dice: “Sin duda Romero hubiera deseado narrar la historia de la integración definitiva y de la homogeneidad final, pero su destino (sic) le reservó ser el narrador de la guerra sorda e infinita” (art. Cit. p. 45), pero no saca conclusiones.

Sucede que ese deseo de J. L. Romero de lograr una conciliación es la clave de sus interpretaciones, y si remarca los conflictos, lo hace para hacer sobresalir aquél momento donde se impuso la razón y el acuerdo en beneficio de todos. No creo que Gutiérrez, Romero ni Sarlo (¿Zimmermann?) posean esa confianza ni que escriban historia para ello, aunque detrás de ellos, inconscientemente, su trabajo labore esa dirección. Pues si la paz fue posible, sin alterar radicalmente el orden, sin alocadas aventuras ni deseos incontinentes, ¿por qué ello no podría repetirse sin apelar a olvidados maximalismos? Creo que J. L. Romero si tenía esa aspiración y por eso su práctica de historiador fue tan apasionada; por eso tenía esa intención de enseñar a los argentinos el recto camino de la justicia y la democracia. Tenía ese compromiso vital que Trímboli reivindica. Mi objeción es que junto a ello pretende conservar cierta idea del mundo y de los procesos sociales, cierta “teoría social” que estaría en las obras de Romero (ayudado por Deleuze, Guattari y Foucault), la que funcionaría como clave interpretativa para una nueva historia y, principalmente, para una nueva práctica de la historia.

Nuevas cuestiones

Si por los deseos de conciliación Romero no le va bien a la perspectiva de Trímboli (de lo que no parece tomar debida nota), no es claro si los es por su “teoría social” o por su política. Para pensar el conflicto Romero fue muy particularista. A las tensiones “estructurales” ya mencionadas (ciudad/campo, autoritario/liberal, masas/élites, etc.) se suman los desfasajes (economía, sociedad, instituciones, etc.), donde los sujetos actúan y producen efectos reales. Aquí existe una importante veta para rescatar una tradición del conflicto. Pero no es la única y probablemente no sea la mejor teóricamente pensada para una historiografía que posea los temas del poder y de la crisis en el centro de sus preocupaciones. Para hacer de Romero un autor propio (apropiado), Trímboli realiza dos operaciones de recorte. Por la primera presenta un Romero donde los deseos de unidad y conciliación ora son contradecidos por su por su propia escritura, ora son inesenciales respecto a los conflictos que agilizan su prosa. Una segunda operación necesaria: las ambigüedades y elecciones de una parte de la historiografía actual ora desean la unidad y la conciliación, ora cualquier desatención de la voluntaria edulcoración de la historia es aplastada por la retórica de la armonía. Traté de mostrar, primero, que la interpretación de Romero es sumamente parcial en tanto deja de lado el aspecto transaccional de muchos conflictos en su obra y la intención de endiosar algún período que ve como ejemplar. Y segundo, que la lectura de la actual producción no reconoce distinciones ni contestaciones internas de los textos, que en muchos aspectos no se diferencian de las interpretaciones de Romero (aunque desde luego sí en otras).

Considero que esa búsqueda de una tradición no articula bien el momento, necesariamente arbitrario y convencional, de su “invención”, con la fundamentación historiográfica y teórica de sus cualidades. Porque si, como espero mostrar próximamente en un volumen a él dedicado. Romero posee una gran relevancia para exacerbar nuestras discusiones, difícilmente puede acomodarse a una historiografía radical del tipo que Trímboli, sin bien definirlo, insinúa. Esto no significa degradar su figura. Por el contrario, es necesario comprender y, si es posible, explicar su diferencia. La elección y el deseo de una práctica historiadora inconformista y crítica que exige, necesita, si quiere plantearse una hegemonía en pos de una intervención en el mundo extra-académico, de una fundamentación al menos coherente. En cambio, en la lectura de Trímboli, Romero es sometido a una deformación que no le cabe y que puede ser fácilmente impugnable (lo que es peor, por quienes se sienten a gusto con lo dado). Pues a través de Romero, pienso, Trímboli está tratando de observar una alternativa posmarxista que retenga algunos valores rebeldes y utópicos que (aunque no en todos los casos) caracterizaron a un marxismo que, al mismo tiempo, no parece asignar vida sino una larga agonía. No me contentaría con aconsejar, arrogantemente, algunas otras vetas más adecuadas (Veyne, De Certeau, LaCapra) sino, más modestamente, en solicitar un auténtico planteo de la problemática para una historiografía futura que se plantee el carácter de radical y/o revolucionaria. Se entenderá que yo, como marxista (por más revisionista que fuera), esté igualmente interesado en discutir con ese posmarxismo ventrílocuo que pretende presentarse utilizando a Romero como muñeco, y quizás el marxismo no esté tan grávido de porvenir como mis deseos quieren suponerlo. ¿Pero, cómo no celebrar, junto a ello, que la polémica abierta y directa se entable sobre temas tan espinosos cuando los historiadores y las historiadoras parecen esperar la tarde del búho de Minerva, mientras el horizonte de los subsidios y las becas abarrotan sus esperanzas?

Considero que no basta una expresión de deseos (sin embargo imprescindible) para articular eficazmente una propuesta historiográfica que no sea sólo crítica con quienes no pertenecerían a ella, sino que sea crítica de sí misma. Para ello me parece que esa propuesta necesita aclarar sus supuestos y afirmaciones en los estratos: 1) epistemológico, 2) metodológico, 3) ontológico (su teoría social), y 4) político de una concepción historiográfica. Tal necesidad de rigurosidad teórica (que no debería prescindir de una no menos cuidadosa historia de la historiografía) sería digna de sonrisas compasivas o crueles entre los historiadores e historiadoras academicistas, que conocen y les bastan las “reglas del oficio”. Pero ello sólo indica que se debe crear más que una necesaria nueva historia (topos tan caro, por ejemplo, a la mejor historiografía francesa), un nuevo modo de practicar la vocación historiadora. Y el sostenimiento con pruebas de una crítica sin concesiones será propio de esa nueva práctica.


Notas

1. Cf. Trímboli, J. “José Luis Romero o la Argentina como un drama”, en El Rodaballo, 1996/97, n°4.

2. No puedo discutir aquí la pertinencia de esta designación que remito a Rüsen, Jorn. “Historial narration: foundation, types, reason”, en History and Theory, 1987, n °4.

3. Romero, J. L. “La crisis de la república romana”, en Estado y sociedad en el mundo antiguo. Buenos Aires, de Belgrano, 1980.

4. Cf. Principalmente, ¿Quién es el burgués? y otros estudios de historia medieval. Buenos Aires. CEAL. 1984; La revolución burguesa en el mundo feudal, Sudamericana, 1967; Crisis y orden en el mundo feudoburgués, México, Siglo XXI. 1980.

5. Cf. El ciclo de la revolución contemporánea, Buenos Aires, Huemul, 1980 (1° ed.: 1948), e Introducción al mundo actual, seguido de La formación de la conciencia, Buenos Aires. Galatea – Nueva Visión, 1956.

6. Cf. Romero, J.L., Las ideas políticas en Argentina, Buenos Aires, FCE. 1991.

7. Cf. “La lección de la hora”, en El Iniciador, abril de 1946, reproducido en Romero, La experiencia argentina, Buenos Aires, FCE, 1989. Conviene recordar que El Iniciador alude al periódico que publicaban los estimados jóvenes exiliados en Montevideo por el régimen rosista.

8. Gutiérrez, Leandro y Romero, Luis A., Sectores populares, cultura y política. Buenos Aires, Sudamericana, 1988; Sarlo, Beatriz. Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920-1930. Buenos Aires, Nueva Visión, 19888. Ídem., La imaginación técnica. Buenos Aires, Nueva Visión, 1992; Zimmermann, Eduardo, Los liberales reformistas, Buenos Aires, Sudamericana, 1995.

9. V. Gutiérrez-Romero, op. cit. “Introducción” esp. p. 13 y ss, y el ensayo titulado “Nueva Pompeya, libros y catecismo”, pp. 173-194.

10. Por los demás, el núcleo de tal perspectiva sobre la integración de las “clases populares” ya se encontraba esquematizada en Romero, J.L., “La ciudad burguesa”, en Buenos Aires: historia de cuatro siglos, Buenos Aires, 1983, II, pp. 16-18.

11. Trímboli, art. cit. p. 44.