José Luis Romero: Evocación y evaluación

SERGIO BAGÚ

Difícil sería, si lo intentara, evaluar la obra escrita de José Luis Romero dejando de lado su imagen de docente y de amigo, así como ese fluir tan espontáneo de su conversación. De la importancia de su obra me he formado un concepto, para mí bastante acabado. Pero le tengo a él mismo en mi retina, tan vívidamente relacionado con episodios casi actuales —o, al menos, no tan lejanos— que me es inadmisible omitirlos. Por otra parte, no me resulta forzado admitir que tan legítimo es evaluar a un pensador por su obra como evaluar su obra en función de su momento histórico, de su biografía y del inequívoco perfil de su personalidad.

Yo no fui, acaso por el simple azar de los hechos, su amigo íntimo y frecuente. Podría, sin embargo, haberlo sido por razones generacionales, de vocación y de actuación universitaria. Mi contacto con él, si bien muy espaciado, fue invariablemente cálido y fácil. Diría que la transparencia de espíritu, el amor por las cosas de la cultura y una clara definición a favor de la justicia social eran las tres condiciones que se necesitaban para ser muy buen amigo suyo. Todavía puedo agregar dos más: la generosidad intelectual —que le llevaba a compartir su conocimiento con entusiasmo y sin limitaciones— y el sentido del humor, que en él era muy refinado, a la vez que espontáneo.

I. LA FORMACIÓN HUMANÍSTICA

Su inquietud intelectual, su necesidad de saber desbordaban ampliamente las fronteras de las especializaciones. Se llega a veces a esa etapa como culminación de una larga búsqueda insatisfecha en terrenos limitados del conocimiento. Para Romero, en cambio, resultó su primer cuadro referencial de importancia; diríamos que su punto de partida.

Su adolescencia cultural transcurrió bajo la guía de su hermano Francisco, el filósofo, dieciocho años mayor que él, y en el ambiente inmediato de su juventud hubo personalidades tan definidas como Pedro Henríquez-Ureña y Alejandro Korn. En otras palabras, las mejores fuentes que pudo tener su formación humanística en el Río de la Plata.

Hay otra figura que se incorporó al clima intelectual que le fue familiar y que completa ese horizonte de ideas. Me refiero a Rodolfo Mondolfo, radicado en Argentina desde la década de 1931. No evoco estos nombres sólo por su importante valor biográfico sino también porque definen acabadamente un modo de humanismo. Henríquez-Ureña era uno de esos ardorosos militantes de la cultura que en América latina deben emigrar de su lugar de origen —en su caso, la República Dominicana de Trujillo— por su insuperable incompatibilidad con un régimen oprobioso. Korn, el médico filósofo, maestro de varias generaciones, inspirador de la Reforma Universitaria, se había afiliado al Partido Socialista a los setenta años de edad, como una manera de definirse frente a la dictadura de Uriburu. Francisco Romero perdería más tarde sus cátedras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires por imposibilidad de acatar el régimen universitario ultraconservador y represivo que impuso el primer peronismo. Rodolfo Mondolfo, militante de una vertiente humanista del marxismo europeo, había llegado al Plata como exiliado del fascismo italiano, su enemigo irreconciliable.

La ruta de su humanismo fue para Romero también la del antifascismo, porque su definición ante la brutalidad totalitaria, la represión integral como único eje de una forma de dominación, se traducía en la defensa ardorosa de la libertad de conciencia y del respeto a la personalidad humana. No erremos el camino de la interpretación al encontrarnos con un joven historiador formado en el clima humanista y orientado tempranamente hacia el análisis del universo de las ideas. Sus pies estuvieron siempre sobre la tierra —esa tierra conmovida sucesivamente por la crisis de 1929, las victorias del fascismo y la Segunda guerra mundial— y su vocación por el análisis científico fue tan apasionada como su definición política.

Con ese trasfondo formativo se comprende bien que fuera la historia de la cultura su primer vuelco vocacional. Esa etapa culmina con su fundación de la revista Imago Mundi en 1953. Pero su expresión más elocuente la constituye su volumen El ciclo de la revolución contemporánea, que publicó en 1948.

Hay una conciencia, explica en ese volumen, que comenzó a gestarse antes de finalizar la Edad Media y que alcanzó su “punto más alto de esplendor” entre 1848 y 1914. Tres atributos le han acompañado durante mucho tiempo: el liberalismo (no se refiere a lo que posteriormente se llamará liberalismo económico sino a una escala de valores ético-sociales basada en el respeto a la libertad individual), la idea de nacionalidad y el orden económico-social de la propiedad privada. Pero dos de esos tres —el liberalismo y la idea de nacionalidad— dejaron, con el correr del tiempo, de caracterizarle. Uno solo le queda a esa conciencia (que es la conciencia burguesa): “el orden económico-social de la propiedad privada”.

En 1917 recibió esa conciencia burguesa —explica en la misma obra— el tremendo impacto de la revolución rusa, cuya “inmensa significación” se comprueba con “la relación de dependencia que tienen con ella todos los fenómenos histórico- sociales de los últimos treinta años”. Pero la etapa que se abre en Rusia en 1917 presenta ante la humanidad un horizonte organizativo que perderá posteriormente “su perfección teórica”; no como consecuencia de algún fracaso ante el juicio de la historia sino porque se trata de una consecuencia normal de la transformación de la conciencia en realidad.

Recuerdo todo esto no sólo para resumir ideas sustanciales de un pensador sino para insistir en que el clima humanístico que rodeó a Romero respondía a una inspiración renovadora, sin ningún nexo ideológico, ninguna afinidad de objetivos con otros modos de humanismo que aparecen periódicamente cuando se trata de enfrentar los grandes cambios sociales con la justificación de una filosofía respetable. Ese mismo camino de la historia de las ideas había sido ya transitado otras veces en Argentina con una inspiración similar a la de Romero, desde la Evolución de las ideas argentinas que José Ingenieros comenzó a publicar en 1918 y que dejó inconclusa, hasta Las influencias filosóficas en la Argentina del mismo Korn.

II. DEL NEOPOSITIVISMO HISTORIOGRÁFICO A LAS ESTRUCTURAS SOCIALES Y CULTURALES

Cuando estudiaba la carrera de Historia en la Universidad Nacional de La Plata, la corriente dominante en los medios académicos era la que podría denominarse documentalismo pero que, para buscarle un contenido más preciso, prefiero llamar neopositivismo historiográfico. Su metodología descansa sobre la búsqueda de material escrito inédito y su ordenamiento, con fines expositivos, en función de un criterio político-cronológico. Se propone, como definición profesional distintiva, el mayor grado posible de objetividad en su planteamiento, que debe estar ausente de todo juicio de valor.

Este concepto de la reconstrucción histórica implica —aunque jamás se lo dice explícitamente— una convicción filosófico-social. La historia es, desde ese ángulo, una interminable serie de episodios en los cuales sólo se expresan minorías políticas y, sólo muy subsidiariamente, minorías económicas y culturales. La verdad del pasado queda revelada en su totalidad cuando el historiador ha compaginado cronológicamente esos episodios, no poniendo —eso sí— pasión alguna en esa tarea rigurosamente profesional.

Esta escuela —que en Argentina dejó sentir su poderosa influencia durante medio siglo— se nutre en la más elemental de las epistemologías, porque percibe el fenómeno social sólo en sus manifestaciones más notorias o más frívolas. Permanece ajena por completo a la noción de estructura y de transformación estructural. Aportó en Argentina un elemento positivo: el oficio de documentalista, necesario, meticuloso, preciso, desapasionado.

A Romero no le despertó entusiasmo el documentalismo desde sus días de estudiante, lo que llevó a algunos de sus tempranos colegas a suponer que iría deslizándose hacia una historiografía discursiva. Su camino fue radicalmente diferente. En el manejo del instrumental, ninguno de los viejos documentalistas alcanzó el rigor técnico que desarrolló Romero. En lo metodológico, aprendió tempranamente a percibir la complejidad del pasado real que no se manifiesta ante el investigador sino cuando éste ha logrado un sistema de conceptos de tipo universal que le permita llegar a la médula de las estructuras mismas. Esta posición epistemológica le fue llevando —tarea de toda su vida de estudioso— a buscar para sus libros una arquitectura expositiva que lograra conciliar la realidad de la estructura con la realidad del cambio incesante. El problema es de difícil solución. Fue, en su caso, el fruto de su planteamiento de historiador enriquecido por su temprana cultura humanística.

III. LOS TRES GRANDES VUELCOS VOCACIONALES

He dicho que la primera definición temática fundamental dentro de toda su obra es la historia de la cultura. Su libro mencionado de 1948 constituye un vasto esfuerzo por reconstruir un proceso organizativo de muchos siglos en el continente europeo en función de las ideas dominantes, no en la expresión escrita de los portavoces sino en la inspiración real de los movimientos sociales. La suya es una historia de la cultura que constantemente roza la historia de las definiciones políticas sustanciales, no la lucha de las minorías por el poder político. Pero se mantiene hasta el fin en el terreno que ha elegido: es una historia de la cultura que nunca deja de serlo.

Su segundo gran vuelco está señalado por La revolución burguesa en el mundo feudal, que apareció en 1967. Dentro de toda su obra publicada, ésta es la expresión más completa de su percepción de la historia social.

El tercero se manifiesta en Latinoamérica: las ciudades y las ideas, cuya primera edición es de 1976.

Creo que, en cuanto al contenido de su obra, a su objetivo de investigador y a los problemas que le conmueven, cada uno de estos tres libros se ubica dentro de límites precisos. Pero no basta comprobarlo así para justificar esa tipificación. Apenas hecha ésta, ya surgen varias aclaraciones que limitan su valor intrínseco.

En primer término, si bien entra muy pronto en la temática histórica europea —su tesis doctoral versó sobre Roma—, su preocupación por la historia y los problemas contemporáneos de Argentina aparece también desde sus comienzos de estudioso y persiste toda su vida. Sin duda, sería útil reconstruir las etapas de su larga pasión argentina.

Lo que quiero señalar, al insistir en sus tres vuelcos vocacionales, son grados de preocupación dominante y, a la vez, etapas acumulativas en el transcurso de su propia capacidad perceptiva. Yo creo, en efecto, que por la vía —que nunca abandonó- de la historia de la cultura llegó Romero a la historia social. Hizo allí un aporte interpretativo extraordinario y, sin abandonar ese terreno —sobre el cual siguió trabajando—, entró después en una temática latinoamericana, como producto de dos convicciones ya bien delineadas: una, la de que se mantenía en las grandes líneas interpretativas de la historia social; otra, la de que en América latina era, al fin y al cabo, su propia residencia en la tierra, su raíz y su horizonte inmediato.

Dicho esto último de un argentino de la generación de Romero tiene un sentido muy especial, porque hasta la década de 1951 en el mundo cultural argentino sigue dominando una bipolaridad temática: Europa allá y Argentina aquí. América Latina y Estados Unidos sólo constituían referencias accidentales. Una excepción a esa actitud la constituía la Reforma Universitaria, que fue latinoamericana desde su gestación y a la cual, precisamente, Romero adhirió.

Pero, más allá de su temática inmediata, debo insistir en que, por formación y por vocación, lo más importante, lo más distintivo de Romero es lo que le define como historiador de lo social. El mundo de la cultura —el arte y la filosofía, la ética y la escala de valores— son para él expresión, aunque también agente dinámico, del universo social ubicado dentro de una etapa evolutiva.

Aún debo agregar que su cuarto vuelco vocacional se encontraba ya en un grado de maduración muy avanzado cuando falleció. Se expresaría, como veremos, mediante varias obras sobre teoría general de la historia, cuyas ideas centrales trabajaba desde hacía varios años.

IV. EN LA UNIVERSIDAD

Como desde muy joven fue docente universitario vivió la evolución de la universidad argentina como parte de su propia biografía intelectual. Los aires renovadores de la Reforma Universitaria que se inicia en Córdoba, Argentina, en 1918 con todo un programa de transformación continental, formaron parte de su definición ideológica a partir de sus primeros pasos de estudiante. Desde 1930, y hasta 1945, la universidad conservadora quedó restaurada al amparo de los regímenes presidenciales que se sucedieron desde el golpe militar de Uriburu en 1930.

La universidad conservadora lo fue por el objetivo que se propuso en su medio social, por su catálogo de especialidades profesionales, por el contenido y la metodología de la enseñanza, por las rigurosas restricciones impuestas a la participación estudiantil en el gobierno de las casas de estudio y por la ausencia casi total de investigación científica en su ámbito institucional. Pero algunas posiciones docentes renovadoras —generalmente subordinadas— y uno que otro instituto pobremente dotado cupieron dentro de su estructura obsoleta. La universidad del primer peronismo (1945-1955) siguió siendo conservadora en su concepción general y en el tipo de conocimiento que transmitía, así como en el abanico de sus especializaciones, con el agravante de que desalojó de los cargos docentes a los escasos profesores progresistas que habían subsistido hasta 1945, Romero entre ellos.

Cuando se produjo el movimiento militar que derrocó al peronismo en 1955, el nuevo régimen —que intervino las organizaciones sindicales obreras y persiguió tenazmente a los militantes obreros peronistas de base— transó en el medio universitario, permitiendo la actuación de los organismos estudiantiles y la reincorporación de algunos profesores progresistas, entre ellos Romero, a quien, por imposición de la Federación Universitaria de Buenos Aires, organismo estudiantil, se le entregó el cargo de rector interventor de la Universidad de Buenos Aires. Lo ejerció durante pocos meses, pero continuó en la docencia hasta su jubilación, poco antes del golpe militar de 1966.

Los años que van desde la aprobación del Estatuto de la Universidad de Buenos Aires en 1958 hasta el golpe militar de Onganía a mediados de 1966 —y, dentro de ese corto periodo, sobre todo el rectorado de Risieri Frondizi— fueron los más fecundos en la historia no muy prolongada de la Universidad de Buenos Aires. El espectro profesional se amplió extraordinariamente, con lo que se incorporaron nuevas carreras, como economía, sociología y psicología. Se hizo un vasto intento de adaptación de la enseñanza superior a las necesidades de un país en la etapa de la expansión industrial. En varias facultades y en muchas cátedras hubo una renovación completa de los métodos de enseñanza. Se creó, en escala considerable, la profesión de investigador. Se puso, en fin, el gobierno de la universidad —a la que se otorgó autonomía por ley y por primera y única vez en la historia del país— en manos de los representantes de profesores, alumnos y graduados.

En esa etapa, su actuación universitaria fue intensa y diversificada, desde su decanato de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires hasta su fecunda tarea de docente. Esta universidad, con presupuesto restringido y sin desprenderse de carreras y cátedras que repetían el modelo conservador predominante hasta 1955, fue en suma un mosaico de lo nuevo y de lo viejo, de lo audaz y de lo obsoleto, de una función universitaria creadora a la vez que de una modernidad superficial. Por sobre todas las cosas, fue un ejercicio constante de participación en la responsabilidad del gobierno universitario.

Romero no era ya profesor durante los periodos posteriores de la restauración entre 1966 y 1973, y la breve y caótica experiencia neoperonista en 1973 y 1974.

V. LA DOCENCIA CREADORA

Dondequiera que pudo actuar como profesor, dejó huella de su docencia eminentemente creadora y, por lo tanto, libre de todo dogmatismo. Así ocurrió en la Universidad de la República, en Montevideo; en la Universidad Nacional del Litoral, en la Universidad Nacional de La Plata pero, particularmente, en la Universidad de Buenos Aires.

Como para todo buen pedagogo, la docencia fue para él una fuente de reflexión, un campo experimental para sus ideas. Así se explican sus dos virtudes de maestro; su gran limpieza expositiva, que transformaba cada una de sus clases en modelo didáctico y su incesante aprendizaje en el debate con sus propios alumnos. Evoco eso, además, para explicar por qué el curso de historia social que comenzó a dictar en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires alrededor de 1960 impresionó tanto a los estudiantes de sociología, de historia y de psicología.

Actuaron circunstancias peculiares, que apuntan, sin embargo, a males conceptuales que se encuentran aún hoy en algunas universidades latinoamericanas: la sociología que se enseñaba entonces era inmóvil, sin vibración de cambio, con clases sociales que se transformaban, a la manera funcionalista, en una estadística simplificada; la psicología, un constante girar en círculo cerrado alrededor del enigma de la personalidad sin contacto con la realidad social ni con el transcurso del tiempo; la historia, una inmensa fragmentación en momentos inconexos, sin lógica unificada y sin integración de datos.

Romero no se propuso, en modo alguno, conmover las bases lógico-pedagógicas de esas tres carreras. Con toda su claridad habitual, lo que hizo fue explicar una extraña realidad de clases sociales y universos valorativos en continua y creciente transformación. Un proceso optimista, en el fondo, a pesar de las catástrofes frecuentes, porque estaba convencido de que la experiencia histórica hacía que el hombre fuera progresivamente mejor.

Un docente con su aptitud para aclarar ideas, con su capacidad de diálogo con los jóvenes, con su erudición y su vasto horizonte humanístico contrastaba tan fuertemente con la docencia y los docentes —no todos, claro— de las tres carreras que los alumnos terminaban su curso de historia social con la fuerte impresión de haber descubierto un camino radicalmente nuevo. Escojo, para decir esto, sus propios testimonios y estoy seguro que no caigo en hipérbole.

La historia social que enseñaba tuvo, además, otra virtud de gran alcance: hacía que los alumnos descendieran a la realidad constituida por la sociedad en que vivían. Parecía inexplicable en el caso de un medievalista. Pero se comprendería mejor lo que estaba ocurriendo si se recuerda que el modo de enseñar la sociología, la psicología y la historia en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires de aquellos lustros nada lejanos colocaba a los alumnos en una suerte de suprauniverso poblado de nubes densas, desde donde no podían divisarse la textura y las anfractuosidades del suelo. Esa experiencia no la tuve yo porque, en esos años, enseñaba historia económica y sociología económica en la Facultad de Ciencias Económicas de la misma universidad y mis alumnos eran, prácticamente todos, ya jóvenes profesionales en ejercicio, que lidiaban varias horas diarias con problemas de empresas de estado o privadas, de servicios públicos, de bancos, de conflictos de intereses mensurables en números, de movimiento obrero. Vivían a diario, en otras palabras, sumergidos en esas anfractuosidades del suelo que los otros no podían divisar.

VI. SU CONCEPTO DE LA HISTORIA SOCIAL

Su ingreso pleno como investigador de la historia social se produce por la vía de la reconstrucción del universo total de la clase burguesa. Y aquí, la gran pregunta: ¿por qué se hizo medievalista este argentino que vivía en su lugar de nacimiento, que sólo abandonó esporádicamente?

La clave no es de fácil acceso, pero creo tenerla, sin necesidad de recurrir a sus respuestas literales (porque, claro está, esto se lo preguntaron muchas veces y él contestaba, con su ironía característica, que para comprender mejor lo que estaba ocurriendo esos días en el mundo).

Si tenemos en cuenta que se especializó en ese fenómeno típicamente urbano que fue el surgimiento de la burguesía como clase social en Europa centro-occidental y que lo analizó a lo largo de decenios de reflexión y de contacto con documentos y si, por otra parte, pensamos que esa clase burguesa pasó a constituir la columna vertebral de la historia de las clases sociales y del universo occidental hasta nuestros propios días (incluyendo el mundo colonizado, y más tarde subordinado, de nuestra América Latina), no pongo en duda un instante que esa vocación del historiador argentino estaba dirigida a re-trazar un origen esencial de nuestra realidad contemporánea. La sonrisa de Romero, al contestar la pregunta, me lo confirma.

Es que, aunque especializado en el siglo xiv, vivió siempre profunda, ardorosamente en el presente. “La historia no se ocupa del pasado —le aclaraba a Félix Luna—. Le pregunta al pasado cosas que le interesan al hombre vivo.” No creo que pueda decirse con mayor concisión algo más fundamental sobre la necesidad que el ser humano ha sentido siempre de explorar el pasado.

Como yo pienso que el aporte más importante que deja corresponde a la órbita de la historia social, tendría que interrogarme qué clase de historia social hacía.

Quiero aquí dejar bien explícita una opinión. Cuando estudié, más que leí, La revolución burguesa en el mundo feudal, yo conservaba muy vivas mis lecturas de Marc Bloch y, por otra parte, acababa de leer varios de los autores europeos más importantes dedicados al tema medieval. Tenía frescos en mi memoria los elementos de una posible comparación. Mi juicio le fue muy favorable. Estoy convencido de que la de Romero es una obra maestra, una de las más importantes —por su capacidad de interpretar y la vastedad de su erudición— que se han publicado sobre el tema. La coloco en el nivel de Bloch, lo cual es el mejor homenaje que se le puede rendir y, por tanto, muy por arriba de muchos de los libros, fragmentos y artículos de autores europeos y estadounidenses sobre temas afines de mayor circulación en nuestros días. Es inevitable, entonces, que me pregunte por qué esta obra no ha sido traducida al inglés ni al francés. Creo que la respuesta es sencilla: se trata de un problema vulgar de competencia profesional, porque su autor es un latinoamericano que escribe sobre un tema europeo. Es más probable que se traduzca antes al ruso y al polaco, porque la competencia profesional entre especialistas es menos desenfrenada en el ámbito de esos idiomas.

Debo aquí hacerme otra pregunta, que quiero formular en términos que parezcan ingenuos. Si había desarrollado esa capacidad para reconstruir la historia social, ¿cómo se explica que no fuera marxista?

Esta pregunta, así tan simplificada, puede llevar a suponer que la adhesión al marxismo es condición previa indispensable para hacer buena historia social (yo creo que es un excelente punto de partida, aunque no indispensable) o bien, más que condición previa, garantía para que la historia social que se haga sea buena (lo cual no explicaría por qué hay malas historias sociales escritas por adherentes confesos al marxismo). No son esas posiciones las que me preocupan ahora, sino que trato de comprender cuál fue la vía por la que Romero llegó a hacer una excelente historia social.

Desde luego, él tenía por el modo de interpretar la historia introducido por Marx un respeto profundo. Se lo acababa de decir a Félix Luna:[1] “El aporte de Marx a la ciencia histórica es importantísimo. Yo diría que los únicos dos historiadores que, en distintas situaciones, sin duda, han puesto el dedo en la realidad real (una vez más, su tendencia a la paradoja. Me lo imagino preguntándole a un político o a un escritor oficializado: usted, señor, ¿habla de la realidad o de la realidad real?) con toda su crudeza, son Maquiavelo y Marx. Son los que han puesto sobre la mesa la trama gruesa, insoslayable, de lo que es el comportamiento humano, individual y social. Desde ese punto de vista creo sinceramente que en el mundo contemporáneo hay muy poca gente que, en alguna medida, no sea marxista, aunque no lo sospeche, si se entiende por marxismo —y es su expresión más válida— un conjunto de principios de la dinámica histórica […] Tradicionalmente la ciencia de la historia ha visto la trama de la historia y él muestra, como Maquiavelo, el revés. Ésta es su grandeza y no hay manera de que nadie lo niegue.”

Pero no era marxista. No lo era porque el gran cauce de su formación humanística procedía de otras fuentes, a pesar de que Marx, como Engels, fueron en su tiempo la expresión más completa, más coherente, de una convicción humanista dentro de la gran corriente de la cultura europea. No lo era porque había construido sus categorías de análisis de modo tal que algunas coincidían con las de Marx y otras no. No lo era porque nunca había experimentado la necesidad de manejar el dato económico en la medida y el sentido que caracterizan la obra de Marx y Engels (más aún: quizá la laguna más importante en la obra de Romero sea la limitación de su análisis económico). Tampoco era marxista sin saberlo. Él sabía que no lo era y acertaba.

No tomo aquí en consideración el margen de verdades fundamentales enunciadas por Engels y Marx e incorporadas ya, sin mencionar procedencia, al conjunto de la cultura occidental, hecho al que se refiere Romero en los párrafos precedentes; ni tampoco su propia definición política. A este respecto, cabe recordar que siempre se definió como socialista y, por lo demás, me parece oportuno señalar aquí que, a esta altura de la colosal polifurcación de actitudes políticas dentro del campo doctrinario marxista —a menudo enemigas irreconciliables las unas de las otras—, la pregunta misma de si un autor o un político es marxista o no ya casi carece de sentido. El hecho cierto es que Romero no compartía las conclusiones políticas que Engels y Marx habían extraído de su propio análisis histórico y esto lo decía con la misma honestidad con que hacía de la obra de Marx ese gran elogio que acabo de transcribir.

Quizá la debilidad en el manejo del dato económico no sea la única que se le pueda descubrir, a la luz de los aportes que otras ciencias sociales han hecho en el terreno del análisis de las estructuras sociales. ¿Pecado mortal? Pecado sí, aunque no mortal. Es el pecado de la inevitable limitación de un pensador que se propuso interpretar todo el curso de la cultura humana y de la estructura social.

Pecado de orgullo, diría un teólogo de la vieja escuela, al comprobar que lo que se proponía este solitario filósofo latinoamericano era descubrir el enigma de lo fundamental en la vida de las sociedades humanas.

VII. SU PROGRAMA DE PENSADOR

Porque, a pesar de todo lo que escribió, lo que se proponía escribir era mucho más. La revolución burguesa en el mundo feudal y Latinoamérica: las ciudades y las ideas, aunque de gran valor intrínseco, no eran sino el prólogo de su gran etapa de síntesis. Lo que seguiría se lo dijo él mismo a Félix Luna: “Estoy escribiendo la continuación de La revolución burguesa en el mundo feudal, que se compondrá de cuatro volúmenes en total, si puedo llegar a escribirlos. El título general de esta obra será Proceso histórico del mundo occidental. El primer tomo es La revolución burguesa en el mundo feudal y seguirán tres, como le dije, de los cuales el segundo está ya casi terminado. Éste es uno de los proyectos.

”E1 otro es una obra bastante ambiciosa que está casi hecha: no falta más que escribirla. (Aquí, otra vez, el dejo de fino humorismo que Romero insertaba frecuentemente en su conversación. Claro que lo que quería decir era que lo fundamental de la nueva obra estaba, en su cabeza, bien completo y aclarado y que, en alguna gaveta de su abigarrado estudio, habría quizá mil páginas con anotaciones.) Se trata de una historia de las ciudades y de las culturas urbanas, con el título de La ciudad occidental. Porque no es de todas, sino de las ciudades del mundo occidental.

”Y finalmente el tercer proyecto comprende dos obras de carácter teórico. Una, sobre la conciencia histórica, que se llamará El hombre y el pasado; la otra es un análisis sobre el tema específico de la ciencia histórica, que a mi juicio nunca ha sido percibido con claridad, aunque haya habido muchas aproximaciones. Éste es uno de los más importantes que yo podría hacer. Llamo a este libro Teoría general de la vida histórica. Pero la vida histórica, claro está, no es más que una palabra y eso me obliga (en este caso el camino intelectual ha sido inverso) a analizar en qué consiste la vida histórica. Ésta es una investigación que nunca se ha hecho de manera definitiva.”

Es indispensable haberle conocido y recordar su gran honestidad intelectual para comprender que este programa de trabajo y creación no se movía en el terreno de la fantasía sino que, lisa y llanamente, él lo hubiera cumplido si las catástrofes de la naturaleza y de la política le hubieran concedido, digamos, dos o tres lustros más de vigor físico e intelectual.

Pero la gran síntesis quedó inconclusa cuando apenas comenzaba.


[1] Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero sobre una Argentina con historia, política y democracia, Buenos Aires, Timerman Editores, 1976.