El ciclo de la revolución contemporánea. Bajo el signo del 48. 1948

ÍNDICE

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Prefacio

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I. Dos enemigos frente a frente

Primacía de la conciencia burguesa

Irrupción de la conciencia revolucionaria

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II. Grandeza y miseria de la conciencia burguesa

Sorpresas y sobresaltos

El liberalismo perplejo

El heroísmo y la empresa

Una conciencia muy aseñorada

Debilidad en las raíces

El duelo necesario

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III. El desarrollo de la conciencia revolucionaria

Nuevas perspectivas

Una conciencia en busca de su propio perfil

Aclaración de posiciones

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IV. La conciencia burguesa en retirada

Quién es quién en 1914

Preparación para la aventura

Una guerra llena de sorpresas

Impacto,

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V. La conciencia de una posguerra

Zurcido sobre el mapa de Europa

La ilusión de la paz

El caos de un cosmos

Nada por qué morir

Retórica de la fuerza

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VI. La encrucijada y las salidas

La encrucijada

Hacia la salida

Ex-cursus sobre una paradoja histórica

La revolución como lugar común

El vigor de las estructuras caducas

El espíritu de facción y el cesarismo

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VII. Equívocos de la tragedia

Identificación de unos y otros

Confusión en las sombras

Las primeras revelaciones

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VIII. Absolución de posiciones

La pequeñez de una grandeza

Afirmaciones y negaciones legítimas

Esperanzas y realidades

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Epílogo. Paisaje desde un mirador

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PREFACIO

La huella de mis días terrenos no puede borrarse en el transcurso de las edades.

En el presentimiento de tan alta felicidad gozo ahora del momento supremo.

GOETHE, Fausto

Este libro entraña una inquietud profunda por el sino de nuestro tiempo y está dirigido a quienes la comparten. Esa inquietud caracteriza nuestra existencia, y si le debemos los oscuros presentimientos de la agonía, no le debemos menos la ilusionada espera del triunfo del espíritu; todo eso se potencia en nuestro presente y se esconde en la voluta de su curva. Tan altos como imaginemos otros destinos y tan brillantes como puedan aparecérsenos otras épocas del pasado, para nosotros, efímeras criaturas, el “mo-mento supremo” no es sino el tiempo de nuestras vidas. En él concurre y se anuda todo lo pretérito, y desde ese nudo vuelve a abrirse en abanico la promesa del tiempo infinito. Sólo en este punto adquiere auténtico valor lo del pasado y lo del futuro.

Acaso alguna vez, pasando las páginas de un libro, hayamos soñado con cierta inverosímil transmigración gracias a la cual podríamos gozar de un paisaje histórico distinto del que sirve de fondo a nuestras vidas, un paisaje propicio para el logro de esa entrevista plenitud que se insinúa en nuestra imperfecta realidad. Alguno habrá envidiado la edad en que podíase descubrir a Calipso envuelta en aura mediterránea; otros, quizás, aquella de las cortes de amor o la de los lances mosqueteriles, y no faltará quien haya sentido alguna vez la melancólica nostalgia del tiempo de los filibusteros, cuando era posible correr libremente los mares detrás del oro y la aventura.

Pero estos ensueños adolescentes se interrumpen al despertar, cuando la conciencia vigilante recupera el imperio sobre nosotros y nos obliga a recordar la presencia de nuestro contorno inevitable, el único que nos es dado, el intransferible momento de nuestras vidas, el singular y supremo momento que existe para nuestros ojos y nuestras manos y nos constriñe con su incoercible realidad.

Tan duro y tan amargo como nos parezca o como sea, ese tiempo de nuestras vidas constituye nuestro único patrimonio y es menester que nos sobrepongamos a sus embates si queremos vivir y no llegar a ser antes de tiempo sombras como las del pasado, inertes y desvanecidas. Dureza y amargura no son, ciertamente, el exclusivo privilegio de estos tiempos, sino más bien consustanciadas calidades de la existencia humana, atada a las constricciones de la naturaleza y tendida hacia inalcanzables ideales por la fuerza vigilante y creadora del espíritu. La vida misma, la vida renovada y duradera es natural-mente amarga y dura, y apenas caben en su dureza y su amargura, a través de la vida histórica, matices sutilísimos. Apenas hay negruras que justifiquen la congoja de los espíritus viriles y fecundos: tras el constante pesimismo no suele haber sino debilidad o cobardía, y es menester vencerlas si queremos que quede sobre el hilo del tiempo la huella de nuestra jornada de lucha y de labor. No hay otra especie de grandeza reservada a quienes no quieren malograr su efímera existencia excelsa.

Sin duda alguna sería posible dibujar del presente un cuadro siniestro y cargado de sombras agoreras; pero no sería mucho más difícil trazarlo igualmente sombrío de cualquier época de la historia si eligiéramos deliberadamente cierto punto de vista: de la Atenas de Pericles, de la Roma de Augusto, de la Bizancio de Justiniano, de la Florencia de los Médicis, de la España de Carlos V, de la Francia de Luis XIV o de la Inglaterra victoriana. Si acaso después de este cotejo todavía resultara excepcionalmente duro nuestro tiempo, quedaría para confortar nuestro ánimo la certidumbre de las esperanzas que abriga, de las creaciones que promete, de la revolución que entraña. Porque sólo sustrayéndose a la claridad que ofrece una perspectiva histórica de nuestro tiempo es posible juzgar como mera descomposición y podredumbre lo que se manifiesta como una oscura génesis si lo consideramos encadenado a su pasado y su futuro. Hay, ciertamente, una miseria de nuestro tiempo —como la de todos los tiempos— pero hay en él una grandeza que acaso no comparta sino con pocas épocas pretéritas, aquellas pocas que han prometido una creación fundamental.

Esa creación de nuestro tiempo, la que le presta su grandeza, es la que se esconde en el seno de la profunda y vasta revolución que desarrolla, cada uno de cuyos episodios puede implicar, sin duda desastres, injusticias o amarguras. Cada uno de los accidentes puede ser decisivo para la vida individual, para cierta vida individual; pero sería injustificable torpeza transferir al vasto proceso colectivo los acentos justificables respecto de la existencia personal: es bien sabido que podemos agonizar en el instante en que la dicha parecía más próxima y segura; más aún, cuando la dicha era realmente segura y próxima. Pero nada de todo eso tiene que ver con el sentido total de nuestro tiempo, y se demostraría cierta gravísima incapacidad para contemplar la historia en perspectiva si se calificara su transcurso según las elementales reacciones de la mera y aleatoria experiencia individual. Porque este tiempo, momento supremo de nuestras vidas, se escorza en el paisaje con tal violencia que apenas se divisa en él la fugitiva imagen del individuo.

Acaso quepa por eso un pesimismo personal en quien no busca ni espera otra cosa que la realización de su propia individualidad; pero aun así apenas puedo imaginar que subsista esa actitud tras una comprensión histórica del presente. Considerado en cuanto etapa de creación, esconde la posibilidad de realizar un ideal altísimo de humanidad para cuya consecución se necesita un vasto esfuerzo. Esta ingente tarea significa la existencia de un programa de vida, y apenas cabe el pesimismo cuando tal circunstancia se nos ofrece. Acaso la muerte nos aceche a cada uno de nosotros un poco más próxima que en otras ocasiones; no mucho más, de todos modos, que ayer ni que mañana. Pero en cambio sabemos bien por qué morir y por qué vivir. Estamos ciertamente en los albores de cierta edad de la cultura occidental —una tercera edad— en la que los viejos ideales que acariciaron de lejos nuestros remotísimos abuelos se aproximan más y más —en cuanto es posible— a la realidad. Que este consuelo baste para quien se sienta vivo y no opte por considerar la tierra como un Orco oscuro en el que sólo le sea dado vagar como una sombra para aquel que, como Aquiles, prefiera los caminos de ortigas a la pradera de los asfódelos.

Este libro quiere intentar una explicación histórica de nuestro tiempo, y de este modo, por la vecindad y la complejidad de su asunto, desemboca en la mera opinión. El pensarlo me ha ayudado a mí mismo a ordenar las ideas acerca de la línea de desarrollo de la presente coyuntura histórica, y al escribirlo creo servir a quienes se preocupan por el problema y procuran orientarse en la maraña de los hechos. Esa línea de desarrollo me parece ser la verdadera. Para probarlo hubiera podido, sin demasiado esfuerzo, abroquelar las tesis sustentadas tras una densa fortificación de citas de autoridades y de fuentes; pero he temido rechazar al lector no especializado ni habituado a la lectura de las monografías históricas y he preferido introducir en el texto las alusiones que, bien consideradas, puedan conducir a los elementos en que se fundan las afirmaciones. Por lo demás, las tesis que aquí se sostienen no serían mucho menos discutibles si aparecieran expresamente documentadas. Cuando el historiador se aventura por los senderos del pasado inmediato, debe resignarse —cada vez más a medida que se acerca a su propia época— a no avanzar mucho más allá de la mera opinión, porque ni le es dado agotar sus fuentes ni le es posible evadirse de sus propias reacciones sino en reducida medida. Sin duda es éste un riesgo considerable para un historiador, pero es sin duda la más tentadora de las aventuras intelectuales que se le ofrecen.

Considerado como libro de historia, carecerá éste de la prudente solemnidad a que nos ha acostumbrado el academicismo, tras del cual puede esconderse mucha sabiduría, pero puede disimularse también la más categórica necedad: sobran los ejemplos, y a ello se debe en gran parte que el lector se resista a frecuentar una disciplina que debiera ser cara a todo el mundo. A cambio de esa solemnidad se hallará un sincero afán por descubrir las raíces verdaderas de los problemas que nos angustian, y acaso esa actitud le preste la imprescindible dignidad con que parece necesario honrar a Clío.

Porque sería doblemente absurdo darle un tono académico a un libro que no es totalmente un libro de historia y que contiene abundante cantidad de opiniones personales. Pero que nadie se sorprenda; sería injusto suponer que al historiador le está vedado tenerlas —sobre todo cuando se refiere a su propio tiempo— y que por la fuerza del sine ira et studio que acuñó Tácito se vea privado de poder decir lo que piensa sobre cosas que le atañen directamente. Cierto es que muchos historiadores carecen de opiniones; pero me temo mucho que sean más los que procuran ocultarlas discretamente, para no comprometer unos la objetividad científica, y para no comprometer otros la sabia equidistancia entre todos aquellos a quienes los vaivenes de la fortuna pueden empujar hacia el más alto estado. Porque ningún historiador ignora que a un duque de Lerma puede sucederle en poco tiempo un conde-duque de Olivares. Con todo, nada se opone a que quien las tenga y quiera expresarlas públicamente pueda hacerlo con tanto derecho como el político o el periodista o el hombre de la calle. El mayor riesgo sería, en último extremo, que el libro en que las consignara ofreciera mucho mayor volumen de materia opinable que de purificada materia histórica. Pues bien, no se le llame entonces libro de historia y quede para el futuro averiguar qué cosa sea, porque no son ya tiempos de torturarse por el problema de los géneros. El libro habrá cumplido su misión si es capaz de lograr cierta clarificación de las ideas que se plantea.

Quizás a alguno pueda parecerle demasiado simple y esquemático el cuadro que presento al lector. En efecto, este libro aspira a ser simple y esquemático porque tiene que ser claro y breve; pero sobre todo porque creo en las síntesis y porque no creo que aquellos caracteres conduzcan necesariamente a un simplismo superficial. Si la claridad no se lograra sino a costa de una reducción de la complejidad connatural del proceso histórico, sin duda el esfuerzo sería deleznable. Pero si, por el contrario, la claridad proviene de que se logra explicar nítidamente aquella complejidad, y el esquema así dibujado se corresponde con la realidad, se habrá logrado éxito en una empresa urgente y necesaria, como lo es facilitar el acceso a la historia a todos aquellos a quienes han alejado de ella, precisamente, los historiadores que Carlyle llamó dry-as-dust y los sociólogos torturados por la discriminación de las influencias telúricas, en el fondo artífices de una historia y una sociología fáciles. Ese éxito —debo confesarlo— me envanecería; pero es difícil de lograr porque es difícil ser suficientemente claro cuando se trata de explicar la extraña catadura de un monstruo amenazador que parece arrollarnos y está ya muy cerca de nosotros. Algo parecido a eso es el tema de este libro.

Frente a esta última excusa podría argumentarse que acaso hubiera sido prudente no arriesgarse en una aventura intelectual en la que el peligro de fracasar era considerablemente mayor que la posibilidad de triunfo. Pero no comparto ese género de prudencia. La tierra —creo— es para caminar sobre ella aunque sea inevitable que nos salpique el lodo, y no me parece muy airada la situación de quien resuelve estarse quieto sólo para salvar sus vestidos de las salpicaduras. Ese lodo no mancha sino al que está ya sucio y no es para los demás sino una circunstancia accidental de su atavío, accidental él mismo.

Lo que sí me parece grave es la prudencia exagerada. Hay que reconsiderar tantos juicios y decidir tantas nuevas formas de acción, que mantenerse silencioso y equívoco constituye una deserción culpable. Esa prudencia se parece demasiado al miedo. Es preferible hablar y manifestar hasta el fondo el pensamiento, aun errando por-que sólo de esa manera podrá llegarse a una necesaria aclaración del panorama circundante. Tenemos por delante una nueva experiencia histórica y es una exagerada vanidad evitar la palabra para evitar el error. Una vanidad que también se parece demasiado al miedo.

La acción, la acción inevitable y perentoria, exige un punto de partida que no puede ser dado sino por una clara filiación histórica del presente. Eso es lo que este libro quiere ofrecer al lector: una opinión sobre el proceso de nuestro tiempo, fundada en un análisis de los hechos y respaldada por una convicción profunda. Estoy convencido de que es verdadera y la ofrezco como fruto de una experiencia histórica a quienes la duda acongoja.

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I. DOS ENEMIGOS FRENTE A FRENTE

A pesar del poco edificante espectáculo de sus formas caducas, de las burlas más o menos justificadas que circulan acerca de los inmensos habanos y las gruesas cadenas de oro que se asocian a su recuerdo, un hombre inteligente no debe olvidar que la conciencia burguesa es —y sobre todo ha sido— una cosa seria e importante. Sin duda merecen esas formas caducas la actitud que sus enemigos manifiestan a su respecto y se justifica por ellas el olvido de su formidable significación histórica. Hay, ciertamente, una relación estrecha entre la conciencia burguesa y las llamativas cadenas de oro con que los dibujantes satíricos suelen caracterizar a sus portadores. Pero la conciencia burguesa ha representado mucho más que lo que se esconde tras esa relación: puede decirse que es una de las formas peculiares de la conciencia occidental, y por eso ha caracterizado una de las etapas de nuestra cultura.

Para entender su persistente vitalidad y su resistencia a los embates de la conciencia revolucionaria, es necesario no engañarse por el espectáculo escasamente alentador de sus formas caducas; en otro tiempo la conciencia burguesa ha sido también revolucionaria, llegó a alcanzar el heroísmo y supo ser consecuente consigo misma. Si pudo triunfar y lograr una hora de indiscutido predominio, fue porque supo combatir denodadamente contra la conciencia feudal, su antigua y encarnizada enemiga. Por eso es imprescindible, para entender su orgullo, su prepotencia y su vigor —y sobre todo para discriminar las raíces del tiempo nuevo—, recapacitar un instante sobre la aventura varias veces secular de la conciencia burguesa.

Desde los últimos tiempos de la Edad Media hasta mediados del siglo XIX la conciencia burguesa traza una curva ascendente con cuyo dibujo se confunde lo fundamental de la historia del Occidente y de buena parte del mundo sometido a su influencia. Sobre esa curva incide, hacia 1848, la curva ascendente de la conciencia revolucionaria precisamente cuando alcanza sus últimas etapas, la de la conciencia burguesa. Es, pues, en el instante de máxima culminación cuando descubre su nuevo y peligroso enemigo: la conciencia revolucionaria, conciencia antiburguesa por excelencia, que se prepara a ofrecerle una batalla tan despiadada y dramática como la que ella ofreciera antaño a la conciencia feudal. El momento simbólico en que se manifiesta este conflicto —con el que se abre, a mi juicio, la tercera edad de la cultura occidental— puede fijarse en 1848.

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PRIMACÍA DE LA CONCIENCIA BURGUESA

En el seno del mundo feudal y durante los últimos siglos de la Edad Media ciertos grupos sociales comenzaron a entrever la posibilidad de vivir de una manera diferente de aquella a que se veían forzados por su dependencia con respecto a los poderosos señores terratenientes. Naturalmente, esta idea surgió entre los que, prácticamente, no tenían tierras: reacción muy explicable cuya importancia radica en que no concluyó en un simple disconformismo sino en una profunda revolución económica y social. Dedicándose a la artesanía y al comercio, muchos antiguos colonos y hasta siervos lograron independizarse de sus antiguos señores bajo la eventual protección de los reyes. Algunos llegaron a acumular pequeñas fortunas, y de entre ellos hubo quienes fueron capaces de transformarlas en respetables capitales al cabo de algunas generaciones.

Estos capitales en moneda contante y sonante llegaron incluso a producir la envidia de los antiguos y orgullosos poseedores de tierras, a tal punto que no faltó segundón de casa noble que abandonara sus prejuicios de clase para intentar alguna aventura en la que el legendario vellocino de oro adquiría aspecto de verdadero oro en lingote. Con aquellos nacientes capitales se montaron talleres para producir en más vasta escala que la habitual hasta entonces, y se organizó un tráfico comercial altamente lucrativo; es lo que hicieron a mediados del siglo XIII Nicolás y Marco Polo: “Eran ambos discretos, nobles y agudos comerciantes —cuenta Marco en II Milione— y un día se reunieron en consejo y resolvieron lanzarse a la mar grande con el fin de buscar para sus negocios una mayor prosperidad”. Hasta hubo quienes comenzaron a organizar un tráfico del dinero, destinado, por cierto, a transformar radicalmente las condiciones de la vida económica del mundo moderno. Las casas bancarias de los Bardi, los Peruzzi y los Acciajuoli, llegaron a tener agencias en nu-merosas ciudades de Europa y constituyeron en los siglos XIII y XIV un elemento fundamental de la actividad comercial.

Los grupos sociales que desencadenaron y aprovecharon esta revolución económica y social constituyeron la primitiva burguesía. Sus centros de acción fueron las ciudades, que ella contribuyó a sacar del sueño en que yacieran durante la época feudal, y cuyo tipo de vida había sido eminentemente rural. Y en Flandes, en Italia y en otros países europeos, las ciudades comenzaron a crecer rápidamente, a prosperar y a embellecerse —como Florencia en la época de Arnolfo di Cambio—, reuniendo dentro de sus murallas densos núcleos de población, por cierto muy diferenciados. Porque desde el momento en que el dinero comienza a ser el fundamento de la economía, la cantidad que se posea comienza a medir la importancia social de cada uno. El popolo grasso, la bourgeoisie, los majores, los divites se separan rápida-mente del popolo minuto, del común, de los minores, pauperes y plebei, hasta transformarse en una aristocracia urbana tan hermética como la que se perpetuó en Venecia. Por debajo de ella se alinearon los grupos de los que ya trabajaban en su provecho y que, aunque compartían su naciente conciencia burguesa se preparaban —con algunos ensayos aislados— para la rebelión de algunos siglos más tarde.

Desde entonces, a la aventura caballeresca remplazó la aventura burguesa, que era esencialmente una aventura económica aunque pudiera a veces teñirse con otras apariencias. Si Rolando había alcanzado excelsa gloria contra la innumerable caterva de los infieles del otro lado del Pirineo, su compatriota Jacques Coeur supo exaltar la imaginación de sus contemporáneos con sus audaces aventuras comerciales en varios mares, gracias a las cuales llegó a acumular una fortuna inmensa. Su “heroísmo” suplantaba al antiguo heroísmo de los caballeros, y seguramente él lo sabía porque había dicho alguna vez: “Sé que el Santo Grial no se puede ganar sin mi ayuda”; y era notorio que su jactancia no suponía la decisión de entrar lanza en ristre en el combate. No se forjó alrededor de su figura una leyenda heroica, pero el palacio que aún puede verse en Bourges constituye un testimonio de su singular y moderna grandeza.

Jacques Coeur tuvo alguna vez la debilidad de incurrir en falsificación de moneda, lo cual pareció un feo delito. En realidad, su tendencia habitual era extender el área de las operaciones comerciales de Francia, y esto ya parece más bien una doctrina económica. Lo que Jacques Coeur no compartía en modo alguno era la dulce opinión de los escolásticos sobre el “justo precio”, porque había adivinado ya las ventajas —para él, sobre todo— de la ley de la oferta y la demanda. A él, y al apoyo que le prestó el rey Carlos VIII para desarrollar sus vastas concepciones, se debió en buena parte la transformación económica de Francia. Pero lo que hace de él un ejemplo significativo es su afán de vivir según su riqueza; porque Jacques Coeur, como todos los burgueses de su tiempo y de los que le siguieron, manifestó una decidida resolución de abandonar las concepciones y los ideales de la vida medieval, o mejor dicho, las concepciones y los ideales que las clases terratenientes y caballerescas habían impuesto durante largos siglos. Los testimonios de esta resolución abundan y quien quiera descubrirlos puede, después de contemplar el palacio de Jacques Coeur en Bourges, hojear las páginas del Decamerone de Boccaccio o las de las obras de sus casi contemporáneos Geoffrey Chaucer —inglés— y Juan Ruiz, arcipreste de Hita —cas-tellano—. Todos ellos son, cronológicamente, hombres de la Edad Media, y lo son por ciertos inequívocos rasgos de su actitud frente a la vida. Pero la conciencia burguesa se insinúa ya en ellos. Entre las promesas de una felicidad absoluta y eterna y las posibilidades de una felicidad relativa y pasajera, empezaron a preferir estas últimas. Felicidad relativa y pasajera era la hermosa ragazza, el abundante vino, o desde otro punto de vista, el lienzo de Van Eyck o el fresco de Giotto, el Ars Nova de Guillaume de Machaut o los sonetos de Petrarca; distintas vías para proporcionar satisfacción a los sentidos entre las que era dado elegir las más sublimes o las más groseras. Y esa apetencia por todo lo que fuera placer comenzaba a hacer olvidar las imprecaciones de Santa Catalina de Siena, o las meditaciones de Ruysbroeck o las admoniciones de Passavanti.

Esa era la burguesía, apasionada por la naturaleza en cuyos arcanos comenzaron a hundir su mirada escrutadora Roger Bacon, Petrus Peregrinus o Jean Buridan; deslumbrada por la sabiduría jurídica de los romanos, que difundieron y trataron de trasladar a la política de su tiempo un Bartolo o un Guillaume de Nogaret; seducida, sobre todo, por el inmenso poder del oro, que relucía sobre el banco del mercader o del cambista y se amontonaba en gruesas cantidades como no podían conseguirlo las ilusorias manipulaciones de la alquimia. Y esta burguesía, animada por nuevos ideales y resuelta a desarrollar nuevas formas de vida, enérgica en la acción y eficaz en la lucha contra la naturaleza tibia y apenas formalista con respecto a la antigua fe, comenzó a prepararse para conquistar lo que aún no tenía y deseaba firmemente: el poder político.

Naturalmente, este designio entrañaba muchas dificultades y ocultaba graves peligros. A ningún grupo social le parece lícito que lo despojen del poder cuando se ha acostumbrado a sus encantos y se sirve de él con elegante desenvoltura. Y esto —que dicho de otro modo podría pasar por una ley histórica— fue lo que movió la resistencia de las clases terratenientes. La burguesía, en efecto, había tenido un éxito relativamente fácil mientras se limitó a procurar que las clases feudales le permitieran desarrollar el tipo de vida económica que prefería. Pero el poder político era otra cosa. Conservándolo, las clases feudales hasta podían aprovechar en cierta medida los sudores de sus antiguos subordinados, ahora un poco independientes: podían cobrar en algunos casos tributos o gravámenes y hasta parecía lícito que, de vez en cuando, realizaran uno que otro saqueo a mano armada, sobre todo si se justificaba por la defensa de sus antiguos y, por eso tan sólo, respetables privilegios y de acuerdo con las severas reglas del honor feudal. En cambio, si la burguesía llegaba a conquistar el poder —cosa que, por lo demás, parecía inconcebible— ésas y otras posibilidades de provecho inmediato desaparecían casi por completo, razón por la cual la clase feudal se preparó para resistir denodadamente los asaltos contra sus privilegios.

Gian della Bella en Florencia, los Artevelde en Flandes y Étienne Marcel en Francia podrían ser los ejemplos más representativos de estos primeros y, en ocasiones, torpes esfuerzos de la burguesía por conquistar el poder político. Era, aproximadamente, la época en que se decía en Inglaterra: “Cuando Adán cavaba e hilaba Eva ¿quién era el gentilhombre?” Cuando las circunstancias se tornaban favorables, los burgueses procuraban, en cortes, parlamentos y estados generales, arrancar a los reyes pequeñas ventajas a cambio de las gruesas talegas que les eran premiosamente solicitadas; pero el poder mismo era celosamente custodiado por los feudales poderosos y sólo a la sombra de la corona pudieron los burgueses escalar algunas posiciones en ese terreno.

En efecto, cuando se produjo —ya al fin de la Edad Media pero sobre todo en los primeros siglos modernos— la alianza entre la burguesía y la corona, la conciencia burguesa obtuvo algunos triunfos señalados. A través del trono comenzaron a imponerse sus puntos de vista y las decisiones reales reflejaron, más que ninguna otra cosa, las opiniones del banquero de Su Majestad. Otra cosa era la hojarasca retórica en la que podían aprovecharse sin peligro las guirnaldas recogidas en la rica fronda del Evangelio, de Aristóteles o de San Agustín. Pero la sustancia provenía del agudo consejo de un Jacques Coeur o de un Geri Spini, tan escuchados en su tiempo como lo fueron más tarde los Fúcares y los Welsers. Hasta los papas cedieron a sus convincentes argumentos, y a alguno de ellos —como León X— le valió provocar el desencadenamiento de una tragedia.

En el imperio de Carlos V y en los reinos de Francisco I y Enrique VIII, la conciencia burguesa se manifestó con pleno vigor aunque con formas muy diversas. Los reyes mismos y muchos orgullosos señores comenzaban a participar de ella acaso sin saberlo. Y la burguesía, a quien pertenecía en propiedad y podía desarrollar sus últimas consecuencias con sólo dejar correr su imaginación, comenzó a afianzarse más y más hasta introducir su influencia en zonas que parecían acotadas por sus rivales laicos o religiosos: la política interior, la política internacional, la política religiosa, la moral y el saber, todo comenzó a teñirse con la singular tonalidad de la conciencia burguesa, aun cuando conservara algunos colores de fondo proporcionados por la retórica secular alimentada por ideales en desuso. Francisco Pizarro o Vasco da Gama, Francis Drake o Walter Raleigh, Jacques Cartier o Giovanni Caboto podían justificarse hablando de Dios, de la corona, de la civilización cristiana o de lo que circunstancialmente se les ocurriera según fueran porquerizos, privados de Su Majestad, oficiales de la Real Armada o egresados de Oxford, pero en el fondo de la aventura, una buena parte de sus impulsos eran inequívocamente burgueses porque sin ellos hubiera sido inconcebible el tipo de expansión que perseguían. Sólo que la empresa conservaba algunos rasgos vernáculos. No era, ciertamente, el amor a la aventura lo que unía a la reina Isabel y a Francis Drake cuando juntos pensaban en el triunfal periplo de la Golden Hind, ni era la fe lo que consumía a Pizarro mientras aguardaba en Cajamarca la llegada del incauto Atahualpa… y, sin embargo, algo caballeresco había todavía en los impulsos y en las actitudes, capaz de diluir la conciencia burguesa naciente manteniéndola imprecisa y vaga.

Por lo demás, lo característico de la vida europea hasta el siglo XVIII habría de ser, precisamente, este conflicto entre los ideales caballerescos y los ideales burgueses, sostenidos y alimentados por distintos grupos sociales en conflicto también. En España es notoria la supervivencia de los sentimientos señoriales que exalta, pese a todo, Cervantes en el siglo XVI, que reanima Calderón en el XVII, y que ponen en juego un Cortés, un Jiménez de Quesada o un Hernando de Soto; pero no se puede decir que no acuse España en alguna medida la presencia de una creciente conciencia burguesa, ya en el mismo Quijote. También la acusan Ariosto y Rabelais, en quienes el conflicto de ideales aparece visible, como lo era en un Condé y un Mazarino. Y en Le bourgeois gentilhomme de Molière o La locandiera de Goldoni podrá advertirse hasta qué punto se había tornado vivo este tema de los ideales encontrados, reflejo de una situación digna de una sátira que aspiraba al aplauso popular.

Hacia el siglo XVIII, pues, la conciencia burguesa ha llegado a adquirir tan precisa fisonomía que pueden circunscribirse formas de vida notoriamente informadas por ella, en contraste con otras que le resisten. En los países anglosajones la Reforma le ha proporcionado una doctrina fundamental en la medida en que contribuía a afirmar el individualismo, y cada vez resulta más claro para ella precisar sus aspiraciones tanto en materia política como religiosa. Y mientras en Francia se conforma con empujar a Colbert hacia un despacho de secretario de Estado, en Inglaterra recurre a la violencia y al regicidio para lograr todo aquello de que le han negado una pequeña parte, si Martín Lutero representa tanto como Jacobo Fúcar el tipo del burgués alemán, Oliver Cromwell sirve de paradigma al tipo del burgués inglés tanto como el escocés John Knox o John Hampden, y salvadas las distancias literarias, podría decirse que se equivalen como especímenes Hans Sachs y John Milton. Cromwell desencadena y organiza una revolución burguesa, en la que él y sus “cabezas redondas” se erigen en defensores de principios nuevos y reñidos con la tradición de los Tudor y los Estuardo. Si no la conclu-ye del todo, es porque le tocó ser a la vez algo así como Robespierre y Napoleón fundidos en una sola persona, y ello durante un tiempo demasiado largo. Pero el Bill de Derechos, establecido por la fuerza de la revolución de 1688, proviene del movimiento que él desencadenó y, aunque con menos efectos retóricos, equivale a la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano: uno y otra afirman lo que es más caro a la conciencia burguesa y testimonian su voluntad de luchar por la hegemonía sobre la base de postulados referidos a la realidad inmediata. Porque entre tantas cosas como definen a la conciencia burguesa —y que no es posible enumerar aquí— hay una que es decisiva: sus intereses son rigurosamente terrenales y su interpretación del mundo y la vida está estrechamente sujeta a una concepción naturalística. Newton y Galileo son también, en medida decisiva, tan típicos representantes de la conciencia burguesa como Milton y Colbert. Claro está que no era útil ni necesaria una ruptura categórica. Nadie fue más cuidadoso que la burguesía en materia formal y ritualista pero sólo por razones de Estado, como se advierte en Enrique VIII y la reina Isabel; desde ese punto de vista, Napoleón —primero o tercero, como se quiera— pueden ser considerados en materia de fe como verdaderos jugadores de bolsa.

En resumen, la conciencia burguesa había ganado ya al comenzar el siglo XVIII las primeras batallas y comenzaba a tener una clara imagen de sí misma. Sólo a partir de esta época pueden hallarse perfiles definidos en su concepción y sobre todo clara conciencia de ellos en quienes ejercían una militante defensa de los intereses que implicaba. Sobre la base de una creciente prosperidad material y habiendo logrado una provechosa consideración por parte de los gobiernos ilustrados, la burguesía —que se veía tocando el poder con la punta de los dedos— comenzó a discriminar certeramente lo que era ella misma y cuáles sus entrevistos ideales. El viejo complejo de inferioridad de Mr. Jourdain fue vencido un siglo después. Si Diderot podía lograr —aunque fuera a través de Mme. de Pompadour— que la corte se interesara por su Enciclopedia y Voltaire se sentía capaz de disentir con sus poderosos amigos y protectores, era porque en su conjunto la burguesía —esa burguesía que daba a Francia un ministro como John Law— se hallaba a un paso del triunfo definitivo. Pero ese paso era sin duda, el más difícil y arriesgado. Para intentarlo era menester contar con la resistencia todavía enérgica de quienes estaban, precisamente, dispuestos a cederlo todo menos las llaves del poder, porque era la única garantía que conservaban y contaban con el apoyo de una tradición histórica y doctrinaria que los respaldaba. Era necesario modificar la situación histórica mediante hechos y oponer a la tradición doctrinaria un pensamiento orgánico capaz de suplantarla. Este último apareció en el siglo XVIII con los economistas como Adam Smith, Turgot y Ricardo, y con los pensadores políticos que en alguna medida derivaban de Locke: Bolingbroke, Mon-tesquieu, Voltaire, Rousseau. A ellos correspondió la tarea de luchar contra los últimos reductos de la tradición preburguesa, contra la intolerancia, la restricción de la libertad individual, el absolutismo y, sobre todo, en favor de la libertad económica tal como la entendía la pujante burguesía. En cuanto a los hechos, la revolución de los Estados Unidos constituyó un aliciente saludable y Franklin se encargó de poner al corriente a sus conmilitones trasatlánticos de las ventajas del autocontrol: ya no habría más impuestos en Boston. Todo eso era pólvora arrojada sobre terreno seco: el pobre Luis XVI fue inducido —acaso en la propia cámara nupcial— a hacer cuanto estuviera a su alcance para que se inflamara. Su éxito fue notorio.

El triunfo de la Revolución francesa en 1789 proporcionó a la burguesía de todo el mundo un estado tipo. Ya no había dudas sobre lo que se tenía derecho a esperar, y la burguesía lo esperó por todas partes fervorosamente: el estado nacional burgués. Allí donde las circunstancias se mostraron favorables, como en los países hispanoamericanos, debido a las pericias internacionales y a la ausencia de profunda tradición señorial, el estado nacional burgués triunfó rápidamente. En otros lugares donde la tradición pudo resistir, la burguesía tuvo que conquistar el terreno palmo a palmo y demostró que todavía conservaba aquel impulso heroico y vigoroso que había movido en su más remoto pasado a Gian della Bella, a los Artevelde, a Étienne Marcel. Un Mazzini, un Riego, un Kossuth, no son tipos humanos de quienes sea lícito burlarse como de Biedermaier, Homais o Babbitt. Sabían lo que querían —que no era nada indigno, por cierto— y lo querían empeñando en ello su vida para llevar hacia adelante sus designios. Gracias a sus esfuerzos y a sus sacrificios, la burguesía llegó a alcanzar algunos triunfos, duraderos unos y efímeros otros. Con la revolución de 1830, pudo tener la satisfacción de ver cómo, tras un motín popular no muy cruento y bastante romántico, llegaba al trono francés un rey a quien se complacía en llamar “burgués”, sin que sea demasiado claro si con ello se lo quería humillar —como hubiera pensado el “enfant du siècle” o el vizconde de Chateaubriand— o si por el contrario se pretendía exaltarlo como pensaría Agustín Thierry. A su vez, Inglaterra se desviaba ligeramente de la línea de Wellington aprobando en 1832 la reforma electoral defendida por Grey. Pero en otros países el movimiento liberal burgués se vio frustrado por la devoción de las fuerzas reaccionarias adictas al sistema de Metternich —al lado del cual Wellington parecía un liberal— y obligó a sus jefes a mantener la insurrección encubierta a la espera de una nueva ocasión favorable.

Sin embargo, cierta libertad que por todas partes reinaba para las transacciones comerciales produjo una suficiente, aunque medida, satisfacción a la burguesía alejada de las preocupaciones políticas. La conciencia burguesa comenzó por entonces a virar hacia la derecha porque notaba que algo raro comenzaba a ocurrir a su izquierda, y no escasearon en algunos países los que empezaron a olisquear un peligro nuevo e inesperado. Gracias a esa oportuna conversión, la burguesía pudo parecer a la extrema reacción una fuerza de centro, preferible a otra más peligrosa que comenzaba a insinuarse en la penumbra, y por ello se consideró preferible dejarla ascender para dividir al enemigo. Ello es que a mediados del siglo XIX hizo algunos notorios progresos y se la vio muy cerca de los que dominaban en los estados fuertes.

La conciencia burguesa había triunfado en los espíritus como los angloprusianos en Waterloo: sin que quedara una esperanza. Lo probaban el “rey burgués” y Balzac, Víctor Manuel I y Fóscolo, Ingres y Delacroix, Goethe y Hoffmann, Hugo y Leopardi. Pero su triunfo no hizo sino exaltar ciertos rasgos que comenzaron muy pronto a parecer odiosos, y algunos de los que la compartían en sus líneas generales empezaron a señalarlos con despiadada rudeza. En los cenáculos literarios y en los ateliers bohemios se comenzaba a blasfemar contra el “burgués” como un tipo deleznable de humanidad, exento de sensibilidad para el arte y atado a los más crudos intereses materiales. Los detractores, ciertamente, estaban poseídos por la conciencia burguesa, pero el cristianismo empezaba a diferenciar matices dentro de su propia experiencia, hasta el punto de llevarlos muy pronto al convencimiento de que vivían en un mundo inaceptable, en el que sólo podrían subsistir en calidad de “raros” o “elegidos”. Un curioso panorama de las posibilidades de la existencia social es el que refleja Musset en cierto elocuente pasaje de Confessions d’un enfant du siècle: “De modo que los ricos se decían: sólo es verdad la riqueza; lo demás es un sueño; gocemos y muramos. Los de fortuna mediana se decían: sólo es cierto el olvido; lo demás es un sueño; olvidemos y muramos. Y los pobres se decían: sólo es cierta la desgracia; lo demás es un sueño; blasfememos y muramos”.

El pasaje es encantador por el ingenuo patetismo que hierve en él. Pero Musset no era excesivamente ingenuo y su patetismo no se alimentaba solamente —digamos— con las voces misteriosas que se escuchaban en las noches del alma. También se alimentaba con lo que sus ojos solían ver por las mañanas, cuando recorría el faubourg, o por las noches cuando alternaba en los salones. Fue una experiencia semejante la de Heinrich Heine en París, cuando se estremeció oyendo cantar canciones incendiarias en los talleres iluminados por el rojo vivo de las forjas. Así aprendieron a pensar los “elegidos” y los “raros” que no eran los únicos que bramaban contra los burgueses orgullosos y satisfechos, sino que compartían el odio con los prole-tarios con cuyo trabajo se enriquecían aquéllos. Y así fue descubriéndose la latencia de una conciencia antiburguesa que se manifestó como conciencia revolucionaria, enérgica y militante.

Naturalmente, Biedermaier y Homais no la descubrieron sino mucho más tarde; hasta hay todavía quienes están convencidos de que es una especie de broma pesada a la que podría ponerse fin con una nueva forma —más eficaz— de dictadura, de la que se pudiera esperar, además, que disminuyera el impuesto a la renta. Pero es un hecho que no debe extrañar: la conciencia se parece un poco a la arcilla porque de sumamente plástica pasa a ser al cabo de poco tiempo dura y quebradiza. Ése fue el sino de la conciencia burguesa: a medida que llegaba al punto más alto de su curva ascencional se fue endureciendo rápidamente y adquirió la fisonomía con que hoy se nos aparece en Mr. Babbitt. En ese momento debió enfrentarse con su nueva enemiga, que osó por primera vez, al promediar el siglo XIX, manifestarse a las claras contra ella.

(…)

IRRUPCIÓN DE LA CONCIENCIA REVOLUCIONARIA

Apenas resulta necesario advertir que esta conciencia revolucionaria cuya irrupción advertimos al promediar el siglo XIX no es la única que, en el curso de la historia occidental, merece ese calificativo; otras veces y en distintos planos con diferentes gradaciones se ha visto erguirse una conciencia revolucionaria contra una conciencia con-servadora. Si en adelante seguimos llamando a la que hace irrupción por esta época “conciencia revolucionaria” sin otras especificaciones es solamente por razones de comodidad. O, mejor dicho, de dificultad, porque no sería fácil caracterizar con precisión y con los matices necesarios esta conciencia revolucionaria contemporánea, a la que es difícil ponerle un nombre específico. Acaso pudiera caracterizársela como conciencia socialista, si no existiera el temor de que se la imaginara identificada con los movimientos que de una u otra manera se designan con ese nombre. Si se piensa, por ejemplo, en el destino que corrió la socialdemocracia alemana durante la época de la dominación del nacionalsocialismo, se comprenderá fácilmente que aquella palabra ha adquirido un significado genérico que obliga a usarla con cautela en un examen como éste. Pero esa misma circunstancia nos revela que tiene un contenido difuso, susceptible de precisarse de acuerdo con tendencias encontradas, pero inexcusable cuando se pretende aludir a la conciencia revolucionaria de nuestro tiempo. De buena o mala fe, con intenciones puras o bastardas, se admite y se reconoce que todo movimiento político de tipo moderno debe apelar a una nueva conciencia social, que es en cierto modo revolucionaria en su superficie o en su fondo; y esta conciencia revolucionaria se ha levantado contra el orden sostenido por la conciencia burguesa, sustentando el principio de que ha llegado la hora de suprimir las desigualdades de condición que constriñen a las masas hasta ahora subordinadas a la burguesía. El triunfo de ese principio supone una revolución, sea de las que se hacen con ametralladoras y bombas de mano o sea de las que un hombre puede hacerse a sí mismo sentado en la butaca de su biblioteca, derribando los ídolos envejecidos y encendiendo la llama de nuevos ideales. Y esa revolución es la que mueve la conciencia revolucionaria contemporánea, esa conciencia que sale a plena luz por primera vez al promediar el siglo XIX.

La formación estricta de esta conciencia revolucionaria es el resultado de un proceso económico y social más breve que el que condujo a la ordenación plena de la conciencia burguesa, pero las condiciones que permitieron su aparición se preparan desde mucho antes, desde los albores del mundo moderno. Porque, en rigor, la aparición de una pujante burguesía trajo consigo las circunstancias favorables para la constitución de una conciencia antiburguesa y revolucionaria. Y no porque la burguesía hubiera errado su camino, sino porque su propio desarrollo suponía la formación de una nueva entidad social que debía mantenerse sometida a ella: frente a frente, los dos conjuntos debían precisar sus respectivas fisonomías.

Si la burguesía prosperó resueltamente y llegó a acumular los medios que le permitieron triunfar sobre el orden feudal, fue en gran parte porque tuvo éxito en la empresa de descubrir nuevas zonas susceptibles de incorporarse a su ámbito económico. En el siglo XVI América empezó a proporcionar el oro y la plata necesarios para asegurar la transformación económica de Europa. Los indios los extraían de la tierra trabajando en aquellas duras condiciones que tanto y tan justamente irritaban a algunos misioneros; los hidalgos españoles los gastaban en adornar su propia grandeza o en las desmesuradas aventuras que les proponía la expansión del protestantismo; y los burgueses de Francia, Flandes o Inglaterra los embolsaban —a cambio de productos manufacturados— para dedicarlos a producir más y más. Algo parecido ocurrió en las Indias Orientales y en otras regiones del globo más tarde, y así se pudo ver, al cabo de no mucho tiempo, todo un mundo trabajando para la burguesía europea, un poco rapaz, pero inteligente y emprendedora.

La burguesía quería materias primas y las consiguió en cantidades fabulosas. Pero para que se transformaran nuevamente en riqueza era menester elaborarlas y comercializarlas, para lo cual necesitó brazos; pero brazos nada más: ni cabezas ni, menos todavía, conciencias. Brazos solamente. Porque siguiendo una tradición clásica suponía que los brazos producían más si obedecían a una cabeza ajena.

En América, Asia y África, la burguesía se había procurado brazos a la fuerza, con el pretexto de que correspondían a conciencias descarriadas que era menester salvar; y, en efecto, durante algunas horas de cada domingo los brazos descansaban para escuchar la palabra divina. Pero no era suficiente. La burguesía necesitaba brazos de europeos, que transformaran la materia prima en productos manufacturados, y para ello tenía que poner a su servicio a muchos millares de personas que antes disipaban sus esfuerzos en labores que nada producían para ella, lo cual era considerado como una actitud evidentemente antieconómica. Apropiándose de la tierra —cosa que era ya de por sí un excelente negocio—, la burguesía proletarizó de hecho a grandes masas de antiguos pequeños propietarios que, sumados a los numerosos desposeídos de antaño, formaron la legión de los que desde entonces pasaron a ser simplemente “brazos”, como otros eran simplemente una “lanza” para el muy honorable príncipe de Friedland llamado Wallenstein.

Mas esta transformación escondía un pequeño equívoco. Un hombre puede ser nada más que brazos para su capataz, pero esa circunstancia no impide que él mismo considere que es nada menos que todo un hombre, y esta creencia podrá verse confirmada cuando del trabajo regrese a su casa —o a su tugurio, mejor dicho—, y se encuentre allí con su mujer y con sus numerosos hijos, para los cuales marido y padre es un hombre completo, con brazos para trabajar, pero también con una cabeza a través de la cual suelen comprender el universo. Un hombre que descubre esa dualidad se torna indefectiblemente un revolucionario dentro de un plazo variable. Cuando sus brazos no producen lo suficiente para alimentar, educar o curar a sus hijos, sus convicciones se robustecen. Su conciencia más o menos embotada por el esfuerzo brutal a que se lo obliga, le enseñará que vive en una sociedad en la que sólo valen sus brazos, y al cabo de las generaciones ese tipo de hombre descubrirá un día que acaso sea preferible morir a no vivir sin un destino propio, como un mero instrumento. Acaso primero sólo se sienta poseído por la ira, pero tras la ira sorda e impotente —y con frecuencia castigada como un delito, en cuanto disminuye su capacidad productiva— sobrevendrá la certidumbre de que es necesario hacer algo para salir de una situación desesperada. He aquí una conciencia revolucionaria en potencia, desprovista todavía de doctrina y de objetivos precisos, pero cargada con la formidable fuerza explosiva del rencor: un rencor demasiado explicable para que sea lícito menospreciarlo diciendo que es un sentimiento subalterno, y demasiado enraizado en la carne para que sea posible exorcizarlo con predicaciones evangélicas.

Esas circunstancias que permitieron la aparición de una conciencia revolucionaria acompañando el proceso de desarrollo de la burguesía comenzaron a extremarse en la época de la llamada Revolución industrial. Es frecuente que se olvide la importancia decisiva de este movimiento. Por desgracia no tiene una fecha precisa que permita evocar sus aniversarios, un 14 de julio capaz de adherirse a la memoria con los recuerdos escolares. Y, sin embargo, la Revolución industrial derribó muchas Bastillas, preparó la transformación del mundo occidental y, lo que es más importante, del que sobrepasaba sus límites y comenzó a occidentalizarse rápidamente gracias a ella. Quizá pudiera fijarse —con no mayor arbitrariedad que en otros casos— el año 1760 como fecha inicial de esta profunda mutación de la vida económica y social que un siglo después había tenido ya algunas consecuencias fundamentales.

Como es sabido, la Revolución industrial se manifestó por medio de infinidad de inventos mecánicos que modificaron notablemente las condiciones de la producción; hubo entonces máquinas para hilar, máquinas para tejer, máquinas de vapor, máquinas, en fin, para todo aquello en que se podía suplantar el esfuerzo del hombre por el de un mecanismo. Así se inauguró una era de rápidas transformaciones, sin que el azar interviniera demasiado en ello. La burguesía lo había querido; tenía dinero y estaba acostumbrada a gastarlo en producir indirectamente más dinero, de modo que, cuando se encontró con sobreabundancia de materias primas, buscó la manera de acelerar el proceso de su transformación en productos manufacturados para poder intensificar la comercialización y, por ella, su enriquecimiento. La mecánica comenzaba a atraer la aten-ción de todo el mundo —incluso el rey Luis XVI de Francia, que a causa de ello descuidaba su propio oficio— y no hubo nada extraño en que un relojero, un mecánico o un tejedor encontraran un día una feliz combinación de fuerzas destinada a engendrar una máquina útil para un fin práctico. Tras los primeros ensayos, los inventos comenzaron a suceder a los inventos como si hubiera arraigado en los espíritus una obsesión diabólica. Era la época en que Goethe ponía a Mefistófeles al servicio del insaciable doctor Fausto. Pero en el fondo de esa obsesión no faltaba un rayo de luminosa esperanza angélica, porque desde entonces pudo acariciarse la ilusión de que los esclavos inanimados remplazaran a los brazos de aquellos a quienes se les negaba el ejercicio de su propia razón.

Naturalmente, esta esperanza era algo remota. En principio, una máquina debía hacer rápidamente lo que varios operarios hacían con lentitud; pero eso no significaba que esos operarios trabajaran menos y vivieran mejor, como no era absolutamente absurdo suponerlo; por el contrario, aunque muchos de ellos trabajaron menos o dejaron de trabajar del todo, no pudieron vivir mejor porque pasaron a la triste categoría de desocupados, sin que nadie se interesara en hacerlos participar en alguna medida de los beneficios que la máquina traía consigo. La desocupación trajo la miseria a grandes masas de población, que atribuyeron su desgracia a los nuevos ídolos; así se explica la aparición de esa curiosa cofradía de iconoclastas a quienes llamaron ludditas, cuyo inútil y desesperado desahogo consistió en tratar de destrozar cuantas máquinas hallaran a su alcance: manía expiatoria que la humanidad ha demostrado muchas veces esconder en los rincones secretos del corazón y que se satisface de manera primaria condenando los efectos sin alcanzar a descubrir las causas. Quizá pareciera más sensato que los desocupados se hubieran propuesto acabar con la casta de los propietarios de talleres; pero esta medida no hubiera pasado tampoco de ser una satisfacción personal para algunos. Para evitar aquellos excesos, el parlamento inglés cortó por lo sano y dictó una ley condenando a muerte a los destructores de máquinas, otra forma de la manía expiatoria movida por el espejismo de los efectos y la ignorancia —o intencionado olvido— de las causas.

Sin embargo, y a medida que fue pasando el tiempo, la desocupación comenzó a disminuir. Las materias primas abundaban de tal manera que era posible poner en movimiento un número tal de máquinas como para dar trabajo a los obreros que habían quedado sin ocupación al aparecer las primeras. La burguesía precisaba ahora ganar aún más que antes porque el costo de producción se había elevado debido a la necesidad de amortizar la maquinaria que utilizaba, de modo que trataba de producir en mayor cantidad que antes. Pero el aumento de las ganancias de la burguesía tampoco repercutió en beneficio de las masas trabajadoras, porque el mayor costo de producción debía ser compensado, naturalmente, con los salarios de los trabajadores. Era pues necesario que los obreros ganaran poco, que trabajaran las mujeres y los niños durante largas e inhumanas jornadas, y que los patronos ganaran más para no perder con las innovaciones ninguna de las ventajas que antes habían conseguido con su esfuerzo infatigable: ésta era la estricta lógica del capitalismo.

Así pues, en el plazo de unos pocos años, la miseria de las clases trabajadoras cambió de causa aunque siguió siendo igualmente intensa. Todo conspiraba contra ellas; aun cuando sus jornales hubieran sido más altos, sus condiciones de vida hubieran mejorado escasamente en las viejas ciudades cuya población se había duplicado o cuadruplicado en menos de medio siglo: era difícil conseguir buena alimentación y sólo había disponibles tugurios repugnantes para habitar. Esas clases trabajadoras —que Hogarth gustaba representar intencionadamente en sus grabados— no conocían sino rigores gracias a la ayuda que el Estado prestaba celosamente a la burguesía que las expoliaba: sobre la base de su propia experiencia comenzaron a adquirir rápidamente cierta vaga idea de la situación y de sus causas que bien pronto habría de transformarse en una clara conciencia revolucionaria en los grupos más despiertos y vivaces.

En efecto, todo el vago rencor que anidaba en los pechos de los desposeídos, y que crecía en la medida en que crecían las fortunas de los ricos, comenzó a sistematizarse poco a poco. El mundo occidental se ha caracterizado siempre por la inveterada costumbre de pensar, y llegó el momento de que pensaran también los desposeídos. Esa reflexión —en cuyo despertar colaboraron los disconformes de la burguesía— permitió trazar un cierto perfil de la situación cuyo corolario fue el sentimiento de que era necesario promover por la fuerza un cambio radical de las condiciones sociales y económicas. Corolario, por cierto, que sugirió a la burguesía la conveniencia de que —a pesar de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano— no contrajeran la costumbre de pensar asiduamente aquellos que carecían de bienes de fortuna.

Sería injusto decir que esa actitud caracterizó a todos los miembros de la burguesía. Ya se ha dicho que hubo disconformes dentro de su propio seno y ellos colaboraron en el proceso de esclarecimiento que comenzó a operarse entre las masas trabajadoras. Miembros de la burguesía que tenían el hábito de pensar —porque entonces, como ahora, muchos carecían de él— comenzaron, en efecto, a preocuparse por las condiciones de vida que las mutaciones económicas habían creado a los humildes. Recuérdense las palabras que Musset puso en boca de los pobres: “Sólo es cierta la desgracia; lo demás es un sueño; blasfememos y muramos”. Era lo que solían ha-cer generalmente: ser desgraciados, prostituirse las mujeres, alcoholizarse los hombres, blasfemar todos y luego morir. Esto, ciertamente como el resto de la humanidad, pero mucho más pronto y en condiciones menos reconfortantes. Musset, como es sabido, era un romántico, un escritor romántico. El romanticismo, que incluía tantas direcciones diversas y a veces contradictorias, debía aportar algunas ideas precisas y, sobre todo, algunas actitudes categóricas frente a los problemas sociales, gracias a lo cual contribuía al delineamiento de la conciencia revolucionaria. En cuanto románticos, muchos miem-bros de la burguesía escaparon a los prejuicios de su clase y se incorporaron en diversa medida y a veces sin darse clara cuenta de ello a la avalancha revolucionaria.

Por lo pronto, se debe a los escritores y artistas románticos haber definido el tipo del burgués como la antítesis del hombre animado por un espíritu inquieto y creador, refractario a las preocupaciones prácticas y movido por nobles y desinteresados ideales. Ese tipo de burgués, que Daumier pintó con tan severa ironía, sirvió de base al que construyó en su imaginación el trabajador que se sentía oprimido y expoliado: el patrono era para él un individuo obeso —testimonio de su satisfactorio régimen alimentario— que procuraba destacar ostensiblemente su abdomen mediante una pesada cadena de oro; un grueso habano completaba esta imagen, que todavía podía perfeccio-narse, sin embargo, mediante un alegre coro de demi-mondaines equívocamente situadas cerca de su importante figura.

Pero no fue solamente creando la primitiva imagen del enemigo como colaboraron los escritores y artistas románticos en el delineamiento de la conciencia revolucionaria. Tenían además una auténtica y militante simpatía por el pueblo y supieron revalorar su influencia y declarar en alta voz sus opiniones: “El pueblo —decía Michelet en el prefacio de su Historia de la Revolución francesa— valía generalmente mucho más que sus conductores”. Este juicio era uno de los principios que quería poner en claro en el transcurso de su obra, y por cierto que el decir esta y otras cosas por el estilo le atrajo el odio y las persecuciones. Aquella simpatía tenía su origen —desde su peculiar punto de vista— en la admiración que les producía ahora a los escritores y artistas románticos la capacidad creadora que se evidenciaba en la poesía y la música tradicionales. Si Walter Scott, Jacobo Grimm o Victor Hugo se entusiasmaban por el folklore de sus respectivos países —o por el folklore en general— era porque descubrían una fuerza creadora, escondida en la masa anónima, que ignoraba el dueño de la fábrica sin poder sospecharla en las sombras languidecientes que entraban a trabajar en ella cuando aún no clareaba el día. Porque esa masa anónima era, para los escritores y artistas románticos, la misma que se consumía en los talleres, arrastraba su vida por las pocilgas de los arrabales y desprendía de su seno, de vez en cuando, el material humano para los coros de demi-mondaines que el burgués arquetípico se pagaba con su dinero para disfrutar del amor y escapar de su propia melancólica prisión.

románticos fueron Goya, el de los aguafuertes saturados de violencia revolucionaria y de admiración por la energía de las masas populares; Daumier, el de los grabados satíricos de Charivari; Heine, el de la atenta expectativa del clamor popular; romántico era, por fin, y más que nadie, Lord Byron; si el poeta compartía el patriotismo, el individualismo y el liberalismo de la burguesía, algo que en él —como en Musset— ya no era burguesía, acaso por ser un poco aristocracia, lo condujo a mirar con irritación la sordidez de los ricos y la miseria de los humildes. Muchos que han leído atentamente el Childe Harold suelen ignorar que Byron pronunció estas palabras aleccionadoras desde su banca de la Cámara de los Lores en 1812, cuando se discutía la ley capital para los destructores de máquinas: “Los obreros despedidos por la introducción de nuevas máquinas creen, en la simpleza de sus corazones, que la existencia y el bienestar de hombres laboriosos tienen más importancia que el enriqueci-miento de unos cuantos individuos… Se dice que estas gentes son una chusma desesperada, peligrosa e ignorante, y parece pensarse que el único remedio para aquietar esa furia de innúmeras cabezas es cortar unas cuantas que sobran. Pero ¿acaso tenemos plena conciencia de nuestros deberes para con esa chusma? Esa chusma es la que trabaja vuestros campos y sirve en vuestras casas, la que tripula vuestra marina y de la que se recluta vuestro ejército; la que os ha puesto en condiciones de desafiar al mundo y la que podrá desafiaros a vosotros si la intransigencia y la desventura la mueven a deses-peración. Podéis dar al pueblo el nombre de chusma, pero no olvidéis que esa chusma es no pocas veces portavoz de las ideas del pueblo. Permitidme también que ponga de manifiesto la prontitud con que estáis siempre dispuestos a acudir en auxilio de vuestros aliados en la guerra, cuando éstos se ven apurados, mientras dentro de vuestro propio país dejáis a los necesitados a la merced del cielo o confiados a la beneficencia pública. Con mucho menos —con la décima parte de lo que regaláis a Portugal— bastaría para hacer superfluos dentro del país los servicios caritativos de las bayonetas y de la horca. La miseria de nuestro pueblo es hoy más angustiosa que nunca”. Y terminaba con esta imprecación: “¿No hay ya bastantes penas de muerte en vuestras leyes? ¿No hay ya bastantes cuajarones de sangre en vuestros códigos, que todavía queréis derramar más, hasta que los cielos griten y clamen en contra vuestra? ¿Son esos los remedios con que queréis curar a un pueblo hambriento y desesperado?”

Si el poeta es grande por el Childe Harold y por su muerte en Missolonghi, más grande aún se revela por la autenticidad de los sentimientos humanitarios que descubren estas palabras suyas. Y no fue el único de los románticos que se manifestó en esta actitud. Hubo, ciertamente, algunos de ellos que defendieron las peores ambiciones de la burguesía, pero hubo otros muchos escritores y poetas que, por haber aprendido a no adorar exclusivamente la fuerza del dinero, supieron salvarse a tiempo de la corrupción en que se hundía la conciencia burguesa y alimentaron en sus pechos la ilusión de que triunfaría la justicia. Más aún, fueron ellos, en cierto modo, los que dieron los primeros pasos para que el vago rencor se canalizara en una labor política claramente ordenada hacia objetivos claros y concretos.

Fue el caso de Godwin, el de Buonarrotti —verdadero inspirador de la llamada conspiración de Babeuf—, de Fourier, de Saint Simon, de Cabet, de Leroux. Fue también, en cierto modo, el caso de

Karl Marx, una de las facetas de cuya personalidad es también la de un romántico exaltado por un sentimiento.

Todos ellos, con mayor o menor acierto, procuraron ordenar, poco a poco y en la medida de sus posibilidades intelectuales, la imagen de las perspectivas que ofrecía el mundo de mejorarse, o de alcanzar —pensaban algunos— una acabada perfección. Consideraban necesario circunscribir los propios ideales y determinar luego los métodos de acción para alcanzarlos. Pero mientras los espíritus teóricos seguían elaborando en sus gabinetes los fundamentos doctrinarios y los métodos estratégicos de la revolución, hubo quienes prefirieron realizar de inmediato su propia experiencia: naturalmente, eran ingleses.

Hacia fines del siglo XVII, Robert Owen, un fabricante de tejidos, se propuso realizar en su establecimiento de New-Lanark (Escocia) un experimento social cuyas repercusiones debían alcanzar a toda la pequeña comunidad que se agrupaba alrededor de la fábrica. Se trataba de mejorar las condiciones generales de vida, pues Owen soste-nía que, una vez lograda esa etapa, se habrían obviado automáticamente gran parte de las dificultades que suscitaba la masa obrera dentro de la naciente organización industrial. Sin duda sus colegas lo mirarían entre indignados y burlones: ¡El ingenuo pretendía redi-mir a la humanidad! Pero Owen no quería, en principio, sino redimir a los obreros de New-Lanark, que era lo único que consideraba dentro del límite de sus posibilidades, y pudo comprobar de paso que sus ganancias aumentaban, con lo cual recuperó el prestigio frente a sus colegas. Sin embargo, poco a poco Owen abandonó la actividad fabril por el apostolado y se dedicó a difundir el socialismo. En un libro titulado Una nueva concepción de la sociedad, publicado en 1816, Owen expuso sus ideas, tras de las cuales se organizaron algunos grupos vigorosos que las defendieron con tesón. Era un eslabón en la cadena del movimiento revolucionario, pero un eslabón que dejaba como saldo una experiencia de realidad.

Naturalmente, las circunstancias se mostraban cada vez más propicias para el fortalecimiento de la conciencia revolucionaria. A principios del siglo XIX la crisis económica adquiría caracteres verdaderamente trágicos y la desocupación llevó la miseria a vastos sectores, especialmente en Inglaterra. Pero las circunstancias políticas —al sobrevenir el oscuro periodo de la Restauración tras la caída de Bonaparte— obligaron al movimiento revolucionario en muchos lugares de Europa a ponerse a la par del movimiento burgués que luchaba por reconquistar las posiciones perdidas: así se vio al proletariado exigir tumultuosamente el derecho del sufragio, en vigorosos movimientos que desembocaron en las revoluciones de 1830 y en la reforma electoral inglesa de 1832. Pero los resultados de esos movimientos sirvieron para abrir los ojos de las masas trabajadoras, demostrándoles que sus objetivos específicos diferían de los que perseguía la burguesía. El régimen liberal basado en el parlamentarismo podía ser un sistema beneficioso para ellas, pero siempre que se modificaran más allá de ciertos límites los fundamentos del orden económico y social. Ahora bien, las masas trabajadoras no tardaron mucho tiempo en descubrir que esa modificación no les sería otorgada gra-ciosamente por aquellos a quienes inevitablemente el cambio perjudicaría en alguna medida, y, en consecuencia, volvieron a la convicción de que era menester que se organizaran por su cuenta. Entonces las masas trabajadoras comenzaron a concentrarse sobre sí mismas, a precisar sus propios objetivos y a luchar por ellos, no sólo contra las fuerzas de la extrema derecha sino también contra las fuerzas moderadas que la crisis social tendía a desviar en esa misma dirección.

Fruto de esta actitud fue el movimiento cartista que estalló en Inglaterra en 1837, cuyo objetivo era lograr el triunfo de los principios enunciados en un documento llamado “Carta del Pueblo”, a imitación de la tradicional “Carta Magna de las libertades inglesas”. Se establecía en él un programa de reivindicaciones políticas destinado a acrecentar la gravitación de las masas populares en el gobierno y concitó tan comunicativo entusiasmo que el “cartismo”, como se llamó ese movimiento, empezó a preocupar seriamente a las fuerzas conservadoras. Entretanto, en Francia se organizaban grupos revolucionarios que obedecían a las inspiraciones de Auguste Blanqui y que se preparaban para luchar contra el régimen de Luis Felipe y Guizot, mientras surgían organizaciones análogas en otras partes de Europa. Era evidente que se preparaba una era de graves convulsiones.

En 1844, los tejedores de Silesia y de Bohemia iniciaron una insurrección que conmovió profundamente los espíritus. Pero no era allí donde el movimiento estaba destinado a tener más vastas repercusiones, sino en Francia y en Inglaterra. En efecto, en febrero de 1848 estalló en París un movimiento revolucionario destinado a deponer al “rey burgués”, cuyo gobierno, encabezado por Francisco Guizot, se había vuelto hacia la derecha un poco más de lo tolerable. La burguesía liberal se jugó la vida en las calles de París, aunque, naturalmente, era mayor el número de los obreros que combatían en las barricadas, y que habían sido convocados para servir a la causa de la burguesía. Pero los tiempos habían cambiado. Los grupos organizados acudieron, en efecto, pero trataron desde un principio de trabajar por “su” revolución, o al menos de imponer algunos de sus puntos de vista en el seno del gobierno triunfante. Este designio pareció una deslealtad, porque la burguesía estaba demasiado convencida de que, fuera de blasfemar, como decía Musset, el único derecho específico del proletariado era el de morir. Así fue como, triunfante la revolución, el proletariado se transformó para los jefes burgueses en un aliado incómodo al que era necesario someter.

Fue un momento dramático en toda Europa, sobre cuyo suelo cundía la ola revolucionaria. En Austria, el canciller Metternich, que venía gobernando al país —y en ciertos aspectos a media Europa— desde 1814, se había visto obligado a escapar de Viena. En Italia y en Alemania grupos insurrectos se habían adueñado del poder o con-trolaban la situación en alguna medida y se cernían como una amenaza inminente contra el absolutismo. Y en Inglaterra, con una violencia poco frecuente, los obreros cartistas se lanzaron a la calle para imponer sus exigencias con la presión de su inmensa masa. Europa amenazaba arder, pero la burguesía no perdió el tino y se dispuso a apagar el incendio.

En efecto, en abril de 1848 el gobierno inglés encomendó al “Duque de Hierro”, a aquel Wellington que había derrotado a Napoleón, la preparación de un nuevo Waterloo en el prado de Kenningston, donde debía realizarse un gigantesco mitin cartista. La sangre no llegó hasta el Támesis porque el mitin fracasó, pero hubiera podido llegar porque Wellington no carecía de la disposición de ánimo necesaria —pues era extremadamente conservador—, ni de los medios imprescindibles, que estaban constituidos en este caso por una fuerza de más de cien mil hombres y una abundante artillería emplazada en los lugares estratégicos de Londres. Esta vez no fue necesario ningún Blücher. Por su parte, el nuevo gobierno republicano establecido en París adoptó un temperamento semejante. Los “talleres nacionales” con que se había querido satisfacer a los obreros que pregonaban su “derecho al trabajo” fueron clausurados y se pretendió que los trabajadores aceptaran perentoriamente las soluciones del orden público prescriptas por el gobierno, en absoluta contradicción con las aspiraciones y los intereses populares. Entonces comenzó el motín de junio, hasta que el gobierno de París encomendó al general Cavaignac la misma empresa que el de Londres había encargado a Wellington. Bajo su alto mando, las fuerzas del “orden” aplastaron a las masas de los hambrientos sublevados, en una operación que empañaba el mérito de su vieja militancia de liberal ardiente. Finalmente, en Italia, Austria y Alemania el ejército rodeó a los autócratas y los movimientos que habían logrado irrumpir fueron dominados y aplastados sin contemplaciones. El incendio parecía extinguido.

Pero no lo estaba. El movimiento era profundo y sólo había sido contenido en la que constituía su primera exteriorización. Las brasas seguían intactas bajo los escombros. Para quienes sabían y querían ver, un hecho nuevo se manifestaba claro y distinto. Frente a la conciencia burguesa habíase levantado una conciencia revolucionaria cuyo perfil acusaba los contrastes, y en adelante la lucha destinada a ocupar el primer plano de la escena histórica no sería ya la que sostenía la burguesía contra las fuerzas que habían quedado a su derecha. Por el contrario, la extrema derecha de raíz señorial y la burguesía —con excepción de algunos grupos lúcidos— tendían a entenderse y a unirse, al menos en los momentos de mutuo peligro. La lucha que ahora adquiría carácter decisivo era la que se insinuaba entre ese conglomerado y las fuerzas que habían aparecido a su izquierda. Sólo faltaba que alguien terminara de precisar los puntos vulnerables del orden burgués y definiera el contenido y los objetivos de la conciencia revolucionaria. Ésa fue la misión de los pensadores alemanes Karl Marx y Friedrich Engels, cuyo Manifiesto vio la luz, precisamente, en 1848, al calor de la profunda experiencia revolucionaria que estaba viviendo toda Europa.

II. GRANDEZA Y MISERIA DE LA CONCIENCIA BURGUE-SA

En el periodo comprendido entre las revoluciones de 1848 y el estallido de la primera Guerra Mundial, la curva de la conciencia burguesa alcanzó el punto más alto de su esplendor. A primera vista se la notaba reluciente, pero no era difícil descubrir que sus formas estaban endurecidas y que su vigor interior había disminuido considerablemente. Todavía podía inspirar grandes hazañas, porque el campo donde le era lícito mostrar sus virtudes tradicionales no estaba aún totalmente explotado. Gracias a esa circunstancia la burguesía mostró cierta grandeza, pero el prestigio de los principios que la animaban decaía visible y aceleradamente.

Esta circunstancia era definitiva. La conciencia burguesa mostró cierta mimética aproximación a los billetes de banco —una de sus creaciones más originales—, en cuanto al hecho de que su solidez se mostrara dependiendo estrechamente de su respaldo en oro. Allí donde la riqueza la sustentaba, la conciencia burguesa se mostraba vigorosa y casi exultante, pero donde esa riqueza no actuaba de manera directa, denotaba una debilidad rayana en la desesperación. Frente a la irrupción de la conciencia revolucionaria no supo hallar otra actitud que tornarse reaccionaria, o, mejor dicho, que desplegar sus elementos más reaccionarios y descalificar a los que no lo eran suficientemente. Ésa fue su miseria, explicable acaso, pero reveladora de su imposibilidad de adaptarse a nuevas situaciones y reveladora, sobre todo, de su inminente disgregación. Este proceso es, precisamente, el que se cumple mientras lucía aparentemente más esplendorosa, entre el momento en que asoma a la luz la conciencia de revolución y aquel otro en que la burguesía se enreda en su propia red, en 1914.

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SORPRESAS Y SOBRESALTOS

Si durante los últimos tiempos del rey Luis Felipe la burguesía liberal francesa se sintió defraudada por el viraje hacia la derecha cada vez más acentuado del gobierno de Guizot, podría decirse que su exaltación fue, en cierto modo, una reacción contra la apatía que se había apoderado del régimen. Y la burguesía se sentía demasiado vigorosa para apoltronarse en una felicidad sin accidentes. Lamartine, el poeta que encarnaría la dirección liberal de la revolución de febrero, denunciaba ese estado de ánimo con una frase muy certera: “Francia se aburre”, decía. Sin embargo, el aburrimiento de la bur-guesía francesa desapareció súbitamente cuando descubrió que el tradicional “Tercer Estado” se desdoblaba y dejaba de obrar en una sola dirección; pero no fue reemplazado por un tranquilo entretenimiento sino por una acentuada inquietud. Tanto, que muchos empezaron a sentir la nostalgia del aburrimiento, forma quintaesenciada de la melancolía. Pero, para que pudieran volver a aburrirse los burgueses, tenían que ser vueltos a sus redomas los fantasmas que estaban sueltos por las calles de París; ésta fue la tarea que se encomendó al general Cavaignac, cumplida la cual, la voz de orden fue preparar prudentemente las barricadas para que nadie se acercara con intenciones agresivas a la Arcadia burguesa. El sobresalto había sido violento y aleccionador.

El temor se tradujo en una decidida conversión hacia la derecha de los grupos más acomodados de la burguesía. Y aun de la pequeña burguesía, que se mostró tan acobardada y reaccionaria como la otra. En Francia había sido proclamada la república, pero se eligió presidente a Luis Napoleón Bonaparte porque pareció —con razón— el más reaccionario de todos los candidatos: el clero, la nobleza, los monárquicos, los banqueros, los grandes industriales y comerciantes, todos contribuyeron con su esfuerzo para asegurar el triunfo del guardián del orden. Y el orden triunfó en Francia —un orden superpuesto a la inquietud—, apañado por las reminiscencias que despertaba el nombre del gran emperador, envueltas para un Victor Hugo, por ejemplo, en una romántica tempestad de entusiasmos heroicos.

Fue, por lo demás, lo mismo que ocurrió en otras partes. Federico Guillermo IV de Prusia y el joven Francisco José I de Austria no tuvieron que acudir a la demagogia porque tenían sus tronos asegurados, y les bastó el apoyo de sus respectivos ejércitos para restaurar el orden, sofocando no sólo la naciente revolución antiburguesa sino hasta la ya casi conservadora insurrección liberal. Y mientras el zar Nicolás I endurecía aún más su oscuro régimen en un extremo de Europa, en el otro el general Narváez jugaba a la dictadura sanguinaria apañado por la piadosa y entusiasta Isabel II de España. Era un sentimiento general de terror que la burguesía disimulaba y trataba de conjurar con una jactanciosa exhibición de su poder físico.

Quienes alimentaban el fuego sagrado del terror eran los reaccionarios ultramontanos. No era ésta, ciertamente, una tendencia nueva, porque no es inverosímil la existencia de monos reaccionarios que hayan considerado peligroso para la raza el tratar de caminar sólo sobre las dos manos inferiores y el abandonar las copas de los árboles. Pero era una tendencia renovada y acorde con las necesidades del día. Apenas se distinguían ya las voces tremolantes de un Bonnald o un de Maistre; pero se insinuaban los murmullos delicados y sutiles de sus herederos, de un Barbey d’Aurevilly, de un Gobineau, de un Donoso Cortés, de un Villiers de l’Isle Adam. Más al fondo, esa sí vibrante y apocalíptica, resonaba desde 1864 la palabra del Syllabus anatematizando la civilización moderna y promoviendo el fortalecimiento de la fe con la ilusión de un retorno a las condiciones de vida que representaba el Pentateuco. Y en el espíritu de cada propietario, esas admoniciones estimulaban el espontáneo y explicable conservadurismo así como también el vago terror a los fantasmas a quienes los Wellington, los Cavaignac, los Narváez y los Bismarck trataban de mantener dentro de su redoma. Ese vago terror se había difundido por toda Europa, y en toda Europa —excepto en Inglaterra— servía para obnubilar las mentes y despistar a los estadistas.

En Alemania, por ejemplo, el prusianismo —con todos sus anexos— llegó por entonces a su más alta temperatura. Guillermo I encontró en el canciller Bismarck al hombre que necesitaba y con sus dotes de organizador y de político pudo derrotar a Dinamarca, Austria y Francia. El Imperio alemán quedó fundado, y con él un poderoso baluarte del conservadurismo, aun más extremado, si cabe, que el antiguo reino de Prusia. Sólo que era un conservadurismo anticatólico —a diferencia del ultramontano— y movió a Bismarck a desencadenar la Kulturkampf con el mismo entusiasmo que la cruzada contra los socialistas. La razón de Estado alcanzaba en el Imperio la más alta veneración, porque el Estado —ya lo había dicho Hegel— era la más alta expresión del espíritu. Sobre todo si se trataba del Estado alemán que, además de expresar la forma suprema del espíritu —pensaba Bismarck—, expresaba la forma suprema de la inmarcescible grandeza germánica. Bismarck se acordaba con el exaltado ímpetu de la orquesta wagneriana, mientras Nietzsche soñaba despierto con el superhombre y Treitschke razonaba sobre la guerra y la política. Parecía cantarse sobre la primacía de Guillermo como el aedo antiguo sobre la de Diomedes. Hasta hubo ingleses que llegaron a contagiarse —claro que después de viajar por Alemania— de aquel autoritarismo extremado, pues se pudo ver a Thomas Carlyle, tan agudo para tantos problemas, exaltar el prusianismo y sus glorias con una apenas disimulada intención despectiva para el régimen liberal. De paso, exaltó en Cromwell la dictadura del hombre elegido —sin que se supiera bien por quién—, y arremetió contra los negros de los Estados Unidos y los espíritus humanitarios que luchaban por su emancipación. Pero en Inglaterra este frenesí no pasaba de ser un caso aislado. Para compensar el “racismo” puesto de manifiesto por Carlyle, la reina Victoria nombró primer ministro a Benjamin Disraeli. A él se debió, precisamente, la curiosa variante que, inspirada en John Stuart Mill y Herbert Spencer, comenzó a predominar en la política inglesa con respecto a las irrupciones de la conciencia revolucionaria. El ministro tory decidió conceder parte de lo que las masas populares exigían, y al fin llegó a resultar difícil distinguir los matices que separaban su política ligeramente demagógica de la de su rival Palmerston. Lo que las hacía semejantes era el uso ponderado de la inteligencia, circunstancia que, a su vez, contribuía a diferenciarlas de las que en ese momento seguían las derechas del continente.

Naturalmente, donde el problema de la conversión hacia la derecha se hizo más visible fue en los países de predominio católico. El Vaticano se mantenía dentro del espíritu del Syllabus y hubo que esperar a fines del siglo para que lo trocara por el espíritu de la Rerum Novarum, matizado por un reflejo semejante al que caracterizó la variante Disraeli. Pero entretanto, y aún después de la mutación de la fuente que lo inspiraba, el ultramontanismo propugnaba una política enérgicamente conservadora encuadrada dentro de una retórica soñolienta y hueca. Si alguna razón tuvo León Daudet al anatematizar al siglo XIX, no fue por causa de los fanáticos del progreso sino por obra de los fanáticos del retroceso, paradójica vanguardia representativa de esa burguesía sórdida que identificaba la idea del orden con la del mantenimiento de las riquezas acumuladas por las familias respetuosas de los prejuicios. A veces, el ultramontanismo hacía el esfuerzo de extremar la elasticidad de su espíritu y consentía en ceder las posiciones en favor de un conservadurismo moderado —como el de un Cánovas en España, por ejemplo— con tal de pasar inadvertido en épocas de graves amenazas. Pero sólo esperaba la ocasión para volver a salir a plena luz, recabando la dirección de la vida política que consideraba corresponderle indiscutiblemente por una suerte de derecho divino. Fue lo que ocurrió en Francia tras las alternativas con que se inauguró la tercera república.

Un día apareció en el horizonte político francés un general rodeado de cierta aura de popularidad, llamado Georges Ernest Boulanger. Había sido un liberal convencido, pero algo rezumaba en él que denotaba un cambio en sus opiniones; poco después, y sin que nadie lo convocara, el ultramontanismo se encontró reunido a su alrededor, mirándose sus miembros con sonrisa de inteligencia. El general comenzó a adjudicarse las sonrisas, y no tardó en escuchar insinuaciones y hasta algunas ideas, eso sí, desprovistas de engorrosas complejidades. Al cabo de algún tiempo el general llegó a la certidumbre de que tenía ideas propias, halagador espejismo determinado por la refracción de las del ultramontanismo que lo cercaba con delicada habilidad. Sin embargo, el general comenzó a obrar en función de ellas, afirmándose en la defensa de Dios, la patria y el hogar contra las fuerzas oscuras de la disolución. El general fracasó en su empeño, y los ultramontanos quedaron a la expectativa de una nueva oportunidad para volver a lanzarse al ataque, oportunidad que les fue proporcionada por el desgraciado capitán Dreyfus al finalizar el siglo. El Estado mayor, el clero reaccionario, los monárquicos, los doctrinarios del conservadurismo con Maurice Barrés a la cabeza, todos juntos se lanzaron contra el oficial judío en cuya efigie querían quemar los rastros del liberalismo consecuente consigo mismo y de la conciencia revolucionaria que despertaba cada vez más y se aferraba a ese islote de la sociedad tradicional. El esfuerzo fue ímprobo y logró predominar en la opinión general. Era absolutamente inconcebible que, habiendo sido acusado por un general tradicionalista, no hubiera cometido el capitán judío algún delito contra la patria de San Luis. Por lo menos era inconcebible para los ultramontanos, y lo fue por algún tiempo para esa media y pequeña burguesía que empezaba a tener plena fe en la letra impresa de los periódicos. La historia, en este caso al menos, se repetía. Caifás, el verdadero traidor, pero ajeno a toda clase de ideas y de principios —en este caso Esterhazy—, parecía a la opinión pública mil veces preferible al inocente, que en cambio era judío y estaba defendido por Zola y Jaurès en nombre de principios morales y de ideas políticas. Era el principio justipreciador —llamémosle así— de los ultramontanos, y, a semejanza suya, de todos los conservadores aterrorizados por el peligro que amenazaba al orden constituido: el delito común es decididamente preferíble y menos peligroso que el pensamiento libre. Porque el delito común no pone en peligro sino el dinero de unos pocos, y el pensamiento libre puede mover el mundo y remover los cimientos de las situaciones establecidas. En el fondo, los ultramontanos no eran sino la más exuberante flor de la conciencia burguesa, llena de sorpresa y sobresaltos ante la primera irrupción de la conciencia revolucionaria, al promediar el siglo XIX.

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EL liberalismo PERPLEJO

En realidad, el ultramontanismo reaccionaba frente a una situación dramática en que se consumía y se desgastaba la conciencia burguesa, y apuntaba con su odio hacia los que consideraba enemigos encubiertos de acuerdo con el viejo principio de que es peor el tibio que el infiel. Si la conciencia burguesa se mantenía fiel a los principios del liberalismo —a los que tanto debía— y permitía continuar su desarrollo hasta sus últimas consecuencias, era indudable que vería salir de su propio seno una conciencia revolucionaria robusta y llena de vida. Si, por el contrario, la conciencia burguesa se dedicaba a defender la forma en que había cuajado en ese momento, y apelaba a todos los recursos para contener a la conciencia revolucionaria, era indudable que tenía que arrojar por la borda la tradición del liberalismo, y con ello, renunciar a buena parte de los principios que la sustentaban, aun su actitud más conservadora. Este dilema era terrible para quienes alcanzaban a distinguirlo, y sumía en la más absoluta perplejidad a los liberales conscientes de su posición.

Porque, conservadores por conservadores, mejor estaban sin duda alguna los ultramontanos. Y, sin embargo, fuera de la extrema derecha, la burguesía se resistía a cederles el timón, segura de cuáles serían las consecuencias. Los más prudentes comenzaron a pensar en una variante de conciliación, y correspondió a Disraeli llegar a su formulación más perfecta: conservadurismo moderado en general, apegado a ciertas tradiciones merecedoras de la salvación pero sin hacer hincapié decidido en casi ninguna de ellas; y liberalismo consecuente y progresivo para todo aquello que no conmoviera los fundamentos mismos del orden constituido, aun cuando apuntara remotamente hacia ellos. Había algo del Après moi, le déluge que inmortalizó a Luis XV, pues suponía la posibilidad de concesiones decididas cuando fuera necesario y cierta esperanza de que con el tiempo habría un acostumbramiento general a las nuevas condiciones.

Esta variante, que le permitió a Disraeli oponerse a Palmerston con éxito, sólo exigía un ejercicio permanente de la inteligencia, porque no proveía de principios rígidos sino que se limitaba a aconsejar un modus operandi. Era una condición difícil de satisfacer, porque no se podía simular inteligencia y obrar torpemente sin desbaratar todo el plan. La simulación de la inteligencia —más que su ausencia— es lo que suele llamarse habitualmente, y con toda justicia, estupidez. Y una y otra son los dos topes de la política, como de todas las demás actividades del hombre. Quienes supieron obrar inteligentemente —digamos un Cavour— resolvieron muchos problemas que les salían al paso equilibrando sabiamente los peligros que los amenaza-ban. Porque lo cierto era que la burguesía tenía aún muchas posibilidades de acción, y la acción arrastraba en cierto modo el proceso histórico retardando —o sorteando— la crisis en la que alguna vez habría de manifestarse la conciencia revolucionaria. Otros se limitaron a simular una acción inteligente y sólo procuraron mantener una vigilancia cautelosa de las masas populares, en tanto que se aseguraban la permanencia en el poder mediante recursos más o menos felices o tramoyas indignas.

Pero el problema subsistía. Los liberales de firmes convicciones, los que leían y meditaban los libros de Mill o Spencer y se aferraban a su lógica interna, seguían aspirando al triunfo total de un sistema liberal más o menos utópico y no veían en aquellos recursos sino intentos bastardos de falsear el liberalismo. La tentación aparecía entonces de mantener el constante espíritu de rebelión, del que Mazzini fuera un caso típico. Para el liberal auténtico, el problema se planteaba con dramatismo y en términos irreductibles: ¿No conspira en cierto modo la conciencia revolucionaria contra los postulados del liberalismo? Pero, al mismo tiempo, ¿no había nacido del libre desarrollo del espíritu liberal? ¿Podía, en fin, reprimírsela en nombre, precisamente, del liberalismo? La perplejidad en que estas cuestiones sumían al liberalismo contribuyó a restarle fuerza progresivamente, y permitió que se produjera la derivación hacia las posiciones extremas: unos hacia la derecha ultramontana y otros hacia la izquierda revolucionaria. Sólo los buenos liberales —los que no eran ni más ni menos que liberales— se quedaron en la posición de centro que caracteriza al liberalismo. Digámoslo con amargura: una posición demasiado justa, demasiado sutil, demasiado delicada para la basta realidad política de nuestro mundo.

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EL HEROÍSMO Y LA EMPRESA

La capacidad de acción y el empuje de la burguesía no estaban en modo alguno agotados, y no llegó a contenerlos el incipiente miedo. Si el exaltado profeta de la conciencia revolucionaria anunciaba el ocaso de la burguesía con su voz de martillo, el contexto revelaba su certidumbre de que aún le quedaban mucho tiempo de predominio y muchas posibilidades de acción. Más aún, el escenario de su actividad habíase ensanchado en los últimos tiempos debido a los progresos de la técnica y parecían ofrecérsele renovadas perspectivas. Ahora podían esperarse nuevas aventuras, y la burguesía halló todavía en su seno una considerable reserva de heroísmo para afrontarlas.

El heroísmo es una virtud casi inhumana que tanto puede adoptar la máscara de la sonrisa angélica como la de la mueca demoniaca. En esta ocasión hubo de todo. El misionero —llamárase Huc o Livingstone— que se internaba para predicar a través de regiones hostiles y desconocidas y el comandante de una columna expedicionaria dispuesto a suprimir expeditivamente una buena parte de la población indígena en el caso de que se opusiera a dejarse civilizar, configuraron dos maneras diversas y antitéticas del heroísmo personal, aunque los móviles fueran en ambos casos los mismos. Uno buscaba extender el área de influencia de sus industrias manufactureras y el otro el de sus creencias religiosas; pero las dos fuerzas en expansión constituían arietes de la poderosa burguesía capitalista. Era la misma que se mostraba en otros campos con idéntica resolución; porque era menester cierto heroísmo para emprender la colocación del primer cable trasatlántico, o el tendido de los rieles del ferrocarril a Vladivostock o a Samarcanda, o la apertura del canal de Suez. Para todos los que la sirvieron en cada caso guarda la burguesía capitalista un recuerdo reverente, porque gracias a ellos puede enorgullecerse de haber alcanzado una innegable grandeza.

Sin duda alguna, lo que faltaba para explotar del globo terráqueo era una porción tan extensa que llenaba de humillación a la burguesía. A esa causa se debía, seguramente, que el comercio mundial no hubiera alcanzado cifras todavía más ingentes; y como África, Asia y Oceania seguían al margen de lo que se llamaba corrientemente “el mundo civilizado”, la burguesía —que se perjudicaba notablemente por esa circunstancia— consideró un deber englobar en él a esos continentes tan descuidados, mediante una acción en la que habría que apelar, ciertamente, a toda clase de heroísmos. La época de Julio Verne, de Mayne Reid, comenzó entonces. Mientras los jóvenes “iban al Oeste” y se construía el ferrocarril al Pacífico venciendo la sostenida hostilidad de los indígenas, tan obcecados con respecto a la idea de progreso y apenas sensibles a los argumentos suministrados por los rifles, los exploradores ingleses, franceses y alemanes se internaban por las misteriosas regiones interiores del África. Gracias a su esfuerzo, Cecil Rhodes ha pasado a la categoría de héroe nacional inglés con títulos en nada inferiores a los de Ricardo Corazón de León o los del duque de Marlborough. Rhodesia, Transvaal, África del Sur son nombres que llenan de justificada emoción al espíritu británico; pero muchas personas —los bóeres, por ejemplo— no compartieron ese entusiasmo embriagador de la era victoriana. Con todo, las figuras del misionero Livingstone, del repórter Stanley y del general Gordon constituyen legítimos arquetipos del mundo contemporáneo que brillan con innegable grandeza. En la misma medida que la de Liautey, y en proporción inversa a la del infortunado Baratieri, el antiguo garibaldino de Adua que fracasó en su empresa y no ha merecido, en consecuencia, el agradecido recuerdo de sus comitentes.

En ocasiones, la exploración de regiones desconocidas estuvo movida exclusivamente por la curiosidad científica. Difícilmente podría preverse la posibilidad de abrir mercados en las zonas que explotaron Amundsen, Shackleton o Peary. También Richthofen se internó en la China para llevar hasta sus últimas consecuencias las empresas científicas en que estaba empeñado. Este género de heroísmo personal dignifica a la humanidad, como el de Hue o Livingstone. Pero, en general, cabe reconocer que estas aventuras comenzaron muy pronto a emprenderse por cuenta de otra suerte de empresas, cuyos objetivos diferían ciertamente de los del obstinado sabio o el misionero angélico. Eran las grandes empresas, constituidas según el tipo conocido con el nombre de sociedades anónimas.

Efectivamente, hacia 1870 comenzó la era del capitalismo imperialista, y con él, de las grandes empresas destinadas a intensificar la explotación de inmensos negocios a lo largo y a lo ancho del vasto mundo. Empresas heroicas a su modo: porque sería injusto negar el heroísmo de los que se lanzaron sobre el oro en California, Australia y Transvaal, y en consecuencia, parecería igualmente injusto no reconocerlo en cierta medida en quienes se lanzaron sobre los que se habían lanzado sobre el oro. Pero es innegable que ese heroísmo era ya un poco diferente del de Guzmán el Bueno o el misionero Livingstone, del mismo modo que las nuevas empresas para la explotación de las minas de hierro se diferenciaban de las empresas acometidas por Godofredo de Bouillon o Álvar Núñez Cabeza de Vaca.

De todos modos, la imaginación popular se apoderó de los nuevos aventureros, y Julio Verne o Mayne Reid lograron descubrir una veta simpática mediante cuya explotación pudiera estimularse en los niños la iniciativa privada como lo preconizaran Benjamin Franklin, Samuel Smiles y Oliver Sweet Marden. De las empresas propiamente dichas se ocuparon los vigorosos capitanes de industria dispuestos a coronarse reyes de cualquier sustancia inanimada o del más solicitado de los artículos de manufactura, y los tenedores de libros, cuyas obras de consulta revelaban una imaginación casi tan ardiente como la del creador literario de Buffalo Bill. A su vez, poetas laureados, como Rudyard Kipling, tomaron a su cargo la exaltación de la nueva gloria imperial propia del imperialismo, cuya grandeza se apoyaba en las cenizas de los innobles y obstinados cipayos. Y finalmente, el Estado mismo tomó a su cargo la protección de las cuantiosas sumas invertidas en tan magnas empresas civilizadoras, asegurando, con su intervención decisiva, los justos beneficios a que se habían hecho acreedores los campeones de la occidentalización del mundo. Así se desarrolló el nuevo heroísmo dirigido, bajo la doble advocación de Marte y de Mercurio.

Y, sin embargo, una forma más pura de heroísmo nacía al calor del vigoroso espíritu de empresa propio de la época. El Gran Meaulnes se anunciaba ya. Una nueva manera del heroísmo parecía inaugurarse cuando, en 1907, se lanzaba la carrera automovilística París-Pekín, sobre una ruta preparada por los pioneers de la occidentalización del mundo y unida vagamente al recuerdo de Miguel Strogoff. Se insinuaba una variante del heroísmo tradicional cuyo secreto era el triunfo técnico, y un nuevo y vago mundo de mitología comenzó a reemplazar al antiguo, suscitando los mismos entusiasmos en los espíritus juveniles. La carrera automovilística creaba un héroe en el que se fundían en extraña amalgama las imágenes de Ulises, Marco Polo y Maurice Renault. Los hermanos Wright habían lanzado ya su primer monstruo volador en Ohio y poco después pareció saturarse la capacidad de sorpresa cuando se vio a Blériot volando sobre el canal de la Mancha. Era un nuevo heroísmo, libre éste y movido por el anhelo individual de ser cada uno el primero capaz de vencer cierto obstáculo hasta entonces insuperable.

Y, sin embargo, tras él se escondía también el espíritu de empresa, la empresa misma bajo los nombres de Renault, Opel o Ford. Cuando se vio crecer y multiplicarse la hasta entonces casi ignorada industria del motor de explosión y surgieron Citroën, la General

Motors, Dornier y Zeppelin, se advirtió que el nuevo heroísmo no era sino la espuma de los designios de la burguesía triunfadora. Pero no nos extrañemos demasiado. Lo mismo le había pasado a Godofredo de Bouillon y al gran rey San Luis, tras cuyos pasos santificados por el renunciamiento y por la fe marchaban los mercaderes de las especias o la seda. Las carracas habían seguido a las galeras y no siempre pareció lo más urgente saquear las ciudadelas si quedaban a mano los depósitos de mercancías. Punto más o menos, la experiencia volvía a repetirse, y tras el raid heroico surgía la línea comercial, alimentada con el petróleo que monopolizaban Rockefeller o Detterding. La burguesía triunfaba en este campo de acción y hallaba quienes pusieran a su servicio la denodada ilusión de vencer el obstáculo insuperable. Por eso, a pesar de que la tierra temblaba bajo sus pies y se descubrían las resquebrajaduras de su estructura, estaba satisfecha, o al menos se mostraba todavía capaz de adoptar un aire altanero y seguro, como si su señorío estuviese consustanciado con el orden del universo.

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UNA CONCIENCIA MUY ASEÑORADA

Entre el orgullo de sus triunfos y el temor que le producía la amenaza de la conciencia revolucionaria en ascenso, la conciencia burguesa, en efecto, adoptó un aire aseñorado que consideraba respetable, se abroqueló tras una retórica coherente que disimulara sus debilidades, y proclamó resueltamente que la paz reinaba en Varsovia. Sobre la arcilla de M. Homais comenzaba a modelarse —cuando ya estaba a punto de endurecerse— la figura de Mr. Babbitt. Orgullo, satisfacción de sí misma, confianza ciega en el orden establecido y, sobre todo, insensibilidad para percibir todo lo que se transformaba a su alrededor: he aquí los rasgos dominantes de su fisonomía. Es cierto que entreveía la posibilidad de una guerra que la pondría frente a las fuerzas de la conciencia revolucionaria. Pero estaba segura de que bastaba una correcta y sostenida vigilancia policiaca para frustrar la revolución. En todo caso, siempre podía hallarse a mano un salvador del orden armado con suficiente artillería.

La era de la felicidad aseñorada, de la felicidad retórica, de la felicidad pacífica, alcanzó su más acabada y arcádica expresión en la Inglaterra victoriana, la Inglaterra de Tennyson, de Dickens y de Thackeray. Sin duda alguna los campesinos irlandeses —como los campesinos bóeres— compartían la obcecación de algunos trabajadores de Manchester y Birmingham, para quienes aquellos tiempos parecían carecer de las puras alegrías que colmaban los dulces hogares de la burguesía. Pero la burguesía, en cambio —y era lo que importaba— se sentía feliz. El imperio estaba asegurado gracias a la probada eficacia del Intelligence Service y de la Royal Navy, y la metrópoli sorteaba las pequeñas dificultades sin que llegaran a agitarse las aguas profundas. La felicidad ligeramente convencional que hace, por cierto, el encanto de Dickens o de Thackeray, de Pereda o de Bourget, reside en buena parte en esa aparente quietud que resulta de no mentar los peligros, los obstáculos, las amenazas. Gracias a ella, la conciencia burguesa podía mantenerse sin comprometer la dignidad conquistada. Porque la conciencia burguesa es ahora una conciencia muy aseñorada, en cuyo amaneramiento puede advertirse todavía algún rastro de la nostalgia que le producen las viejas y suntuosas pelucas empolvadas del Antiguo Régimen.

Los viejos formalismos, en efecto, han sido reemplazados sencillamente por otros. La conciencia burguesa, por ejemplo, se complace en aparentar cierta severa religiosidad. Un ateo es, a sus ojos, casi un delincuente, o lo que es peor aún, un audaz que se permite desafiar los más arraigados convencionalismos. Por eso un buen burgués procura no faltar a los oficios religiosos y se preocupa de que no falten su mujer y sus hijos. Pero sobre todo, lo que más ama son los supuestos que implica el consentimiento prestado a las prácticas devotas. La conciencia burguesa esclerosada por la acción del tiempo y la acción del miedo parece convencida de que el orden establecido sucumbiría si desapareciera el temor de Dios. A veces se ve luchar unos grupos religiosos contra otros, pero es sólo una puja de méritos de quienes se sienten los verdaderos creyentes frente a los que consideran equivocados.

Sólo circunstancialmente un ala de la conciencia burguesa suele presentar batalla a la hegemonía espiritual de la Iglesia —más que a la religión misma—, como en el caso de los liberales franceses de la Tercera República. En esos casos, el liberalismo procura defender el principio de la libertad de pensamiento y el de la supremacía del Estado, amenazado por los constantes esfuerzos de la Iglesia por dominarlo. Pero también suele no ser sino un episodio. Cuando la conciencia burguesa advierte que la acecha un verdadero peligro pierde su eficacia el ala liberal y recoge el predominio su más decidida ala derecha. Entonces renace el espíritu religioso, o, por mejor decir, el espíritu ritualista. Parece propio de la dignidad burguesa exhibir el reposado equilibrio que caracteriza a los espíritus creyentes. Pero que nadie recuerde a la burguesía las puras virtudes evangélicas, porque es seguro que han de llamarlo hereje.

Si la religiosidad parece inseparable de su dignidad, el patriotismo retórico y chauvinista no lo es menos. El burgués francés cree que es un deber odiar al alemán por el primer tratado de Versalles, con la misma convicción con que el alemán odia al francés por el segundo. La suerte de Alsacia y Lorena constituye la piedra de toque de los patriotas de uno y otro lado del Rin, como la suerte del imperio lo es para el inglés. Y un amor desenfrenado por las glorias vernáculas y los símbolos proporciona el armazón retórico para sostener un patriotismo convencional. Porque es necesario no engañarse y advertir el fondo de convencionalismo que se trasluce en tan fiera devoción. Si la conciencia burguesa ha nacido unida a la idea de nacionalidad, poco a poco ha aprendido a prescindir de ella cada vez que constituye un estorbo.

En efecto, mientras las áreas nacionales fueron áreas económicas cerradas o se suponía que podían serlo, la adhesión a la nacionalidad coincidía exactamente con los intereses propios de la burguesía; pero cuando el campo de sus operaciones se difunde y sobrepasa sus fronteras territoriales, un sentimiento análogo al viejo patriotismo empieza a manifestarse con respecto a ciertas regiones más o menos remotas en las que, casualmente, hay importantes fuentes de materias primas o posibles mercados. Un amor desenfrenado por la Renania se apodera súbitamente del ciudadano francés que tiene intereses en el Comité de Forges, con la misma temperatura que el que inunda el corazón de los capitalistas británicos por la América Latina. “Mi segunda patria” es la perífrasis con que usualmente designa un financista o un industrial al país en el que ha radicado sus negocios. Pero todo eso no importa. El patriotismo retórico y chauvinista es imprescindible a la conciencia burguesa para alcanzar la dignidad en la que quiere mantenerse, y quienes no participan de él no son, a sus ojos, sino enemigos de la nación. Nada más evidente que quienes propugnan una distinta distribución de la riqueza para mayor felicidad de un mayor número son enemigos de la patria de los que por el momento la poseen acumulada. Y el que insista denodadamente en hablar de la necesidad de esa redistribución pasará automáticamente a la categoría de agitador profesional subvencionado por alguna potencia extranjera, aquella que suscite menos simpatías en la opinión pública.

Sólo el orden economicosocial montado sobre el principio de la propiedad privada constituye para la conciencia burguesa el objeto de su espontáneo amor. Ése es el orden constituido, o, por mejor decir, “el orden” por antonomasia, el orden que deben guardar las fuerzas del orden para no caer en el caos y la disolución. Si la conciencia burguesa se engaña ligeramente a sí misma cuando se identifica con el formalismo religioso o con el patriotismo chauvinista, es absolutamente sincera cuando defiende el orden constituido y las instituciones en que se manifiesta. Si la religiosidad y el patriotismo no sirvieran para defender ese orden, acaso la conciencia burguesa no tuviera reparos en mostrarse agnóstica e intemacionalista.

Pero obsérvese bien: mostrarse. Porque en el fondo es mucho más intemacionalista de lo que parece desde la segunda mitad del siglo XIX, merced a una ciencia que desemboca en la técnica que tiene a su servicio y merced a una expansión imperialista que torna equivalente la significación de las más distantes y diversas zonas del globo. Sólo que no considera prudente declararlo porque ha descubierto que su dignidad y su seguridad están unidas a aquellas convenciones. Su dignidad y, sobre todo, su seguridad, porque sirven para disimular y contener una innegable tendencia a la disgregación. Si la conciencia burguesa se ha puesto tan aseñorada, es por razones se-mejantes a las que tenía Arsene Lupin para no abandonar la levita: una buena ropa supone, prima facie, una conducta honorable y una fuerte posición en el mundo. Y esto es lo que la conciencia burguesa estaba empeñada en hacer creer que tenía: honorabilidad y fuerza.

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DEBILIDAD EN LAS RAÍCES

Desgraciadamente, nunca falta un enfant terrible, y la burguesía descubrió varios en sus filas, que gritaron, como el negro que cuidaba el caballo del rey burlado, lo que nadie se atrevía a declarar. La burguesía los castigó con su repudio y su desprecio, y como si fueran los hijos calaveras de una familia honorable y acomodada, procedió a privarlos de los fondos que les proporcionaba. Pero, contra todas las previsiones, muchos resultaron insobornables.

Durante el último tercio del siglo XIX, la burguesía cegaba con su brillante resplandor. El que recorría la exposición de Londres de 1862, la de Filadelfia de 1873 o las de París de 1878 ó 1900, se maravillaba de sus triunfos y reconocía su grandeza. La industria y el comercio prosperaban de manera pasmosa y la burguesía no sólo se mostraba capaz de producir y vender todo lo necesario para una vida civilizada sino que, además, había logrado volver imprescindible lo que en sí mismo no era sino lujo. El mundo entero suspiraba por todo lo que fuera “recién llegado de París”, con lo que cada uno satisfacía en la medida de sus posibilidades las inefables ansias de vanidad que anidaban en los corazones burgueses.

La aseñorada conciencia de la burguesía necesitaba un escenario y una utilería convenientemente vistosos para el gran espectáculo que constituía su vida cotidiana. París brillaba por su lujo, por sus luces tanto en sentido directo como metafórico y poco a poco trataban de alcanzar el mismo brillo Londres, Viena, Bucarest y hasta Buenos Aires o Capetown. Era el triunfo del Boulevard, de la Rue de la Paix, de Piccadilly; el triunfo del lujo, obra maestra y arquetípica de la burguesía.

Sin duda se necesitaban muchos brazos para producir tantos artículos superfluos como consumían las grandes y lujosas ciudades. En Maxim’s o en el Moulin Rouge, donde todavía alguna vez arrancaba gritos de entusiasmo el cancán que lanzara Monsieur Chicard, triunfaban sucesivamente las arrebatadoras cupletistas que se dispu-taban después los caballeros con el incentivo de las joyas y las flores. Lo que pudo hacer la Bella Otero esperaba poder hacerlo cualquiera de las numerosas competidoras que aparecían sobre cada tablado, fuera para decir la última canción del Boulevard o para representar los papeles de demi-mondaines o de princesas en las operetas de Sullivan, de Gilbert o de Lehar. Hasta podía transfigurarse en aventuras de amor o de genio si la protagonista se llamaba Lola Montes, Isadora Duncan, Eleonora Duse o Anita Delgado. En la tranquila serenidad del hogar, burguesas y burgueses suspiraban por la aventura que gustaban llamar romántica, mediante la cual acaso pudieran escapar de la dulce monotonía y del tedio apacible. Entretanto, la medida in-moralidad del cabaret ofrecía a los caballeros cierto solaz nocturno, mientras las damas se entretenían en las tertulias estiradas de las salitas art nouveau. Todo era calma para la burguesía, ligeramente insatisfecha de tanta bonanza, pero resueltamente decidida a no perder la dignidad de su postura; pues algo llegaba hasta ella del temblor que recorría la tierra donde apoyaba sus cimientos, porque esa orgía de satisfacciones personales estaba asentada sobre una orgía de insatisfacciones colectivas.

Porque nadie se engañaba del todo. Ni las salitas art nouveau eran verdaderamente acogedoras, ni los cabarets verdaderamente alegres, ni la dignidad burguesa verdaderamente digna. Como en todo lo demás, predominaba allí un radical convencionalismo porque las raíces que alimentaban esas formas de vida eran raquíticas y no penetraban hasta las capas profundas donde pudieran hallar los zu-mos necesarios para vivificarlas. Si se prefería el art nouveau era, precisamente, por ser el más espectacular y el que mejor testimoniaba la capacidad de lujo de la burguesía; y si se manifestaba tan firme apego a la dignidad era porque servía para disimular una moral tan severa en las formas como condescendiente en los hechos. Pero nadie estaba decididamente convencido del vigor de aquellas formas de vida, en las que se descubría fácilmente cuánta falsedad se escondía o, peor aún, cuánto intencionalmente falseado. Por eso el despertar crítico —el que transformaba a un buen burgués en un enfant terrible de la burguesía— provocaba la desilusión y el escepticismo y conducía a cierta desesperada ilusión de la vida saturada de un vago nihilismo.

Un bohemio como Verlaine, un raro como Rimbaud, un desorbitado como Gauguin, un exquisito como Debussy, son suficientes testimonios de este afán elusivo de los espíritus esclarecidos frente a una realidad que se tornaba asfixiante por la fuerza abrumadora de sus formalismos estériles, sus prejuicios imbatibles y su radical in-sinceridad. ¿Acaso no había alguna evasión también en la filosofía de Bergson o la de Croce? Para otros la escapatoria estaba en la acción revolucionaria, que atrajo a tantos temperamentos militantes. Pero quienes carecían de sensibilidad política o decisión personal, quienes seguían adheridos a las formas extremas del individualismo por temperamento o por necesidad vocacional, esos no podían sino hacer la revolución dentro de la propia conciencia para tomar por asalto la ciudadela de su propia vida. Mientras Bebel y Liebknecht luchaban en Alemania contra Bismarck, Verlaine y Mallarmé escribían sus primeros versos; no mucho después escaparían Rimbaud hacia Abisinia y Gauguin hacia Polinesia; y Debussy componía Pelléas et Mélisande mientras se agitaba la escena política con las alternativas del proceso Dreyfus. Eran formas diversas pero coincidentes, mediante las cuales la evasión y la rebeldía concurrían a testimoniar el acentuado disconformismo, a levantar el acta de acusación contra la conciencia burguesa que intentaba cortar todas las retiradas para acallar el hondo, unánime clamor.

Y, sin embargo, desgraciadamente para ella, hubo labios que las conveniencias no pudieron sellar y cuyas palabras se oyeron por doquiera. Allí donde se abandonaban las fórmulas convencionales, toda voz tomaba el acre tono recriminatorio. Y quienes no querían abstraerse del todo, pero conservaban fresca la mente, escaparon por la vía de un escepticismo elegante como el que caracterizó a Anatole France o Eça de Queiroz. ¿En qué creer? El drama era profundo, y apenas podía disimularse con la sonrisa. Ni la fe burguesa, ni el patriotismo burgués, ni la moral burguesa podían nutrir los espíritus sinceros. ¿En qué podían creer Rimbaud o Mallarmé, Debussy o Cézanne? ¿En qué podían creer Liebknecht o Zola, Bebel o Jaurès? Decididamente, casi en nada de aquello que satisfacía a la conciencia burguesa endurecida por el terror, casi en nada que le permitiera acomodarse a la sensibilidad media que configuraba su contorno. Óscar Wilde es, quizá, el caso extremo de este drama, el caso extremo de ilusión de un mundo imposible, frente al cual sólo sentía arder la ira y despertar la burla.

Era, bajo otras apariencias, la actitud de Anatole France, más cuidadoso de las formas, pero no menos agrio en los contenidos. Si Charlotte Brontë y George Eliot se habían sublevado resueltamente contra los prejuicios que aprisionaban a su sexo, Butler, Dostoievski y Galsworthy pregonaban su indignación ante tan ajustado y sistemático aherrojamiento del espíritu. Era el mismo grito vibrante de Ibsen o de Hauptmann, cargado de buena fe y de sinceridad. Todo temblaba en las raíces de la conciencia burguesa y el temblor se corría de vez en cuando hasta comunicarse a las hojas y los frutos.

Pero no era lo frecuente. Las hojas y los frutos atribuían el vago temblor a las jaquecas elegantes y pasajeras y, sombrilla abierta en el Bois de Boulogne o en Hyde Park, en el Tiergarten o en el Prater, era unánime el paseo feliz acariciado por el ritmo del vals. Se bailaba en Viena, en París o en Bucarest sobre las melodías de Johan Strauss, y en las apacibles playas del Lido, los grandes señores de la política y las finanzas respiraban el aire purísimo del Adriático para olvidar lo que cada día conturbaba su paz. Los sportsmen olvidaban las peripecias del mundo en Epsom o en Auteuil y se apasionaban por la insólita aventura de los automovilistas que se lanzaban hacia Pekín en los bólidos con motor de explosión. Hasta en Varsovia parecía reinar la paz, lo cual constituía, sin duda, la más exagerada ficción de la conciencia burguesa.

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EL DUELO NECESARIO

Pero todo era una cuestión de perspectiva. En realidad, para el burgués de las grandes potencias occidentales no era demasiado grave que hubiera guerra en Crimea, en el África del Sur o en el Mar Amarillo; ya empezaba a sentirse molesto si el ruido de armas se producía en los Balcanes; pero lo verdaderamente fundamental, lo que ob-jetivamente tenía importancia para la historia parecía ser que el foco de la civilización, el sancta sanctorum de Europa —en última instancia la Rue de la Paix y Piccadilly Circle— estuviera a cubierto de las amenazas de los proyectiles enemigos. Allí era donde debía reinar la paz, en beneficio del progreso común.

Pero ni siquiera allí reinaba una verdadera paz. En las cancillerías se tejía desde 1870 la trama de ese sutilísimo sistema que se llamó “la paz armada”, y año tras año se invertían mayores sumas en armamentos y preparativos militares. La alarma era constante. El espionaje se entretenía en hacer los más delicados juegos de prestidigitación, dedicándose no sólo a adivinar los secretos del enemigo, sino, sobre todo, a proporcionar pistas equivocadas al contraespionaje montado por el adversario para contrarrestar su acción. Y aunque se advertía el peligro de jugar con armas tan mortíferas y delicadas, se perseveraba en el juego, aun a riesgo de desatar en cualquier momento la tan temida guerra. Una especie de incapacidad para la paz parecía revelarse en aquella política de la satisfecha burguesía.

Esa paz, en efecto, no era sino la inestable paz compatible con el imperialismo desatado a fines del siglo. Se adivinaban los peligros y se los temía, pero resultaba evidente que la “carrera de los armamentos” no era sino el epifenómeno de la carrera de la conquista. Lo más que la burguesía imperialista supo hacer fue vivir como si ignorara los peligros hasta el último momento, y hasta pudo parecer que llegó efectivamente a olvidarlos todos. El momento de embriaguez —de la feliz embriaguez del vals y la opereta, el art nouveau y las carreras de automóviles, el Moulin Rouge y la exposición universal— fue para la burguesía el momento fatal. Olvidada de que la acechaba agazapada, esperando su hora, una vigilante conciencia revolucionaria, se escindió en grupos hostiles y rivales que se lanzaron a la guerra para dirimir la supremacía sobre ciertos mercados y determinadas fuentes de producción. Fue una especie de guerra civil en el seno de la burguesía.

Son conocidas las largas discusiones que ha motivado el problema de la responsabilidad de la primera Guerra Mundial. Pero sin entrar a juzgar sobre lo que resulta del análisis de los hechos inmediatos al estallido de la contienda, parece evidente, contemplando la larga perspectiva del proceso que condujo hacia ella, que sólo Alemania podía tener interés inmediato en la guerra. En efecto, cuando se constituyó como nación unificada y poderosa, rica en elementos para acrecentar su desarrollo industrial y segura en cuanto a los medios de apoyo y de defensa de ese desarrollo, los demás países occi-dentales le habían tomado la delantera en muchos años. Todo lo más importante en cuanto a fuentes de producción, mercados y vías de comunicaciones estaba adjudicado ya, y Alemania había quedado fuera del reparto. Esta situación golpeaba el espíritu de los orgullosos magnates del Imperio y suscitaba en ellos un razonamiento tan simple en sus términos como evidente en sus conclusiones: si Alemania era fuerte, según la ley del capitalismo tenía derecho a poseer tanto o más que los otros países y, sobre todo, más que los débiles. Toda la cuestión residía, pues, en que Alemania fuera suficientemente poderosa, de modo que ningún precio pareció demasiado alto para procurarse un aparato militar capaz de asegurarle la condición requerida de más fuerte. Hacia 1914, los ensayos militares y diplomáticos parecieron convencer al Kaiser de que el momento había llegado: la muerte del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo ocurrió en el momento oportuno.

La primera Guerra Mundial fue un duelo forzoso, necesario, entre los diversos grupos en que la burguesía se había escindido al llegar al más alto punto de su poder. Hasta ese momento, cada uno de ellos parecía tener posibilidades de acción por separado; pero el trabajo de todos había terminado por acortar el mundo, por empeque-ñecerlo. En el fondo, cada uno de ellos aspiraba al dominio de la totalidad, pero, entretanto, se mostraba celoso del más rico. Quien opinaba que el antiguo reparto era injusto, no tenía otra salida que acudir a un cotejo de poder para ver quién era en realidad el más fuerte, esto es, quién tenía el mejor derecho a la parte mejor. Cuando llegó el momento de movilizar millones y millones de hombres en una contienda de vastos alcances, unos hablaron de libertad, otros de derechos nacionales, otros del carácter sagrado del orden jurídico, otros, en fin, de las amenazas del militarismo prepotente. Todo esto era cierto en alguna medida, pero correspondía a una retórica que disimulaba algo más fundamental, escondido en el fondo de las cosas.

Seguramente, quienes movían los hilos no se engañaban y se entendían por lo bajo. La guerra no era sino el esperado y temido duelo forzoso entre los distintos sectores de la burguesía imperialista. Sólo hubiera podido contenerlos un temor que les hiciera preferir la unión a la hostilidad: el temor a la vigilante conciencia revolucionaria; mas el fantasma parecía haber vuelto a su redoma después de 1870 y sólo con la guerra comenzó de nuevo a hacer oír su voz. Pero era cosa de poca monta. Un tiro certero disparado sobre Jaurès podía enseñar a los disconformes que era menester someterse a los designios de Dios y respetar las tradiciones del santo rey Luis, en tanto que la prisión de Rosa Luxemburgo recordaría a los olvidadizos la grandeza inconmensurable y la antigua gloria de los Hohenzollern. Después, el campo de batalla pudo considerarse libre para el duelo forzoso. Más que el tratado de Versalles, le puso fin, simbólicamente, la insurrección de 1917.

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III. EL DESARROLLO DE LA CONCIENCIA REVOLUCIONA-RIA

Durante el mismo periodo en que se produjo el ascenso de la conciencia burguesa hasta el punto más alto de su curva, la conciencia revolucionaria, oscuramente, sorteando toda suerte de peligros, se interpuso en su órbita y se dispuso a rondar las circunstancias favorables para imprimir a su ascenso un ritmo vigoroso cuando su rival comenzara a descender. Este movimiento inverso se inicia con la primera Guerra Mundial.

En su ascenso, la conciencia revolucionaria tuvo altos y bajos, pues aunque el terreno estaba preparado, la catequesis era difícil, las promesas lejanas y los peligros inmediatos. A medida que la burguesía adivinaba los riesgos que la acechaban, procuraba extremar su posición desplazándose cada vez más hacia la derecha, sin advertir que esos riesgos no eran sino su propia sombra; y a cada movimiento que ella hacía, la sombra le respondía con otro movimiento de sentido inverso.

Lo favorable que había en las circunstancias, la conciencia revolucionaria supo aprovecharlo diestramente. Pero necesitaba todavía tomarse el pulso a sí misma, precisar su propio perfil y adquirir una clara y exacta noción de su fuerza. Una vez hecho eso, podría lanzarse a la acción con probabilidades de éxito en las masas sometidas a la burguesía y aun obrar con contagio infiltrando sus propios ideales en las filas de los disconformes y los rebeldes, de todos aquellos para quienes el papel moneda de la conciencia burguesa carecía del áureo respaldo de las convicciones profundas. En las nutridas y heterogéneas capas de la burguesía los ideales revolucionarios obraron como el papel tornasolado y permitieron conocer las diversas reacciones. Dentro de cada uno de los grupos nacionales en que se dividía la burguesía aparecieron sectores de reacción positiva a aquellos ideales, que se alinearon con mayor o menor disciplina junto a las masas sometidas. Desde entonces la lucha comenzó a insinuarse claramente y se perfilaron dos rivales dentro de cada unidad nacional. Sólo restaba a los portadores de la conciencia revolucionaria definir sus métodos de lucha y decidirse a emprenderla. El estallido y el curso de la guerra les proporcionaría estímulos suficientes y directivas cla-ras para la acción.

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NUEVAS PERSPECTIVAS

A partir de 1848, las perspectivas de la conciencia revolucionaria se transformaron considerablemente. De la conciencia revolucionaria, entiéndase bien, no de los grupos revolucionarios activos. Porque, en efecto, ni la policía de Napoleón III ni la de Bismarck dejaron de perfeccionar sus métodos de lucha. Pero, en cambio, el panorama de las ideas se aclaró notablemente y fue más fácil para muchos tomar posición, circunstancia que debía engrosar las filas de los rebeldes contra la conciencia burguesa. Si en ciertos círculos se procuraba evitar el tema de los problemas sociales, en otros más vastos comenzó a parecer inevitable ese tema a causa de que se le consideraba impuesto por la realidad, y la realidad era por entonces la obsesión de todos los espíritus activos. ¿Qué otra cosa obsesionaba a Gustave Courbet, el pintor? ¿Qué otra cosa atraía a Zola, a Hardy, a Dostoievski, a los Goncourt, a Maupassant, a Clarín? ¿Qué otra cosa constituía el centro de los intereses de Darwin, de Pasteur, de Kelvin, de Maxwell, de Herz, de Bernard, de Mendel, de Edison o de Siemens? ¿Qué otra cosa finalmente, querían analizar a fondo Comte, Spencer o Mill? Cuando Uiepce y Daguerre inventaron y difundieron la fotografía, estaban proporcionando en verdad al espíritu occidental el instrumento que más profundamente deseaba: un instrumento de captación directa de esa realidad que provocaba todos sus desvelos para detenerla, fijarla y someterla a un estudio acabado.

Pues bien, como fenómeno de realidad, el problema social era sin duda el más dramático, el más apasionante y por otra parte, el más tentadoramente nuevo. Casi se transformó en una moda —allí donde los prejuicios no lo vedaban— hablar del problema social; y tanto hablar sólo podía producir una aclaración de las ideas y las posiciones, por lo menos en este caso.

Claro que las ideas podían parecer tales y ser solamente una vaga glosa, el disfraz de una idea, el prolijo empaquetamiento de una inquietud para privarla de su inquietante desnudez. Así ocurrió en muchos casos. Pero aquéllos a quienes el problema tocaba en lo vivo seguían braceando desesperadamente en el mar de las ideas que pa-recían verdaderas, para encontrar la que reflejara sus inquietudes en términos precisos y propusiera los caminos para encauzarlas.

Aquéllos a quienes el problema tocaba en lo vivo eran ya muchos al promediar el siglo XIX, y su número no hizo sino aumentar con el tiempo. La riqueza crecía a pasos agigantados gracias al desarrollo del capitalismo industrial, y nada más natural que recayera en los ricos, a quienes, por lo demás, se debía el impulso que la había produ-cido. Pero al mismo tiempo, por una paradoja bien conocida, crecía la miseria a pasos no menos veloces y, naturalmente, recayó sobre los pobres, sin los cuales, por cierto, aquel impulso hubiera sido estéril. Esta situación obligó a algunos a pensar, empeño frecuente-mente útil para entender el significado de los hechos.

Desgraciadamente, no todos se resolvieron a este agotador ejercicio intelectual, y entre los que se resistieron se contó gran número de productores de alto vuelo. Otros más perspicaces —del tipo de Mr. Henry Ford— descubrieron andando el tiempo el círculo vicioso que entraña la gran industria. Para que deje una ganancia capaz de justificar el que un distinguido businessman le dedique su tiempo, es necesario que la producción se realice en gran escala; pero no puede producirse en gran escala sin que exista una correlativa demanda, y esa demanda no puede provenir solamente de los que pertenecen a la limitada clase de los businessmen: no hay grandeza terrena que exija la posesión de más de dos o tres heladeras eléctricas. Es, pues, menester que la demanda sea sostenida por las clases de menor poder adquisitivo y que sus miembros contribuyan con su número a la empresa —patriótica en cada uno de los países— del progreso industrial de la nación. Sólo que para que se dé esa circunstancia es menester que los salarios permitan alimentar exigencias relativamente superfluas, de donde resulta que la industria está interesada por un lado en mantener los bajos costos para aumentar las ganancias y por otro en aumentar los salarios para acrecentar el poder adquisitivo. Este círculo vicioso no fue entrevisto desde el principio y por ignorar su secreto la burguesía industrial insistió en una política miope. Quedaba todavía en la segunda mitad del siglo XIX, naturalmente, mucha pequeña burguesía por satisfacer, y entretanto parecía que el proletariado no contaba entre las clases consumidoras más allá de lo imprescindible. Se podía, pues, aprovechar tranquilamente su capacidad de producción sin tomar en consideración sus posibilidades como consumidor, fuera de la blusa, el tenedor y la escudilla. Se advertirá, pues, qué inmenso progreso ha cumplido la humanidad en el momento en que el magnate industrial ha comenzado a soñar con la posibilidad de que ningún habitante del globo carezca de una heladera eléctrica, un receptor radiotelefónico y, acaso, un aparato para extraer jugos de frutas.

El proletariado, concebido todavía como mero instrumento de producción, fue el que creció en proporciones fabulosas durante las décadas que siguieron a las revoluciones del 48. Y no sólo porque se proletarizaron muchos campesinos y pequeños propietarios, sino también porque la humanidad reveló por entonces una inequívoca vocación para la vida y se multiplicó con raro entusiasmo. Por un instante pudo pensarse si no había tenido razón el viejo Malthus. Europa casi triplicó su población en un siglo, y cualquier operario podía alegar que su salario era insuficiente para alimentar a sus diez o doce hijos, concebidos, seguramente, con el único avieso propósito de poder esgrimirlos como argumentos frente a sus patronos.

Cundía una especie de optimismo biológico, que podía parecer a los industriales, cuando entrevieron el círculo vicioso de la gran producción, como un juicio de Dios favorable a los planes de fabricación en serie: la era de la posesión universal de la heladera eléctrica se anunciaba.

Pero mientras llegaba ese momento, el proletariado debía tratar de colocar a los diez o doce hijos que adornaban cada hogar en las fábricas vecinas, aun antes de que alcanzaran el pleno uso de la razón. Debían ganar el pan con el sudor de sus frentes y el esfuerzo de sus jóvenes brazos, porque la gloria de la patria exigía que las industrias se desarrollasen hasta cuadruplicar las cifras de la producción como pasó con el hierro y el carbón entre 1850 y 1880, o duplicarlas como pasó con el acero entre las mismas fechas.

El acrecentamiento de la población en general, y de la población obrera en particular, trajo como consecuencia una agravación de las condiciones de vida en las ciudades.

Crecieron las urbes fabriles y comerciales en vastas proporciones, y en ellas aparecieron, en franco contraste con los frutos más refinados de la civilización y del lujo, los suburbios lóbregos y malolientes en que se apiñaban las clases trabajadoras. Toda ciudad se compuso de dos ciudades, separadas entre sí por argumentos mucho más graves y decisivos que el río o la avenida que pudiera dividirlas. Los ricos procuraban no ver sino de lejos los suburbios y los pobres acudían raramente a la ciudadela de los ricos; pero si éstos podían olvidar a los pobres, los pobres no podían olvidar a los ricos. Veían en ellos, corporizada, la causa de sus propios males y los testimonios de una vida mejor que les estaba negada; por eso solían mirarlos con un gesto que intranquilizaba a las damas y pensaban en ellos persistentemente como en un objetivo preciso más allá de sus líneas. Esa meditación entrañaba la búsqueda de aquella idea que reflejara la causa y el sentido de su desgracia y el camino de las soluciones posibles. Un vasto esfuerzo, realizado no sólo por los que sentían el peso de la situación en carne propia sino también por los insatisfechos de las filas burguesas, condujo finalmente a la conciencia revolucionaria hacia el hallazgo de su propio perfil.

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UNA CONCIENCIA EN BUSCA DE SU PROPIO PERFIL

Indudablemente, la masa de los desposeídos había procurado, desde mucho antes de 1848, conquistar algunas ventajas, y también desde antes de esa fecha algunos pensadores habían tratado de imaginar un orden social más justo que el que surgiera de la espontánea acción de la burguesía. Pero lo cierto es que solamente después de 1848 podían las circunstancias señalar el camino directo para llegar adonde la conciencia revolucionaria quería. ¿Madurez, acaso, de esa conciencia, mediante la cual podía la inteligencia descubrir sus íntimos recodos? En todo caso, el esfuerzo y el dolor colectivos proporcionaron la materia, y un hombre de inteligencia poco frecuente —Karl Marx— pudo hallar entonces la forma deseada.

A partir de 1837 el movimiento obrero había recrudecido en Europa. El cartismo se lanzó a la acción en Inglaterra y empezó a prosperar la idea de la huelga general propugnada por William Benbow, así como la de la petición apoyada por la presencia física de las masas en grandes mítines. En Francia, a su vez, Auguste Blanqui organizaba los grupos revolucionarios de la Société des Saisons, al tiempo que se fundaba en Alemania la Liga de los justos presidida por Theodor Schuster. Estos movimientos constituyeron el almácigo del que saldrían las actitudes características y definidas del futuro frente al problema social. Había ciertos sentimientos unánimes, como el repudio de la explotación del hombre por el hombre. Pero junto a ésos había otros, un poco confusos y no siempre compartidos por todos; un vago internacionalismo, una oscura hostilidad contra los hábitos burgueses, un impreciso mesianismo preñado de promesas y esperanzas. Era la materia apropiada para esculpir las formas de la conciencia revolucionaria, que debía ser lograda por espíritus disciplinados y mentalmente aptos; no siempre salieron de las filas del proletariado los hombres que se lanzaron a esa tarea; más aún, casi nunca salieron de ellas, sino de las filas de la burguesía, de las que se desprendían por un sentimiento o una resolución de carácter moral. En el fondo, la misma rebeldía que despertaba en un Musset era la que impulsaba a un Marx, tan diferente como fuera después la perspectiva revolucionaria que se abría a cada uno de ellos.

El nombre de Karl Marx ha constituido una de las obsesiones de la burguesía, que vio en él un verdadero y peligrosísimo enemigo e intentó que no se difundieran sus ideas. Las academias procuraban que sus miembros no pronunciaran el nombre marcado, las sociedades científicas que recibían subsidios del Estado temblaban al oírlo, y hasta muchos hombres de pensamiento que utilizaban parcialmente sus puntos de vista consideraban prudente —y ventajoso— no citarlo. Es innegable que, en cierta medida, ese pavor ha comenzado a ceder, quizá debido a la universalidad del saqueo de sus ideas.

Su pensamiento, por su audacia y rigor, justifica sin duda el temor que ha suscitado, semejante en algo al pavor que provocaba en los gobernadores romanos la inesperada y clandestina aparición del signo del pez. Hay tal exactitud en sus planteos y tal precisión en sus conclusiones que unos y otras pueden ser resumidos en fórmulas categóricas y tajantes, susceptibles de ser aprehendidas por las masas no capacitadas para la comprensión de vastos desarrollos teóricos. Y, cosa curiosa, esas fórmulas correspondían con bastante exactitud a la realidad, por lo menos en la medida exigida por la acción.

Aquellas peripecias de su pensamiento no deben hacer olvidar —a cien años de la publicación del Manifiesto Comunista— la inmensa significación que tuvo el diagnóstico de Marx respecto de los males de la sociedad burguesa. ¿Acaso no lo comparten en buena medida, conscientemente o no, muchos grupos profundamente reaccionarios? ¿Acaso no se han valido de su pensamiento las fuerzas de la burguesía para prevenir, precisamente, los resultados de la política que Marx postulaba para el proletariado? ¿No está presente su pensamiento y su orientación política en el fondo de los programas de quienes quisieron precisamente ahogarlos, como Mussolini y Hitler?

Si nos retrotraemos a la situación de 1848 y pensamos en todo lo que era necesario prever y adivinar para interpretar el desarrollo historicosocial del mundo después de la Revolución industrial con tanta seguridad y clarividencia, tendremos que reconocer que había en Marx un rayo de genialidad histórica.

Acaso su defecto —y el talón de Aquiles que tantos reproches le ha valido— sea la generalización de su concepción a todo el curso de la historia. Sería difícil —yo creo que imposible— explicar suficientemente, partiendo de su punto de vista, ciertas épocas y ciertos fenómenos. Pero en todo caso puede afirmarse que su concepción vale, en lo fundamental, para el periodo histórico que constituyó el foco de su interés y el objeto capital de sus estudios, del que sacó sus experiencias y al que aplicó con método estricto su doctrina. Aunque no siempre sea suficiente para explicar cierta trama sutil de lo que él llamaba la superestructura espiritual, el principio de su determinismo económico vale para explicar la trama gruesa del mundo contemporáneo.

Porque no lo olvidemos: lo que Marx se propuso, por encima de las generalizaciones históricas, fue hallar el sistema de ideas que expresara la conciencia revolucionaria, la conciencia de la revolución que veía asomar a cada instante y frustrarse luego a cada paso por arrancar de falsos planteamientos y por seguir caminos imprecisos. Y es innegable que Marx proporcionó a esa conciencia revolucionaria los elementos esenciales para su formulación. Estúdiese serenamente el punto y se verá que hasta la encíclica De Rerum Novarum resulta incomprensible sin Marx.

El mérito fundamental de Marx —se ha dicho— ha sido unir la idea de socialismo a la idea de proletariado. Dentro de una concepción dialéctica del proceso histórico, Marx descubre el principio de la lucha de clases y define el proletariado como la antítesis de la burguesía. Si esta última expresa y representa el orden economicosocial burgués, el primero deberá luchar por destruirlo o transformarlo y su objetivo no puede ser sino la socialización de los bienes de producción. La idea es clara y simple. Hoy la comparten con los revolucionarios y los reformistas, implícitamente, muchos que antes la negaron y la combatieron: conservadores, liberales, industriales y directores de banco, que aceptan una parte de sus consecuencias, aunque sólo sea para resistirse a lo demás. Y, sin embargo, por defenderla cayeron —y siguen cayendo— centenares de apóstoles, convencidos de su verdad y de la necesidad moral de luchar por su triunfo. Por haberla formulado, merece Marx un lugar singularísimo dentro de la historia contemporánea: porque no en vano propuso Goethe aquella fórmula revolucionaria: “En el principio era la Acción”.

Naturalmente, aun admitiendo la verdad profunda de la formulación de Marx, la conciencia burguesa se resiste a admitir la totalidad de las consecuencias que implica. Una revolución concebida como un motín que estalla cierto día a cierta hora recuerda demasiado los oscuros cuadros del Terror, las venganzas siniestras, las injusti-cias, la dictadura agazapada y toda la ola de violencia que cada uno teme ver proyectarse sobre su propia carne. Este temor mueve a un ala esclarecida de la burguesía a hacer cada día una parte de la revolución para evitar que irrumpa inesperadamente y la acometa sin consultarla: Marx se desplomaría de asombro si le fuera dado escuchar a los políticos conservadores y liberales de hoy, mucho más marxistas de lo que suponen. Pero la pequeña revolución no tiene sentido sin la grande, al menos, sin que estén presentes en las mentes los objetivos de la grande. Sólo el claro y decisivo planteo de las cuestiones últimas y las soluciones radicales pudo decidir a la burguesía a pactar, y ya se le ve cediendo posiciones día a día, convencida de la inutilidad de una lucha frontal contra una fuerza a la larga incontrastable.

Las consecuencias prácticas a que conducía el pensamiento de Marx no fueron unánimemente aceptadas por la conciencia revolucionaria, y esto desde un comienzo. La Liga de los comunistas —para la que Marx y Engels prepararon el Manifiesto a fines de 1847— compartió plenamente sus puntos de vista y fue en cierto modo el modelo de la extrema izquierda revolucionaria; pero aparecieron otros grupos que, partiendo del planteo de Marx, se apartaron de sus puntos de vista en cuanto a las formas de acción: Lasalle, Bebel, Kautsky, Bakunin, Proudhon, Vandervelde, Jaurès, los fabianos ingleses, Turati, Ferri y muchos otros creyeron poder determinar, partiendo de las mismas bases, otros caminos más ajustados a la realidad historicosocial sobre la que debían actuar y, en general, más apropiados a ciertos caracteres típicos del mundo occidental. Pero, con todo, la doctrina quedaba establecida sobre sólidas bases y comenzaba a provocar un asentimiento cada vez más generalizado, tácita o explícitamente: ya se sabía cuál era el perfil y cuáles los objetivos de la conciencia revolucionaria, y se había hallado la piedra de toque para reconocer su presencia o su ausencia en cada hombre de carne y hueso. Conformismo o disconformismo frente al orden economicosocial burgués eran las actitudes que podían adoptarse, y la decisión entrañaba una suerte de militancia.

Naturalmente, había quienes tenían posición claramente tomada: eran los que cumplían una decidida acción y estaban organizados en grupos para ese fin, calcados por cierto de las viejas agrupaciones de los carbonarios o los masones: la Société des Saisons, la Liga de los comunistas o la Unión general de los obreros alemanes. Estos grupos —no demasiado numerosos— trataron muy pronto de organizarse internacionalmente porque el internacionalismo era precisamente uno de los elementos fundamentales que la doctrina de Marx proporcionaba al movimiento revolucionario. Así surgió en Londres, en 1864, la Asociación obrera internacional —o Primera Internacional— que funcionó hasta 1875 y cuya existencia se desarrolló entre las agitaciones a que dio lugar la aparición del anarquismo proudhoniano de Bakunin y los sobresaltos derivados del experimento de la Comuna de París. Los focos de la acción estaban sobre todo en Alemania y Francia, donde el movimiento obrero adquiría cada vez mayor desarrollo, en tanto que en otros países la propaganda corría a cargo de grupos relativamente restringidos y cuya actividad dependía de las circunstancias generales de la política, aunque siempre con tendencia a crecer.

Si hacia 1875 esas circunstancias fueron particularmente desfavorabies, dejaron de serlo en la misma medida hacia 1889, fecha en que se funda la Segunda Internacional. A las ya aguerridas agrupaciones obreras de Alemania, Austria, Francia e Inglaterra se sumaron las de Italia, España y otros países. Pero la aparición de los nuevos problemas planteados por la inminencia de la guerra produjo otra vez una aguda conmoción en el seno de los grupos revolucionarios, que se escindieron en intemacionalistas y colaboracionistas. La Segunda Internacional sufría un rudo golpe con los preparativos psicológicos para el estado de guerra, y el asesinato de Jean Jaurès dio la medida de la difícil situación que debía afrontar el movimiento obrero.

(…)

ACLARACIÓN DE POSICIONES

Entretanto, el cuadro de las actitudes ante la realidad historicosocial se iba aclarando más y más en cuanto a sus posiciones radicales. A medida que la conciencia revolucionaria se consolidaba y se definía, sus portadores se alejaban más y más de la burguesía y se hacía patente la creciente hostilidad que separaba a ambos grupos. Si desde 1848 se venía manifestando progresivamente ese antagonismo, la posesión de una doctrina de la lucha de clases y la nueva experiencia de la Comuna de París contribuyeron a aclarar la posición de las masas populares.

Este proceso debía ahondarse más aún. A partir de 1880 la gran burguesía lanzó sobre el mundo la gran ofensiva con que se manifestó la expansión imperialista, y se consolidó aún más como clase gracias al rápido crecimiento de la riqueza. Así, el abismo que la separaba de las clases populares se acentuó, pero el movimiento tendía a dejar del lado de estas últimas a la pequeña burguesía y sobre todo a los grupos intelectuales, cuya falta de compromisos y cuya vigilancia consciente les permitían advertir el rumbo que seguían las grandes fuerzas económicas y sociales. Este hecho llegó a tener una notable significación. Lo que caracterizó la actitud de Zola, Monod, un Münch, un Butler, un Clarín o un Shaw, fue su radical independencia frente a las convenciones y prejuicios que, por pertenecer a su clase de origen, hubieran debido compartir, pero que llegaron a repugnarles íntimamente hasta preferir la franca declara-ción de ruptura con todas sus consecuencias. Gracias a esa circunstancia la conciencia revolucionaria encontró nuevos y valiosos aliados que no sólo le proporcionaron nuevos medios de difusión, sino que contribuyeron a preparar un ensanche fundamental de su base política.

Esta adhesión de elementos pequeñoburgueses —de tradición liberal— a las filas de la conciencia revolucionaria entrañaba algunos problemas de difícil solución, porque, en buena medida, la conciencia revolucionaria era radicalmente antiliberal. ¿Qué debía pensar un hombre de clase media, formado en la tradición de la Revolución francesa, frente al dilema que le planteaba el desarrollo del imperialismo? El problema se volvía a plantear después de 1880 con caracteres semejantes, aunque más agudos, a los que demostró en 1848. Un Gladstone o un Ferri creían poder seguir fieles a la tradición liberal cuando impulsaban el movimiento capitalista hacia el imperialismo, sin adivinar las contradicciones que dejaban sembradas para lo futuro. Por su parte, quienes se separaban de la gran burguesía para aproximarse a la revolución creían poder mantenerse dentro de su tradición liberal, sin advertir a su vez las contradicciones que ello implicaba. Así se dibujó cierta zona indecisa de problemas que el tiempo habría de iluminar y en la cual verían plantearse los liberales de buena fe arduas cuestiones de conciencia.

Allí apareció, entre todos, el problema de la oposición entre nacionalismo e internacionalismo. Si la política imperialista llevaba a los grupos de la gran burguesía a extremar el nacionalismo en cada uno de sus respectivos países, no era ciertamente por defender los ideales liberales de 1789, sino porque el imperialismo estaba destinado a procurar a cada uno de aquellos grupos nacionales de la gran burguesía la hegemonía sobre los grupos rivales. No se podía, en efecto, consolidar un sistema imperialista francés sin afectar en alguna medida al sistema establecido por Inglaterra, y lo mismo ocurría con Italia y Alemania, y esta lucha forzaba a la gran burguesía a exaltar en cada país el sentimiento nacional para lograr el necesario respaldo de opinión a sus proyectos expansionistas.

Frente a esta actitud, la conciencia revolucionaria acentuó su adhesión a los ideales intemacionalistas porque vislumbraba los peligros que entrañaba para ella el imperialismo creciente. Desde 1880 en adelante ese movimiento adquirió mayor vigor, apoyado en el pensamiento marxista; pero la situación de hecho que creó la inminencia de la guerra le impuso una pausa en su desarrollo. Era algo semejante a lo que había ocurrido con motivo de la guerra franco-prusiana, cuando Lasalle sostuvo la necesidad de apoyar la política imperial, y en cierto modo análogo a lo sucedido en Francia en oca-sión del asunto Dreyfus, cuando Millerand y Briand decidieron acercarse a las fracciones liberales de la burguesía. Ahora, cuando el sistema de la “paz armada” desembocaba en la guerra como en su consecuencia natural, tanto los grupos liberales que se habían acercado a las masas populares como algunos sectores de esas mismas masas se vieron frente a un problema de conducta de difícil solución. Muchos consideraron que era imposible seguir sosteniendo la causa del internacionalismo frente a la inminencia de la guerra y hubo transacciones y declinaciones de principios. Contra la agresión alemana y la reaparición de una política de fuerza el liberalismo sintió reavivar sus adormecidas convicciones y comenzó a apoyar las tan denigradas tradiciones que la burguesía había defendido bajo formas convencionales y falseadas.

Por un momento, el proceso de aclaración de posiciones pareció detenerse y se vieron cosas extrañas y sorprendentes. Hubo liberales y socialistas que predicaron el nacionalismo y la guerra al unísono con las fuerzas más reaccionarias, y hasta se pudo observar un floreciente e inesperado patriotismo en los grupos anarcosindicalistas —como el que en Francia seguía la línea de Proudhon y Bakunin y estaba dirigido por Guillaume— para quienes el odio hacia Alemania resultó superior a toda suerte de convicciones sociales. Decididamente, el proceso de clarificación no había llegado a su meta, y los prejuicios burgueses se encontraban todavía dotados de una fuerza que los hacía aparecer como juicios de validez universal.

Cosa curiosa: la guerra, que había parecido una ocasión favorable para la revolución, se había transformado en la causa de su abandono, al menos transitoriamente. Sin duda, la idea de la revolución parecía haber sufrido una pequeña derrota.

Naturalmente, la idea de la revolución no tenía el mismo vigor en todas partes. Un proceso semejante había ocurrido en el siglo XVIII, a partir de las experiencias revolucionarias del siglo anterior en Inglaterra. Mientras algunos autócratas —los déspotas ilustrados— evolucionaron hacia la concesión de aquellas demandas que no parecían muy peligrosas con tal de mantener los privilegios que consideraban fundamentales, otros quisieron negarse a la evidencia manteniendo un despotismo total y resistiéndose a “ilustrarse”, esto es, a modificar en alguna medida su línea política según los principios del pensamiento renovador de la Ilustración. A este último grupo pertenecen los tres Luises de Francia —XIV, XV y XVI— que creyeron posible seguir sin enterarse de lo que ocurría a su alrededor. Luis XV se hizo famoso por su despreocupada inconsciencia y se limitó a transferir el diluvio que lo amenazaba a su sucesor; y éste, efectivamente, lo vio precipitarse desde lo alto sobre su cerviz, bajo la forma de guillotina. Fue, aproximadamente, lo mismo que ocurrió en otro plano después de 1848.

El vasto movimiento social que se manifestó por entonces, en efecto, encontró en el poder en ciertos países a algunos hábiles estrategas que procuraron sortear los peligros por el sabio y prudente procedimiento de conceder algo a tiempo para no perderlo todo de golpe: Disraeli constituye el más alto ejemplo de este género de es-trategia. Por el contrario, los zares, por ejemplo, opinaron que una buena organización de policía y la amenaza de Siberia bastarían para apagar el ardor revolucionario, y prepararon de ese modo la suerte de Nicolás II. Porque la idea de la revolución tumultuaria se alimenta con la persecución y la represión brutal, en tanto que se debilita con las concesiones que suprimen sus objetivos inmediatos.

Bajo la acción de esta última política, la conciencia revolucionaria debía detener su marcha cada cierto tiempo para ajustar su acción según los nuevos objetivos que debía definir y señalar. Era lo más a que podían aspirar los diestros estrategas de la burguesía; pero era algo positivo para ambas partes, y hay que reconocer que aquellos expertos conductores se mostraron habilísimos para desviar los golpes y evitar el infighting.

Por lo demás, la conciencia revolucionaria no se manifestaba unánimemente decidida en favor de la revolución tumultuaria. La convicción de que ciertas conquistas podían lograrse sin comenzar previamente por la destrucción total no estaba fuera de su campo, sino que representaba solamente otra concepción de la revolución. Y, en efecto, una y otra tesis se habían manifestado desde la primera hora en el seno de la conciencia revolucionaria. En el cartismo inglés, por ejemplo, se habían señalado dos tendencias opuestas designadas como “partido de la fuerza moral” la una y “partido de la fuerza física” la otra. Ni siquiera después de haber establecido Marx los principios de la estrategia revolucionaria se logró que la totalidad de los que compartían sus puntos de vista generales se decidieran por la revolución tumultuaria. Muchos creyeron en la posibilidad de realizar sucesivas y eficaces conquistas por medio de procedimientos compulsivos limitados, y desembocaron en lo que se llamó el reformismo, caracterizado, por ejemplo, por la socialdemocracia alemana tal como la expresaba doctrinariamente Karl Kautsky.

Los partidarios de la conquista violenta del poder —que se consideraron a sí mismos revolucionarios por antonomasia— y los partidarios del reformismo, chocaron violentamente, discutieron con acritud sus puntos de vista y lucharon por imponerse en el seno de las agrupaciones obreras. Naturalmente, con la injusticia propia del apa-sionamiento, los dos grupos se prodigaron injurias recíprocas, entre las cuales la más frecuente fue la de traidores. Pero la imputación fue casi siempre inexacta, excepto en algunos casos aislados. La tendencia a la revolución tumultuaria y la tendencia al reformismo no provienen sólo de actitudes doctrinarias. En el caso particular de quien sustenta una u otra depende también, y no en escasa medida, del temperamento individual, como es fácil comprobarlo observando cuánto suelen parecerse los revolucionarios de extrema izquierda a los de extrema derecha. Y en el caso concreto de las situaciones históricas, es innegable que hay tiempos de revolución y tiempos de re-forma, susceptibles de ser apreciados como tales según una opinión para la cual es harto difícil hallar un criterio objetivo. No faltan los peligros en ninguna de las dos actitudes. Si el reformismo puede desembocar en regímenes transaccionales, la revolución puede desembocar en la dictadura irreversible o en la represión brutal. No hay, pues, en el fondo, sino un problema de método que es necesario juzgar con claridad mental, con el menor apasionamiento posible y con prescindencia del espíritu de facción que inevitablemente se desarrolla en el curso de los movimientos de esta naturaleza.

En la generación posterior a la de Marx, en la que asiste al vasto desarrollo del imperialismo, el apóstol de la revolución violenta fue Georges Sorel, fundador del sindicalismo. Era un hombre de pensamiento vigoroso, profundo y ágil, en el cual las ideas se hermanaban con cierta voluntad de acción que lo conducía a una actitud belige-rante. Sólo creía en la acción enérgica y rechazaba categóricamente todo método que no fuera ése. “No solamente puede la violencia proletaria asegurar la revolución futura —escribía en Réflexions sur la violence—, sino que aun parece ser ella el único medio de que disponen las naciones europeas, adormecidas por el humanitarismo, para volver a encontrar su antigua energía. Esta violencia fuerza al capitalismo a preocuparse únicamente por su papel material y tiende a devolverle las cualidades belicosas que poseía en otro tiempo. Una clase obrera en vías de crecimiento y sólidamente organizada puede forzar a la clase capitalista a permanecer ardiente en la lucha industrial; frente a una burguesía hambrienta de conquistas y rica, si se levanta un proletariado unido y revolucionario, la sociedad capitalista alcanzará su perfección histórica.” Así, la revolución à outrance exigía a sus ojos la exacerbación del capitalismo y aseguraba en consecuencia cierta forma de revolución permanente que le parecía la condición necesaria de la vida. Esa apelación de Sorel halló eco en muchos que, siendo como él revolucionarios por temperamento, carecían de la solidez que tenían sus convicciones. Soñaron, pues, con la revolución, pero no sólo para lograr que el capitalismo “alcanzara su perfección histórica”, sino también para alcanzar el primer plano en que las revoluciones ponen a los hombres de acción, entre los que no suele faltar el aventurero afortunado. La revolución sindicalista no se hizo, pero Mussolini llevó al capitalismo a una etapa que quería ser su “perfección histórica” y, sobre todo, se condujo a sí mismo hasta el Palazzo Venezia para dirigir a gritos una revolución contra la revolución.

He aquí el riesgo de la revolución permanente. En los pliegues de su bandera suele ocultarse un César de buena o de mala fe para quien la subsiguiente y necesaria etapa de orden constructivo sólo es posible sobre la base de su propia e indiscutible autoridad. Y no siempre esa etapa justifica ni el sacrificio ni la opresión que trae consigo.

IV. LA CONCIENCIA BURGUESA EN RETIRADA

Exaltada por sus propios triunfos, embriagada por las Esperanzas que acariciaba, la conciencia burguesa dio en 1914 un traspié decisivo, que señaló el momento inicial del descenso de su curva. Los distintos grupos nacionales en que se había escindido la burguesía se lanzaron a una contienda por la hegemonía, verdadera guerra intestina de una clase ignorante del enemigo que la acechaba. Porque los distintos grupos de la burguesía no pretendían sino dominarse recíprocamente, pero la conciencia revolucionaria aspiraba no sólo a dominarlos sino a aniquilar el orden dentro del cual pre-dominaban. Esta circunstancia obliga a preguntarse quiénes eran exactamente los beligerantes de 1914, los que se disimulaban tras las fórmulas de la antigua retórica, tras los discursos académicos, tras las ideas generales consideradas por convención como ideas vigentes y, en realidad, sólo vetustos esqueletos de ideas que, adornados con la guadaña de la muerte, no servían sino para espantar a los que tiemblan ante las ideas vivas. Que son, por cierto, una buena parte de la humanidad.

Los diversos grupos de la burguesía se prepararon larga y concienzudamente para la batalla y apelaron a todos los recursos que podían fortalecer su causa. Un problema fundamental era unificar su retaguardia, y todo lo que permanecía vivo del sentimiento nacional fue lanzado al ruedo para conseguir la “unión sagrada”. Con lo cual cada grupo de la burguesía pretendió pactar con el enemigo verdadero contra aquello de quienes, en verdad, sólo lo separaba una desavenencia pasajera.

El método dio buen resultado al principio, pero sólo por algún tiempo. La guerra mundial aceleró notablemente el proceso de desarrollo de la conciencia revolucionaria, y la burguesía se halló de pronto como Adán y Eva después de haber probado el fruto del árbol del Bien y del Mal: descubriendo que estaba desnuda, que había pecado, y que el Paraíso le era negado para siempre. De allí en adelante, no tendría más remedio que ganar el pan con el sudor de su frente en lucha constante y sostenida, y muy pronto tuvo la sorpresa de poder personalizar el enemigo en la figura mogólica de Lenin. La revolución rusa fue el primer impacto en el plexo de la conciencia burguesa, tras del cual se vio obligada a bajar su guardia, con el consabido peligro: su mandíbula quedó al descubierto, y tanto su lucidez mental como la elegancia de sus actitudes empezaron a declinar de modo lamentable. Era evidente que la conciencia burguesa desembocaba en una peligrosa encrucijada.

(…)

QUIÉN ES QUIÉN EN 1914

El 14 de abril de 1916, Henri Barbusse escribía a su mujer desde el frente de batalla estas palabras reveladoras: “La crisis actual es la última consecuencia lógica y fatal de las vanidades nacionales, y que cada uno tome la parte de responsabilidades que le corresponde de ella. Agrego que será, dentro de un plazo dado —en diez, en veinte años—, seguida de otra guerra que consumará la ruina en hombres y en dinero del viejo mundo, si de aquí a allá los pueblos a los que se lleva a la hoguera no toman finalmente la simple y lógica resolución de tenderse la mano unos a otros por encima de los prejuicios, de las tradiciones y de las razas, a pesar de los deseos de los gobernantes y por encima de todas las estupideces del orgullo belicoso, de la gloria militar y de los deshonestos cálculos comerciales de las naciones para prosperar impidiendo, por la fuerza y el bandidaje, la expansión del vecino. Ahora bien, vemos y veo yo por todas partes el inmenso esfuerzo que se hace, a despecho de la unión sagrada, para contener y aniquilar los esfuerzos del socialismo, la única doctrina política, sin embargo, en que se halla desde el punto de vista internacional, no digo solamente un resplandor de humanidad sino un resplandor de razón”.

Eran ideas atrevidas, sobre todo para ser escritas desde el frente, pero nada nuevas, sin embargo. Ya en 1902 escribía desde el otro lado del Rin el filósofo alemán Friedrich Paulsen: “Un nacionalismo exacerbado se ha convertido en peligro muy serio para todos los pueblos de Europa que de esta suerte corren el riesgo de perder su senti-miento de los valores humanos. Llevado a la exageración, el nacionalismo, como el confesionalismo, anula el sentido moral y aun el sentido lógico. Lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, pierden su significado; lo que se califica de infame e inhumano cuando lo hacen otros, en el mismo instante se recomienda al propio pueblo que lo haga a otra nación”. Sería largo enumerar los espíritus lúcidos que en diversos países sostuvieron esta misma tesis y descubrieron los mismos peligros.

No neguemos que también hubo dentro de los cuadros dirigentes de la burguesía quienes los advirtieron y procuraron ponerles diques; pero su éxito fue restringido; lograron establecer, ciertamente, la Unión Postal Universal en 1875, organizar algunas oficinas para estimular investigaciones científicas, y reunir algunas conferencias internacionales; pero nada sólido, duradero y constructivo. El nacionalismo estaba decidido a decorar la fachada del edificio imperialista con sujeción a los cánones de Luis XIV y de Colbert, pasando por alto cuantas contradicciones pudieran esconderse en sus planes y seguro de que serían pocos los que se dieran cuenta del engaño.

Porque ese nacionalismo no era la expresión del espontáneo y unánime sentimiento de los pueblos sino la máscara de la burguesía promotora de la expansión imperialista. Aquí reside una de la claves para entender lo que pasó después de 1914. Las naciones occidentales, pese a la “unión sagrada” que se impuso en cada una de ellas, distaban mucho de ser homogéneas y solidarias y estaban integradas por grupos de intereses encontrados e inconciliables. Nada más útil, precisamente, para comprender el curso de la historia de los últimos cincuenta años, que aclarar quiénes se encubrían tras el nombre de un país afirmando cada uno ser el país mismo.

Sin duda alguna, el papel protagónico en el drama europeo a partir de comienzos del siglo XX corresponde a Alemania. Había, ciertamente, un campeón, pero las miradas estaban puestas en el challenger, de cuya iniciativa se esperaban consecuencias fundamentales. Ahora bien, Alemania —con Austria como estado satélite— tenía como principal objetivo político lograr una revisión a fondo de todo el sistema de reparto gracias al cual las demás potencias occidentales poseían más fuentes de materias primas y mayor número de mercados para sus industrias. Era un requisito indispensable para proseguir su desarrollo industrial, sin duda constreñido por la situación internacional, y que interesaba a la alta burguesía y al Estado. Parecía indispensable que Alemania dominara a los Balcanes, saliera al Mediterráneo, se impusiera en el Cercano Oriente y pusiera en jaque a Inglaterra en el nudo vital de sus comunicaciones imperiales. Al mismo tiempo había que arrostrar la lucha frontal con Gran Bretaña para tratar de aniquilar o reducir su poder naval, de modo que Alemania pudiera heredarlo para estar en condiciones de promover una total revisión del sistema colonial. Pero además de todo esto, Alemania necesitaba defender su posición frente a Rusia y Francia, de las que estaba apartada y que se hallaban vinculadas a Gran Bretaña por alianzas más o menos firmes. De este modo, junto al enemigo verdadero, el enemigo que correspondía a la situación histórica real, Alemania veía alzarse contra ella los viejos enemigos tradicionales, cuya significación efectiva era escasa en 1914. Porque si la primera Guerra Mundial había de ser una puja por las fuentes de materias primas y por los mercados, sus protagonistas no podían ser sino el campeón y el challenger: Gran Bretaña y Alemania. Al lado de cada una de ellas formarían los que estaban atados a una u otra por el sistema de las alianzas o quedaron atados de hecho por el curso de los acontecimientos. Y así se fue a la guerra sobre varios frentes y con objetivos aparentemente plurales, luchando los contendores por una vic-toria que debía deparar al triunfador el monopolio de la explotación del mundo. Eso era, al menos, lo que creían los grupos capitalistas que señalaban rumbos de acuerdo con los estados mayores.

Pero, ¿quiénes eran los que se llamaban a sí mismos Alemania, Gran Bretaña, Francia o Rusia en 1914? Alemania era algo diferente de lo que proclamaba la voz de Guillermo II. Era, sin duda, en una buena parte, el histérico emperador, con el estado mayor prepotente y los grandes industriales que proponían sus propios objetivos a la nación como si fueran los únicos posibles. Y, sin embargo, eran también Alemania los cuatro millones de ciudadanos que habían votado por el socialismo en 1912, es decir, más de una tercera parte de la ciudadanía que estaba lejos de compartir aquellos objetivos. Esa Alemania, como la Alemania de Stephan George, de Rainer Maria Rilke, de Franz Kafka, de Edvard Münch, de Max Liebermann, de Kate Kollwitz o de Max Klinger, no participaba de los ideales imperialistas que predominaban en los círculos áulicos de Guillermo II, y apenas pudo ser arrastrada por el torbellino del nacionalismo agresivo. Así se explica la rápida disgregación del frente interior después de los primeros signos de la derrota. Los militaristas y los imperialistas acusaron al pueblo alemán de haber dado “una puñalada por la espalda” a la nación en armas, pero olvidaban con qué discrecional decisión había sido llevado ese pueblo a una guerra que sólo podía interesar a algunos grupos, reducidos en número, pero de ilimitadas ambiciones.

Un fenómeno semejante, aunque algo más atenuado, ocurría con los demás beligerantes. Quizá buena parte del pueblo británico y buena parte del pueblo francés participaban de los temores de la gran burguesía frente a las inequívocas pretensiones imperialistas de Alemania, porque advertían que en ella se sumaban los peligros del imperialismo a los de una autocracia arraigada y vigorosa. Se consentía, pues —aunque no sin oposición de algunos, como Jaurès o Rolland—, en la “unión sagrada”, pero se exigía el mantenimiento y el acrecentamiento de ciertas conquistas obtenidas por el pueblo, que parecían considerarse definitivas, para asegurar el progresivo advenimiento de un orden social nuevo. Un Shaw o un Wells revelaban en Gran Bretaña la existencia de una conciencia alerta y vigilante para contener los excesos del nacionalismo y sus supuestos economico-sociales, como lo hacía en Francia Romain Rolland, cuyo Clérambault había de constituir, en 1917, un grito de guerra contra la guerra, expresión de todos los que descubrían la falacia de los pretextos en cuya virtud se mataban en las trincheras millares y millares de hombres. El Jean-Cristophe, como Le Feu de Barbusse, habrían de ser los documentos psicológicos más significativos para descubrir el fondo de cada una de esas naciones que se presentaban unidas bajo una sola bandera en los campos de batalla.

¿Acaso no podría decirse lo mismo de Italia o de Rusia? También en Italia hubo un ligero aturdimiento que condujo a ignorar las fallas internas de la estructura nacional, sobre todo tras la guerra de Tripolitania; pero sólo muy transitoriamente podía desviarse hacia la derecha la fuerte corriente que formaban los grupos anarcosindicalistas de Labriola o el centro socialista encabezado por Turati, Ferri y… Mussolini. Había, allí, además una cuestión de principios, porque la gran burguesía italiana chocaba en la realización de sus aspiraciones con la escasez de recursos nacionales y sus simpatías oscilaban entre las potencias en conflicto. Esta sinuosidad de su política debía favorecer el desarrollo del antimperialismo, que revistió diversas formas, hasta el fascismo en su primera fase. Rusia, por su parte, no era sino una inmensa ficción. Desde 1905 había perdido su antiguo prestigio militar —desbarrancado en Port Arthur— y había puesto al descubierto, en cambio, su terrible debilidad interior con motivo de las agitaciones sociales que se produjeron por la misma época. La vasta, la inmensa Rusia, casi no existía. Podía Nicolás II ordenar la movilización general y podía intrigar Rasputin entre los allegados del zar; pero Rusia no existía sino como un conjunto de islas, alguna de las cuales habría de servir para recoger y congregar algunos náufragos que intentarían una reordenación del país sobre un plano distinto del tradicional. Y no existió del todo desde Tannenberg y los Lagos Masurianos, ofreciendo a partir de entonces el aspecto de un despojo a disposición de las fuerzas revolucionarias, si eran —como fueron— capaces de apoderarse del poder. Dostoievski, Turguéniev y Tolstoi habían preparado el terreno a su modo, como a su modo lo habían hecho los nihilistas y los liberales; Lenin debía sistematizar el esfuerzo unánime y recoger los frutos para su partido.

Un nombre propio —Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, Rusia— constituía, pues, el equívoco fundamental, la causa de la confusión que enturbiaba el panorama. En cada uno de esos países, una gran burguesía que se afirmaba en la defensa de sus propios objetivos y apoyándose en principios envejecidos que se negaba a re-novar, simulaba representar los objetivos nacionales indiscutibles manifestados en el afán de predominar sobre los grupos homólogos de otros países. Olvidaba ciegamente que en cada uno de ellos, como en el propio, había una lucha planteada en la que ella constituía uno de los bandos, y este olvido —acaso inevitable— implicó un traspié tras el cual debía comenzar su lenta declinación. La primera Guerra Mundial parece un harakiri de la gran burguesía. Nuevas fuerzas, rejuvenecidas por el sufrimiento, aparecían muy pronto en escena, frente a las cuales la gran burguesía no sería capaz de imaginar otra política que la de la desesperación.

(…)

PREPARACIÓN PARA LA AVENTURA

Quizás en la hora de las responsabilidades la burguesía podría reprochar a sus conductores no haber divisado los signos de las fracturas internas y no haberla desviado a tiempo de los peligros. Pero la acusación sería injusta porque la ceguera había sido casi unánime y lo cierto es que el panorama se mostraba confuso e indeciso. La fórmula de la “unión sagrada” parecía a todos eficaz y susceptible de obrar resultados mágicos. Pero esa fórmula —y la política que encarnaba— sólo respondía a una situación política pasajera y no tenía relación con la situación social profunda. Podía lograr, por ejemplo, una tregua entre conservadores, liberales y socialistas en cuanto partidos que luchaban por la conquista del poder para ejercitarlo inclinándose un poco más a la derecha o un poco más a la izquierda, o, a veces, por el poder nada más, sin propósito alguno preconcebido. Pero los problemas sociales latentes no respondían al conjuro de la fórmula mágica y mantenían sus términos con la misma crudeza que antes. Algunos podrán lamentar —desde un punto de vista eminentemente filantrópico— que la realidad historicosocial sea como es; pero no es prudente ignorarla imaginando que esa actitud ha de contribuir a desviar sus amenazas. Y eso fue, precisamente, lo que hizo la gran burguesía imperialista de 1914: tratar una enfermedad crónica como si fuera el brote de una epidemia pasajera, agudizando el mal con el equivocado tratamiento.

La “unión sagrada” sólo dio resultados muy mezquinos. Las masas populares no negaron su cuota de sangre, pero había cierto derrotismo interior y profundo que provenía de la certidumbre de estar luchando tras una bandera que cobijaba también a los propios enemigos. Unos países perdieron la guerra y otros la ganaron, todos al grito de la “unión sagrada”. Pero la burguesía la perdió de un lado y de otro de las trincheras, porque la conciencia revolucionaria conquistó posiciones a las que antes no había llegado y pudo comprobar que su enemiga las cedía aterrorizada. Desde entonces cobró tanto brío esa conciencia que la gran burguesía creyó necesario hacer su propia revolución para salvar el conjunto de metáforas y alegorías con que disimulaba su situación de predominio.

La “unión sagrada” había sido el último recurso de la gran burguesía para conjurar el peligro del frente interno. Entre tanto, la gran burguesía había desarrollado sobre el frente exterior la peligrosa política de la “paz armada” y de las alianzas. Como en un tablero de ajedrez, a cada jugada de uno de los grupos en que se había escindido respondía el otro con una jugada destinada a equilibrar las posiciones. Así se contrapusieron a los países de la Triple Alianza —Alemania, Austria e Italia— los que se reunieron para formar la Entente, esto es, Francia, Rusia y Gran Bretaña, organizados en un bloque sólo después de complicadas negociaciones diplomáticas, tras de las cuales había una idea bastante clara de los intereses recíprocos. Los amigos del enemigo resultaban ser enemigos, e inversamente. Pero la toma de posiciones respondía a un problema acerca del cual no había dudas: Alemania y sus aliados aspiraban a acrecentar considerablemente su área de influencia imperialista, a costa de quienes habían poseído hasta entonces la hegemonía en ese terreno. Unos aspiraban a beneficiarse con ese plan y otros trataban de frustrarlo. Eso era todo.

Claro que unidos a este problema básico estaban otros accesorios, como la amenaza politicomilitar que entrañaba la tradición prusiana. Guillermo II y sus consejeros económicos querían apoderarse de las colonias y las zonas de influencia británicas, pero, además, Guillermo II y su Estado mayor esperaban modificar en alguna medida sus fronteras en el este y en el oeste. Para conseguir esos fines, contaban con un imponente aparato militar que sólo podía ser compensado por una fuerza equivalente de sus enemigos. Así se lanzaron los dos grupos rivales a una carrera armamentista sostenida a costa de gruesas sumas, las más gruesas de los respectivos presupuestos. Era, sin duda alguna, todo un desafío a la conciencia revolucionaria invertir tan crecido número de millones en la defensa de una situación que sólo interesaba a las “doscientas familias” que dominaban en cada uno de los países y cuyo número no llegaba, en alguno de ellos, a la mitad de esa cifra. Esa política de la “paz armada” fue uno de los motivos de mayor irritación contra la gran burguesía, pero estaba enraizada en la naturaleza misma del imperialismo y los equipos gobernantes no hacían, al conducirla hasta sus últimas consecuencias, sino ejecutar un mandato.

Finalmente, cuando las circunstancias comenzaron a madurar, cuando el Estado mayor empezó a temer en cada país que el formidable equipo militar acumulado envejeciera más de lo prudente, llegó la hora de precipitar las cosas. Sólo era necesario que la opinión pública estuviera medianamente preparada y que un shock provocara en el momento oportuno la necesaria histeria colectiva. Bien pudo ser la expansión inglesa en el sur de África o la cuestión de Marruecos o la guerra balcánica. Pero fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo lo que encendió el reguero de pólvora cuidadosamente dibujado, como una serpiente adormecida, sobre el policromo y artificioso mapa de Europa.

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UNA GUERRA LLENA DE SORPRESAS

Un Estado mayor que se respete debe estar en condiciones de asegurar a la opinión pública de su país, al desencadenar un conflicto pacientemente preparado, que la capital enemiga caerá en poder de sus tropas dentro de un plazo de días, o mejor, de horas: cuarenta y ocho o setenta y dos parecen ser las cantidades que se consideran de mayor eficacia psicológica. Sobre todo, si los medios de transporte han progresado considerablemente en los últimos tiempos. Y dada la velocidad del expreso París-Berlín, el Estado mayor alemán se consideraba obligado a suponer que la capital francesa estaría en su poder antes de una semana a partir de la iniciación de las hostilidades.

Esta opinión parecía ser la de la mayoría de los estrategas, sobre todo en Alemania y en algunos cafés de diversas capitales europeas. Pero nunca se pueden prever los entorpecimientos accidentales en las vías férreas, y este inconveniente se irguió de improviso para dislocar, inesperadamente, los planes que el juicioso Estado mayor alemán había preparado de acuerdo con las tradiciones de Clausewitz y von Moltke y las enseñanzas de la guerra franco-prusiana de 1870. El entorpecimiento provino de algunas dificultades en las bien organizadas líneas alemanas de aprovisionamiento y de la inexplicable eficacia de las improvisadas líneas de transporte de combatientes que organizó el general Gallieni con automóviles de alquiler y otros ele-mentos igualmente heterodoxos. Lo cierto es que el ejército imperial se vio privado de la satisfacción de repetir su paseo triunfal bajo el arco de la Étoile, y tuvo que contentarse con saludar a París con las salvas de su poderosa artillería, simbolizada luego en el Bertha casi mitológico.

Lo natural es que un ejército poderoso derrote a un ejército débil: cuando sucede lo contrario es porque funciona imperfectamente alguno de los mecanismos, o, simplemente, porque el orden está totalmente subvertido: esta idea era incompatible con la mentalidad del Estado mayor alemán. Y, sin embargo, el orden de la naturaleza debía haber sido modificado por alguna imprevisible y diabólica circunstancia, porque los aliados no se dejaron derrotar como hubiera debido ocurrir de haberse mantenido cierto tradicional fair play. Ésa fue la mayor sorpresa del Estado mayor alemán, pero no fue la única. En efecto, también parece corresponder al orden de la naturaleza que un submarino acabe de una sola vez con un superdreadnought si sus artilleros están suficientemente ejercitados; y como es más fácil producir muchos submarinos que muchos superdreadnoughts, todo hacía suponer que el destino de la Royal Navy estaba sellado. Pero tampoco la Royal Navy se dejó vencer y un marino como von Tirpitz pudo haber pensado que sus colegas del Almirantazgo británico desconocían las reglas del juego. Y todavía hubo más. Porque el Estado mayor alemán suponía que, de acuerdo con las tradiciones y acaso también con el orden de la naturaleza, un asunto tan serio como una guerra en la que se jugaba el destino del mundo sólo podía interesar a determinados beligerantes convenidos de antemano para el duelo. Pero en 1917, Alemania tuvo la desagradable sorpresa de comprobar que también a los Estados Unidos les interesaba el destino del mundo, y que no vacilaban en echar sus fuerzas en la balanza, a favor de los aliados. Eran muchas sorpresas para un elenco gobernante que había dedicado varios años a prever todas las posibilidades, y tanto el emperador como sus consejeros empezaron a perder la serenidad. Muchos consideraron que era mejor detener el curso de los acontecimientos para empezar de nuevo, como en efecto lo hicieron más tarde. Pero algunos imaginativos supusieron que todavía podría hallarse algún ardid para resolver la situación favorablemente.

Estos imaginativos habían advertido que el enemigo interior de la gran burguesía seguía manteniendo su antiguo rencor en todos los países beligerantes y podía ser utilizado en una maniobra maquiavélica. En efecto, se hacía derrotismo en la misma Alemania, cuyo ejército mal alimentado desde 1916 sufría las consecuencias de la acción revolucionaria de los espartaquistas; se hacía derrotismo en Francia, y Clemenceau tenía que apelar a toda su energía para mantener la fuerza de la “unión sagrada”; y se hacía derrotismo en Rusia, donde las condiciones de miseria y desorganización facilitaron el triunfo de la revolución socialdemócrata de marzo de 1917.

Todo eso constituía una sorpresa, aun para los imaginativos. Consumida la gran burguesía por el vasto esfuerzo de cuatro años de guerra, destruidos sus planteles industriales y sus líneas de comunicaciones, no obtenía de sus sacrificios ningún resultado inmediato digno de consideración y sólo parecía esperar un favorable ajuste de la situación económica internacional, con escasas modificaciones en cuanto a los poseedores de la hegemonía. A cambio de este saldo desfavorable, sólo se adivinaba otro más desfavorable todavía: el resquebrajamiento de los ideales burgueses, en los que, con una retórica más o menos apropiada, podía descansar el orden imperialista anterior a 1914. En verdad, sólo la conciencia revolucionaria podía hallar un saldo favorable por sobre los millones de víctimas, porque era visible que, en medio de las ruinas dejadas por una catástrofe que no había provocado, podía aspirar legítimamente a un papel director en la reconstrucción del mundo.

La gran burguesía había facilitado a la conciencia revolucionaria una oportunidad propicia para desencadenar su propia guerra. Y en cierto momento, los imaginativos del sector alemán de la gran burguesía osaron maniobrar con la conciencia revolucionaria creyendo, en medio de su desesperación, poder ponerla a su servicio como un instrumento ciego. A partir de ese instante, uno de los flancos del orden burgués quedó desguarnecido frente a las armas enemigas.

(…)

IMPACTO

El primer impacto —un impacto decisivo que ha modificado el curso de la historia contemporánea— lo recibió la conciencia burguesa en Rusia en 1917. Se podrá tener de la revolución bolchevique la opinión que se quiera, pero nadie negará su inmensa significación y la relación de dependencia que tienen con ella todos los fenómenos historicosociales de los últimos treinta años. Acaso más importante todavía que lo que significa por sí misma —lo cual es ya mucho decir— resulta por lo que significa como punto de partida para la revisión radical a que se halla sometido el orden social en el mundo occidental.

Es innegable que, en cierta medida, “el bolcheviquismo es una crisis interior de Rusia”, como lo señaló en su momento Masaryk. Allí se había desarrollado una forma sui generis de conciencia revolucionaria cuyos apóstoles eran, entre otros, Bakunin y Dostoievski, Gapón y Tolstoi. Esa conciencia revolucionaria se había adherido a las doctrinas en boga durante el siglo XIX —liberalismo, anarquismo, socialismo—, pero manifestaba algunas peculiaridades irreductibles y correspondía a una situación general muy diversa de la que había promovido la aparición de aquéllas. Los campesinos, la burguesía urbana, los obreros y los intelectuales coincidían en términos generales en su odio contra la autocracia y era obvio que el proletariado no podía organizar sus cuadros contra una burguesía que, en cierto sentido, sufría la opresión del régimen de manera semejante a como la sufría él. La revolución, que se insinuó varias veces, estuvo movida por grupos burgueses y grupos proletarios, y alguna vez pudo concebir la esperanza de imponer al zar cierta restricción de su poder mediante la creación de la Duma; era apenas una conquista de tipo liberal, lograda años —o siglos—antes en los países occidentales, y ni siquiera por eso duró mucho. Pero las cosas se precipitaron con la guerra. El desastre de los ejércitos y la miseria general, acompañados de la torpeza de una corte débil y dominada por un habilísimo intrigante —Rasputin—, proporcionó las circunstancias favorables para renovar la insurrección. Y en ese instante los imaginativos del Estado mayor alemán encontraron la manera de echar leña al fuego. Por cierto que pagaron muy caro este alarde inusitado de fantasía.

Un levantamiento general movido por la miseria y la desesperación —y apenas organizado sistemáticamente por partido alguno— dio al zarismo el ligero empellón que necesitaba para desbarrancarse. Una era revolucionaria se inauguró entonces, que habría de sorprender al mundo por sus inesperadas alternativas; mientras Kerensky trataba de organizar una república entre burguesa y socialista, apoyado por la esperanza de los aliados de que se realizara una acción más enérgica en el frente oriental de Alemania, la fracción bolchevique del partido socialdemócrata ruso, dirigida por Lenin y Trotsky, se encontró de pronto con la posibilidad de aspirar al poder. En efecto, los aristocráticos gobiernos de los Imperios centrales, que los habían perseguido siempre con particular saña y habían encarcelado a Lenin al comenzar la guerra, manifestaron de pronto un extraordinario entusiasmo por el bolcheviquismo —y no por el socialismo moderado—, en cuanto se enteraron de que esa fracción sostenía la necesidad de negociar la paz por separado con Alemania. La consecuencia de ese entusiasmo fue que Lenin abandonó la cárcel austríaca en que se alojaba desde hacía tres años y encontró a su disposición un confortable tren blindado que le proporcionó el Estado mayor alemán a fin de que el jefe bolchevique pudiera retornar a su amada patria. Todo ocurrió como había sido previsto. Lenin cruzó las líneas y llegó a Petrogrado para exigir todo el poder para los soviets, fórmula política que logró imponer tras algunas peripecias. Poco después, ya establecida la república soviética, Lenin negoció con los alemanes el tratado de Brest-Litovsk y, así, en marzo de 1918, se vieron éstos libres de un enemigo que les impedía concentrar sus esfuerzos en el frente occidental.

Pero la gran burguesía —representada sólo a medias en sus intereses y en sus objetivos por el Estado mayor— había dado el más grave e insensato traspié de todos los que forman la cadena de insensateces que, desde el punto de vista de la burguesía, constituye la primera Guerra Mundial. Aun dentro de la misma Alemania, nada contribuyó tanto a extender el resentimiento popular como la prepotencia del gobierno imperial, dispuesto a aprovechar la debilidad del nuevo régimen popular ruso para expoliarlo y arrebatarle importantes territorios. En cuanto a lo que significó como traspié fuera de Alemania…

Cualesquiera fuesen los caracteres que en el nuevo Estado soviético pudieran descubrir los ultramontanos, los conservadores, los liberales, los socialistas reformistas o los anarcosindicalistas; cualquiera fuera la reacción que pudiera suscitar la nueva dictadura que reemplazaba a la de los zares —aunque más legítima sin duda—; cualquiera fuera, en fin, la opinión que mereciera la concepción del colectivismo, la estatificación o el paneslavismo que algunos vieron en el nuevo régimen, lo cierto es que el orden político instaurado en Rusia en octubre de 1917 era el fruto de una verdadera y profunda revolución, la primera triunfante plenamente desde que se produjera la irrupción franca de la conciencia revolucionaria antiburguesa alrededor de 1848. Era una revolución capaz de llevar hasta sus últimas consecuencias ciertos principios que muy pocos habían creído capaces de resistir el contacto con la realidad; desplazó del poder al zarismo, a la nobleza feudal y hasta a la burguesía como clase, pese a que muchos de sus dirigentes habían salido de sus filas; sólo los grupos populares provistos de decidida conciencia revolucionaria, de firme sentimiento de clase y de resuelta decisión socialista fueron instalados en el centro de la revolución para llevarla a término y defender sus conquistas. Era una verdadera y profunda revolución.

La conciencia revolucionaria había dado, pues, un paso de extraordinaria trascendencia: había conseguido alcanzar una forma histórica y plasmar en una realidad inequívoca. De allí en adelante, no cabía imaginar la revolución social como una utopía, como un sueño; podía agradar o desagradar; ser ansiada o temida; pero era ya una realidad que podía volver a aparecer en cualquier parte y en cualquier momento. Si para algunos dejó de ser un sueño para tornarse realidad viva, para otros dejó de ser una abstracción para transformarse en imborrable pesadilla. Porque si la revolución había triunfado donde, teóricamente, era menos previsible, todo hacía pensar que nada podría detenerla allí donde las circunstancias objetivas la hacían más verosímil.

En rigor, y según la buena doctrina, la revolución socialista rusa no podía ser sino la primera fase de una revolución mundial, y el mundo empezó a esperar su inminente estallido. En condiciones económicas, sociales y políticas muy distintas de las de Rusia, otros grupos revolucionarios intentarían la aventura, unas veces con éxito transitorio, como en Hungría, y otras veces sin éxito alguno. El capitalismo había empezado a crear rápidamente los anticuerpos necesarios, y Rusia misma se convenció de su transitoria impotencia para apoyar revoluciones en el extranjero. El régimen soviético desplazó de su seno a los que —como Trotsky— sostenían la necesidad de la inmediata realización de la revolución mundial, y entretanto, las grandes potencias capitalistas comenzaron a buscar la manera de abatirla dentro de Rusia o, al menos, contenerla dentro de sus fronteras. Puede decirse que esta preocupación caracterizó en lo fundamental la política de esas potencias desde 1917. Era unánime la sensación de que el impacto había afectado a un órgano vital.

Para conseguir sus fines, la burguesía ensayó diversos métodos. Unas veces, cuando el terror predominaba sobre la lucidez, se produjo un repliegue general hacia la derecha —con predominio de los elementos más conservadores— para ofrecer una batalla frontal a la conciencia revolucionaria. Era el método primario que había puesto en práctica Metternich después de 1814. Otras veces, cuando la lucidez predominó sobre el terror, se ensayó dislocar los objetivos del proletariado mediante oportunas y limitadas concesiones, tratando de encontrar una prolongación de la variante Disraeli. Pero otras, finalmente, cuando algunas circunstancias tornaron compatibles cierto error y cierta lucidez, se intentó hacer la revolución contra la revolución, método que parecía ofrecer la ventaja de canalizar el fermento insurreccional propio de la posguerra y de someter a las masas poniéndolas en movimiento para servir ciertos objetivos burgueses hábilmente disfrazados. Éste fue el invento de Benito Mussolini, cuya maestría pareció digna de imitación a muchos aventureros de segunda clase, y fue perfeccionado luego por Adolfo Hitler, a quien por esa labor no podría negársele la categoría de aventurero de primera.

Por el lado de la conciencia revolucionaria, el éxito de la revolución soviética produjo algunas consecuencias importantes. Había ahora un hecho primario, de cuya consideración debía depender todo el fundamento de la estrategia para el futuro; según se juzgara, el socialismo se inclinaría por la revolución violenta, a imitación de la de octubre en Rusia, o por el reformismo. Los comunistas, de acuerdo con las directivas de la Tercera Internacional —establecida en Moscú en marzo de 1919— transformaron en dogma incontrovertible la experiencia rusa, que consideraron como un corolario forzoso del marxismo, e incluyeron a Lenin —y luego a Stalin— entre los apóstoles infalibles de la causa. Por su parte, los socialistas y laboristas que siguieron fieles a la Segunda Internacional definieron también su política frente a la experiencia rusa y afirmaron su adhesión al reformismo basándose, precisamente, en ella. Así, cualquier actitud que se tomara, era innegable que la revolución de octubre pesaba en todos los ánimos —de la derecha y de la izquierda— como un acontecimiento fundamental.

Pero no por serlo es lícito deformar sus proyecciones. Es, sin duda, de importancia decisiva el hecho de que cuajaran por primera vez en una realidad los ideales de la conciencia revolucionaria que irrumpe hacia 1848. Pero no se debe olvidar que los caracteres de esa realidad siguen desde ese momento una línea de desarrollo que les es peculiar —y que en cierto modo corresponde a la realidad rusa—, sin que deba deducirse forzosamente que la conciencia revolucionaria se consustancia con ella como si fuera la única posible. Más aún. Llegada esa línea de desarrollo a cierto punto, la conciencia revolucionaria parece tender, según un proceso dialéctico, a abandonar sus ideales primitivos para hallar fórmulas transaccionales entre la tesis —el capitalismo burgués— y la nueva realidad que constituye ahora la antítesis, esto es, la dictadura proletaria.

Por lo demás, la revolución mundial con los caracteres de la revolución rusa —sobre cuyos secretos estratégicos informan los manuales elementales y existen glosas elocuentes como la de Curzio Malaparte— apenas resulta ya posible, debido a los anticuerpos que el capitalismo burgués ha sabido hallar frente a los fermentos revo-lucionarios tal como se difunden de acuerdo con las instrucciones de la Tercera Internacional y sus sucedáneos. Hay que considerar hoy, pues, la experiencia rusa como un caso tope, como lo fue la experiencia francesa de 1789 respecto del resto de Europa; la conciencia revolucionaria busca la vía para utilizar lo valioso que hay en su experiencia sin incurrir en sus errores —que fueron inmensos y, por cierto, lealmente reconocidos— y en sus peligros. A los treinta años de su realización, la revolución rusa ha alcanzado una grandeza histórica imponente, pero no por eso ha adquirido la categoría de norma inderogable e indiscutible de la conciencia revolucionaria. Porque, una vez más, al hacerse realidad la conciencia revolucionaria ha perdido su perfección teórica.

V. LA CONCIENCIA DE UNA POSGUERRA

Es sintomático que se conozca una época con una palabra que empieza con el prefijo “post”, como si no contara por sí misma sino en la medida en que trasunta la que le ha precedido. Y, sin embargo, es explicable que así sea cuando se trata de los veinte años trágicos ocurridos entre 1919 y 1939, porque a todos parecía evidente que el rasgo característico del tiempo era su dependencia de la tragedia pasada. Todo era inseguridad, desasosiego y desconcierto, y en tal atmósfera la conciencia revolucionaria no podía sino acentuar su ascenso mientras descendía la conciencia burguesa cargada con sus culpas.

Tanto para los que se sentían como para los que no se sentían culpables, el imperativo moral parecía ser el de enmendar todos los errores cometidos durante los años de la guerra, recomponer todo lo que se había descompuesto: era como si se estuviera al lado de un coche volcado al borde del camino y a la vista de los cadáveres de las víctimas. La labor era ímproba, y el estado de ánimo flaqueaba como si los fantasmas amenazantes nublaran los espíritus. Ante todo, había que volver a dibujar el mapa de Europa, y los estadistas acometieron esa dura labor, con más celo cartográfico, por cierto, que talento político. Porque no se buscaban sino soluciones diplomáticas de viejo cuño y cuya ineficacia no podía ser ignorada por hombres avezados. Y, sin embargo, la aspiración unánime era alcanzar la seguridad y la paz perpetua, una paz arcádica, una paz de amor, la paz de los que Jules Romains llamaría “los hombres de buena voluntad”.

Empero, apenas se trabajaba por una paz académica, casi administrativa, que en verdad sólo podía parecer paz a los Estados mayores que habían cesado en su ímproba labor de dirigir la guerra sobre el terreno. Del resto, había muchos que comprendían que la guerra continuaba, bajo distintas apariencias, pero con no menores peligros. Por debajo del cosmos organizado por los demiurgos de la diplomacia, reinaba un auténtico caos que las élites no podían llegar a percibir en su esencial y grandiosa locura. La guerra, por lo demás, había deshecho el prestigio de las élites, y había liberado de su complejo de inferioridad al coro de la tragedia, ofreciéndole la oportunidad de desempeñar papeles protagónicos. ¿Quién podía creerse con derecho para impedirlo? ¿Había realmente derecho a impedirlo? Toda la estructura social estaba en crisis y nadie sabía a ciencia cierta cuál era su lugar: unos se replegaban sobre sí mismos —hasta el punto de que un filósofo pudo decir que había llegado la “era de la vida privada”— tratando de defender el último bastión que creían seguro, en tanto que otros comenzaron a buscar desesperadamente un corifeo en quien delegar la tarea de dirigir sus propias vidas.

Si hay algo característico de este tiempo es la conciencia de vivir una “posguerra”, y este absoluto desconcierto de los que no sabiendo por qué vivir ni por qué morir desembocaban en una ardiente apelación al mundo interior. Era un final de tragedia griega, y quedaban asomando los hilos que se anudarían más tarde para tejer la trama del verdadero desenlace.

(…)

ZURCIDO SOBRE EL MAPA DE EUROPA

Mientras daba sus primeros pasos el nuevo estado soviético, luchando con las más terribles dificultades, los beligerantes cambiaban sus últimos tiros. No fueron pocos sin embargo, los que se oyeron en el transcurso del año 1918. Poco después de firmado el tratado de Brest- Litovsk —que les supo a hiel a los aliados—, Ludendorff desencadenó una furiosa ofensiva cuyo ímpetu duró hasta el mes de julio; a partir de entonces, en cambio, fue Foch quien mantuvo la iniciativa hasta que se agotaron las posibilidades alemanas. Bajo su mando supremo las fuerzas aliadas consiguieron quebrar las líneas enemigas en el norte de Francia. En octubre, el Káiser sintió que la tierra temblaba bajo sus pies y llegó a consentir, en un gesto desesperado, en que se organizara un gobierno parlamentario; pero era tarde para acudir a la astucia, y poco después comprendió que debía abdicar: fueron los marineros de Kiel quienes le señalaron la oportunidad de hacerlo, mediante un motín que provocó la instauración de la república el 9 de noviembre de 1918. Pocos días después se firmaba el armisticio, y comenzaba el lento despertar de la pesadilla, periodo que se ha dado en llamar la “posguerra”.

En principio, una guerra termina cuando los combatientes dejan de combatir, cosa que suele ocurrir en los campos de batalla cierto día convenido a una hora determinada, si los beligerantes se han puesto previamente de acuerdo. Pero durante cuatro años de guerra han ocurrido tantas cosas y se han modificado tantas situaciones que introducir un poco de orden constituye una tarea mucho más difícil —y peligrosa— que las operaciones militares. Por otra parte, mientras se cumple esa labor la guerra continúa en cierta medida, y a veces con una crueldad mucho más refinada que la que pone de manifiesto el que mata a su semejante con un fusil provisto por el Estado para tal fin. Esta segunda etapa de la guerra es la que empezó el mismo día del armisticio, con una ejemplar fidelidad a ciertas indeclinables tendencias adquiridas en la época de la “paz armada”: antes habían luchado las burguesías capitalistas entre sí, agrupadas a favor o en contra de Alemania; ahora volvían a luchar entre sí sentadas alrededor de la mesa de la paz, lugar tradicionalmente preferido, por lo demás, para echar las simientes de nuevas guerras.

Quienes recorrían alegremente en manifestación las calles de París, de Londres, de Roma o de cualquier otra ciudad del mundo vinculada de alguna manera a la causa de los aliados, cantando unos el Tipperary y otros la Madelon, parecían unánimemente convencidos de que los aliados habían salido vencedores y los boches habían sido derrotados. A primera vista, y atendiendo a los efectos inmediatos, esta idea parecía ser exacta porque, en efecto, no hubo manifestaciones de júbilo en Berlín ni en Viena; pero considerada la situación más atentamente hubiera podido advertirse —y algunos lo advirtieron— que no había propiamente “ni vencedores ni vencidos”, sino que todos habían sido vencidos, en mayor o menor medida, por un enemigo común emboscado en las sombras de la guerra. ¿Acaso el fatum de la conciencia burguesa? Lo cierto era que el orden capitalista y burgués de Francia, Gran Bretaña, Alemania y sus aliados había recibido un golpe terrible en sus centros vitales, asestado, por lo demás, por sus propios puños cubiertos con guantes de distintos colores. Computadas en buena contabilidad y sin ficciones académicas, las pérdidas y ganancias dejaban un saldo casi igualmente des-favorable para todos, excepto para los Estados Unidos, cuyo ascenso a la categoría de primera potencia mundial quedaba consagrado en todos los terrenos.

Esta derrota general de Europa, lograda por sus propias manos y a costa de muchos sacrificios, obligaba a los estadistas a realizar una de las labores más desagradables que pueda imaginarse: la distribución proporcional de las pérdidas, tratando de compensarlas en alguna medida con los escasísimos saldos por cobrar, cuya percepción era, por otra parte, harto problemática. No otra cosa fueron el Tratado de Versalles y los que posteriormente completaron el reajuste del nuevo status europeo.

Quizá pueda afirmarse que nada mejor hubiera podido hacerse en las laboriosas negociaciones que comenzaron en 1919. Si no podía hacerse otra cosa, prueba es de que, efectivamente, la Europa burguesa y capitalista había combatido para precipitar involuntariamente —como en la tragedia clásica— su siniestro destino. Lo que se hizo fue apenas una humilde labor de abuela, acaso cariñosa, pero gruñona e impotente. El mapa de Europa estaba lamentablemente desgarrado y parecía necesario zurcirlo lo mejor que se pudiera sin entrar en excesivas averiguaciones sobre cuál era la realidad que el mapa representaba y cuáles las fuerzas que habían producido los des-garrones. La actitud de los estadistas fue, en principio, la misma de los que negociaron otrora en Chateau-Cambrésis, en Westfalia, en Utrecht y en Viena. Pero las cosas habían cambiado, y el nombre idéntico de cada uno de los diversos países de Europa encubría ahora una realidad harto más compleja; y fuera porque no se habían enterado, o fuera porque preferían no enterarse, los estadistas que empezaron a zurcir el mapa europeo en 1919 ignoraron que, además de sus mandantes directos, había otros interesados en los resultados de la tarea a que estaban abocados. Así, se limitaron a cumplirla con arreglo a las más venerables y anacrónicas tradiciones, aunque disfrazadas con un ropaje a la moda para tratar de estar a tono con la actualidad de las inquietudes. No podría negarse, por ejemplo, que deshacer el secular imperio de los Habsburgo para satisfacer la in-dignación de los vencedores contra aquellos a quienes se atribuía la culpabilidad de la guerra y las reclamaciones de los grupos nacionales oprimidos por la “monarquía dual”, constituía un problema de absoluta actualidad. Lo mismo ocurría con el propósito de debilitar a Alemania para impedir toda posibilidad de una nueva agresión cobrándose al mismo tiempo alguna parte de los gastos efectuados. Y, sin embargo, esos problemas eran ya un poco anacrónicos, como se comprobó poco después, y exigían ser planteados de acuerdo con nuevas circunstancias que, en el plano de lo social, asomaban ya con bastante nitidez. Casi nadie las tomó en cuenta, empero, acaso porque los problemas sociales provocaban una incómoda asociación de ideas y despertaban el recuerdo de lo que comenzaba a llamarse “el peligro ruso”. En efecto, la revolución rusa había creado un tabú del problema social, y es bien sabido que no hay en política peor actitud que negarse a ver lo que está delante de los ojos, como si fuera posible prescindir de ello por el solo hecho de no nombrarlo en el curso de las conversaciones.

Así, como si no pasara nada nuevo, se convino en ajustar las cuentas de la guerra con arreglo a los antiguos esquemas. Alemania debía pagar las deudas de guerra, y la consecuencia fue que la república de Weimar, que constituía una promesa de paz, debió cargar con las culpas del Imperio de los Hohenzollern. El Imperio de los Habsburgo, a su vez, quedó disuelto, pero los problemas nacionales se resolvieron con el mismo criterio que se usó en 1815 para solucionar los problemas dinásticos, ignorando que a un montenegrino, por ejemplo, le daban lo mismo los Habsburgo que los Karageorgevich. A pesar de Wilson, cierta vaga sombra que asumía a ratos el perfil de Metternich y a ratos el de Talleyrand se cernía sobre la mesa de Versalles y las ideas de castigo y de predominio se sobreponían a la idea de justicia.

Dos formas de justicia parecían esperar satisfacción suficiente, una política y otra social. De las dos, la primera mereció alguna atención; pero, en cambio, la segunda no cruzó por la imaginación de los estadistas: sólo en parte fue recogida la herencia y la enseñanza de 1848, y si se reconocieron los principios de las nacionalidades y de la libre determinación de los pueblos, no se atendió a las inquietudes que manifestaban ya a gritos las masas convulsionadas por las primeras consecuencias de la posguerra. Pareció suficiente una paz “democrática” —y ésta aun con restricciones— cuando en rigor se necesitaba una paz que canalizara las inquietudes economicosociales de las masas a fin de que los nuevos —y los viejos— Estados pudieran alcanzar un equilibrio interno, que no podía depender tan sólo de que estuvieran correctamente delineadas sus fronteras y gobernados sus ciudadanos por propia determinación. Pero este tipo de soluciones no estaba en el espíritu de los estadistas de Versalles, acaso porque respondía a un ideal todavía poco madurado y que exigía aún duras experiencias para fijarse en las mentes. La vieja escuela diplomática se contentaba con dibujar el contorno de los nuevos Estados, pero consideraba ajeno a su misión ocuparse de lo que quedaba dentro.

Todo lo más a que pudo llegarse —y por sugestión de quien veía Europa desde afuera— fue a organizar una sociedad de naciones que impusiera por sobre los Estados autónomos y soberanos cierto régimen internacional que asegurara la seguridad colectiva y el cumplimiento estricto de los convenios. No era mucho, pero era algo, por-que podía servir para neutralizar en alguna medida los males a que podía conducir otra vez la ceguera del orden burgués y capitalista, obstinado en resistir al empuje de las fuerzas que él mismo había desatado y cuyo desarrollo le era, por cierto, imprescindible. Podía servir, pero no sirvió. O el llamado de atención fue débil para oídos tan endurecidos, o la ceguera estaba ya muy avanzada. Lo cierto es que la Sociedad de Naciones no sólo fue impotente para contener los desvarios de una política sin conexión con la realidad, sino que llegó a ponerse a su servicio. Sólo fue como el último rescoldo de una esperanza para los que pensaban nada más que en evitar la conflagración en los campos de batalla, para los que se declaraban enamorados —platónicamente— de la paz. Que fueron muchos, porque uno de los síntomas más característicos de los primeros tiempos de la posguerra ha sido un generalizado anhelo de paz a cualquier precio.

(…)

LA ILUSIÓN DE LA PAZ

También los desastres de la campaña napoleónica en Rusia habían producido cierto horror, ante el espectáculo de cuán fácil es que empiecen a morir millares y millares de hombres sin que nadie pueda evitarlo y sin que se advierta un fin legítimo que justifique la hecatombe. Pero durante la primera Guerra Mundial y, sobre todo, durante los años que le siguieron, este horror se manifestó de manera más dramática y más profunda. Se había vivido hasta entonces en la embriaguez del proceso técnico, se admiraba la capacidad inventiva del hombre occidental, se gozaba de las ventajas que deparaban los múltiples adminículos que la industria ponía en manos de todos. Pero, de pronto, ese mismo progreso se transformaba en enemigo, y gracias a él la guerra se convertía en una empresa organizada para alcanzar un índice espantosamente alto de destrucción y de muerte: podía, pues, suponerse que también en este terreno el progreso sería indefinido y que las guerras del futuro resultarían aún más desastrosas y mortíferas. Si la primera Guerra Mundial había costado veinticinco millones de vidas, podía suponerse que la siguiente multiplicaría esa cifra según el coeficiente de progreso técnico alcanzado en el momento de desencadenarse. Parecía, pues, necesario evitarla a toda costa, aun renunciando a todo lo que se había considerado intangible hasta entonces. Las vidas humanas, las simples y humildes vidas humanas merecían ahora un compasivo respeto, y su defensa debía ser el motor de toda política, por encima de cuantos móviles, de cuantos objetivos pudieran tener presentes los estadistas desaprensivos. Así surgió el pacifismo, movimiento filantrópico de varia inspiración y notoria ineficacia práctica que representó, sin embargo, una de las tendencias sobresalientes de la conciencia de posguerra. Ernest Hemingway había dicho adiós a las armas, y sus sentimientos parecían compartidos por todos aquellos que habían sentido, de cerca o de lejos, el horror de sus consecuencias.

Sin embargo, hubo sectores en los que se perpetuó la psicosis de guerra, y llegó a extremarse hasta alcanzar ribetes de peligrosa exaltación. Para quienes formaban en esas filas, el pacifismo era una actitud envilecedora y despreciable, y ni D’Annunzio ni Mussolini, por ejemplo, fueron pacifistas. Por su parte, las minorías políticas dominantes en los Estados victoriosos, en general demócratas, pero inevitablemente atadas a las exigencias del capitalismo, se enfrentaron con el pacifismo considerándolo, también, como una psicosis de guerra, con la que había que contar para evitar contrastes electorales, pero que era necesario no tomar con demasiada seriedad. También estimaron necesario fingir que se consentía en la vigilancia internacional por medio de la Sociedad de Naciones; pero todo ello no era sino una concesión ligera al pavor colectivo suscitado por el recuerdo de tantos males. En el fondo, las minorías políticas dominantes no dirigieron su conducta sino de acuerdo con sus tradicionales aspiraciones a la hegemonía, sin preocuparse por las consecuencias que a la larga pudieran tener.

El verdadero pacifismo, el pacifismo vehemente —y valga la paradoja— casi belicoso, estaba sostenido por sectores independientes de la opinión pública que, en general, defendían la necesidad de racionalizar los impulsos elementales que frecuentemente dirigen la conducta política, y ordenarlos de acuerdo con un sistema de principios universales y no circunstanciales. Pero no constituyó un bloque único, porque la vastedad e indefinición del objetivo permitía imaginar muchos caminos separados y concurrentes. Hubo, por ejemplo, una especie de pacifismo utópico y una especie de pacifismo científico. Pacifismo utópico fue el movimiento que se organizó contando con la fraternidad universal de los hombres de buena voluntad, para difundir metódicamente sus ideas sobre las ventajas de la paz, los correlativos peligros de la guerra y los métodos para contrarrestar la propaganda belicista; Aldous Huxley fue uno de los paladines de esta causa, que agrupó a muchos millones, al menos en cuanto a la intención, y respaldó la política antiarmamentista propugnada durante bastante tiempo por Ramsay Macdonald. Junto a esta especie de pacifismo utópico, las corrientes revolucionarias se manifestaron escépticas y esbozaron un intencionado plan de pacifismo científico. No era en cuanto pacifismo, menos utópico que el otro, pero en cambio ponía en terreno apropiado el problema de la paz. Si la guerra imperialista —decían— es inevitable mientras subsistan los regímenes capitalistas, sólo es legítimo pensar en la paz admitiendo primeramente una etapa revolucionaria que eche por tierra lo que se opone a su consecución. El razonamiento era claro, y su misma claridad servía para demostrar que era estéril combatir un efecto ignorando las causas.

Es sabido cómo se frustraron ambas especies de pacifismo. Los hombres de buena voluntad resultaron ser pocos, o en todo caso disimulaban su pensamiento y se sustraían a la acción. Algunos de ellos, por lo demás, consideraron, en el momento en que hubiera hecho falta su cooperación, que la buena voluntad debía aplicarse a la de-fensa de las nobles ideas de que tenían el honor de participar y que los enemigos —es decir, los que disentían con ellos— querían aniquilar con intención diabólica. En cuanto a los sostenedores de la paz científica, necesitaban tanta guerra preliminar para poder establecerla, que a poco juzgaron contraproducente recomendar una actitud pacifista a los mismos a quienes aconsejaban la conquista violenta del poder. Así, no pudo hallarse la manera de preparar las conciencias para la paz, y las posiciones intermedias y transaccionales fueron arrolladas en el momento decisivo sin haber podido alcanzar ninguna significación práctica.

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EL CAOS DE UN COSMOS

Las contradicciones que asaltaban a los pacifistas no eran sino una exteriorización más de la confusión general. El conjunto de los tratados suscritos desde 1919 parecía haber organizado un cosmos, pero en verdad sólo habían podido construir un orden formal para disimular ligeramente el caos. Cada uno de los países contaba con fronteras esmeradamente establecidas en los mapas y, a veces, en el terreno, con su régimen asentado en prolijas constituciones y con su tradición histórica convenientemente sistematizada en libros de distintos colores publicados por los respectivos ministerios de asuntos extranjeros. Pero tan preciso como fuera el ajuste de todo este andamiaje, la sensación unánime era que por dentro subsistía el caos, un caos ingobernable en el que se entrechocaban hasta las voces de los que querían proporcionar alguna explicación para que se entendieran los unos con los otros. Oswald Spengler tenía la certidumbre de interpretar con fidelidad el sentimiento de su época, pero el lenguaje de La decadencia de Occidente resultaba irreductible con respecto a los términos con que se expresaba por entonces Paul Valéry en La crisis del espíritu. Los términos y el valor de los términos eran disímiles, y disímiles eran las intenciones que impulsaban a uno y otro. Sólo en algunos puntos de partida coincidían, pues lo que Valéry veía derrotado en Europa se parecía en algo a lo que Spengler quería salvar a toda costa. Escéptico y desilusionado el uno, afirmativo y programático el otro, ambos testimonian la sensación de encrucijada que yacía en el hombre constreñido por un mundo sólo formalmente ordenado.

Una cosa, sin embargo, quedaba clara, y era la crisis profunda en que habían entrado las élites. Todo lo que ellas habían representado y representaban parecía haber perdido firmeza y validez, y ellas mismas contribuían a robustecer esta convicción con el espectáculo de su desconcierto, al que no podían responder las masas sino negándoles su adhesión. Si Spengler podía esperar —y defender— la llegada de una nueva edad de los césares, era porque descubría el rechazo de las tradicionales minorías directoras por las masas desconcertadas y la inminencia del establecimiento de nuevas relaciones entre masas y jefes unipersonales y autocráticos. Las élites, contemplando el círculo vicioso, comenzaban a declinar su misión y a retraerse en el aislamiento como si estuvieran seguras de no poder ser entendidas y de que todo esfuerzo para lograrlo sería estéril.

En la tragedia europea de la posguerra se manifestó entonces una verdadera y categórica insurrección del coro. Los protagonistas parecían ignorar sus papeles y las palabras que pronunciaban carecían de sentido conductor: mal podía el coro tejer sus comentarios alrededor de un diálogo que no entendía, y que a veces estaba concebido, precisamente, para que no se entendiera. Era pues, inevitable, que el coro invadiera el proscenio, poseído por cierta desesperación, y nada justificaba las amargas lamentaciones de las élites que habían abandonado su misión. Sin suponer que fueran culpables —porque debían renovar su misión y la empresa no podía realizarse sino len-tamente— lo cierto es que las élites testimoniaron con elocuencia el caos unánime con su propia actitud, un poco soberbia y un poco mezquina al mismo tiempo.

¿A qué extrañarse, pues, de que cada semicoro se lanzara en busca de su corifeo? En la Babel universal se insinuaban los esfuerzos para llegar a un entendimiento, y muchos comenzaron a callar cuando se oyeron voces que sabían decir lo que sus clamores trataban de expresar. La forma más elemental de vínculo político, entre un grupo y un jefe, empezó a establecerse allí donde la confusión predominaba, y la solución clara, definida y libre de sutilezas pareció a muchos la necesaria catarsis para una colectividad abismada por la frustración de un orden más complejo y delicado. Y cada vez que el corifeo supo consolidar su posición, el impulso revolucionario se aferró al nuevo cesarismo, porque era una experiencia que las últimas generaciones no habían hecho todavía, y porque carecían de reposo para discriminar los designios equívocos del aspirante a césar o los propósitos aviesos de quienes lo dirigían desde las sombras.

Hubo, en efecto, una “rebelión de las masas“, como la llamó acertadamente Ortega y Gasset, tras la primera Guerra Mundial, pero que no constituía sino un paso más en el proceso desencadenado por la Revolución industrial y surgido a la luz en 1848. Esa rebelión tenía trazado de antiguo su itinerario, y acaso el más curioso fenó-meno de la posguerra es la pérdida del rumbo y la renuncia de las masas a mantener su dirección autonómicamente. Pero a nadie con suficiente experiencia histórica y libre de prejuicios puede extrañarle que buena parte de esas masas adoptaran actitudes confusas y se dejaran arrastrar hacia objetivos que, en última instancia, no eran los suyos propios. El dislocamiento historicosocial producido por la guerra fue, por un instante, superior a la capacidad de intelección y dominio del espíritu, y si las minorías, por incapacidad, por impotencia o por cobardía, se abstuvieron de asumir el nuevo papel que las circunstancias parecían exigirles, nada puede extrañar que las masas se decidieran por el camino que les pareció más seguro hacia el logro de sus aspiraciones inmediatas.

No se detenga nadie excesivamente en el problema de las responsabilidades. En cuanto ser histórico, el hombre apenas puede pensar en el curso del desarrollo histórico sin detener de algún modo el proceso, y esta circunstancia no siempre le es dada. Sólo cuando ese proceso se manifiesta según un desarrollo lineal es posible para la mente histórica diagnosticar con alguna precisión su marcha, o cuando la crisis presenta suficientemente contrastados los elementos. En cambio, en las etapas de ruptura previas a la reacomodación de esos elementos, el proceso de intelección es casi imposible, y las exigencias vitales obligan a adoptar una dirección cualquiera, aquella que cierta intuición más o menos feliz parece señalar como más apropiada o menos peligrosa. De este tipo fue la crisis de la posguerra. Frente al desconcierto general, frente a la impotencia de los que querían ver claro antes de decidir qué dirección adoptar, hubo quienes asumieron el papel de corifeos de los semicoros dispersos; algunos tenían cierta experiencia en papeles secundarios y se revelaron consumados maestros en el arte de crear una nueva retórica que encubriera ideales fenecidos con formas aparentemente vivas. Los dos más calificados se llamaron, como es sabido, Benito Mussolini y Adolfo Hitler, pero hubo muchos más, y todos parecieron a sus oyentes, por un tiempo más o menos largo, legítimos profetas de una nueva e ignorada verdad. Quien quiera entender el ciclo del 48 —dentro del cual vivimos— no deberá confundir la artera destreza de los corifeos con la vaga, pero auténtica conciencia revolucionaria que latía en la entraña oscura de los semicoros.

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NADA POR QUÉ MORIR

A veces, la conciencia revolucionaria suele tener un aire desesperado. Se gesta lentamente, madura tras vigorosos esfuerzos, se radica en el corazón de mártires y héroes, alimenta esperanzas seculares frustradas una y otra vez, y no es extraño que, de vez en cuando, adopte el aire amenazador de las Furias, como si el cansancio y el dolor hicieran preferir, a quienes luchaban por su triunfo, la muerte a la vida.

Y, sin embargo, dentro del panorama de la posguerra sólo estos últimos gozaban de ese privilegio de saber por qué valía la pena morir. Obsérvese el espectáculo de su contorno y se advertirá el trágico vacío que dejaba en otros la ausencia de esta idea. Quien no estaba decidido y vitalmente resuelto a defender la conciencia revo-lucionaria parecía perdido en un mundo sin sentido, lleno de promesas inasibles, lleno de recuerdos envejecidos, lleno de desilusiones atormentadoras, y vacío, en cambio, de empresas y aventuras capaces de justificar la existencia individual ofreciéndole un camino para trascender. En situaciones críticas, quien no sabe por qué morir difícilmente puede hallar sentido a su propia existencia y un escepticismo extremado lo asalta y lo consume, un escepticismo cuya salida natural es el suicidio, que revela la decisión de morir gratuitamente.

Tal era la situación predominante, sin embargo. Una larga lucha había costado al mundo muchos millones de vidas, sacrificadas en holocausto a unos dioses en los que ya muy pocos creían y en los que dejaban de creer, día a día, los sobrevivientes. ¿Qué clase de dioses eran esos? Dioses envejecidos, sanguinarios, indiferentes —como las divinidades antiguas— a la inquietud interior del hombre de carne y hueso, incapaces de remediar la angustia de aquellos a quienes se exigía la totalidad del sacrificio. La prueba había sido dura y no pudieron resistirla los ídolos. Ni la civilización, ni la fe, ni el patriotismo, ni la libertad, nada, en fin, de lo que constituía el armazón del orden burgués, parecía digno de una defensa que exigía tan duros sacrificios y no porque faltara la capacidad para realizarlos, sino porque la vida humana parecía valer más que aquello por que había de sacrificarse. Eran palabras —nada más que palabras— a cambio de las cuales se exigían vidas —nada menos que vidas—. En quienes no abrigaban una decidida fe revolucionaria, esto es, en quienes no conservaban el optimismo de saber por qué querían morir, el escepticismo fue un mal anemizante: nada que fuera comunitario arraigaba en las capas profundas del espíritu y nada que no fuera propio de la irreductible individualidad agitaba profundamente su superficie.

La conciencia de posguerra, en efecto, se manifestó predominantemente como una acentuada crisis del sentido gregario. Puesto que habían caducado los antiguos ideales de la colectividad, puesto que no se percibían diáfanos y precisos los nuevos, precisamente porque habían comenzado a hacerse realidades, imperfectas realidades, nada quedaba fuera del hombre mismo que pudiera moverlo a buscar una vía para trascender. Así se desarrolló ese dramático repliegue del hombre sobre su propia individualidad, que se tradujo en algunos en un sensualismo casi criminal, y en otros, más fieles a la vocación humana, en una especie de exaltación del microcosmos interior como realidad última.

El hombre muerto en el campo de batalla, de nombre incógnito y perdido para el recuerdo de la posteridad, pareció erigirse en símbolo de ese sentimiento de afirmación del mundo íntimo e intransferible del hombre que proclamaron Barbusse, Reynal, Dorgelès o Rémarque. ¿Qué otro sentido tiene la indignada denuncia de esa monstruosa paradoja escondida en la afirmación de que “no hay novedad en el frente occidental” el día en que muere un hombre, un hombre de carne y hueso, que albergaba en su espíritu un espejo del mundo y había creado un universo condicionado por sus propias irreductibles determinaciones? Trasladado al plano sentimental, era el hombre que guardaba una carta de amor en la mochila o un retrato del hijo en el capote traspasado por las balas. Pero en cualquier plano que se lo considerara era, sobre todo, un hombre verdadero, cuya existencia parecía desconectada de los móviles por los cuales moría. Para este hombre pareció inapropiado el monumento de aire heroico y se juzgó preferible la tenue llama de una lámpara votiva, testimonio del recuerdo que merecía una vida, del valor que se le atribuía en contraste con la vaciedad que ahora se descubría, en tanto ídolo de oro o bronce. Sólo el hombre valía en una instancia definitiva y nada justificaba su sacrificio, nada al menos que pareciera claro a la conciencia de posguerra. Y en cada uno, el hombre se exaltaba separándolo de su semejante y afirmando la intransferible soledad de la mónada.

Fue una época propicia para que se desarrollara y ejerciera profunda influencia la literatura de Amiel, James o Proust, obsesionados por llegar hasta los abismos del alma humana. Por entonces comenzaban a difundirse hasta alcanzar marcado éxito las doctrinas de Freud, que ponían a la luz del día los intrincados y contradictorios estratos subterráneos de la personalidad humana. Era Bergson, eran Picasso o Braque los que comenzaban a imantar la atención de las nuevas élites. Toda una dirección del espíritu occidental —la más importante e influyente— se vertió sobre esa línea de pensamiento que arrancaba del hombre, de su irreductible individualidad, de su microcosmos intransferible, y conducía hacia su propia exaltación. Lenormand, Pirandello, O’Neill, cada uno a su modo, ponían sobre el tablado el misterioso universo escondido que descubrían en cada uno, tan vulgar como fuera su sino. Si Kafka podía hundirse en los laberintos del ensimismamiento y Rilke conducir a cada uno hasta sus propias profundidades suscitadas por el encantamiento de su palabra, otros, menos predispuestos a tan intensa catarsis, buscaban acercar el hombre complejo y hermético al hombre medio y despreocupado mediante la novela biográfica, fácil y sugestiva, flor nueva de la vieja petite histoire. Si Rolland, Maurois, Strachey, Ludwig o Zweig gozaron de tan vasta boga fue por su capacidad para reducir cierta faz de la historia a la medida del individuo, por su deliberada equiparación del valor del destino universal al valor del destino del individuo. ¿Acaso —parecían preguntarse— es menos trágico, menos vasto en su horizonte, menos profundo en sus agitaciones, el mundo individual de Shelley que el mundo mostrenco de ayer o de hoy? ¿Acaso es menos subyugante el mundo de las soledades del héroe que ese otro, frío y despersonalizado, en el que cumple sus hazañas? Un replegamiento interior —que Picasso y el superrealismo condujeron hasta sus últimas consecuencias— caracteriza más que otra cosa la conciencia de posguerra, la conciencia adolorida por la certidumbre de vivir un momento dependiente de otro no por caduco menos trágico, de vivir suspendido entre un mañana y un ayer que sólo dejaban entre ellos la sombra de una vida. Y aun lo único que parecía salvable quedaba amenazado por la violencia incon-tenible: el paisaje de cada soledad, el mundo íntimo, soberbio y melancólico.

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RETÓRICA DE LA FUERZA

Entretanto, el desconcierto suscitaba en otros espíritus una reacción de sentido contrario. Frente a quienes se desesperaban por no saber por qué morir, comenzaron a aparecer y a ulular los que querían escapar de su propia incertidumbre muriendo —y matando— por cualquier cosa. Por ideales vagos, apenas entrevistos, pero que hundían sin duda sus raíces en la niebla de cierto pensamiento entrevisto y la asentaban finalmente en la roca dura de vigorosas convicciones empíricas. Goethe y Nietzsche inspiraban a Spengler —al tiempo de la guerra— una doctrina de la sangre y del incontenible poder de la energía vital, capaz de sobreponerse a toda suerte de desesperanza. Esa doctrina alimentó a los alemanes derrotados a través de La decadencia de Occidente, que muchos consideraron un libro pesimista, y que lo es, ciertamente, considerando una vasta perspectiva histórica, pero que diseña la ruta de un futuro inmediato activo y en cierto modo creador para el hombre desconcertado. Spengler descubría un sentido regenerador en el prusianismo y creía que era necesario inyectarlo en la Europa mediterránea, para que, como en el siglo V, el vigor germánico rejuveneciera la dormida capacidad de creación vital en el viejo tronco romano.

Poco después, la idea se transformó en un objetivo práctico y concreto. Los ex combatientes, los “cascos de acero”, el partido Nacionalsocialista, decidían tomar esa bandera, convenientemente teñida para que sirviera como aglutinante de diversos elementos coloreados con distintos matices y en el fondo heterogéneos entre sí. El mundo de Kafka no podía ser, a los ojos de Himmler, sino un universo enloquecido, inexistente por lo demás, y sólo concebible por la mente de un judío y un tuberculoso. La renovación, según un nazi, no podía venir sino por obra de los sanos y, sobre todo, de los vigorosos y puros arios alemanes, los optimistas, aquellos capaces de llegar a “la fuerza por la alegría”. Para ese tipo humano que decidió morir por cualquier cosa con tal de arrancarse del mundo de incertidumbres en que se había visto sumido, no parecía lícito ni tolerable el torturado mundo de cavilaciones en que se debatía la decadente conciencia burguesa, la democracia corrompida por el dinero, como le gustaba decir a Spengler. Sólo existía la acción, la vida concebida como aventura, llámese el aventurero Gerbault o Lawrence de Arabia. Vivere pericolosamente fue la fórmula que difundió Mussolini para expresar el sentido contemporáneo de la vida, de acuerdo con las sugestiones que Sorel había dejado en su ánimo. Y disgustado —agreguemos— por la negativa de sus conmilitones a reconocer su jefatura en el partido socialista.

Vivere pericolosamente significaba no temer la muerte, o al menos, obrar como si no se la temiera. Era un desafío a los que languidecían no sabiendo por qué morir, expresado a través del principio de que era preferible morir por cualquier cosa, aunque no se supiera por qué, a vivir sin conocer los objetivos dignos de ser perseguidos. Porque el vasto movimiento vitalista que se presenta como la otra cara de la posguerra —y que en la literatura representan, por ejemplo, Marinetti, Drieu La Rochelle o Henri de Montherland— no tenía tampoco una idea clara de por qué valía la pena morir, y se satisfizo con exaltar el vigor físico del deportista restaurando luego los viejos ideales caducos que sólo por un fenómeno de obnubilación podían ser considerados vivos.

Con esos ideales caducos y disfrazados se mezclaron, por razones de alta estrategia y de “realismo”, algunos ideales vivos e inmaturos descubiertos en los pechos anhelantes de las juventudes más o menos convencionales de la posguerra. La vida al aire libre —con una ligera tendencia al nudismo— y la independencia parecían rasgos decisivos de la concepción juvenil de la vida. Pero había quien sabía muy bien lo que se hacía con todos estos elementos dispares, con cuyo conjunto se constituyó un dogma indiscutible. Dentro de sus grandes líneas podía parecer compatible la revolución social con un poco de catolicismo; la emancipación del proletariado, de la mujer y del adolescente con el capitalismo de Estado; el nacionalismo con el aniquilamiento de la burguesía. Pero, como es notorio, muchas de estas cosas son incompatibles entre sí, y hoy no es difícil advertir cómo se disimulaban las antinomias para aglutinar a todos los que estaban poseídos por la desesperación aunque no tanto como para no poder hallar escondida en el fondo del corazón la simiente de una esperanza. Había un vasto plan para aglutinar esas voluntades, para poner en movimiento los impulsos vitales, todo en fin para defender los enmascarados ideales caducos que la conciencia revolucionaria parecía amenazar, y que estaban agonizando por sí solos. Ese vasto plan tonificó y organizó el estado de ánimo que vivificó y explica el fascismo.

Voluntad de ocasión y capacidad de optimismo poseían también los comunistas en Rusia y en el resto del mundo. También ellos poseían un dogma, aunque sin duda más coherente y más sinceramente defendido que el de los enemigos que estaban en el antípoda; y apoyados en ese dogma podían también aspirar a imantar las voluntades de los desesperanzados, alrededor de los que acariciaban las esperanzas mesiánicas con vivido fervor. Muchas cosas separaban a los comunistas de los nazifascistas —digámoslo en honor de los primeros—, pero coincidían con ellos en la actitud antiliberal y, sobre todo, en el tono vital, en la vocación hacia la fuerza y el realismo y en la sistematización de una alegría dirigida.

En el fondo, unos y otros no hacían sino expresar, de distinta manera por cierto, la crisis suscitada en el mundo contemporáneo por el ascenso de clases. Sólo que los comunistas se mantenían fieles al principio de considerar a las masas como el fin de sus aspiraciones políticas y los nazifascistas se limitaban a utilizarlas para defender un sistema de ideales que les era ajeno.

Quienes ignoraban por qué se pudiera morir y quienes estaban decididos a morir por cualquier cosa, revelaban los caracteres más significativos del clima psicológico de la posguerra, en el que los que sabían por qué morir eran los menos. Si algo era manifiesto en todos, era ese vago sentimiento que acaso pudiera definirse como una psi-cosis de encrucijada.

VI. LA ENCRUCIJADA Y LAS SALIDAS

Los veinte años trágicos que siguieron a la Primera Guerra Mundial revelaron, ciertamente, un ascenso de la conciencia revolucionaria. Pero es imprescindible, para entender su encauzamiento, no perder de vista la multiplicidad de formas en que esa conciencia revolucionaria habría de manifestarse en medio de tanta confusión. Se perdió la relativa homogeneidad que la había caracterizado hasta entonces y se desarrollaron los distintos gérmenes que había en ella, algunos de signo abiertamente contradictorio entre sí. En la encrucijada, la revolución parecía la única salida y cada uno tentaba la revolución que le parecía preferible, vistos las circunstancias y el temperamento.

La revolución que se adivinaba latente bajo algunas calmas engañosas, la revolución amenazante, desató algunas reacciones violentísimas. Pero hasta esas reacciones eran, en última instancia, triunfos de la conciencia revolucionaria; porque por un azar, es frecuente en la historia que ciertos fines sólo se alcancen a través de caminos inesperados y aparentemente contradictorios, acaso porque la vida histórica se resiste a todos los simplismos y quiere hacer alarde de su esencial complejidad. Lo cierto es que, debido a los esfuerzos concurrentes de la revolución y de la reacción, la mayoría de los postulados sostenidos por la conciencia revolucionaria alcanzaron categoría de lugares comunes. Es un hecho que conviene no olvidar, porque indica la realidad de un progreso indiscutible.

Empero, las caducas estructuras del orden burgués y capitalista resistían con vigor y creaban apresuradamente las defensas necesarias para la lucha. La burguesía advirtió al fin que había una guerra por encima de las fronteras nacionales, y respondió a la organización internacional de las facciones reaccionarias. El espíritu de facción, y otros espíritus emparentados con él, caracterizaron la vida política de los veinte años trágicos. Un gesto o media palabra identificaban a un individuo a diez mil millas de su patria y lo situaban inmediatamente en el bando a que pertenecía.

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LA ENCRUCIJADA

Si los estados de ánimo que suscitó la catástrofe y puso de manifiesto la posguerra revelaron una terrible indecisión —tanto en los que cayeron en el escepticismo como en los que optaron por la acción—, el triunfo de la Revolución rusa tenía que transformarse necesariamente, por el hecho mismo de su éxito, en un hito para toda toma de posición. Para algunos constituyó el ejemplo digno de inmediata imitación, porque compartían la categórica opinión de Sorel: “Lenin puede estar orgulloso, con todo derecho, de lo que hacen sus camaradas: los trabajadores rusos adquieren una gloria inmortal abordando la realización de lo que no había sido hasta aquí sino una idea abstracta”. Pero esta opinión no fue unánimemente compartida. Para otros la Revolución rusa era el tipo de acción política que había que evitar a toda costa y algunos sostuvieron que era menester obrar de tal modo que no constituyera en el ánimo de las masas la solución inevitable. Pero, con todo, las actitudes concretas que podrían adoptarse teniendo en cuenta ese hito no se delinearon en seguida con claridad. Las circunstancias eran difíciles y estaban acentuadas en cada país por los recuerdos de la catástrofe y por los hechos de realidad que se derivaban de ella; de manera que habría de tardarse bastante tiempo en establecer las correlaciones estrictas entre el hecho dado y las realidades inmediatas. Había hechos sueltos y estados de ánimo evidentes. Pero salvo en pequeños grupos, el sistema que or-denara esos hechos y esos estados de ánimo tardaba en constituirse.

Frente al hecho típico —formalmente perfecto y acabado, diríase— de la Revolución rusa, observábase por todas partes el desborde del coro de la tragedia, la crisis de las élites y la aparición y ascenso de los nuevos corifeos. Imponíase la certidumbre de que era inminente una revolución de masas, inspirada por la tradición revolucionaria, sin duda, pero susceptible de canalizarse según nuevos y múltiples es-quemas inmediatos. Era evidente que la sensibilidad para los problemas sociales crecía y se manifestaba en sectores antes absolutamente indiferentes. En Gran Bretaña se apelaba a los ingentes recursos imperiales para que los desocupados sortearan los inconvenientes de su transitoria situación. Pero otros países más castigados y de menos recursos veían cómo tomaba forma el problema social en los compactos grupos de ex combatientes cuya reincorporación a la vida civil quebraba todos los cuadros de la economía, ya resentida por la guerra. Objetivamente considerado el caso, podía hablarse de olvido y desapego con respecto a los que habían jugado sus vidas en las líneas de batalla, pero ciertamente, había más imprevisión e impotencia que olvido. Mas el argumento era inoperante. La conciencia social debía fructificar en los millares de desocupados que carecían de lo más indispensable, y más verosímil que su encauzamiento en las filas de la revolución total —que exigía disciplina, paciencia y sacrificio— era su agrupamiento tras los corifeos que ofrecieran la inmediata solución de todos los problemas. El régimen del liberalismo parecía condenado a la impotencia, y las revoluciones locales se orientaron hacia la construcción de un régimen eficaz para resolver el problema del hambre.

La revolución inmediata apoyada en los desesperados fue estimulada y dirigida —aprovechada, diríase también— por los que en ese momento temían la revolución y estaban decididos a neutralizarla con otra convenientemente conformada según sus particulares puntos de vista. El comunismo ruso era una carta ya jugada, y la burguesía podía pintarla con caracteres muy oscuros generalizando las observaciones que provenían de algunas de sus primeras experiencias. Una ola de temor se extendió por el mundo —aun entre los que no tenían nada que perder, sino sus bienamados prejuicios— y arrastró a muchos que antes no temían la revolución en abstracto, porque pudieron cargarse en la cuenta del experimento soviético muchas sombras que provenían exclusivamente de la circunstancia de ser el primer ensayo revolucionario y de haberse realizado en un país de características muy peculiares. Para muchos, el comunismo ruso fue —o fingieron creer que era— una burda caricatura de la revolución imaginada. Para otros pareció el reino del Anticristo, y las derechas no tuvieron muchas dificultades para oponerle un vasto movimiento internacional destinado a contenerlo y neutralizarlo. De ese modo, el experimento ruso quedó invalidado prácticamente como perspectiva inmediata y sólo permaneció en pie la posibilidad de realizar revoluciones locales que canalizaran las aspiraciones de las masas en estado de virtual insurrección hacia objetivos fijados cuidadosamente por la burguesía con claro conocimiento de los peligros que la acechaban. A pesar de su gravedad y de sus consecuencias, esas revoluciones no fueron, en verdad, sino el resultado de cierta inercia general: la de los escépticos que no sabían por qué morir y la de los auténticos revolucionarios que no pudieron o no supieron defender toda su verdad.

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HACIA LA SALIDA

Durante algún tiempo, el comunismo creyó que podía intentar la revolución europea con probabilidades de éxito, y se lanzó a la acción allí donde las circunstancias se mostraron propicias. En Alemania, el grupo Spartakus, dirigido por Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, inició el movimiento apenas establecida la república; pero su esfuerzo fracasó ante la resistencia que opusieron las fúerzas que apoyaban a la socialdemocracia, ya en guardia por la experiencia de Kerensky. Al mismo tiempo, los intentos revolucionarios realizados en Finlandia y Hungría y las enérgicas huelgas desencadenadas en Francia e

Inglaterra revelaban que se estaba probando la fortaleza del orden burgués en distintos lugares con ánimo resuelto; pero su fracaso demostraba también que, luego del sorpresivo experimento ruso, bastaba cierta enérgica resistencia para desbaratar la acción tumultuaria y promover, inmediatamente, cierta aglutinación de la pequeña burguesía y buena parte del proletariado alrededor de los poderes del estado burgués. Tan vehementes como fueran sus demandas economicosociales, esos grupos se manifestaron bastante conservadores y reacios a la acción revolucionaria, como si desconfiaran de los frutos que les prometía, o como si recelaran de los grupos políticos que procuraban conducirlos hacia ella, o, simplemente, como si tuvieran miedo de imaginar las últimas consecuencias de sus propias aspiraciones.

Tal era la proyección de la psicosis de encrucijada. Si algunos ideales mantenían su antiguo vigor, otros mostraban una notoria debilidad y parecía lícito que coexistieran en las conciencias con viejos y enmohecidos principios de raíz burguesa. La coexistencia era inverosímil en una cabeza clara y razonadora, pero no abundaban por entonces, sacudidas por experiencias contradictorias y nubladas por perspectivas entrecruzadas. La urgencia de los problemas inmediatos inducía a quienes la sufrían a formar en las filas del que ofreciera soluciones más rápidas y eficaces, aun renunciando a las aspiraciones políticas que la conciencia revolucionaria había postulado como in-disolublemente unidas a las de tipo economicosocial.

En los países de mayores recursos, la burguesía se orientó firmemente hacia la derecha y apoyó la política de hombres como Coolidge, Doumergue y Baldwin. Pero allí donde el problema se hacía más agudo día por día, la derecha se sintió amenazada y optó por jugar la peligrosa carta de la revolución contra la revolución. Era necesario comprar a las masas su derecho de primogenitura, y Jacob apareció de pronto ofreciendo el plato de lentejas a cambio de la suma del poder político.

La conciencia revolucionaria había minado desde tiempo atrás los principios del liberalismo y propuesto un orden economico-social dirigido por el poder político. Este mismo plan, ligeramente modificado según las necesidades y circunstancias fue adoptado por Jacob para conseguir sus propósitos. Había que apoderarse del Estado, suprimir las formas democráticas y liberales acusándolas de impotentes y agrupar tras el autócrata las masas de desocupados. Sólo que en lugar de instaurar el socialismo, se trataba de crear un capitalismo de Estado que organizara los monopolios y pusiera a su servicio todos los recursos del poder. Si todo esto podía hacerse en nombre de la revolución, y contando con el esfuerzo de las masas, la treta alcanzaba categoría de obra maestra de la política “realista”.

Jacob apareció por primera vez en Italia. El primer intento fúe en efecto, el de Benito Mussolini y, como la revolución rusa, alcanzó notable significación porque constituyó un hecho de realidad susceptible de ser considerado como un hito. Antiguo socialista, revolucionario por temperamento, discípulo fervoroso de Sorel, agudo observador de los estados de ánimo colectivos y diabólicamente ambicioso, Benito Mussolini organizó en 1919 los grupos fascistas sobre la base de un programa de reivindicaciones sociales y económicas que le atrajeron la inmediata adhesión de los desesperados ex combatientes. Como suele ocurrir, pudieron haber salido de este movi-miento muchas cosas diversas, entre ellas una verdadera revolución. Pero Mussolini sospechaba fundamentalmente que una verdadera revolución no podría asegurarle el papel a que aspiraba, y prefirió contentarse con una revolución personal y segura, apoyada por las fúerzas capitalistas. Desde entonces orientó su autocracia de base po-pular hacia la defensa de los ideales tradicionales, e inauguró con ello el proceso contrarrevolucionario de la posguerra. La industria pesada del norte de Italia lo proveyó de los fondos necesarios para organizar una acción metódica y enérgica, y en 1922, tras una espectacular marcha de sus “camisas negras” sobre Roma —que el mariscal Badoglio ofreció contener con una compañía de carabineros— se apoderó del poder. Desde entonces como duce del partido fascista, del pueblo italiano y del Estado, realizó una vigorosa y sistemática campaña contra todas las fúerzas hostiles hasta acallarlas totalmente. Poco a poco quedaba de manifiesto cuál era el sentido de su revolución en pro de una Italia “proletaria y fascista”.

Este sentido habría de coincidir con el que imprimió a su dictadura el general español Miguel Primo de Rivera —en el poder desde 1923— y sobre todo con el que caracterizaría la política del führer del pueblo alemán Adolfo Hitler, cuyo acceso al poder en 1933 constituyó el signo inequívoco del triunfo de la revolución reaccionaria, de la revolución negativa, de la que Hermann Rauschning llamó “la revolución del nihilismo”. Si algo lo caracterizaba, era ser al mismo tiempo —hoy ya puede advertirse claramente— una reacción conservadora y una involuntaria revolución, esto es, una revolución que por querer contener a la revolución entraba en un camino análogo sin reparar en que podía servir indirectamente a los objetivos del movimiento que pretendía contener. Esta circunstancia es la que le proporciona un formidable valor histórico a este proceso que se desarrolla entre 1922 y 1945.

En el fondo, los movimientos nazifascistas constituían una revolución contra dos grandes fuerzas opuestas entre sí: por una parte, contra la auténtica conciencia revolucionaria, y por otra, contra la conciencia burguesa inerte, pasiva y dispuesta a transigir con su rival. Podría, pues, definírselos como movidos por una conciencia bur-guesa militante dispuesta a dar la batalla contra la revolución en su propio campo.

Como ofensiva contra la conciencia burguesa pasiva y conciliatoria, el nazifascismo se manifestó hostil al capitalismo, al que decidió arrebatar la hegemonía para transferirla al poder político que había crecido a su sombra. Ese anticapitalismo, naturalmente, no tenía como finalidad aniquilar al capitalismo, ni siquiera obstaculizarlo sistemáticamente; por el contrario, ciertos sectores dentro de él debían ser notablemente beneficiados por los regímenes de monopolio; pero sí tenía como finalidad sustraerle la dirección política. Fingió, pues, una orientación socialista para poder arrancar al capi-talismo lo que exigía su política demagógica, y adoptó una actitud antiliberal para proteger al capitalismo monopolista.

Por otra parte, como ofensiva contra la revolución auténtica, contra la revolución de las masas que buscaban su propia exaltación al poder para instaurar por sí mismas un orden socialista, el nazifascismo se manifestó como un cesarismo incontrolado que apeló a las viejas estructuras —las creencias vernáculas, el militarismo, etc.—, para respaldar un poder que, simulando apoyarse en las masas, tenía necesidad de otros soportes para no depender de ellas y poder constreñirlas —en el momento necesario— dentro de los límites fijados por sus concepciones radicalmente reaccionarias que las masas no compartían. Eran, en el fondo, las tradicionales concepciones de la burguesía, apenas disfrazadas, con las que las masas atenaceadas por la necesidad podían transigir transitoriamente, pero que seguramente rechazarían cuando llegara el momento de poder reflexionar sin el apremio de aquellas necesidades.

Era necesario para el nazifascismo estar prevenido. Un nacionalismo estrecho y agresivo de tradición romántica; un anticomunismo violento; un antifeminismo primitivo; una moralidad burguesa y convencional; un conservadurismo profundo y exacerbado; un militarismo prepotente e irresponsable; un imperialismo codicioso y un racismo bárbaro; todo eso, que yacía en la entraña del nazifascismo, podía ser tolerado por las masas durante algún tiempo a cambio de las salidas que ofrecía a su desesperación; pero era fácilmente previsible que iría irritándolas más y más a medida que se fúera cumpliendo la etapa de satisfacción de las reivindicaciones inmediatas y se abrieran paso nuevas inquietudes políticas. Sólo un cesarismo policiaco podía prevenir las consecuencias de ese proceso, y en el cesarismo concurrían las necesidades de los nuevos déspotas y los intereses de la burguesía capitalista, que prefería la pérdida parcial de su influencia a correr los peligros que parecían amenazarla.

El balance demostraba, pues, que el nazifascismo quería contener la revolución con una maniobra tan ingeniosa como artera. Había que recoger la semilla revolucionaria para aclimatarla y forzar el crecimiento de la planta siguiendo ciertas guías que le impidieran tomar su curso natural. De ese modo podía hacerse una política de masas que sólo fuera tal en la medida imprescindible para mantenerlas en estado de exaltación y vigilar sus reacciones. Frente a la política auténticamente revolucionaria, basada en una concepción autonómica de las masas, el nazifascismo desarrolló una política falsamente revolucionaria, basada en una concepción heteronómica de las masas. Sólo la irreflexión de un proletariado que no tenía suficiente experiencia política, y sobre todo su apremio, pueden justificar la confusión entre esas dos políticas, estimulada eficazmente por las consignas de una propaganda organizada de acuerdo con una exce-lente técnica psicológica.

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EX-CURSUS SOBRE UNA PARADOJA HISTÓRICA

Una falsa revolución destinada a contener una revolución peligrosamente verdadera debía dar como resultado, en caso de triunfar, la frustración de esta última. Pero este planteo no era sino una reducción del juego historicosocial a un simplismo falso. En la realidad, la falsa revolución triunfó por algún tiempo y, sin embargo, considerada en su perspectiva histórica, no sólo no frustró la revolución verdadera sino que trabajó en favor de su triunfo final sin saberlo, contra sus designios y por excusados caminos. Más aún, la falsa revolución hizo cierta labor que era la más difícil para los apóstoles de la verdadera, y acaso la única que no hubieran podido cumplir sino contando con larguísimos plazos para la catequesis.

Que el nazifascismo es un movimiento de masas, es cosa innegable aunque lo sea de cierta manera y al mismo tiempo que otras muchas cosas. Pero es un movimiento de masas y poco importa que las necesidades de la lucha política obliguen a sus enemigos a negarlo en determinadas ocasiones. Lo cierto es que sin las masas no hubiera sido posible y que, en efecto, algunas de las reivindicaciones inmediatas a que ellas aspiraban les fueron acordadas por sus nuevos jefes. Naturalmente, esas masas pagaron un precio subido por esas conquistas y cada uno de los individuos que las formaban durante los años que duró en cada país el régimen de los césares tuvo que lamentar su irreflexión y su apremio, gérmenes de muchos males. En cambio, en cuanto clase social, las masas consiguieron a ese subido precio, por primera vez, que el Estado y todo su formidable aparato técnico se pusiera inesperadamente al servicio de la propaganda de sus ideales. De este modo, aunque a un precio subido, el nazifascismo cumplió una innegable misión histórica: romper en los países occidentales el tabú que la conciencia burguesa había creado respecto de las aspiraciones de las masas en ascenso desde la Revolución industrial.

El nazifascismo buscó sus propios objetivos —los de la conciencia burguesa militante— y logró algunos de ellos, pero también pagó un subido precio por ese efímero triunfo, pues su política de masas colocó a éstas en una situación de la que no podrán moverlas ya quienes consintieron en el nazifascismo para tratar de contenerlas. Una vez más, el método de tapar el sol con el harnero sólo pudo ilusionar a los ingenuos mientras pasaba una nube aventurera. En el fondo, el nazifascismo no ha hecho sino testimoniar un proceso historicosocial incontenible y ha servido a la conciencia revolucionaria como una de sus vías excusadas. La más fragosa y empinada, sin duda, pero acaso la más directa para llegar a ciertos sectores que la resistían denodadamente.

Observemos con atención los hechos. Los viejos ideales de la conciencia burguesa habían cristalizado en sólidas estructuras aparentemente imbatibles desde afuera: ni el nacionalismo, ni la religiosidad supersticiosa, ni los prejuicios morales de origen burgués podían arrancarse de las masas súbitamente, mediante una catequesis intelectual que no podía hallar suficiente resonancia por la ausencia de adecuada preparación. Mientras la conciencia revolucionaria presentó unidos en un sistema compacto a sus objetivos economico-sociales y sus ideales revolucionarios en el plano de la política y de la vida espiritual, la resistencia de las masas fue innegable y el progreso de la catequesis sumamente lento. Porque solo arraigaba donde hallaba capacidad intelectual suficiente para discriminar que, sin la renovación de aquellos ideales de fondo, era inconsistente toda renovación economicosocial. Aun comprendiendo la naturaleza del obstáculo que se le oponía, la conciencia revolucionaria no podía, sin em-bargo, a menos que se traicionara a sí misma en alguna medida, desligar de su acción catequizadora lo que consideraba indisoluble y engañar deliberadamente a las masas cuya autonomía defendía contra los intentos de someterla.

Pues bien, la labor intermedia, la labor exigida por el embotamiento que la conciencia burguesa había logrado en las masas, fue la que aceptó realizar el nazifascismo al arrollar la resistencia opuesta a las soluciones economicosociales que aquéllas deseaban sin afrontar los problemas de fondo. Con absoluta irresponsabilidad, como un juguete ciego de una fuerza historicosocial cuyo sentido profundo no alcanzaba a entender —y no podían entender los que lo impulsaban— el nazifascismo se lanzó a esa labor con un impulso nacido de la conciencia de posguerra, de la psicosis de encrucijada. Fueron los que no quisieron permanecer en ella, los que despreciaban el escepticismo de los que no sabían por qué morir y preferían morir por cualquier cosa, los que pusieron al servicio de ese menester deleznable pero imprescindible de la catequesis revolucionaria todo su turbio afán de violencia irreflexiva, de acción desenfrenada, de exaltación de las fuerzas subterráneas de la sangre, todo aquello que no es sino impulso vital incontrolable. Eran los que no podían ir hacia la alegría sino por la fuerza, sin asignarle papel alguno a la inteligencia, obnubilada por los impulsos primigenios.

Era natural que Goebbels —inteligente, sin embargo, pero contagiado por el histerismo que se esforzaba en provocar— tuviera deseos de sacar la pistola cada vez que oía hablar de cultura. La cultura, fruto en buena parte de la inteligencia, constituye, en efecto, un freno para los impulsos vitales; sólo que es ingenuo —o imbécil— suponer que ese freno sea siempre negativo. También la inteligencia —como la cultura— puede decidir orientarse hacia la acción, y la lentitud de sus pasos no será sino el resultado de un cuidadoso cálculo en vista de los objetivos predeterminados. Pero este razonamiento no podía valer para quienes se sentían dentro de la encrucijada —verdadera cárcel— de la que querían salir de cualquier manera. Siempre se han diferenciado considerablemente los que quieren salir de una situación dada de cualquier manera y los que no quieren salir sino de una manera preconcebida. Y los primeros son los que un proceso histórico utiliza para crear las bruscas mutaciones y las situaciones de hecho, pero son solamente los segundos quienes pueden canalizarlas luego y, a cambio de muchos esfuerzos y sacrificios, recrear un sistema claro de objetivos rectamente ajustados a la realidad.

Acaso todavía, cuando el recuerdo de los autócratas que ensombrecieron la historia de los últimos veinte años está todavía fresco entre sus víctimas, resulte duro decir que fueron —ellos, sus inspiradores cargados de millones y las masas que los siguieron— los instrumentos inconscientes de una revolución que acaso estuviese mucho más lejana sin ellos. Pero si se quiere entender el proceso de nuestro tiempo es menester adquirir cierta perspectiva y pensar en el pasado próximo como si fuera muy remoto. Por lo demás, no es la primera vez que se manifiesta esa paradoja, expresión fiel de cierta peculiaridad propia de las mutaciones históricas. Quienes formulan ciertos ideales no suelen ser los más capaces para determinar sus posibilidades reales, y hasta es posible que no haya manera de establecer con certeza esas posibilidades teniendo en cuenta el imprevisible alud de las contingencias históricas. Los que formulan ciertos ideales han cumplido su misión por el mero hecho de formularlos, y no hay revolución que no haya sacrificado a sus profetas. La etapa subsiguiente era la de acomodar esos ideales a la realidad. Pero en su transcurso aparecen indefectiblemente, junto a los que conservan pura la intención de alcanzarlos, los que juzgan propicias las circunstancias de la realidad convulsionada por la presencia de esos ideales para realizar su propia aventura. A los primeros sólo suele corresponderles el triunfo lejano, la estatua de bronce, el himno y el elogio cuando, una vez dominada la virulencia del proceso, es posible y necesario retomar la línea de los ideales para orientar la construcción. Pero a los segundos les corresponde la tarea de descomponer el cuerpo de la realidad inerte, de pudrirlo hasta el último de sus huesos, de roer los órganos enfermos. Son como los gusanos de los cadáveres, pero también como el estiércol de los campos. Hasta que no se ha cumplido su misión, hasta que no se han satisfecho sus apetitos, hasta que no se ha colmado la ambición de los que ven en el caos la situación apropiada para el ejercicio de su actividad y de sus aptitudes, es difícil que los sostenedores de una línea política que es a la vez una línea moral puedan ser reconocidos y colocados en los puestos de dirección. La revolución indecisa y vaga es una etapa en que —salvo excepciones— predominan los aventureros cuyo triunfo personal es seguro sobre aquellos que no quieren aceptar el combate con otras armas que las que les señala su convicción moral. Esa etapa de descomposición del mundo capitalista no la podían realizar los defensores de la auténtica conciencia revolucionaria; el cadáver ofrecía todavía una resistencia implacable a su delicado bisturí, y era necesario que el cuerpo se descompusiera mediante la acción de los gusanos voraces e inescrupulosos. Ésa fue —y ésa es en parte todavía— la misión del nazifascismo, instrumento de una revolución que creía combatir y que ha facilitado sin saberlo. Instrumento ciego, ciertamente, pero no exento de culpa por las características que introdujo en su comportamiento histórico, porque aceptó el papel vedándose el uso de la inteligencia recta y regocijándose con él hasta alcanzar la perfección de su diabólica grandeza.

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LA REVOLUCIÓN COMO LUGAR COMÚN

Para esta vasta revolución de masas que se operaba en Europa, la propaganda constituía una necesidad indispensable, sobre todo para quienes no podían dejar librada al albur de la reflexión individual la determinación de su sentido. Si las masas debían ser movilizadas en favor de ideales que no les eran propios, era necesario someterlas a un enérgico tratamiento psicológico. Había que movilizar nutridos núcleos humanos de las ciudades y de la campaña, organizar gigantescas adunatas y grabar definitivamente en las mentes de los hombres-masa las cuatro o cinco consignas que expresaban el sentido de la revolución según sus conductores, en parte para mantener vivo el fervor y en parte para impedir que espontáneamente llegara cada uno a diferentes conclusiones. Providencialmente, Guillermo Marconi proporcionó a los nuevos Césares la radiotelefonía, instrumento de notable eficacia para consolidar la revolución de masas.

Hay una historia de la radiotelefonía. Cuando en la época del nazismo resonaba en los receptores alemanes el ¡Achtung! previo a las trasmisiones oficiales, una especie de electrización colectiva se apoderaba de los ánimos. Había que escuchar, porque nadie sabía qué nueva catástrofe envolvería para cada uno la enérgica alocución del locutor. Y esta acción, deliberadamente dirigida a promover una histeria colectiva, caracterizó toda la acción de las revoluciones de masas durante la era nazifascista.

A diferencia del periódico que puede leerse o no leerse, la propaganda radiotelefónica puede imponerse coactivamente, y sería necesaria una complicada profilaxis privada para evitar que la oleada de palabras desembocara en los oídos, porque no basta con desconectar el propio receptor. La palabra hablada, y sobre todo la palabra intencionalmente pronunciada, con teatral astucia, por los que detentan el poder, ejerce una acción subyugante sobre el hombre medio, siempre propenso a crear mitos y a acrecentar sus legítimos temores. Por lo demás, la propaganda radiotelefónica demostró su eficacia para unificar la conciencia colectiva, para suscitar estados de ánimo gregarios, de los que apenas podía escapar quien vigilara estrechamente sus propias reacciones.

Ahora bien, la propaganda radiotelefónica se caracteriza porque no elige a sus oyentes. Nadie piensa, frente al receptor, que este o aquel discurso no está dirigido a él o a los hombres como él, sino que cada uno escucha todo por curiosidad o porque sabe que, en tales regímenes, nadie hay que escape en alguna medida al intencionado rebajamiento del nivel de la dignidad humana. De este modo, la propaganda dirigida a las masas ha contribuido a crear una situación típica de nuestro tiempo: el acostumbramiento de la conciencia burguesa a las consignas propias de la revolución de masas, que antes eran consideradas tabú y que ahora se escuchan en todos los labios. El más reaccionario —profundamente reaccionario— pequeño o gran propietario procurará hoy explicaciones circunstanciales para explicar su oposición a tales o cuales reivindicaciones concretas del proletariado; objetará el monto, o el sistema, o la oportunidad del régimen solicitado por él o establecido en su favor; pero difícilmente repetirá las objeciones de fondo que solían oírse hace algunos años y que reposaban —en última instancia— sobre la legitimidad de la diferencia de clases o de derechos. Ha habido una verdadera catequesis de la conciencia burguesa por la conciencia revolucionaria que, batiéndose en retirada desde 1914, ha experimentado por medio del nazifascismo una paradójica derrota en lugar de la tonificación que los defensores de éste esperaban producir. ¿Acaso no se advierte frente al problema del nivel de vida, de la educación, de la salud, del trabajo, una modificación sustancial de las opiniones comunes, lograda en los últimos veinte años? Pues es innegable que no ha sido solamente la propaganda comunista y socialista lo que ha provocado esa transformación porque, desde la Revolución rusa especialmente, la conciencia burguesa se había abroquelado decididamente contra ella. Cuando provenía de la auténtica revolución, de la propaganda dirigida a estimular y promover una revolución de las masas autónomas y no sometidas a controles ajenos a sus propios fines, adquiría automáticamente un valor negativo frente a la conciencia burguesa porque descubría la implícita negación de los fundamentos en que ella se apoyaba. Ha sido la propaganda que provenía del nazifascismo la que ha operado la difusión de los ideales economico-sociales de las masas entre la burguesía, la que la ha acostumbrado a su legitimidad, porque por venir de donde venía parecía inmunizada contra el peligro de una subversión total, y podía esperarse que las transformaciones propuestas se realizaran sin conmover el fondo del orden burgués.

Se debe, pues, en términos generales, al nazifascismo el que la revolución se haya convertido en un lugar común, hasta mucho más allá de lo que hubiera deseado. Hoy nos asombran los grandes capitalistas consintiendo en la participación de los obreros en las ganancias, dentro de ciertos límites, y los políticos de la larga tradición conservadora transformándose en paladines de la justicia social, con el sólo requisito de que el socialismo sea cristiano. Mentira, se dirá. Pero, en todo caso, una mentira de extraordinaria significación cuando se contemplan las perspectivas de sus consecuencias. Hoy la revolución es un lugar común, porque sus enemigos han puesto a su servicio —con aviesos propósitos y un paradójico resultado— una poderosa organización de propaganda que la revolución auténtica no hubiera podido montar por su cuenta. Tal es la curiosa paradoja histórica, en la que se repite la experiencia de los déspotas ilustrados; es lo que hicieron sin saberlo Federico el Grande de Prusia, la emperatriz María Teresa o el marqués de Pombal en el siglo XVIII con los ideales de la Ilustración. Suprimido de su conjunto lo que les parecía entrañar un peligro inmediato —como ha hecho el nazifas-cismo con los ideales de la revolución proletaria— aceptaron y difundieron lo demás, en parte porque compartían ligeramente ciertas ideas y en parte porque consideraban prudente ensayar una variante para evitar la lucha frontal con las nuevas fuerzas desatadas. Pero sirvieron a la revolución, porque pareció a muchos espíritus apocados —y gran parte de la humanidad es apocada— que podían admitirse y compartirse los ideales que toleraba un autócrata, aun cuando poco antes los hubieran rechazado con horror porque provenían de un espíritu libre y exento de compromisos. Si algo explica el renovado interés de la historia, es esta profunda originalidad con que se manifiesta lo contingente que hay en ella, revelado por vías insólitas e imprevisibles.

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EL VIGOR DE LAS ESTRUCTURAS CADUCAS

Pero entiéndase bien: la revolución ha alcanzado la categoría de lugar común en tanto que se ha creído posible discriminar en ella lo tolerable y lo intolerable. Esta última calificación corresponde a sus elementos doctrinarios, sobre los cuales se han concentrado los efectos del tabú de manera más enérgica que antes sobre las aspiraciones concretas. Ni el internacionalismo ni el materialismo doctrinarios, por ejemplo, parecen tolerables para la conciencia burguesa. Frente a esos o cualquiera de los otros aspectos fundamentales de la conciencia revolucionaria, la reacción es categórica, casi brutal. Casi tan brutal como cuando las masas organizadas políticamente afirman su decisión de luchar por sus reivindicaciones economicosociales para alcanzar su autonomía como clase. Entonces se advierte que las estructuras teóricamente caducas del orden burgués —y caducas, en efecto, en el fondo— mantienen un notable vigor, proporcionado acaso por su propio esclerosamiento. Hoy parece evidente —tras la experiencia nazifascista— que es más fácil arrancar del orden burgués en declinación concesiones de tipo economicosocial al precio de renunciamientos ideológicos, que defender ciertos principios doctrinarios y luchar desinteresadamente por su difusión.

La explicación es que la conciencia burguesa, debilitada y acosada por todas partes, ha adoptado como lema de su conducta el que dirigió la política de Luis XV: Après moi, le déluge. Lo que hay que salvar es lo que importa a cada uno, cada día y en cada lugar. Si se puede salvar algo mediante la concesión de alguna cosa, el método parece aconsejable. La convicción está arraigada de que si se consintiera en la revisión de los fundamentos mismos del orden burgués, el cataclismo sería instantáneo y universal. Evitándolo, en cambio, el proceso se hace más lento y, seguramente, cada uno oculta en el fondo de su corazón la esperanza de no contemplar el desenlace con sus propios ojos.

A nadie se le oculta que el proceso de transformación ideológica sobreviene inevitablemente, de manera correlativa con la transformación economicosocial; pero ese proceso puede diferirse y alargarse por generaciones y generaciones, mientras sea posible para quienes detentan el poder mantener su situación privilegiada. La conciencia burguesa parece aferrarse a esa táctica, con la certidumbre de que, quebrados los objetivos inmediatos del proletariado, la conciencia revolucionaria necesita bastante tiempo para volver a organizarse y reestructurar el sistema de objetivos de acuerdo con las nuevas realidades para orientar eficazmente la acción. Así, por ejemplo, si la acción revolucionaria se ha basado en determinada oportunidad en una exigencia de mejoramiento de los salarios, la demagogia puede conmover toda la acción revolucionaria —como lo hizo Livio Druso en Roma, por ejemplo, contra Cayo Graco— ofreciéndolo en mayor escala. A partir de ese momento, la conciencia revolucionaria necesita bastante tiempo para corregir el desconcierto de las masas y para montar de nuevo su catequesis sobre la base de una explicitación de lo que quizá antes eludió decir, esto es, que el mejoramiento de los salarios poco significa si su conquista se desvincula de otros muchos problemas cuya exclusión explica el ardid usado por el enemigo. De ese modo, la conciencia burguesa puede ganar, acaso, el tiempo de una generación, y cada uno puede esperar tranquilamente que el diluvio sólo llegue para ser contemplado por sus hijos o por sus nietos, seguramente ya mejor preparados por la costumbre para soportar sus consecuencias.

De todos modos, lo cierto es que la experiencia revolucionaria demuestra palmariamente que las estructuras caducas conservan una fuerza de inercia con la que es necesario contar. Ese descubrimiento constituyó una inmensa sorpresa para un Jaurès o un Liebknecht con motivo de la primera Guerra Mundial. El nacionalismo, el orden moral y social burgués, todo lo que constituye el sistema del capitalismo suele encontrar a tiempo una manera de encubrirse bajo formas capaces de inhibir a las masas para actuar libremente en los momentos críticos. Es una lección que proporciona la historia a los que confían excesivamente en las posibilidades de la catequesis racional.

En cambio, la conciencia revolucionaria ha aprendido a estimar cierto saldo favorable en la tradición liberal burguesa y ha aprendido —aunque no todavía del todo— a capitalizarlo. La idea de la libertad del hombre, de su significación como sujeto de conciencia, de su inalienable dignidad y de su derecho a no ser absorbido y anulado por la comunidad como bloque —ideas que la propaganda revolucionaria había menospreciado por “burguesas”— han comenzado a ser estimadas nuevamente porque la experiencia nazifascista y la experiencia rusa han probado hasta qué extremos puede conducir el descuidarlas. Tan deleznable como pueda ser el orden burgués por otras razones, parece redimirse en alguna medida allí donde subsisten frenos suficientes como para no descender, movido por el terror, hasta la degradación del individuo. Si la conciencia revolucionaria debe salvar las formas democráticas como las más finas que posea la experiencia política occidental para resolver los problemas de la convivencia, con no menor celo debe defender ese legado de la dignidad del individuo, que no es específicamente “burgués” sino característicamente occidental.

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EL ESPÍRITU DE FACCIÓN Y EL CESARISMO

Empero, la defensa de ese legado no debe ser una afirmación baldía sino una acción enérgicamente encauzada, porque cada día son mayores los riesgos que lo acechan. Acaso por razones circunstanciales, el primer ensayo revolucionario —el de Rusia— parece haber renunciado a él y ha derivado hacia cierto tipo de autocracia incompatible con el espíritu occidental. Su contrafigura —los estados nazifascistas— asumieron la misma actitud con más denodada resolución, y en muchos espíritus ha crecido la certidumbre de que las conquistas del Occidente en el terreno de la libertad individual están condenadas a extinguirse. Es una idea falsa, a mi juicio, pero es necesario que por acostumbramiento no colabore esa certidumbre en la labor de tornar realidad lo que en sí sólo es una opinión desalentada. Dos rasgos de la vida contemporánea configuran esa imagen, y es necesario tenerlos en cuenta para borrarlos y borrar con ellos el germen que ponen de manifiesto: el espíritu de facción y el espíritu cesáreo. Son signos nada más, pero signos de ciertos impulsos contra los cuales es necesario obrar.

A medida que se propaga la conciencia revolucionaria y se suscitan situaciones de hecho en pro o en contra de ella, la libertad individual parece un problema de menor importancia, un mero ideal un poco trasnochado. A medida que las opiniones se polarizan, la libertad de pensamiento parece menos lícita y en ciertos casos no se vaci-la en considerarla una traición. Esta dura contingencia de nuestro tiempo proviene de que se acentúa indebidamente la psicosis de encrucijada y crece el número de los que quieren salir de ella de cualquier manera. Pero sólo debe salirse de la manera debida.

La expresión política de esa psicosis de encrucijada es el espíritu de facción, porque se piensa que sólo dentro de la facción reside la verdad y que sólo a través de ella puede triunfar un pensamiento impuesto con todo el peso de una masa compacta e intolerante. El espíritu de facción se caracteriza por huir de los matices, y parece considerarse como el más poderoso ariete contra el enemigo. Cada uno cree que le es lícito hacer lo que critica acerbamente en el enemigo y renuncia al ejercicio del sentido crítico cuando se trata de quienes comparten sus ideas. Un comunista ruso simula despreciar a un socialista francés si no se aviene a plegarse a sus directivas. Un fascista austríaco es nacionalista por convicción, pero odia a muerte a un compatriota comunista y prefiere la ocupación extranjera organizada por un conmilitón al triunfo de sus enemigos políticos. Un católico que defiende en teoría la fraternidad universal se transforma en un cruel inquisidor frente a un liberal, pero se entiende con un protestante si coincide con su actitud política. Horrible confusión, tras la aparente simplicidad de las posiciones en contraste.

Esta confusión no proviene sino de la psicosis de encrucijada y del apremio por escapar de ella de cualquier manera. Pero es una actitud nefasta. Si las masas pueden sentirse dominadas por el espíritu de facción, es indigno de las élites fomentarlo y dirigirlo aviesamente. A ningún espíritu lúcido puede ocultársele que es ya imposible el triunfo de ninguna de las dos posiciones extremas sin concesiones, porque basta con que se haya dado una vez en la realidad histórica para que su repetición sea casi imposible. A situaciones nuevas, es necesario responder con planteos nuevos, y la tradición occidental enseña que sólo los planteos debidamente matizados han permitido acercarse a la realidad con posibilidades de obrar eficazmente sobre ella. Todo lo que sea perseverar en la torpe puja en favor de las posiciones extremas sólo puede dar como resultado prolon-gar la etapa de indecisión y, en consecuencia, acentuar el derrumbe de lo que se debe conservar para no hallarnos otra vez en una situación de punto de partida, que sólo pueda resolverse mediante situaciones de hecho.

La situación de punto de partida constituye la ocasión favorable para el triunfo de otro impulso manifiesto en nuestra época, cuyo signo es el cesarismo. Difícilmente quieren las élites salir de ella por la acción. Naturalmente, su fuerza no suele bastar para que se sobrepongan a los embates del escepticismo dominante y mantengan su posición directora. Más difícil aún encontrar algunos sostenidos todavía por el consenso de su propia colectividad. Lo frecuente es, por el contrario, la tendencia a buscar una reducción de las relaciones sociales a sus formas más simples, mediante la adhesión del grupo a un jefe unipersonal. El jefe, según el pensamiento romántico, último avatar de más viejas teorías, debe ser no sólo el indiscutido e irresponsable conductor —el héroe carlyliano, el führer, el duce, el caudillo— sino también el legítimo intérprete del alma colectiva. Porque, habiendo impulsado en cierto modo la revolución, la tradición romántica contenía también gérmenes para desarrollar la reacción en su seno, como consecuencia de su naturaleza plural. El cesarismo ha podido surgir renovado tras una larga experiencia política por obra del espíritu de facción, que ha visto en él la fórmula para el triunfo de los ideales que sustenta. Pero el cesarismo no triunfa como régimen sino cuando aparece un césar, esto es, una voluntad inequívocamente autoritaria y autocrática. En ese caso, y desde el punto de vista del césar, el apoyo de la facción manifestada como mero respaldo de opinión es insuficiente, y el césar tiende a hallar una amplia base de sustentación para el ejercicio de su autoridad. La totalidad del control político, y sobre todo del control económico, ofrece al césar, si las circunstancias son ligeramente propicias, la posibilidad de trastrocar los cuadros sociales. Crear una clase de nuevos ricos suele ser empresa fácil para quien maneja los resortes del poder, y una vez creada, esa clase constituye el más formidable apoyo del cesarismo y el instrumento más confiable para asegurar su perduración por los intereses que concita, aun entre las masas, unidas en alguna medida a su destino.

El espíritu de facción y el espíritu cesáreo ponen de manifiesto la psicosis de encrucijada que obra en los que quieren salir de ella por la acción. Naturalmente, su fuerza proviene no sólo de su propio empuje —una especie de impulso vital más o menos auténtico— sino de la debilidad de las posiciones no dogmáticas cuya acción está cargada de dificultades. Entre el sistemático ataque frontal y el apaciguamiento sistemático, hay toda una gama de matices en la que es muy difícil escoger según las circunstancias, aun cuando es evidente que allí reside la conducta justa.

Podría decirse que todas las actitudes se ensayaron durante veinte años trágicos. Hubo voces que clamaron en el desierto, desilusiones que apagaron los mejores espíritus, resoluciones desesperadas tan heroicas como infructuosas, resignaciones angustiadas y confusiones dolorosas. El juicio del tiempo sobre cada conducta puede ser variable en el plano político, porque a la luz de la experiencia es dable ver quién acertó y quién equivocó el camino. Pero el juicio en el plano moral es inequívoco. Hubo quienes defendieron y quienes menospreciaron la dignidad humana. Sólo los primeros merecen estimación, porque entre los segundos se esconde siempre la posibilidad del más abyecto crimen.

VII. EQUÍVOCOS DE LA TRAGEDIA

Por encima de las incertidumbres que suscitó en la conducta individual, la psicosis de encrucijada que caracterizó la posguerra tuvo una consecuencia aún más grave. Los viejos problemas politicosociales adquirieron un carácter más confuso y tornasolado y fue difícil distinguir las líneas de desarrollo que vertebraban el proceso. Los que sospechaban cuáles eran sus legítimos objetivos apenas se atrevían a manifestarlos —como los partidarios del apaciguamiento— o los manifestaban con una crudeza que alejaba la posibilidad de que los acompañaran los irresolutos y temerosos. Así se dejó avanzar el fantasma de la guerra, deseada por unos y temida por otros, hasta que se desencadenó con una violencia inesperada. Es sabido hasta qué extremos fúe brutal. Pero no siempre se advierte hasta qué punto ha sido confusa y equívoca en su planteamiento.

Una labor tenaz debería aplicarse a aclarar esa confusión y esos equívocos, que, por lo demás, el tiempo ayuda a desvanecer. Lo típico de la segunda posguerra es que la psicosis de encrucijada no ha vuelto a manifestarse con tanta intensidad y cada uno descubre su lugar en las filas con bastante más nitidez. No porque las filas que es-peran a cada uno estén integradas siempre con los aliados más deseables, sino porque las situaciones se han aclarado y resulta evidente para cada cual que son esas y no otras las que le ofrecen cabida.

Acaso otra vez la segunda posguerra contemporánea no sea nada más que una nueva preguerra; pero no hay duda de que algo se ha ganado en la lucha por la dilucidación de las posiciones, y que a cada uno queda ahora el consuelo de saber con más certidumbre por qué debe morir.

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IDENTIFICACIÓN DE UNOS Y OTROS

La primera posguerra se caracterizó en sus comienzos por una clara oposición entre comunistas y anticomunistas. Eran los tiempos del “peligro ruso” o, más exactamente, del “peligro rojo”, como solían decir los periódicos conservadores. En general, el significado de la expresión “comunismo” era claro. Comunismo era el sistema econó-mico, social y político imperante en Rusia, que la Tercera Internacional trataba de difundir por el mundo, aunque con bastante parsimonia, por cierto, después de la derrota de la tendencia encabezada por Trotsky y el triunfo del stalinismo, asegurado desde 1927 y consolidado con las enérgicas purgas realizadas en el partido comunista ruso entre 1936 y 1938. Anticomunismo era, en general, la tendencia de todos los partidos políticos desde el socialismo reformista hasta el nazifascismo, que veían en el bolcheviquismo ruso un extremismo igualmente peligroso tanto para la izquierda como para la derecha de los países occidentales. Es claro, pues, que el anticomunismo no era exclusivamente una expresión de la conciencia burguesa, y que incluía, por razones circunstanciales, a aquellos que estando decididos a luchar por los viejos ideales revolucionarios no compartían ni los objetivos concretos ni los métodos de acción que el bolcheviquismo parecía adoptar en Rusia, impuestos, por otra parte, por las peculiares tradiciones y peculiaridades sociales del antiguo imperio de los zares. De este modo, resultó que el dilema comunismo-anticomunismo no fue necesariamente un dilema entre la conciencia burguesa y la conciencia revolucionaria, así como no fue exclusivamente un dilema entre Rusia como país y los demás países, pues las potencias capitalistas no temían por el momento el poder soviético. El dilema fue, pues, en ciertos sectores, la expresión de la lucha entre las derechas y las izquierdas, pero fue también la expresión de cierta inquietud de la conciencia revolucionaria, relacionada en cada uno de los países occidentales con el problema del predominio de los partidos comunistas sobre las masas obreras.

Esta situación originaria se modificó considerablemente en el curso de los veinte años trágicos. La política socializante de algunos estados democráticos y la propaganda del nazifascismo comenzaron a transformar las consignas revolucionarias —ya lo hemos dicho— en lugares comunes hasta el punto de que dejaron de producir sor-presa las reivindicaciones que agitaban a las masas proletarias. El comunismo como régimen político —identificado con los caracteres que asumía en Rusia— preocupaba ciertamente al capitalismo, pero el terror que producían sus enunciados antes de la primera Guerra Mundial en la pequeña burguesía había comenzado a decrecer. Hasta comenzó a considerarse de buen gusto invitar a Thorez o a Cachin a una cena de protocolo.

Gracias a ese proceso de acostumbramiento, a la dura experiencia que se acumuló con motivo del anticomunismo extremista de Alemania e Italia, y a la inteligente política del frente popular orientada por el Komintern, llegó un momento en que hasta dejó de ser peligroso, en muchos países, el hablar en público de la Rusia soviética. La revista Vu, los relatos de Ehrenhurg y Siminov, los poemas de Mayakovski, los filmes de Eisenstein y Pudovkin, contribuyeron a disolver el fantasma. Si lo que se oponía al comunismo debían ser necesariamente regímenes extremos como los que habían inventado los celosos paladines del anticomunismo en Alemania y en Italia, acaso sería preferible —comenzaron a decirse muchos— el comunismo mismo, que en todo caso, no podía ser peor que las aberraciones a que se había llegado para evitarlo. Todo lo que el comunismo tiene de auténtica revolución, todo lo que en él —teóricamente, al menos— supone continuidad de los principios más arraigados de la concepción occidental de la vida, podía destacarse y valorizarse, oponiéndolo precisamente a la barbarie del nazifascismo, cosa que hicieron con extremada sutileza y eficacia los propagandistas más o menos decididos del comunismo allí donde la liberalidad del régimen permitía la libre expresión de las ideas. Y quienes hablaban mal, pero con sinceridad del régimen soviético, como André Gide en el Retour de l’URSS y Retouches, apenas lograban decir cosas semejantes a las que el propio Hitler documentaba sobradamente en sus histéricos discursos sobre el nazismo.

El aire de imperialismo conquistador que adoptó el eje Roma-Berlín a partir de 1936 precipitó las cosas. Mientras Stalin, que no sabía de pintura, se mostraba un maestro consumado en la matización y dilución del rojo, Hitler y Mussolini, más artistas, parecían empeñados en suscitar el miedo forzando la concentración del pardo y el negro. Poco después, al antiguo dilema entre comunismo y anticomunismo se vio suceder como por arte de encantamiento otro dilema que encubría los términos del primero e invertía los valores, entre nazismo y antinazismo. En realidad, por la deliberada y acaso irónica adhesión de Rusia a la democracia, el dilema quedó planteado alrededor de la defensa y del ataque de las formas democráticas propias del mundo occidental.

Este nuevo dilema —y no el antiguo, como hubiera podido esperarse— fue el que condujo en 1939 a la segunda Guerra Mundial, que se desarrolló, en apariencia al menos, entre un grupo de países democráticos y un grupo de países antidemocráticos. Así se llegó al primero y más importante de los equívocos, que trajo consigo una polarización de las opiniones montada sobre una falsa perspectiva de los términos antinómicos. La polarización fue, sin duda, necesaria y ventajosa en su momento, y hasta debemos regocijarnos de que se haya producido, porque de otro modo, acaso el curso de la guerra hubiera sido diferente, y por cierto más doloroso. Pero es necesario aclarar aquel equívoco para entender lo que ha comenzado a acontecer después de la paz.

Analicemos el caso: la segunda Guerra Mundial se desarrolló, a mi juicio, en dos planos: uno típicamente imperialista y otro preferentemente ideológico. En el plano imperialista, la segunda Guerra Mundial no fue sino una reiteración de la primera y, en efecto, se realizó entre dos grupos beligerantes —uno más democrático que el otro, sin duda—, pero en circunstancias tales que la democracia contaba poco. Como los Imperios centrales en 1914, los estados totalitarios habían decidido en 1939 arrebatar a las potencias occidentales —”las democracias podridas”— los frutos de sus antiguas campañas imperialistas: las colonias en Asia, África y Oceania, los mercados, las zonas de influencia, las fuentes de materias primas y el control de las vías de comunicación, especialmente en cuanto estas últimas se relacionaban con las cuencas petrolíferas del Irak, Indonesia y el Cáucaso. Por su parte, las potencias occidentales —”las democra-cias” a secas— se manifestaron decididas a defender su patrimonio con energía, en parte porque no se sentían tan podridas como aseguraban Hitler y Mussolini, y en parte porque la guerra total que podía esperarse de los preparativos del Eje prometía a toda Europa una incómoda sujeción a las violentas concepciones políticas del autoritarismo nazifascista.

Ahora bien, en esta lucha imperialista Rusia tenía un lugar claramente señalado por su tradición y por las circunstancias inmediatas. Fuera de que nada le aseguraba que pudiera escapar a las ansias conquistadoras del Führer, Rusia veía ahora —como en la época de los zares— la posibilidad de una discreta expansión de su área de influencia hacia el centro de Europa y hacia los Balcanes, expansión que a los países occidentales no preocupaba demasiado porque estaba dirigida hacia una zona que escapaba a su propio ámbito y formaba parte del de Alemania. Si el Reich hubiera tolerado parcialmente esa expansión rusa —como pasó en un principio en el caso de Polonia— acaso el pacto ruso-germano no se hubiera deshecho tan pronto; pero no estaba dentro de los planes de Hitler ceder posiciones gratuitamente a un enemigo tan peligroso como Rusia, y ésta, relativamente preparada para la alianza con las democracias, de la que se había apartado en 1939, volvió a su primitiva política al advertir que Alemania no ofrecía seguridades en cuanto al cumplimiento de lo prometido. Desde entonces, para la opinión mundial, Rusia formó parte del grupo beligerante de las “democracias“, lo cual, en el fondo, no correspondía exactamente a la realidad sino en el plano de la guerra imperialista.

Pero, en el ciclo del 48, la guerra imperialista no podía dejar de sufrir las influencias del conflicto que sostenían la conciencia revolucionaria y la conciencia burguesa. Junto a la guerra imperialista, antes de su estallido y durante su transcurso, veníase desarrollando otra guerra social de no menores proporciones, que, por cierto, no era esta vez una simple reiteración del conflicto social que acompañó a la primera Guerra Mundial. Esta vez, las posiciones estaban tomadas desde hacía veinte años y tenían puntos de partida precisamente determinados: la revolución comunista en Rusia, la revolución fascista en Italia y la revolución nazi en Alemania. A partir de esas posiciones, la acción y la reacción de cada grupo se habían manifestado en profusión de matices, y en el momento de plantearse el conflicto imperialista entre los países del Eje y las potencias occidentales pudieron polarizarse las opiniones con discreta claridad: mientras los comunistas predicaban el “antibelicismo” de acuerdo con la política seguida por Moscú, los demócratas —desde el socialismo reformista hasta el conservadurismo liberal— optaron por las potencias democráticas y los nazifascistas se decidieron por el Eje, no sin procurar socavar el orden político de sus respectivos países para tornarlo favorable al Eje si le era hostil.

Pero en junio de 1941 Hitler ordenó la invasión de Rusia y desde ese momento la Unión Soviética se colocó al lado de las potencias occidentales, engrosando el bloque de las Naciones Unidas. La decisión fue favorable para todos los enemigos del Eje, que vieron la posibilidad de acelerar su derrota. Pero desde entonces las posiciones comenzaron a confundirse. Aparentemente no había sino dos grupos beligerantes, pero a nadie se le ocultaba que en el fondo eran tres, dos de los cuales se presentaban unidos sólo por afinidades que, aunque profundas, no llegaban a manifestarse como tales en la superficie. La blitzkrieg, los bombardeos y la amenaza de muerte y la destrucción que se cernía por todas partes empalidecieron por un momento las divergencias que separaban a las potencias occidentales de Rusia; pero los vivos colores que denotaban su contraste reaparecieron a medida que el peligro se fue alejando, y cada vez más, en el curso de la guerra, se advirtió que los beligerantes, en efecto, eran tres.

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CONFUSIÓN EN LAS SOMBRAS

Eran tres: por una parte, los países totalitarios del Eje; por otra, la Rusia bolchevique, revolucionaria pero totalitaria a su modo; por otra, en fin, las democracias capitalistas. Cada uno de ellos ponía en juego no sólo cuanto representaba en ese momento, sino también cuanto escondía potenciado dentro de sus complejas estructuras.

Los países totalitarios del Eje representaban con fidelidad, en el fondo, los ideales de la conciencia burguesa. Más aún, eran los defensores de la conciencia burguesa afirmada con sostenida militancia allí donde podía desarrollar sus últimas consecuencias gracias al fervor revolucionario subsumido en ella y agregado a su propio potencial. Los favorecía el equívoco de la revolución de masas, que en realidad habían operado satisfaciendo algunas de sus reivindicaciones economicosociales, pero atándolas fuertemente a los caducos ideales de la conciencia burguesa. Gracias a ese equívoco poseían cierta confusa fuerza moral y una extraordinaria y auténtica fuerza material.

Lanzados a la lucha, los estados totalitarios del Eje combatieron por el aniquilamiento de la forma extrema de la revolución auténtica, que Alemania veía encarnada en la Unión Soviética en cuanto bastión del comunismo internacional, tan vigoroso en Alemania, precisamente, antes de 1933. Pero combatían también contra las formas transaccionales de la revolución que se filtraban a través del orden democrático de las potencias capitalistas, en las que la conciencia burguesa pasiva se había manifestado tolerante y conciliatoria hasta el punto de dejar entrever las vías de tránsito desde la democracia capitalista hacia la democracia socialista. Así, las armas de los estados totalitarios se volvieron, en general, contra todas las amenazas de la revolución, pero con las características de que buscaban también en la victoria lo que las burguesías rivales estaban dispuestas a defender con más valor: los bienes logrados por estas últimas durante el periodo de su expansión imperialista.

Por su parte, las potencias occidentales veían en los países totalitarios del Eje un variado y multiforme conjunto de amenazas que era necesario conjurar con presteza. Por una parte eran los del Eje países capitalistas montados sobre un principio monopolista y estatal, en los que la inmensa capacidad militar del Estado estaba coligada con los intereses capitalistas para disputar a sus rivales la hegemonía económica. Pero por otra habían ensayado cierta forma de anticapitalismo, en cuanto el Estado vedaba a las fuerzas capitalistas la libertad para elegir sus propios objetivos y, en consecuencia, can-celaba su influencia predominante sobre la vida política. Esos principios parecían nefastos al capitalismo occidental que, si insistía sobre el dictado de “totalitarios” con respecto a los estados del Eje, era sobre todo porque advertía el peligro del intervencionismo estatal en la actividad económica. Por estas dos razones, especialmente, debían luchar las potencias occidentales contra los países del Eje. Y por cierto que sólo en escasísima medida podía compartir Rusia estos objetivos de las potencias occidentales.

Pero Rusia advertía que tenía otros puntos de contacto con ellas. También defendían las potencias occidentales las formas políticas de la democracia —a las que no querían renunciar pese a las amenazas revolucionarias— y muy crecidos grupos sociales defendían dentro de su seno cierta forma de revolución paulatina que la estructura política de la democracia y el desarrollo economicosocial de los países occidentales permitían en cierta medida. Esta defensa acercaba a Rusia a los rivales de Mussolini y Hitler, y había suscitado ya una atmósfera de comprensión en el Occidente para el experimento soviético: al “peligro rojo” había reemplazado en el ánimo colectivo el “peligro nazi”.

Rusia, por su parte, había descubierto desde algunos años antes del estallido de la segunda Guerra Mundial que, en los países occidentales, variaba considerablemente la opinión respecto de ella y las doctrinas políticas que sustentaba. Si la opinión pública se mostraba más favorable, la conducta de los gobiernos demostraba más flexibilidad, sobre todo después del ingreso de Rusia en la Sociedad de las Naciones en 1934. Esto significaba dos cosas: primero, que el clima democrático era más favorable para la catequesis revolucionaria; y segundo, que las potencias democráticas desarrollaban a su modo cierta forma de transformación social que justificaba en alguna medida la misma revolución soviética. Eran conclusiones que obligaban a hacer un cotejo con la situación creada por el nazifascismo.

En efecto, era cada vez más evidente que, si la actitud revolucionaria había encontrado acogida en Italia y Alemania, era sólo en la medida en que las fuerzas reaccionarias consideraron necesario canalizarla y someterla a sus propios fines; en los países democráticos, en cambio, había sido contenida en alguna medida, pero había podido desarrollarse, aunque en menor escala, libremente y sin renunciar a sus objetivos propios. Por razones ideológicas —como por razones imperialistas— Rusia se hallaba, pues, más cerca de los países democráticos, a pesar de su capitalismo predominante aún, que de los Estados del Eje, a pesar de su aparente revolución social, y cuya beligerancia había encontrado un poderoso punto de apoyo en la “defensa de la civilización occidental contra el comunismo”. Hitler decía en 1935, en un discurso en el Reichstag: “Empecé mi lucha en Alemania al mismo tiempo que el bolchevismo celebraba su primer triunfo, es decir, la primera guerra civil en Alemania. Cuando después de quince años el bolchevismo contaba en nuestro país con seis millones de partidarios, yo había logrado trece millones. En la lucha decisiva sucumbió él. El nacionalismo libró a Alemania y a la vez quizá a toda Europa de la catástrofe más horrible de todos los tiempos. Si en la Europa occidental se dispusiese para juzgar estas cosas de las mismas experiencias prácticas de que yo dispongo, creo que también allí se llegaría a conclusiones completamente distintas”. Por un instante, Stalin pudo fingir una interesada neutralidad, pero Hitler se apresuró a llamarlo a la realidad. Todo conducía, en 1941, a afirmar la idea de que Rusia formaba parte por derecho propio del frente antinazi.

Naturalmente, una alianza militar y un frente político constituidos sobre la base de tantos y tan sutiles distingos, no podía sino estimular el establecimiento de algunas reservas fundamentales. Las democracias habían sostenido y apoyado a los países del Eje como bastiones contra el comunismo, y en tal calidad hubieran seguido apoyándolos si no hubieran mostrado más tarde la garra imperialista. Porque, en efecto, temían al comunismo internacional y la capacidad de infiltración que había demostrado el Komintern. Este temor había palidecido un poco desde 1934, se había reavivado con la firma del pacto ruso-alemán —que daba la medida del realismo staliniano—, y subsistía, después de establecida la alianza politico-militar, en muchos grupos conservadores. Si fue vencido transitoriamente, dejó su huella en las reservas que suscitó la posibilidad de una revolución catastrófica, frente a las cuales la conciencia revolucionaria había erigido una política conciliatoria, apoyada por buena parte de las masas y tolerada por la burguesía.

Tolerada, y acaso defendida, porque al tiempo que significaba un paso en un sentido señalado por las circunstancias, parecía una eficaz panacea contra la revolución catastrófica. Una de las causas de la disidencia política entre las potencias occidentales y los países del Eje fue, precisamente, la desmedida violencia aplicada por estos últimos en la represión de las fuerzas revolucionarias, y no precisamente por humanitarismo sentimental sino porque no faltaban en aquéllas los políticos de visión aguda y suficiente experiencia como para saber las funestas consecuencias que entrañaba esa conducta sostenida y sistematizada. Aunque parezca extraño, también se hizo la guerra en cierta medida para defender la revolución progresiva que se estaba —y se sigue— haciendo en muchas partes sin mucha conciencia de ella.

Rusia, por su parte, alimentaba también, en principio, algunas reservas importantes con respecto a las potencias occidentales. Si en la superficie coincidía con la Alemania de Hitler en el entusiasmo vital, y en el sentido de la disciplina —o si se prefiere, de la dictadura—, en el fondo había entre ellas una coincidencia decisiva: el área imperial británica, cuyo reparto más o menos amistoso entre Moscú y Berlín parecía constituir la misión histórica de ambas potencias. El pacto no prosperó, como es sabido, pero la alianza de Rusia con las potencias occidentales implicaba, sin embargo, dos reservas fundamentales; una, sobre la necesidad de que estas últimas la indemnizaran por lo que consideraba que podría haber ganado si hubiera dirigido su política hacia un acuerdo con Hitler; otra sobre el derecho que seguía asistiendo a Rusia de retomar la labor de expansión mundial del comunismo desde los organismos partidarios de Moscú, suprimidos transitoriamente durante la guerra y reorganizados poco después. Ambas reservas suponían que entre los vencedores debía reconocerse un vencedor.

Si se considera cuidadosamente todo lo que separaba a Japón, Italia y Alemania y se lo compara con las reservas señaladas en las relaciones entre sus enemigos, se convendrá en que tanto las líneas militares como las líneas políticas estaban trazadas por sobre una sucesión de equívocos. En compensación, había impulsos imponderables, pero inequívocamente vigorosos que ayudaban a superarlos. Tan discutible y criticable como pueda ser para algunos su modus operandi, el comunismo proviene de una concepción de la vida humana que coincide, en un principio, con los ideales occidentales de la democracia y que surgió, precisamente, para perfeccionarlos. Si las democracias podían afirmar que defendían el concepto de libertad que habían heredado del liberalismo, el comunismo podía afirmar de sí mismo que era un intento de perfeccionamiento de ese concepto, facilitando su triunfo con la anulación de aquello que en el liberalismo lo cohíbe. Contra aquella concepción, contra esos ideales, el nazifascismo había levantado una teoría del Estado todopoderoso que transfería del hombre al grupo el acento de la supremacía, tipo de idolatría contra el que se ha luchado una y otra vez en la historia occidental. Podría decirse —con suficientes elementos de juicio— que Rusia ha hecho lo mismo; pero sin duda se podría argüir que

Rusia ha realizado el experimento de la dictadura del proletariado en tales circunstancias y con talos taras que no es inexplicable que haya desembocado en una dictadura, argumento al que podría agregarse lícitamente que el comunismo no ha abjurado nunca de su concepción primigenia y la ha servido en muchas ocasiones con ejemplar sacrificio. Esa argumentación, sin duda, ha alimentado la certidumbre —aun en espíritus definidamente conservadores— de una remota y definitiva coincidencia entre el comunismo y la democracia, certidumbre que adquirió inusitado vigor el día aciago en que todas las víctimas de la agresión del Eje tuvieron que apelar a sus últimas reservas de energía. Entonces pareció necesario postergar la consideración de las divergencias y superar momentáneamente las reservas mentales en holocausto al esfuerzo común, exigido por las circunstancias de la lucha. Unos y otros creyeron preferible colaborar en la destrucción del enemigo común y dejar para más adelante el desafío entre los dos matices de la revolución.

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LAS PRIMERAS REVELACIONES

Sin embargo, Hitler y sus consejeros políticos pudieron pensar que las reservas que separaban a Rusia de sus aliados permitían intentar, en plena guerra, una inversión de las alianzas. Y como los usos de la diplomacia han cambiado mucho, esa certidumbre dio lugar al incómodo viaje de Rudolf Hess, destinado a suscitar el entusiasmo pacifista de los ingleses. Las proposiciones que el lugarteniente de Hitler transmitió al duque de Hamilton en 1941 fueron categóricamente rechazadas por el gobierno de Churchill, pero es innegable que Hitler y Ribbentrop tenían motivos para suponer que había muchos en la retaguardia enemiga de Occidente a quienes no entusiasmaba la inesperada solidaridad con Stalin… Pero era tarde. Se había recorrido ya mucho camino y cada uno de los grupos unidos contra el nazifascismo tenía buenas razones para permanecer en donde estaba. Rusia no había abandonado, seguramente, la idea de enfrentarse algún día con las democracias capitalistas, pero todo parecía indicar que corría el riesgo inminente de ser aniquilada por Hitler, en tanto que nada podía temer por ahora de aquéllas. Un razonamiento semejante podían hacerse Inglaterra y Estados Unidos, pues la capacidad de agresión inmediata de Rusia y el comunismo era sensiblemente inferior a la que demostraba el colérico Júpiter de Berchtesgaden. Era, pues, inútil que Hess arriesgara su preciosa existencia volando en su hermoso Messerschmidt sobre territorio enemigo y lanzándose luego en paracaídas para buscar al duque de Hamilton.

La guerra que comenzó en septiembre de 1939 siguió pues, con intensidad cada vez mayor. Hubo sangre, sudor y lágrimas para las naciones democráticas durante largos años, y los ataques desatados por las Panzerdivisionen y la Luftwaffe probaron la excelente organización lograda por el Estado mayor alemán. “He aquí que ha llegado —había dicho el coronel Charles de Gaulle en 1934— la época de los soldados de élite y de los equipos seleccionados.” Francia no llegó a tenerlos antes de 1939, pero Alemania los preparó rápidamente a pesar de las prohibiciones del tratado de Versalles, y pudo asegurarse con ellos una prodigiosa ventaja inicial, que pareció a muchos definitiva.

Pero en los planes del führer se escondían ciertas fisuras —como en el mal acero— que debían desbaratarlos. La guerra que esos planes suponían era la guerra relámpago, la blitzkrieg, posible solamente mediante un número indefinido de poderosos equipos mecánicos. Para oponerse a esos planes, sus enemigos no tenían otra posibilidad que utilizar medios semejantes y, en consecuencia, la guerra se transformó muy pronto en un verdadero torneo de capacidad industrial entre la retaguardia del Eje y la retaguardia de las Naciones Unidas. Al principio los países del Eje parecieron superar a sus rivales, pero a medida que fue pasando el tiempo, las posiciones se trastrocaron y las Naciones Unidas advirtieron que el secreto de su victoria residía por el momento en resistir, pese a la sangre, al sudor y a las lágrimas. Porque el tiempo trabajaba en contra del Eje, y no solamente porque se debilitara su propia capacidad de producción.

Se debilitaba, en efecto, la capacidad de producción dentro de Alemania, Italia y Japón, precisamente cuando era necesario redoblar el esfuerzo para mantener lo conquistado en los primeros avances contra las lentas y cada vez más vigorosas reacciones del adversario. Pero se debilitaba también la colaboración que prestaban a Alemania las zonas sometidas y crecía cierto sordo rumor acerca de la injusticia radical que presidía la conducta de los amos, hasta llegar a oírse, acaso, entre los mismos alemanes. “¿Qué va a ser de vosotros? —les decía Thomas Mann por la BBC en 1941—. Si perdéis, todos los espíritus de la venganza se lanzarán contra vosotros por lo que habéis hecho contra los hombres y los pueblos. Si vencéis y se hunde Inglaterra, y ganáis también la guerra de los continentes y abatís al Oriente y al Occidente, ¿por ventura hay, entre vosotros, quien crea que ésa sería una victoria duradera, forjadora de orden, soportable para vosotros mismos y para los demás, una victoria, en fin, con la que se pudiera vivir? ¿Puede vivir un pueblo teniendo que hacer de policía de los otros con ejércitos enteros para vigilar toda la superficie de la Tierra, subyugada y esclavizada a la poderosa raza de señores? ¿Es esto, acaso, una posibilidad espiritual para cualquier pueblo y, especialmente, para vosotros, alemanes? Por muy escéptico y pesimista que sea respecto de la historia y la humanidad, no hay quien pueda creer que el mundo aceptaría el triunfo final del mal y que toleraría verse convertido en un campo de concentración, en una enorme zahúrda de la Gestapo en que vosotros, alemanes, desempeñáseis el papel de una guardia de s. A.” Sin duda habíase escuchado ya en muchas conciencias libres de alemanes la misma admonición.

Porque la guerra se apresuraba a facilitar la revelación de muchos equívocos. El espectáculo de los “Gauleiters”, de los “quislings” y las quintas columnas, del antisemitismo y de las persecuciones políticas, de la insinceridad y, además de la ineficacia de los principios sociales y económicos originariamente puestos en vigor en Alemania, de la organización clara e indiscutible de un imperio territorial, tan siniestro como los imperios ya existentes —o acaso mucho más—, todo ese espectáculo fantasmagórico, en cuyo primer plano aparecían los trágicos campos de concentración de Buchenwald y Dachau sirvió para aclarar poco a poco el equívoco sobre el contenido “revolucionario” de los regímenes de Italia y Alemania. Hubo quienes pudieron seguir siendo filonazis o filofascistas en todo el mundo —hasta en el norte y en el sur de la América—, pero el vano pretexto de que impulsaban una revolución moderna, de masas, para renovar el mundo de las “democracias podridas”, quedó al descubierto en toda su miseria, en toda su deliberada falsedad. Sólo querían pudrir de veras la democracia —sin conocer la causa en cuyo favor trabajaban secretamente— y regocijarse en la podredumbre.

Las siguientes revelaciones comenzaron a ponerse de relieve a partir de la liberación de Stalingrado y la derrota del Afrikakorps. Las Naciones Unidas comprendieron no sólo que podían ganar la guerra, sino que, prácticamente, podía darse ya por ganada. En consecuencia, comenzó de inmediato la batalla sorda entre los dos grupos que integraban la unión para establecer bases convenientes para el momento de la paz: Moscú, El Cairo, Teherán y Yalta fueron los campos de batalla entre los rivales de la victoria.

Los problemas de la paz giraron alrededor de dos o tres cuestiones que ya comienzan a resultar claras. Puesto que era difícil discutir sobre las áreas coloniales de influencia, el tema de la posguerra debía radicarse fundamentalmente en las áreas europeas. Para Rusia, los viejos problemas suscitados por el paneslavismo y los que provenían de su vieja aspiración a hallar salida por el Mediterráneo adquirieron tal importancia que pareció necesario ceder, aunque extremando las reticencias. Una parte de Alemania debía ser, al menos, zona de influencia rusa, porque sólo de ese modo podía beneficiarse Rusia aprovechando los vestigios del ímpetu revolucionario suscitado por el nazismo. Tal parece haber sido el punto de vista, más o menos explícito, de Moscú. Junto a Alemania, lo que había sido zona de influencia alemana antes de la guerra —inclusive Polonia, subdividida cuando la invasión de 1939— debía quedar bajo la autoridad soviética, en parte por razones de vecindad, en parte por razones de eslavismo, y en parte por la imposibilidad en que se hallarían las potencias occidentales de impedir su ocupación en el momento preciso. El punto de fricción quedó radicado en los Balcanes, donde Gran Bretaña y Estados Unidos podían consentir en casi todo, excepto en ceder la posición estratégica de Grecia, de gran importancia para el control del canal de Suez y los estrechos que comunican con el Mar Negro. A Grecia se agregaban como zonas de competencia peligrosa Turquía y el Irak, zonas sobre las cuales la discusión debería ser larga. Pero la Europa central y oriental quedó seguramente adjudicada a Rusia de manera más o menos explícita, como zona de influencia directa, y desde entonces resultó aclarado un nuevo equívoco, pues la Rusia soviética ponía de manifiesto ahora la misma decisión imperialista que caracterizara a la Rusia de los zares, aunque el paneslavismo hubiera sido reemplazado por el ideal comunista.

La aclaración de este equívoco acentuaba la dramaticidad del interrogante que planteaban otros aún oscuros, relacionados con las futuras relaciones entre los vencedores, entre la Rusia comunista y las potencias occidentales capitalistas y democráticas. Consideraban éstas, naturalmente, que su antinazismo llegaba exactamente hasta donde alcanzaban sus propias concepciones y aspiraciones políticas, pero de ningún modo un paso más allá. Si Rusia intentaba difundir el comunismo —por intermedio de los correspondientes partidos nacionales y con el apoyo más o menos directo de los organismos de Moscú— dentro del área de influencia reconocida por Rusia a las potencias occidentales, consideraban éstas que Rusia intentaba sustraerse a las estipulaciones de los pactos suscritos y beneficiarse con una acción que sólo en su aspecto formal no violaba aquellos compromisos. Rusia, naturalmente, deslindaba enérgicamente su conducta política como Estado con respecto a la acción de los partidos comunistas nacionales de los países de influencia angloamericana y a pesar de haber creado al nuevo Komintern, exigía que se respetara el derecho de libre determinación de los pueblos, cualquiera fuese la zona en que se hallaran. Dicho en otros términos, Rusia aceptaba la división de las áreas de influencia, pero no renunciaba a acrecentar la suya mediante la acción de las facciones que respondían a sus dictados en los países ajenos a ella.

Esta situación provenía del más difícil de los equívocos planteados entre las potencias vencedoras del Eje, equívoco de profundas raíces en el que se ocultaba la doble entrecruzada contienda entre entidades nacionales y facciones políticas. Equívoco insoluble doctrinariamente, agreguemos, que sólo puede resolverse, en consecuencia, por la acción.

VIII. ABSOLUCIÓN DE POSICIONES

Bastó que terminara la contienda para que la mayor parte de los equívocos se esfumara como por ensalmo; sus signos se habían manifestado nítidamente en el transcurso de la guerra, de modo que, según se fue haciendo necesario tomar medidas para la organización de la paz, aparecieron con claridad los reductos imbatibles, las zonas de fricción y los objetivos por conquistar. Quedaron, pues, derrotados los enemigos à outrance de la revolución, y divididas las áreas de influencia de una y otra tendencia renovadora. Este hecho no es insignificante. Aunque puedan señalarse, aquí y allá, los últimos defensores de la reacción antirrevolucionaria, el tono general del panorama está dado por la presencia de una voluntad revolucionaria indiscutible que adopta la forma apocalíptica del comunismo o los caracteres del reformismo socializante. Si se tiene en cuenta la natural complejidad que caracteriza a los procesos historico-sociales, sobre todo cuando se desarrollan en tan vastas áreas como las de hoy, habrá que convenir en que la curva de la conciencia revolucionaria ha ascendido de manera notoria.

Si algo caracteriza profundamente la segunda posguerra es que no predominan en ella, como en la primera, los caracteres de una psicosis de encrucijada. Hay una relativa claridad acerca de las posiciones por adoptar, y poco a poco adquiere claro sentido la línea que articula los procesos del ciclo del 48. De aquí puede nacer un optimismo relativo: acaso deban esperarse guerras y revoluciones violentas, muertes y sacrificios; pero nada de todo ello parece ser estéril, porque los objetivos son ya claros y la ruta por seguir está limpia de conturbadores equívocos.

Acaso aquí o allá será menester todavía luchar con algún rezagado defensor de la conciencia burguesa. Pero no será sino un episodio local. El frente verdadero está dado por la oposición de dos concepciones diversas de la revolución, y una vez advertida, la exigencia parece radicar en la absolución de posiciones. Ha llegado el momento —feliz, podría decirse, sin temer la tragedia que acaso espera a éste o a aquél— de que cada uno responda por sí o por no. Habrá aquí o allá minorías que deban afrontar problemas previos, o minorías que debatan problemas accesorios, acaso decisivos para el futuro. Pero frente al presente irreductible, sólo cabe la absolución de posiciones en relación con las dos grandes posibilidades que ofrece la situación occidental: o con la revolución violenta y la autocracia, o con la democracia y la revolución progresiva.

Los de nuestras vidas son, sin duda, tiempos harto imperfectos, pero sólo porque son tiempos de creación. Amargos quizá, pero promisorios. Acaso duela el papel de oscuros precursores que cabrá a algunos, que, en otras circunstancias, hubieran podido ser espléndidos realizadores de empresas memorables. Pero a pesar de ese dolor, quien contemple nuestro tiempo con la necesaria perspectiva advertirá que se dilucida en él el problema fundamental de nuestra cultura y se llevan —por fin— hasta sus últimas consecuencias los postulados que la caracterizan desde sus orígenes y que se refieren esencialmente al valor del hombre.

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LA PEQUEÑEZ DE UNA GRANDEZA

Dos años después de la ignominiosa caída de los dictadores nazi-fascistas en Italia y Alemania y de la humillante visita del emperador Hirohito al cuartel general de Mac Arthur, constituye un deber del pensamiento histórico formularse una pregunta decisiva: ¿Cuál era el verdadero significado del nazifascismo derrotado y cuál el de la alianza victoriosa de las democracias occidentales con la Rusia soviética? La respuesta es, ciertamente, difícil a tan corto plazo de la tragedia pero la sombra de la esfinge se abate sobre esta nueva Tebas con tonos demasiado oscuros para sustraerse a formular una res-puesta.

Por encima del conflicto imperialista, el conflicto ideológico ha adquirido una significación extraordinaria en el transcurso de la segunda Guerra Mundial. El nazifascismo era, sobre todo, la encarnación diabólica de la conciencia antirrevolucionaria, organizada del modo más eficaz que pudiera concebirse: reivindicando para sí la actitud exterior de la revolución y construyendo un aparato de camuflaje para poner a su servicio a las masas en trance de ascenso economicosocial. Y frente al nazifascismo, las potencias occidentales, democráticas y capitalistas se aliaron con Rusia soviética para salvar el destino de la conciencia revolucionaria, pese a la radical diversidad que caracteriza a sus respectivas concepciones de la revolución. No hay paradoja: aun defendiendo el imperio británico, Churchill defendía más celosamente la concepción revolucionaria que un Hitler apoyado en el Arbeiterfront.

Como adalides de la contrarrevolución, los regímenes de Alemania y de Italia pudieron parecer durante algún tiempo celosos defensores de una idea, a cuyo servicio pusieron una elaborada técnica política y un formidable poderío económico y militar. Pero, en el fondo, ni siquiera expresaban una idea contrarrevolucionaria de indiscutible vigencia universal, sino meras concepciones locales de la contrarrevolución, mimetizadas luego con la concepción-tipo ideada por Alemania, aunque fuera lanzada en un principio por Mussolini y llevada luego hasta sus últimas consecuencias por el Japón. Porque es necesario no engañarse: sin Alemania no hubiera habido eje totalitario, ni se hubiera desencadenado la política de revisión del statu quo mundial. Es, pues, imprescindible analizar aquella concepción local de Alemania, tipo sobre el que se organizaron las de los que se transformaron en sus satélites.

Esa concepción proviene del hecho escueto de la situación marginal que Alemania adopta en Europa durante la Edad Moderna, al producirse el delineamiento de las grandes nacionalidades europeas. Mientras éstas se constituyen y logran su perfección formal en el siglo XVIII, Alemania fracasa en su intento de imitarlas bajo el peso de la derrota sufrida en la guerra de los Treinta Años, consagrada por los tratados de Westfalia en 1648. Ese mismo año, precisamente cuando se sellaba el destino de Alemania atándola a su vetusta organización feudal, se producía en Inglaterra la primera revolución burguesa de Europa. Acaso no se haya reparado suficientemente en este punto. Desde ese momento comienza a generarse en Alemania una suerte de resentimiento nacional que se continúa en línea recta desde Fernando III hasta Adolfo Hitler. Si Prusia intenta asumir la hegemonía sobre los Estados alemanes es, sobre todo, para tratar de llevar a cabo la misión en que había fracasado el Santo Imperio de los Habsburgo: pero ante la situación de hecho creada por los tratados de Westfalia sólo quedaba la posibilidad de acudir a la fuerza, procedimiento que se dispusieron a seguir los Hohenzollern con sostenida dedicación.

Surgió así una concepción militar del orden alemán, que segregó a su vez una concepción del poder político reacia a las influencias de las fuerzas capitalistas: el Estado era una organización de fuerza y nada debía sobreponerse a sus objetivos específicos. Pero entretanto, las monarquías nacionales de Occidente favorecían el vasto desarrollo económico relacionado con la revolución industrial, proceso que se desarrolló con limitada importancia en los distintos Estados alemanes antes de 1870, entre los cuales no fue Prusia de los más evolucionados. Pese a todos los estímulos externos que podían obrar en sentido contrario, los Hohenzollern mantuvieron incólume su con-cepción política y siguieron aferrados a la idea de que el problema fundamental era lograr para los Estados alemanes una estructura nacional basada en la fuerza militar y suficientemente vigorosa como para sacudir la situación de inferioridad que arrastraban desde mediados del siglo XVII.

Esta fijación de un objetivo que en la Europa occidental del siglo XIX era ya anacrónico, impidió que se desarrollara normalmente el espíritu liberal en Alemania y Austria. Si ambos países se transformaron en baluartes de la reacción contra la Revolución francesa fue por razones diametralmente opuestas a las que tuvo Inglaterra. Mientras esta última defendía el estatus constituido después de 1688, Alemania y Austria se esforzaban por conservar la concepción autocrática montada sobre el orden feudal que arrastraban, con vistas a la solución de sus problemas dentro del orden europeo. Ni el espíritu de la revolución industrial ni el espíritu del liberalismo convenían a ese proceso que, por lo menos, no fue favorecido, en tanto que la invasión napoleónica contribuyó a agudizar el sentimiento nacional y, con él, una esperanza redentora que se fijó cada vez más en la espada del rey de Prusia. Los Hohenzollern aceptaban esa misión, y los teóricos del nacionalismo, como Fichte, se insinuaban por un camino que sólo podía transitarse siguiendo los pasos del Rey Sargento y de Federico II, cuyas últimas consecuencias eran Bismarck y Adolfo Hitler: había que hacer en el siglo XIX o en el XX lo que hubiera debido hacerse, y no se hizo en el XVII.

Finalmente, en la segunda mitad del siglo XIX quedó realizada la unidad de los Estados alemanes bajo la égida prusiana, con un explícito rechazo de los grupos liberales que aspiraban también a ella, y dentro de la concepción politicomilitar que preconizaban los Hohenzollern. Desde entonces, el nuevo imperio controló ricas regiones metalíferas y carboníferas, como las de Renania y Silesia, y esta circunstancia tornó insatisfactoria la calidad de primera potencia militar del continente que Alemania había logrado después de 1870. Ahora entreveía la posibilidad de transformarse también, rápidamente, en una gran potencia económica; pero como había consolidado su estructura autocraticofeudal, y ahogado la tradición propia de la revolución industrial y el liberalismo, esa posibilidad sólo podía realizarse dentro de la organización estatal, a diferencia de las potencias occidentales, en las que el capitalismo había logrado su esplendor al margen del Estado. Planteada esa situación en el último tercio del siglo XIX, es innegable que el Imperio alemán es ya, en alguna medida, un estado totalitario desde la época de Bismarck y de Guillermo II. Su plan de hegemonía mundial estaba en relación con aquellas aspiraciones económicas, pero adquiría las formas que le proporcionaba la estructura politicomilitar del imperio. Frustrada su realización en 1918, fue retomado por Adolfo Hitler, cuyos objetivos eran en el fondo idénticos a los de Guillermo II, con la única diferencia de que organizó el frente interno según las nuevas exigencias del momento, según el planteamiento establecido por Mussolini a la luz de la experiencia rusa y de la crisis de la posguerra.

De este modo, Alemania —con sus satélites— pudo encarnar la contrarrevolución en términos que resultaban peligrosos e inaceptables tanto para el comunismo ruso como para las democracias capitalistas del Occidente. Rusia había consumado una revolución socialista en la que conjugaba la revolución burguesa y liberal que no había hecho contra la antigua aristocracia y la revolución de masas que pareció posible a los jefes de los partidos revolucionarios. La había consumado en singularísimas circunstancias históricas, ajenas en parte al proceso económico y estimulada por un sentimiento revolucionario de profundas raíces sociales y morales en el pueblo ruso. Pero cualesquiera fueran esas causas, la revolución estaba hecha y acusaba los rasgos de una celosa ortodoxia doctrinaria que permitía distinguir con nitidez cuál era el sentido de la contrarrevolución nazi-fascista. Podía Rusia transigir circunstancialmente con Alemania, movida por las necesidades de su propia defensa y por su acentuado realismo político; pero era evidente que no podía desconocer el peligro que la acechaba tras el triunfo del totalitarismo reaccionario.

En cuanto a las potencias occidentales, la reacción contra el nazi-fascismo obedeció a más complejas motivaciones. El hecho de la Revolución rusa había constituido una fijación del proceso revolucionario y se presentaba, por eso, con ciertos caracteres peculiares: era un modelo, un esquema acabado de forma definida y precisa, como lo había sido la Revolución francesa en los tiempos que siguieron a su triunfo. Ahora bien, este hecho, ocurrido donde menos podía imaginarlo la conciencia revolucionaria occidental, interfirió un lento y continuado proceso que se venía desarrollando en el seno de las potencias democráticas y capitalistas del Occidente y que es necesario discriminar con precisión. En efecto, el mundo occidental había permitido el aniquilamiento del régimen feudal por obra de la burguesía, y luego el desarrollo progresivo de esa burguesía desde sus formas primitivas hasta sus formas más evolucionadas, hasta que llegó la conquista del poder político. En este punto del proceso, producida la revolución industrial, la burguesía advirtió el ascenso del proletariado como clase y adoptó desde ese momento una posición definida. Analicémosla con atención.

Si se consideran los altibajos de la actitud burguesa desde fines del siglo XVIII hasta nuestros días, nos es dado advertir que está caracterizada por las progresivas concesiones otorgadas al proletariado cada vez que las circunstancias se lo han impuesto. Mientras puede, la burguesía procura contener ese ascenso y negarse, aun con violencia, a las exigencias que se le formulan. Pero las etapas de contención y represión son seguidas por etapas de concesión, en todas las cuales se alcanzan metas de las que no se retrocede, sino que se toman, por el contrario, como punto de partida para nuevos análisis de la situación del proletariado. Ni Francia, ni Inglaterra ni los Estados Unidos —para limitarnos a las más importantes potencias industriales— han conocido una política de represión sistemática que se haya perpetuado con el ensañamiento y la firmeza que reveló el nazifascismo. Cuando se insinuó fue corregida al cabo de poco tiempo por cierto instinto político que ha demostrado a los estadistas de las democracias occidentales la imposibilidad de contener lo incontenible.

Esta actitud se da tanto en el campo de la teoría como en el de la práctica. No hay teóricos de la represión violenta y sistemática que hayan obtenido el consenso general para sus ideas, ni políticos que intentaran llevarlas a la práctica con éxito duradero. Los movimientos ultrarreaccionarios son, en los países occidentales, movimientos de élite que no han llegado a alcanzar vigencia general en la opinión, y ni siquiera polarizan la opinión cuando fingen adoptar el aire popular de inspiración mussoliniana. Ni Mosley, ni Maurras, ni el coronel La Rocque, consiguieron sobrepasar los límites de círculos harto estrechos. No hay un auténtico nazifascismo francés, ni inglés, ni norteamericano: hay reacción conservadora, pero no hay una actividad sistemática de la política reaccionaria con vistas al aniquilamiento del movimiento autónomo de las masas. Cuando más, hay un intento de solidarizar a las masas con los intereses nacionales, como ocurrió con el New Deal concebido por el presidente Roosevelt, que implica el propósito de neutralizar la virulencia del movimiento de masas, pero sin introducirse coactivamente en las esferas propias de las masas como clase, sin apelación a la violencia para someterlas a determinada estructuración y, sobre todo, sin abandono de las conquistas políticas de la democracia, categorías de la convivencia que es menester salvar a toda costa.

A mi juicio, ha habido una lenta absorción de la conciencia revolucionaria por las clases burguesas. Este hecho reviste una extraordinaria significación y proviene, en primer lugar, de la concepción del hombre que está consustanciada con la cultura occidental y supone una alta estimación de los valores que radican en la persona humana. Pero en segundo lugar, proviene de la naturaleza elástica de la concepción economicosocial del capitalismo, que implica una eficaz percepción de las posibilidades de acomodación que le ofrece la realidad cambiante. Para el capitalismo, el individuo no sólo es, eventualmente, un instrumento de producción, sino que es también, permanentemente, un consumidor cuyo estándar de vida interesa fundamentalmente al proceso de la producción. Pero hay más. A medida que se desarrolla, el capitalismo se despersonaliza y su único criterio es la eficacia, hasta el punto de tolerar un ascenso de masas que no puede sino repercutir favorablemente en el desarrollo del consumo.

Anticipémonos a los argumentos sentimentales. Subsiste una explotación despiadada que testimonian un Forster, un Rivera o un Gallegos. Pero obsérvese que el afirmar que ha habido y sigue produciéndose una lenta absorción de la conciencia revolucionaria por las clases burguesas no quiere decir en modo alguno que esa absorción sea automática y resultado de la benevolencia o el humanitarismo. El capitalismo no ha cedido sino ante la presión y sólo mediante la presión será posible que se liberen los que aún son oprimidos en condiciones subhumanas. Lo innegable es, sin embargo, que cuan-do esa presión alcanza la suficiente energía, el capitalismo tiende en Occidente a ceder y no a constituir un sistema de fuerza para sustraerse totalmente a las exigencias que le son planteadas. Aquí se conjugan los dos tipos de motivaciones. Por una parte el capitalismo occidental descubre que acaso no sea perjudicial, sino acaso beneficioso a la larga, que el proletariado eleve su estándar de vida como para perfeccionar el ciclo de la producción y el consumo. Este descubrimiento puede ser uno de los altos títulos que le sea lícito ostentar a Mr. Ford en la historia del capitalismo. Por esa causa, el capitalismo se siente detenido en su impulso primero de organizar una sistemática política de represión que aunque durante un tiempo acrecentara el índice de los beneficios, conspiraría luego contra los índices de producción y precios. Pero, por otra parte, el capitalismo occidental, en cuanto producto de una cultura de sólidos fundamentos, carece de vigor necesario para negar, en derecho, la legitimidad del ascenso de determinados grupos sociales, contradiciendo todos los principios que están en su base. Carece del vigor necesario para negar, en oposición con los fundamentos de la cultura occidental el derecho del individuo a liberarse de la coacción económica de sus semejantes, a desprenderse de los vínculos que lo colocan en situación forzosa de desigualdad, a ascender si posee las condiciones para ello. El capitalismo puede defender una situación de hecho, pero quienes defienden sus intereses no pueden, en situaciones críticas, negar cada uno de los postulados que la conciencia revolucionaria ha terminado por incorporar en la opinión unánime, aun en la de los más torpemente reaccionarios. Éste ha sido el triunfo de la conciencia revolucionaria tras una larga catequesis, cuyos frutos son hoy palpables a la vista de sus resultados y a la vista de la usurpación que el nazifascismo se vio obligado a hacer de sus principios.

Para quienes conocen el desarrollo de la política capitalista, ha sido lícito preguntarse alguna vez si mentían Churchill o Roosevelt cuando afirmaban, durante la última guerra, que combatían por la democracia, por la libertad y por la dignidad de la persona humana. En la medida en que representaban los más poderosos intereses del capitalismo, acaso hubiera en sus palabras alguna exaltación retórica; pero hay verdades que se imponen por sí mismas, aun por encima de las deformaciones y de los sofismas con que se quieren revestir deliberadamente. Las democracias occidentales, efectivamente, luchaban por la democracia, por la libertad y por la dignidad de la persona humana, porque luchaban por un sistema de convivencia que hace posible, sin que se disloquen ni se malogren las conquistas ya firmes, el triunfo progresivo de la revolución, de la que el mismo capitalismo se torna agente y defensor sin saberlo, o acaso sabiéndolo y a pesar suyo en la medida en que considera que afronta el menor de los males previsibles. Trabaja, en efecto, por la revolución posible, una revolución lenta mediante la cual se opera la transformación desde una economía capitalista hacia una economía cada vez más socializada, sin mutaciones demasiado violentas que impliquen un peligro mortal para las conquistas democráticas relacionadas con la libertad del individuo. Esa revolución no la hace el capitalismo sin duda, pero se hace dentro del capitalismo, con un esfuerzo cotidiano para vencer sus resistencias locales y recurriendo a veces a la violencia; porque la destrucción súbita del capitalismo significaría la des-trucción de un orden civilizado sin el cual —confesémoslo— la revolución carecería de alicientes. Como no es nada una revolución sin la garantía de la libertad, tampoco es nada una revolución que carezca de bienes que socializar. Por lo demás, opera en la dinámica del proceso un sobreentendido fundamental: el capitalismo no tiene ya en Occidente sino la fuerza necesaria para negar con malas artes y mientras pueda lo que le exijan las masas en ascenso, y termina siempre por otorgarlo a regañadientes; pero carece de la energía imprescindible y de posibilidades para intentar el aniquilamiento de las masas como fuerza autónoma.

Había, pues, un secreto acuerdo, una íntima y legítima connivencia entre el comunismo ruso y las democracias occidentales para oponerse mancomunadamente al nazifascismo: había en ambos una aceptación más o menos resuelta de la revolución necesaria, aunque difieran sustancialmente en cuanto a la manera de realizarla y su triunfo es, en lo fundamental, el triunfo de la revolución. Sólo queda por librarse —si es que no se lo puede impedir— el duelo entre las dos revoluciones posibles, tras el que se oculta, por cierto, la rivalidad entre dos grupos por el predominio económico y político, desgraciadamente como en las anteriores guerras imperialistas.

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AFIRMACIONES Y NEGACIONES LEGÍTIMAS

Una cosa es cierta, y es que el baluarte de la reacción frontal contra la conciencia revolucionaria ha sido aniquilado. Lo que queda frente a frente son las dos concepciones de la revolución, acerca de cada una de las cuales se debe tener opinión y adoptar una actitud clara y razonada.

Rusia significa la revolución súbita, resultante del golpe de Estado producido cierto día a cierta hora y consolidado por la anulación de las superestructuras del capitalismo. En realidad, Rusia no hace sino proyectar sobre el resto del mundo su propio proceso revolucionario y procurar que siga la misma dirección el de los demás países por intermedio de los partidos comunistas que obedecen las directivas de los organismos centrales de Moscú. Obra en su favor, sin duda, el que aquel movimiento se produjera de acuerdo con la ortodoxia doctrinaria, esto es, tal como preveía Karl Marx “la” revolución social. Para lograr ese objetivo y polarizar a su alrededor crecidas masas, el comunismo de inspiración soviética tiene a su alcance un bien provisto almacén de argumentos que, como los de sus contrarios, contiene afirmaciones y negaciones legítimas. Es menester tenerlas en cuenta, pero sin olvidar tener en cuenta también las de sus contrarios, y esto aunque se tenga posición tomada. A menos que no se quiera entender, sino, simplemente, afirmar y sostener una facción con la propia solidaridad.

No es difícil para el comunismo de inspiración soviética volver a afirmar —tras haberlo ocultado durante la guerra— que las democracias occidentales no son sino potencias imperialistas, en trance ahora de robustecer sus posiciones de ese tipo. La afirmación es legítima, porque mientras la producción mantenga ciertos caracteres será imprescindible mantener o extender los mercados y las zonas de influencia económica. Tampoco le es difícil afirmar que las democracias occidentales sólo lo son en un plano político y que, en el plano economicosocial, están guiadas por el afán de contener el as-censo de las masas. Afirmación también legítima, porque no hay grupo social que, mientras pueda, no procure mantener el control político y contener a quienes quieren arrebatárselo. Pero lo cierto es que, a mi juicio, ninguna de las dos afirmaciones supone, necesariamente, que la revolución esté malograda en Occidente y que sea absolutamente forzosa la revolución violenta. Las democracias occidentales han realizado —y lo habían hecho antes de 1917— una buena parte del camino que el régimen comunista tuvo que hacer en Rusia y pueden hacer el resto bajo el control de partidos reformistas, que sean tales en cuanto a los medios siendo, sin embargo, auténticamente revolucionarios en cuanto a los fines. Tómese el problema del imperialismo. A primera vista parece únicamente concebible bajo una sola forma de explotación; pero la experiencia demuestra que resiste a las coacciones violentas y, en cambio, se transforma bajo ciertas presiones condicionadas adoptando un carácter de progresiva colaboración económica perfectible, como lo prueba el caso de Inglaterra frente a sus dominios y de los Estados Unidos frente a algunos países de América latina. No hay duda de que es necesario luchar enérgicamente contra el imperialismo, pero no es menos cierto que es posible transformarlo en algo diferente sin poner en peligro otras cosas que por ser mucho más delicadas sucumbirán indefectiblemente entre el polvo de la revolución violenta. Este peligro se relaciona con la segunda afirmación. Las democracias occidentales son, en efecto, preferentemente políticas, pero no son por eso desdeñables porque el plano político es sustancial para nuestra forma de convivencia y adquiere un carácter eminente en cuanto la urgencia del problema economicosocial se desvanece. Entonces ahoga más la opresión que el hambre. La democracia política es el fruto de una dolorosa y secular experiencia del hombre occidental y, con todos sus defectos, es infinitamente preferible al más promisorio de los cesarismos surgidos de la revolución y la violencia. Sus formas constituyen, en fin, la única esperanza para evitar los peligros de ciertos atajos que parecen momentáneamente salvadores, pero que están rodeados de peligrosos e inevitables abismos.

Con eso se relaciona, precisamente, lo que las democracias occidentales y el reformismo pueden afirmar legítimamente por su parte, de la Rusia soviética. Si la revolución implica una autocracia y la dictadura del proletariado se ha de traducir, en los hechos, en la dictadura de cierto conductor que dice representarlo, valido de los apre-mios economicosociales y la inexperiencia política que lo caracteriza en las primeras etapas de su ascenso, acaso sea preferible no tener tanto apuro por llegar a la súbita socialización de los bienes de producción y convenga esperar a que las masas que más han de beneficiarse con ella adquieran —como lo hacen ya aceleradamente— la convicción de que no vale la pena vender la primogenitura por un plato de lentejas. Si la revolución violenta tiene la innegable ventaja de producir inmediatamente el triunfo de ciertos ideales, su propia mecánica interior parece entrañar el peligro de un cesarismo incontrolable, basado en la amenaza “contrarrevolucionaria” que se descubre en toda oposición, y sobre cuya base no puede edificarse nada duradero. Ni siquiera la socialización de los bienes de producción, resuelta durante la primera semana revolucionaria, puede considerarse segura a la luz de la secular experiencia política de Occidente, sobre la base de una dictadura que puede ser del proletariado durante esa primera semana y del secretario general del partido durante los treinta años subsiguientes. Por lo demás, la socialización de los bienes de producción —pueden argumentar las democracias occidentales y el reformismo— es cosa que tiene muy distinto sentido allí donde esos bienes son escasos y elementales y allí donde han lo-grado un extraordinario desarrollo. No es lo mismo una revolución fulminante en Rusia que en Inglaterra. La revolución fulminante en un país de alto nivel de desarrollo industrial supone una modificación de tal envergadura de los cuadros dirigentes que resulta casi inverosímil realizarla con éxito. Por lo demás es menester preguntarse cuál es el límite económica y socialmente favorable de la socialización de los bienes de producción, pues resultaría contraproducente y peligrosísimo hacer el experimento para retroceder, en determinada área del mundo occidental, cincuenta años en el proceso de la producción. Hay un sector de esos bienes de producción, conducidos ya por la acción individual y el espíritu de empresa hasta sus últimas posibilidades, que por su carácter de servicios prácticamente de orden público es imprescindible socializar cuanto antes; pero hay otro sector de ellos que acaso no interese todavía a la colectividad y que es menester que sean movidos por ciertos intereses particulares. Esta argumentación —y aquella con que podría ampliarse— de las democracias occidentales y el reformismo tiene, por su parte, considerable peso y obra en favor de la revolución progresiva, de la que se ha llamado con una fórmula feliz, “la revolución del consentimiento”.

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ESPERANZAS Y REALIDADES

Nada tan difícil como hacer vaticinios para el futuro; cosa más fácil es, en cambio, hacerlos para el pasado, como suele decirse que es costumbre de los historiadores. Así, Karl Marx no pudo prever, pese a su genio, que el capitalismo adoptaría las medidas que han permitido, en el curso de los cien años transcurridos desde la publicación del Manifiesto, la elevación de las masas hasta el nivel en que hoy las hallamos: no el máximo de lo deseable, pero muy preferible al que tenían en 1848. La presión revolucionaria, sostenida y enérgica, ha robado al capitalismo su fuerza interna de agresión, y no es imposible conseguir a su costa —como no lo ha sido en el último siglo— muchas cosas que antes parecieron inconcebibles, y esto por medios que, sin excluir una oportuna violencia, evitan el aniquilamiento de un orden político logrado al precio de grandes esfuerzos y sacrificios. Repárese en este detalle: hoy es inimaginable en Occidente una reversión del orden economicosocial a la situación imperante hace veinte, cincuenta o cien años. ¿Es posible suponer hoy la restauración en algún país occidental de la jornada de dieciséis horas, de las viejas condiciones de insalubridad del trabajo, o de los salarios de hambre, allí donde se hayan logrado superar? Allí donde esas conquistas no se han logrado todavía, el problema reside en alcanzarlas, como Perogrullo hubiera sostenido sensatamente; y si hay caucheros explotados en Colombia o en el Brasil, será menester arrostrar la lucha para sacudir esos males como la arrostraron quienes los superaron. Pero el nivel de ascenso es irreversible, y esto constituye una prueba de que es posible seguir por la vía de la reforma paulatina de las estructuras económicas y políticas.

Hay un drama, sin duda, para las generaciones frustradas, que alcanzan a divisar con claridad las metas finales y sólo llegan a vivir las etapas preparatorias, en las que no se hace sino luchar con los más duros y resistentes obstáculos. Pero ese drama ni es nuevo ni es específico de esta acción. Es constitutivo de la historia humana y co-rresponde a cierta dialéctica entre los ideales y las formas de realidad que se esconden en lo hondo del desarrollo histórico. Para esas generaciones que no alcanzan a divisar el logro de sus ideales, está reservada la lucha, que no es menos valiosa vital y espiritualmente que la conquista de los últimos frutos: porque también es fruto el primer obstáculo removido, la primera conciencia despertada, la primera formulación precisa de una idea antes difusa.

El apremio por la conquista de los frutos últimos, arrastrando los riesgos de un retroceso en el camino ya realizado, no constituye sino una solución de encrucijada, nacida de la desesperación o de la irresponsabilidad, que no puede aprobarse si se cree en la virtud de un pensar histórico y de una acción reflexivamente dirigida. Para los países occidentales, y pese a la amargura que es posible advertir en parte de nuestra literatura de hoy —la del existencialismo, por ejemplo—, es ésta una era de creación, de lenta y difícil creación, pero de creación robusta y duradera.

No nos engañemos, sin embargo. En algún momento, esa creación estará suficientemente madura y se verá, empero, contenida por estructuras caducas, como la maceta constriñe al limonero hecho para fructificar en la tierra sin límites. Entonces sí habrá llegado el momento de la violencia, mas sólo a condición de que el tronco sea robusto y las raíces estén ya desbordando. Porque sólo hay un momento para la violencia, señalado por cierta madurez que asegura al ejecutor que sólo habrá de destruirse lo que es ya estéril y envejecido.

Antes de ese momento —que por lo demás puede no llegar porque se quiebre a tiempo el barro frágil—, la violencia esconde tantos peligros como la injusticia contra la que aparentemente se dirige. La era de la violencia constituye el clima propicio para el desborde de las miserias que esconde el alma humana, y la conciencia histórica debe ser causa para impedir la destrucción de lo valioso y la salvación de lo decrépito. Que es lo que frecuentemente suele ocurrir cuando la violencia se apresura a romper la maceta antes de que el limonero esté pidiendo para su tronco ya robusto la tierra ilimitada.

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EPÍLOGO. PAISAJE DESDE UN MIRADOR

Un siglo de iniciado el ciclo del 48, su curva alcanza cierto punto en la cuadrícula de las coordenadas, tras el cual se yergue inquietante ante el observador la incógnita del porvenir. “El porvenir —decía Valéry— no tiene imagen. La historia le proporciona los medios para ser pensado.” Es bien sabido que esos medios son harto precarios y que más bien parecería requerirse el don profético para descubrir, entre las infinitas variantes que puede adoptar el curso de la vida histórica, aquella que ha de eslabonarse con el presente. Empero, nos ha tocado una edad dura, a la que no sostienen las escondidas certidumbres de Isaías o de Casandra. No nos queda, pues, para calmar nuestra inquietud sino la reflexión histórica, una reflexión ahincada y tenaz, de cuyos frutos puede esperarse, al menos, esa medida certidumbre que proporciona la inteligencia, apenas eficaz frente a las impensables contingencias del sino histórico.

Una reflexión sobre el pasado inmediato de nuestro tiempo ha sido hilada en estas páginas con la esperanza de vislumbrar al cabo la fisonomía del amargo tiempo de nuestras vidas y del tiempo incógnito de la de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos. Desde el propicio y lejano mirador del presente ha sido posible divisar el rápido progreso del siglo que dejamos a nuestras espaldas, y al acercarnos al punto de mira nos tienta la casi mágica aventura de arriesgarnos a lo largo del tiempo todavía no transcurrido. Pero desde entonces, entre el paisaje y el mirador se interponen las más confusas sombras y las volutas de los vapores del abismo sagrado parecen esbozar gigantescos interrogantes. Ciertamente, la profecía no nos es dada, y hasta la secreta convicción del que reflexiona sobre el fondo de las cosas aparece ante sus mismos ojos ornada —como la profecía de Casandra— con la sombra grisácea de la duda. Sólo incertidumbres y congojas proporciona la denodada vigilia al pescador de vati-cinios.

¿Incertidumbres y congojas? Y, sin embargo, el pasado inmediato de nuestro tiempo parecía alimentar un límpido optimismo en el observador, ante cuyos ojos se destacaba su imagen con su perfil más claro. Pero esa suerte de optimismo histórico —tendido sobre una larga perspectiva— no excluye por cierto la angustia por el sino inmediato. Acaso este contraste entre el optimismo que depara cierta lejana claridad entrevista sobre el horizonte y la amargura suscitada por la experiencia individual sea uno de los signos más característicos de nuestro tiempo.

Examinemos nuestra propia actitud. Quienes abrigan cierta fe radical e indestructible en el destino de la humanidad y no han sido carcomidos por el nihilismo contemporáneo, no podrán sino regocijarse al contemplar el decidido ascenso de ciertos ideales que entrañan un progresivo perfeccionamiento. Y este ascenso se acentúa vigorosamente —quizá se haya advertido a lo largo de estas páginas— durante esta tercera edad del Occidente que se confunde con el ciclo del 48 y contempla la más extraordinaria exaltación de masas humanas que conozca la historia. Esta contemplación justifica, por sí misma, un optimismo radical, porque acaso los más altos bienes de la cultura, los que nos son más caros, no merecieran ya la total adhesión de los espíritus honrados y justicieros si siguieran vedados a las capas parias que aún subsisten. Pero los espíritus honrados y justicieros son, precisamente, los que ven enturbiarse su optimismo con una creciente congoja. Porque el proceso de aquel ascenso se realiza con todas las dramáticas contingencias que son propias de las profundas conmociones sociales, con esa peculiar remoción de los detritus que se acumulan en la sentina del alma humana, con ese alarde de desmesura y de soberbia con que gustan mostrarse, cuando se desatan las pasiones durante largo tiempo reprimidas. Entonces el optimismo histórico se ensombrece en los espíritus aferrados a sus nobles fantasmas familiares, y la irrupción de los impulsos primigenios suscita en ellos esas incertidumbres y congojas que parecen testimoniar unánimes los más preclaros entre todos.

Pero que no se avergüence, sin embargo, aquel a quien le ha sido dada cierta fe ingenua e inquebrantable en el destino de esa humanidad tan proteica, y en la perfectibilidad de su aventura eternamente renovada: porque entramos, sin duda alguna, en una etapa de nuestra cultura mejor que las que la precedieron, que ha de ver el ocaso de muchas servidumbres y el avivamiento de aquellos ideales que la nutrieron desde su génesis oscura. Y si esto es cierto, acaso se justifiquen las amarguras del tránsito y el derrumbe de ese recinto familiar dentro del cual reposábamos sosegados y peligrosamente ajenos a los cuatro vientos de la vida. Esas amarguras son, ciertamente, las que configuran este tiempo de nuestras vidas, pero hasta su ingrato sabor puede tornarse tolerable si descubrimos que disimula una virtud catártica.

Empero, la experiencia individual es dura y se requiere cierta enérgica resolución para sobreponerse y mantenerse en la vigilante actitud reflexiva, la única que parece digna y necesaria si se admite la posibilidad de intervenir en la determinación de nuestro destino. Porque aquel optimismo histórico no alcanza a disimular los innu-merables peligros que pueden malograr los designios que parecían justificarlo. Reflexionemos un instante sobre ellos.

El triunfo de los ideales de la conciencia revolucionaria está condicionado todavía por el resultado del duelo que libran entre sí las dos concepciones con que esa conciencia se manifiesta a esta altura del ciclo del 48. A los ojos de quienes han sufrido la dura experiencia de la guerra, ese duelo parece estar destinado a desembocar en una nueva conflagración, más terrible, sin duda, que la anterior, por la creciente perfección de los medios técnicos aplicables a sus siniestros fines. Pero ese riesgo, con ser tan grave, no parece ser la nube más oscura que se cierne sobre el claro cielo del optimismo históri-co. Pues aunque nadie sabe si, llegado el momento, deberá sostener su necesidad o afirmar que es criminal e innecesaria —hasta tal punto son oscuras las contingencias de la historia—, lo cierto es que la guerra no es por sí misma inevitable y son muchas las probabilidades de que las dos concepciones en conflicto establezcan un tolerable sistema de convivencia, y aún es posible, finalmente, esperar que tal sistema surja de una nueva guerra, tan cruel como podamos imaginarla.

A pesar de eso, creo lícito afirmar que no es ése el riesgo más grave, la nube más oscura. Porque más grave que las muertes y las catástrofes es, a la larga, la crisis de aquellas estructuras sobre las que se vive y la pérdida de aquellos valores tan entrañables que la vida se hace deleznable sin ellos. Ahora bien, el triunfo pleno de la conciencia revolucionaria con las múltiples e imprevisibles circunstancias que acompañan a los procesos sociales que ese triunfo trae aparejados, significa un peligro para la persistencia de aquellas estructuras y la salvación de esos bienes. Pero como estos últimos tampoco parecen justificables si no son capaces de suscitar el triunfo final de la conciencia revolucionaria, plantéase un conflicto que es menester captar en toda su complejidad y resolver como un todo sin sacrificio para ninguno de los dos elementos en contacto. La única diferencia que obra en favor de las estructuras y los bienes de cultura para que se organice su defensa, es que carecen de la agresividad y de la resistencia que pudieran salvarlos por sí solos. Y es bien sabido que en su debilidad está su fuerza.

Esos bienes de cultura han sido creados por el esfuerzo de minorías que no sólo gozaron de ellos sino que se sacrificaron también y entregaron lo mejor de sus vidas para crearlos, perfeccionarlos o multiplicarlos, con renunciamiento y heroísmo. Deben ser cuidadosamente trasvasados para impedir que pierdan su concentración y su virtud, porque tendrán que nutrir muchos espíritus y sobrevivir en ellos. A veces parecen superfluos, pero es menester tener presente que si no sirven para las necesidades de cada día es porque sirven para las necesidades de la existencia plena, a la par que constituyen la condición necesaria para que perduren los ideales en cuya virtud ha podido triunfar la misma conciencia revolucionaria. El realismo parece conspirar contra la otra realidad —la superrealidad—, pero es necesario no dar alas a su menosprecio porque es bien sabido que esta última, aunque modela a su vez, modela y perfecciona aquella de la que parece evadirse.

De todos esos bienes de cultura interesa defender sobre cierto grupo el precio de la vida, porque la vida carece de valor si ellos perecen: es el de los que aseguran la significación eminente de la vida humana, la necesidad de la libertad del individuo y la obligación de defender su dignidad. Contra esos bienes de cultura, precisamente, conspiran en particular nuevos ídolos celosos, como los dioses antiguos, del hombre prometeico, nuevos ídolos que menosprecian la inteligencia para exaltar las fuerzas primigenias de la tierra, la sangre y los instintos. Están enmascarados, pero la masa de sus torvas figuras está moldeada con los detritus que se acumulan en la sentina del alma humana, y les insuflan una menguada apariencia de vida las pasiones desatadas que hacen alarde de su desmesura y su soberbia.

Estos ídolos, indignos del sacrificio que se cumple sobre sus aras, constituyen el más grave peligro que oscurece la perspectiva de esta tercera edad del Occidente. Aún es tiempo de deshacer el barro fresco de sus moles y salvar de ese modo lo que es, al fin, la clara linfa de la conciencia revolucionaria, amenazada ella también en su pureza. Hay, ciertamente, una angustia propia del tiempo de nuestras vidas que nace de la tragedia que hace peligrar, tras el triunfo, aquello por lo que se ha luchado con sacrificio y heroísmo. Esta angustia señala la línea del deber y por eso se redime a sí misma transfigurándose en el genio de una conducta.