José Luis Romero, socialista

CARLOS M. HERRERA

La interrogación sobre las ideas políticas de José Luis Romero no es nueva: puede decirse incluso que es un gesto que acompaña cíclicamente cada momento crítico de la restauración democrática argentina, tras la muerte del historiador. El primer impulso, en los años que siguieron a la victoria del radicalismo en las elecciones de 1983, cuando se produjo la reedición de muchos de sus escritos de corte circunstancial, servía para entroncar aquel presente frágil con una lectura que habilitaba el optimismo sobre la democracia argentina. Una suerte de onceavo capítulo -aquel que el mismo Romero anunciaba al cerrar, en 1975, su libro sobre Las ideas políticas en Argentina-, con un diagnóstico sobre lo que moría con la crisis de diciembre de 2001, apareció luego en el trabajo de más largo aliento publicado hasta hoy, de la pluma de Omar Acha que, rastreando la dependencia del proyecto historiográfico de Romero con la política -o más exactamente, con la transformación-, buscaba cerrar el proyecto de país normal (re)iniciado en 1983. Nuestro ensayo no imagina abrir un ciclo nuevo para la tercera década del siglo, pero se propone analizar la posición romeriana desde la historia de la izquierda, y más estrictamente de la historia del socialismo, confiando en que permita descubrir nuevas vetas de una obra que aun ocupa un lugar central para la historiografía argentina.

Por cierto, el análisis del socialismo de José Luis Romero tampoco es en sí novedoso: ocupaba todo un capítulo de la certera monografía, ya aludida, de Acha. Sin embargo, esa reconstrucción privilegiaba el ángulo historiográfico, estableciendo un continuum dentro de lo que llamará, ya con mayor calado, “el progresismo historiográfico”. Tras recordar la contigüidad entre concepción política e historia -hablará incluso de “condición de posibilidad de la obra historiadora”[1] -, Acha inscribía la concepción de Romero en un linaje que partía, al menos en su deriva de izquierda, de Juan B. Justo, uno de los fundadores del Partido Socialista, acaso sin diferenciar, o mejor dicho, sin autonomizar el engagement socialista de Romero como tal, lo que, a la postre, terminaría desdibujando el perfil socialista del historiador -en particular, al sobredimensionar su liberalismo, reforzado por sus vínculos historiográficos con Mitre.

Allí donde Acha lo asienta -lo piensa- en una tradición historiográfica, nosotros pretendemos localizarlo en una tendencia política. La tesis, más puntual, avanza que el posicionamiento socialista de Romero, al ingresar al Partido, supuso una ruptura con la corriente que administraba el legado justista y que se expresaba en torno a la dirección de Nicolás Repetto, alistándose, desde un principio, en otra línea interna, activa hasta los años 1960.

Esta otra vertiente del PS tuvo como principal representante, real o imaginario, a Alfredo L. Palacios, y, tras la muerte de Justo, a Mario Bravo, y contó entre sus cultores, una generación más tarde, a Carlos Sánchez Viamonte y Julio V. González. Aunque su mayor ambición organizativa se encarnó en los años 1910 – coyuntura central para la transformación del PS y su integración en el sistema político argentino-, se afirmará como corriente sobre todo después de la muerte de Justo, cuando la continuidad del proyecto justista sea asumida por otros hombres que no gozaban del mismo aura que “el Maestro”, como el ya nombrado Repetto o Américo Ghioldi. Para entonces, había tenido un impulso importante, tanto para su programa como para su estilo político, con la Reforma universitaria, y sus proyecciones organizativas de los años 1920.[2] Este afluente facilitaba, desde el inicio, las coincidencias y los acuerdos con las sucesivas alas izquierdas del PS, aunque más no fuera por su oposición a la dirección, que es otro de sus rasgos en el plano organizativo, aunque sin llegar nunca a fundirse completamente.

Posiblemente, la corriente no estuvo nunca en condiciones de disputar el control del partido al equipo dirigente, ni en 1915, ni en 1936, ni en 1950, y su principal virtualidad política aparecerá en 1958, siendo una de las causas del cisma de aquel año. Pero para entonces ya no podría estructurarse durablemente, por diferentes razones, una de las cuales, sin duda la más importante, era su incompatibilidad con la nueva gramática socialista que abriría la Revolución cubana. De hecho, el alejamiento definitivo de la militancia activa por parte de Romero tuvo que ver con ello. Por cierto, nunca renegará en los años posteriores de su adscripción socialista: la continuidad de su militancia resurge en algunos textos e intervenciones de los años 1970; la última es la corta pero poderosa referencia que hace en sus diálogos con Félix Luna.[3]

En todo caso, era sintomático el lugar que Romero le daba a Palacios en la historia de las ideas políticas. Era él, más que Justo, en quien se encarnaba el elemento constructivo del liberalismo, difundiendo “en el seno de la corriente socialista […] lo que quedaba de vivo y creador” en aquel, y que resultaba, al mismo tiempo, compatible con el ideal transformador.[4] Mientras el Justo que promovía Romero debía dejar atrás la letra de la obra, su Palacios aparecía como arquetipo; lo que era, en el primero, pura lucidez como cultor de la interpretación económica de la historia, era “acción integral” en el otro. Esto tenía que ver con lo que Romero encomiaba en Palacios como “una teoría del desarrollo del socialismo en la Argentina”, que alcanzaría su autonomía, no por nada, después de 1930.[5]

Es también una conferencia que dedica a Palacios en 1975, lo que nos permite reconstruir la posición socialista del historiador al interior de una línea partidaria. De las ideas de Palacios, Romero afirmaba que “son más ricas no sólo de lo que suele suponerse sino también de lo que hemos creído”. Pero el hecho de “haber estado siempre apoyado por masas populares”, el primer componente de lo que Romero llamaba “una variante singular en la política”, era quizás el elemento que cifraba el sentido de esa corriente socialista. La centralidad de contar con dicho apoyo, como elemento determinante de la acción socialista, era quizás otro nombre dado a ese sentimiento de que en política se debía “operar inmediatamente sobre la realidad y no perder de vista los grandes objetivos”, otro de los principios a través de los cuales Romero singularizaba a su referente.[6]

Romero ha sido algo más que un distante adherente al socialismo, como intentarán mostrarlo las tres estaciones que tendrá nuestro relato. En la primera de ellas, volveremos sobre los momentos y las modalidades de su inscripción partidaria. En la siguiente, remontaremos a algunas de las fuentes de sus posiciones. En la última, veremos que las proyecciones de la corriente a la que había adherido permanecían activas tras abandonar la actividad política, y abrían una visión más compleja de la realidad argentina, en la cual debía hacerse carne el socialismo.

I.

La militancia socialista de José Luis Romero se concentra en dos lapsos de su vida, ambos profundamente relacionados por un país trastocado por el peronismo. Pero como bien puede suponerse, estos dos momentos, que pueden ser datados de manera precisa -el de su afiliación y primera militancia, por un lado, el de su actuación más protagónica como dirigente en el otro- tienen un antes y un después, desde los cuales se pueden esclarecer mejor.

Identifiquemos con mayor precisión en el tiempo esas fases. José Luis Romero se afilia al Socialismo, que define como un partido “de firme tradición democrática y proletaria”, recién en 1945, ya un hombre que está entrando en la madurez, aún joven (tenía 36 años). Sus razones las hacía explícitas en el epílogo de su primer libro -“militante” dirá- de historia contemporánea, Las ideas políticas en Argentina, aparecido al año siguiente. Allí, tras haber identificado conceptualmente una Argentina aluvial que será uno de sus orgullos historiográficos, Romero advertía que pasaría tiempo aún para que se encauce “el impulso social y político de la segunda Argentina”, en un proceso que tenía tanto de originalidad como de inestabilidad. Estaba, empero, ya planteada en esas páginas la disyuntiva entre demagogia y democracia. Y en ese marco, el PS no sólo venía “trazando una curva definida que permite precisar su evolución con más certeza”; también había asimilado lo que había de liberal en la tradición política nacional, pudiendo desembocar en una democracia socialista, es decir un modelo donde la socialización de los bienes de producción era compatible con las conquistas de la libertad individual.[7]

Militante socialista, Romero estuvo activo al menos hasta inicios de los años 1950, en particular en el ámbito de las actividades culturales al que parecía destinado por su perfil profesional. Será miembro de la Comisión de Cultura, y en esa calidad, animador de su órgano de prensa, El Iniciador, del que escribe, incluso, el editorial del primero de los cuatro números de su corta existencia a lo largo de 1946. Ese primer momento de la biografía se cierra rápidamente, acaso también por razones específicamente políticas y que tocan al sector interno al que tributaba, que salía clamorosamente derrotado en el Congreso partidario de noviembre de 1950. Ya Romero había debido abandonar la Comisión de Cultura, que era retomada con mano firme, y pulso antiperonista, por A. Ghioldi.[8]

El segundo momento se produce tras el derrocamiento del general Perón, y lo verá llegar, apenas unos meses después de su reingreso, al Comité Ejecutivo del Partido, integrando ahora la poderosa Comisión de Prensa. Tiempos de crisis, porque es en ese período que el Partido se dividirá, entre un ala ghioldista y el sector denominado “Argentino”, donde se encontraban sus principales referentes partidarios, empezando por Palacios. No es difícil imaginar que hay mucho de emulación de su maestro en la forma de encarar la militancia, esa “actividad bifronte […] entre la universidad y la política”, mediatizada por la idea de cultura -al fin de cuentas, para Romero, Palacios no había sido nunca un mero político profesional-. En esta etapa, su compromiso se extenderá hasta que las nuevas rupturas del espacio, encabezadas por sectores juveniles e izquierdistas, lo conduzcan a abandonar, a principios de los años 1960, toda actuación partidaria.

En sus prolegómenos, la cercanía de Romero con el universo socialista era mucho más antigua que la afiliación formal. Su identidad política se había afirmado desde finales de los años 1920 -y en abierta oposición a su admirado hermano y mentor Francisco, lo que acrecienta su significación- votando la boleta socialista encabezada por Mario Bravo en las elecciones presidenciales de 1928. Luego, y naturalmente, había adherido a las candidaturas de la Alianza Civil, que había reunido a demócratas progresistas y socialistas bajo la fórmula De la Torre- Repetto en 1931. En la segunda mitad de esa década del ’30, su proximidad había tenido otras traducciones, como la participación en la Universidad Popular Alejandro Korn de La Plata, dirigida por su amigo Arnaldo Orfila Reynal y donde la figura paternal de su hermano estaba siempre presente.[9] O aun en la colaboración ocasional en La Vanguardia y en otros periódicos de la galaxia, como Argentina libre.

A veces se trataba tan solo de textos de divulgación en su especialidad, como por ejemplo el ensayo sobre la historia aparecido en el diario partidario. Pero otros aportes eran abiertamente políticos y asumían la posición del socialismo en la hora. En particular, los artículos de Argentina libre, a inicios de los años 1940, insistían en la manera de plantear por entonces el problema democrático. En aquella convulsionada Argentina conservadora, que veía a sus instituciones representativas restringidas por el fraude y la violencia, Romero puntualizaba que no se trataba tan sólo de una crisis de la forma política; eran los propios criterios de convivencia social que debían ser retomados, a partir de la idea de libertad, entendida, claro está, como autodeterminación. En ese sentido, su defensa de la democracia pasaba por recordar que encarnaba una multiplicidad de vías. Si la dictadura, tal como la reflejaba el fascismo europeo, aparecía como resultado de las luchas políticas y sociales, y expresaba, ante todo, una renuncia a la política del pueblo – “agobiado por su impotencia económica, por su insignificancia social, que lo sumerge en una masa amorfa y políticamente neutra”, como escribe en su inconfundible estilo-, un rasgo que definía al Occidente en su modo de construir el orden institucional.[10] Por eso, la salvaguarda del régimen democrático pasaba, ante todo, por asegurar “soluciones justas y eficaces” a las masas.

En el otro extremo temporal, la vuelta de Romero al PS estaba prestigiada por su corto paso por el Rectorado de la Universidad de Buenos Aires, del que salía aureolado por el enfrentamiento con los círculos católicos y los desacuerdos con el ministro Atilio Dell’Oro Maini. Al punto que se lo elegirá presidente del XLI Congreso partidario, de fines de junio de 1956, que era particularmente importante, el primero que se celebraba desde 1953. De hecho, no faltaron en ese momento los primeros ajustes de cuenta entre socialistas, en particular con respecto al accionar sindical de Francisco Pérez Leirós tras la victoria de la Revolución Libertadora.

Pocas semanas después, en noviembre de ese mismo año, Romero era electo como miembro titular del Comité Ejecutivo del Partido. En ese clima de enfrentamiento cada vez más abierto con el grupo acaudillado por Ghioldi, el hecho más importante era la designación, en diciembre de 1956, de Alicia Moreau en la dirección de La Vanguardia, operada por la Comisión de Prensa que Romero integraba. Es poco probable que el historiador apreciase las vicisitudes de la militancia en una organización partidaria, y no lo encontramos en ninguna de las funciones directivas de esas instancias, ni siquiera como secretario de Cultura.

Con todo, Romero se verá de inmediato enredado en las intrigas y debates en los que estaba inmerso el PS. Incluso su reingreso estuvo marcado por la tensión interna: la triunfal elección a la cabeza del congreso de 1956 había sido en detrimento de A. Ghioldi, lo que era vivido como una afrenta por ese sector. Al abrirse, un año después, el siguiente congreso, reunido en Córdoba, con carácter extraordinario, para designar la fórmula presidencial que debía concurrir en el comicio de febrero de 1958, el propio Repetto juzgaba aquel hecho como la primera traducción pública del clima enrarecido, afirmando que había sido electo un afiliado “de acción nula o casi nula” hasta ese momento, que no era por entonces ni “delegado ni miembro de ningún cuerpo directivo”. Peor aún: Repetto dictaminaba que “este hombre entró al Partido en una forma demasiado fácil”, siendo luego “inmediatamente objeto de un viento favorable que, en menos de una semana, le hizo, desde su primera aparición como un hombre de poca actuación, desde los primeros puestos de la dirección, hasta el Comité Ejecutivo y hasta la Comisión de Prensa”.[11] El grupo ghioldista, de hecho, se retira de las deliberaciones, sin lograr dejar a la asamblea sin quorum, que designará la fórmula Palacios-Sánchez Viamonte, dos hombres particularmente cercanos a Romero.

“La hora del socialismo”, aparecido en La Vanguardia el 31 de enero de 1957, es el texto clave para entender la posición de Romero en esta, su época más activa de militancia. Para Romero, “el socialismo es, por sobre todo, una actitud política en relación con la clase trabajadora”. Reclamaba así el posicionamiento del Partido en la izquierda argentina. Su estrategia, como era práctica corriente, tributaba a la figura del maestro Justo pero se conjugaba -el matiz es importante- con el verbo volver, como si se hubiesen abandonado sus ideas en el accionar inmediato. El registro tampoco se limitaba a la “palabra”, sino también a su “espíritu”, lo que graficaba en la idea de “segunda lectura”… Justamente, Justo nunca había aborrecido a “las masas populares por sus errores o sus debilidades”. En esta línea, que se diferenciaba explícitamente de la posición que se asociaba – con justicia o no, es otra historia- a Repetto y Ghioldi, Romero no renunciaba a su saber analítico: para el historiador, el carácter híbrido del proletariado argentino, el conflicto entre su componente autóctono y el elemento inmigrado, debían ser tomados en cuenta para explicar su lenta consciencia de clase y sus opciones políticas “inestables y equivocadas”. La labor de esclarecimiento del PS no cambiaba, pero Romero advertía que su programa debía ser el de la defensa de los intereses de la clase trabajadora y “llamarle a eso ‘demagogia’ es revelar una duda íntima en la vigencia histórica del socialismo o negar su auténtica misión”.[12]

Si “El socialismo es el camino”, como rezaba poco después el título de un nuevo artículo que firmaba Romero en el mismo lugar, había que plantear la política partidaria “en tales términos que la clase trabajadora descubra inequívocamente que el socialismo es el único y verdadero partido de izquierda que el país reclama con urgencia en la situación actual”. Esta vez, la polémica con el principal dirigente partidario era explícita: Ghioldi había atacado, en un texto ampliamente difundido, más allá de los medios partidarios, algunas de las afirmaciones que Romero vertía en un reportaje concedido al periódico neoyorkino The New Leader. Partiendo de una observación, más bien factual del historiador, sobre quien ganaría las próximas elecciones presidenciales, y luego de una disquisición no menos específica sobre la oportunidad de alianzas electorales, Ghioldi había puesto en duda la capacidad de Romero para analizar políticamente la realidad. Pero la cuestión no se resumía al método; incidentalmente, aparecían en la polémica viejas animosidades. Romero acusaba a Ghioldi de separar la lucha de clases de un conjunto de hechos de la realidad nacional sobre los que su oponente insistía (como la acción de saboteadores y conspiradores en favor del antiguo régimen peronista, la amenaza de dictaduras, la candidatura del Dr. Frondizi a las elecciones presidenciales, etc.), postergando “la lucha de clases en interés de la Revolución Libertadora”. Había que tratar los problemas político-sociales en su conjunto, pero no por vías tortuosas. El PS debía ofrecer, incluso como arma contra los nostálgicos del peronismo, “una nueva salida a la clase trabajadora argentina, tras el triste experimento sufrido, y esa salida tiene que ser original, ajustada a las exigencias de la hora, dinámica y sincera”. Las posturas de Ghioldi, al contrario, “representan un serio peligro pues tienden a abrir un foso profundo que nos separe de la clase trabajadora”. Y respondía al reproche de abstracto que le había enrostrado su contrincante, denunciando a su vez su “practicismo”, poco aconsejable para un socialista.[13]

Empero, lo más importante era la coincidencia que la posición de Romero mostraba con los sectores juveniles del partido. Esa juventud partidaria podía imaginar en Romero un portavoz. Al menos se estaba convirtiendo en un interlocutor central, y en las páginas del nuevo periódico del sector el historiador enfatizaba el carácter “moral” de convocar a los jóvenes a la militancia por la democracia y el socialismo. Sin abdicar ni un ápice de su visión ilustrada de la política, Romero estimaba que “no hay democracia posible frente a la indiferencia de la ciudadanía, ni hay perfeccionamiento social y político si los mejores, los menos ambiciosos y los más capaces se abstienen de ejercer su influencia en cada contingencia del proceso político a lo largo del cual se tejen las formas de la convivencia de la comunidad”. Pero tal vez esos muchachos se conformaban con el corolario de la frase: “Democracia, socialismo y militancia son términos que no pueden disociarse”. Y más aún con la visión de un PS que no fuera un partido como tantos, preocupado por la conquista de posiciones de poder, sino, como decía el cada vez más prestigioso académico, un instrumento para acelerar el cambio social. Esto hacía que la militancia, aun para aquellos que no tenían vocación política, apareciera como un imperativo moral.

¿En qué se basaba esta coincidencia, más allá de los posibles y cruzados beneficios mutuos que podían sacar ambas partes, entre Romero y la juventud socialista que fogoneaba una posición de izquierda? Posiblemente en la certeza de que se estaba viviendo un cambio de época, y que el viejo republicanismo del PS debía tomar en cuenta esa nueva realidad que el peronismo había acelerado, y que Romero había llamado, en un sincretismo sagaz, la “república de masas”.[14] Había otra razón: Romero creía, o al menos así lo afirmaba, que existían “argumentos de carácter objetivo para demostrar que, en nuestro país, está próxima la hora del socialismo”. Aunque aportaba tintes humanistas al argumento, llamando a “desmasificar” a los individuos, convertidos cada vez más en mercancías por la sociedad industrial. En definitiva, el socialismo luchaba por la libertad del hombre, pero del hombre de carne y hueso. Pronto, la experiencia cubana le permitiría calibrar su conjetura desde un nuevo lugar.

Un año después, ya con el frondizismo gobernando el país, el tono de Romero era menos militante. Reflexionando sobre la crisis argentina, observa que las formas de convivencia se habían alterado con las aspiraciones económicas de la clase obrera, tras la distribución intentada por el peronismo. Era una “crisis de dislocamiento”, desencadenada por una heterogeneidad entre la realidad social y las actitudes políticas, cuyos orígenes remontaba a la Argentina aluvial. La experiencia peronista, “de moderados pero perceptibles beneficios sociales realizada con cierta ligereza, pero también con innegable audacia”, dejaba al movimiento obrero “saldos favorables y desfavorables”. Había sin duda profundizado su conciencia de clase, dándole una perspectiva cabal de su importancia política, conquistando una posición de paridad con el empresariado. Pero su politización no lo condujo a una línea autónoma y, al desviarse de las “posiciones clasistas fundamentales”, terminó sirviendo -“sin quererlo y sin tener conciencia del alcance de su entrega”, agregaba púdicamente- al plan de una dictadura militar. Este movimiento obrero se enfrentaba ahora a una alianza de las oligarquías y las clases medias que el viejo radicalismo aceptaba encabezar. Aquí se entreveía el rol que Romero imaginaba para el socialismo (aunque en el ensayo habla de “fuerzas populares” sin mentar al partido), si sobrellevaba el obstáculo del fantasma de la “dictadura peronista” que pervivía, y separaba a los sectores “politizados” de los grupos (obreros) que esperaban el regreso de Perón.[15]

Romero veía en la división de los partidos políticos tradicionales después de 1955, e incluso antes, el elemento más tangible del cambio de época. La crisis del PS se sustentaba en la actitud a adoptar ante la masa peronista. El sector con el que se identificó el historiador pugnaba por “transformar el programa del partido en un instrumento de atracción y de captación de algunos sectores obreros poco familiarizados entonces con la doctrina socialista”. Esta apertura se conjugaba con cierta radicalización, que por entonces parecía sobre todo coincidir con la estrategia reivindicada por Julio V. González al despuntar el peronismo en torno a la asunción del “programa máximo” del Socialismo, es decir la socialización inmediata de los medios de producción.[16]

Producido el gran cisma socialista, Romero continuará integrando el Comité Ejecutivo del agrupamiento llamado ahora “Argentino”, desde 1959 hasta mediados de 1961. En el nuevo partido, aparecerá a cargo de un llamado “Departamento de estudios e investigaciones”, que funcionaba en la órbita de la Secretaría de Cultura, cuyo responsable era un fogueado militante del ala izquierda, Andrés López Accotto, y que pretendía ser un puente con los jóvenes universitarios, la mayor parte todavía estudiantes. Romero, empero, no parece haber dedicado mucha energía.[17]

La Revolución cubana y su radicalización era uno de los motores de los nuevos cambios que experimentaba la fuerza. Y en la nueva división que sacudía al Partido Socialista “Argentino” en mayo de 1961, Romero seguirá al ala izquierda, que agregará como aditamento “de Vanguardia” a su agrupamiento, pero ya sin ocupar responsabilidades y, en verdad, por escasos meses. La novel fuerza, donde aparte de David Tieffenberg, Alexis Latendorf y López Accotto, encontramos a Héctor Polino, Ricardo Monner Sans y Leopoldo Portnoy, podía imaginar aún un lugar central para Romero, convertido en la principal figura pública del naciente partido. Según un testimonio de Juan Carlos Marín, se le ofreció incluso ser compañero de fórmula de Andrés Framini en las elecciones a gobernador de la provincia de Buenos Aires, convocadas para marzo de 1962, lo que el historiador rechazó en el verano de ese año.[18] El creciente protagonismo de nuestro autor lo venía transformando en blanco de la crítica de los grupos concurrentes, en particular aquellos identificados con la izquierda nacional, que lo designaban irónicamente como el “profesor Romero”.

Estas peripecias marcaban el fin de la militancia de Romero, aunque su ideario, aun en lo que tiene de específico, no decaerá: en una carta a René Balestra, poco antes de morir, reafirma su creencia en un socialismo “evolucionista y reformista en principio”, pero puntualizaba, “siempre que la reforma conduzca al socialismo y no a una transacción favorable al sistema”.

II.

Entre los dos momentos de la militancia de Romero había una conexión que se había cimentado bajo la experiencia peronista, donde el traumatismo por el inesperado fracaso de la Unión Democrática, en febrero de 1946, había dado paso muy rápidamente a una relectura de la situación argentina, donde se expresaba, con la precisión de quién es todavía más un intelectual en política que un político intelectual, los matices de aquella corriente no justista del PS. Al comenzar, unas semanas antes de la derrota, la publicación de El Iniciador, un Romero recién afiliado condenaba, en la más férrea línea partidaria, “el espectáculo de la demagogia desatada por la sensualidad del poder”. Afirmaciones como “solo la ignorancia y el desprecio por la inteligencia y la cultura pudieron preparar este brote de totalitarismo criollo que hoy nos amenaza, y que dejará un rastro sombrío en las páginas de la historia de la república” no lo distinguen, en efecto, de la pluma de un Ghioldi. Pero su actitud denotaba ya cierta apertura: había que interrogar el “enigma” de esa otra Argentina, sentir, incluso “con patriótica angustia, el amargo dolor del pueblo y de la tierra”. La pregunta era pues si no había que “hacer otras cosas nuevas”, para adaptarse a lo que ya entonces reconoce como una “nueva realidad social y espiritual del país”.[19]

El periódico era una buena muestra del sector al que Romero era afín, con artículos de Sánchez Viamonte y González, o los más jóvenes Dardo Cúneo, D. Tieffenberg, A. López Accotto, a lo que se sumaban evocaciones de Mario Bravo o páginas de Deodoro Roca… También las citas de Marx y Engels, o sus referencias internacionales lo posicionaban a la izquierda. En el cuarto número se lanzaba incluso una encuesta sobre la vigencia del Manifiesto comunista, en ocasión de su próximo centenario, en el que no falta la pregunta sobre la vinculación entre aquel texto y la Declaración de principios del PS, que era considerada su “programa máximo”. Es en las páginas del periódico que comenzaba la reflexión de Julio V. González que iba a llevar al enfrentamiento abierto con Ghioldi en 1950 sobre la estrategia partidaria. En efecto, en su segundo número, el primero tras la derrota, se preguntaba “¿Es la hora del postulado máximo?”, interrogante que dirigía directamente a los afiliados socialistas. Para él, en todo caso, esta “realización” debía ser inmediata. El fin socialista estaba señalado por la descomposición del régimen, en el medio siglo que precedía el momento actual. Para fundar su posición, González traía a colación a Juan B. Justo, pero también recordaba el diagnóstico de Joseph Schumpeter. Antes de concluir, afirma perentorio, que “nuestro programa mínimo está agotado y superado por el desarrollo del régimen” y que insistir en él sería abandonar los fines socialistas.

De consuno, ya en un acto en defensa de la universidad convocado por el PS a fines de 1945, Romero había observado el grado de politización alcanzado en la población. Más aun, esa masa era “profundamente democrática” como lo escribe poco después en El Iniciador. En ese sentido, la situación adquiría tintes de un “drama”, urdido en la propia historia nacional, por la incomprensión de la Argentina criolla hacia la Argentina aluvial, donde nacía ese “escepticismo institucional”, que generaba la desconexión entre el “vigoroso sentimiento igualitario y democrático” y la oclusión de las instituciones que debían canalizar ese sentimiento.[20] Era ese mismo drama, en sentido teatral, que se volvía a representar ahora. Esa masa, una vez más “sensible a los halagos de la demagogia y dispuesta a seguir a un caudillo”, podía mostrar un “justificado escepticismo frente a las instituciones de la democracia que no supieron afrontar a tiempo sus problemas”. “Inexperta y simplista”, no era en el fondo menos “democrática e igualitaria”. Ese carácter “radicalmente democrático”, ponía la responsabilidad en los partidos populares de programa orgánico como el PS. A ellos, a él, volvía la responsabilidad, de “formular con claridad cuáles son las soluciones a que deben aspirar y cuáles son los ideales políticos que están indisolublemente unidos a las grandes conquistas sociales” que esa “masa amorfa” no alcanzaba a formular. Pero eso implicaba también adaptar “el régimen institucional a las nuevas realidades”.

Quizás se podía pensar que la posición de Romero, sobredeterminada por la tesis de una Argentina que había nacido democrática, convirtiéndose, aun en su inorganicidad, en un rasgo substancial de ella, lo condenaba a bucear en el peronismo para encontrar lo que debía encerrar inexorablemente de “espíritu democrático”. Había tal vez algo infalsable en la afirmación “la masa es pueblo argentino, que no puede ser ni reaccionario ni fascista”. En todo caso, Romero dejaba entrever una sensibilidad particular hacia sus expresiones, y con el seudónimo de “José Ruiz Morelo”, librará una reflexión sobre el alma popular en el segundo número de El Iniciador, donde se adentraba en la significación del tango y del futbol. Si, afirmaba, con tintes orteguianos, “más que un impulso estético, las mueve un impulso vital y una sensibilidad que tienen apremio por expresarse de algún modo”, esas expresiones tenían “un inmenso valor”.[21]

Las inquietudes políticas de Romero tendrán incluso una versión académica. La Argentina estaba, según él, en una “crisis de transformación”. En ese contexto, lo que llama “el proceso político” tenía menos importancia que el trasfondo económico y social, en la medida que este podía dar lugar a nuevas empresas políticas en el futuro. Sin embargo, no dejaba de calificar el ascenso de las masas en el país como “repentino”. No era el único componente específico: también la Argentina se caracterizaba por la menor proporción de las clases medias en esa masa, aunque estas se dividían en urbanas y rurales, sin que se descuide el elemento de diversidad que daba el mestizaje. El tema era sus traducciones políticas. El paternalismo de Yrigoyen era caracterizado como una “dictadura de masas”, sin que construyera una política -en parte también por la propia incapacidad como estadista del líder radical, que lo diferenciaba de un Batlle en Uruguay-, aunque fuera influido por quienes aspiraban dentro de aquella masa a un “derecho obrero regular”. En su visión de los años ’30, las masas trabajadoras habían abandonado la militancia política y se concentraban en la lucha social. En la transformación que se producirá después del golpe de 1943, Romero no sólo insistía en el aumento del nivel de vida, sino también en la politización y la preocupación gremial. Lo importante era subrayar que el proceso desencadenado no estaba concluido. “De lo que se puede estar seguro es de que se ha logrado un cierto progreso al que las masas no renunciarán, de modo tal que es ineficaz cualquier planteo que se haga sobre la base de retrotraer su situación a la de hace diez o veinte años”.[22] La idea de las masas en ascenso, que era la piedra de toque de la visión partidaria opuesta a Ghioldi, se mantendrá a lo largo del gobierno peronista.

Un ensayo ambicioso, entre lo académico y lo político, había dado el fundamento histórico de su visión. Aparecido en los últimos días de 1948, se trata tal vez de su obra más importante desde el punto de vista teórico. Su título, El ciclo de la Revolución contemporánea, anunciado por algunos ensayos previos, presentaba un eco con el libro de Harold J. Laski Reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, muy comentado en Argentina tras su edición en 1944, y que había inaugurado esa literatura de optimismo social ante lo que se veía como un ineluctable camino al socialismo, que la posguerra anunciaba ya por vía de la planificación y el reconocimiento de los derechos sociales.

El escrito de Romero veía la luz, empero, en un clima enrarecido, y aunque en ningún lugar del libro se nombre al peronismo como tal, es su irrupción la que le da el tono. Justamente, Romero empieza y termina el ensayo llamando a tomar distancia con las circunstancias personales que vive el individuo, e invitando a mirar la época en que esa existencia se desarrolla. Como lo anunciaba el subtítulo de la obra (“bajo el signo del 48”), era el tiempo del socialismo. Y era esa temporalidad larga la que le permitía acuñar el concepto de “optimismo histórico”, que había tenido su pendant de historia nacional dos años antes, con la primera edición de Las ideas políticas en Argentina.

La conciencia revolucionaria era un elemento estructural -Romero habla de “forma”-, que se oponía como tal a la consciencia conservadora. Aquella surgida en 1848 se presentaba como antiburguesa y en un sentido igualitario (supresión de las desigualdades de condición de las masas), aunque Romero prefiere no identificarla directamente con el socialismo. En todo caso, fue Marx quien encontró el “sistema de ideas” que correspondía a la consciencia revolucionaria.[23]Por cierto, para Romero, la relación entre teoría y política no era unívoca en el marxismo, y podría así afirmar más tarde que “hay una teoría y muchas políticas posibles” que se reclamasen de ella.

De hecho, Romero ajustaba cuentas con Marx directamente, es decir pasando por la Revolución rusa y sus adláteres. En Rusia, la conciencia revolucionaria “había conseguido alcanzar una forma histórica”, el equivalente de la Revolución francesa como modelo acabado. El punto es interesante porque Romero dejaba de lado los ensayos europeos de entreguerras dirigidos por los socialdemócratas, como la República de Weimar -a la que solo parece ver como “promesa de paz” y no como modelo alternativo de transformación-, para adentrarse en las tentativas totalitarias del nazismo y el fascismo, antes de volver sobre Rusia, como si el concepto de postguerra (“la consciencia de una posguerra”, dice) absorbiese el conjunto de esa experiencia. Con todo, eran para él años de ascenso de la conciencia revolucionaria.[24]

Si el experimento soviético era su forma pura, la sensibilidad por los problemas sociales, y esto era clave, se manifestaba de diversos modos. El más importante, en Italia y en Alemania, tomó la forma de “falsa revolución”. Pero esta no hacía más que facilitar el camino del triunfo de una revolución verdadera. El nazifascismo había incluso cumplido una función histórica, convirtiendo la revolución en un lugar común, aun para la burguesía. Esta difusión de las ideas económico-sociales se traducía en las mejoras salariales y económicas de las masas en la actualidad, e incluso la reivindicación de cierto socialismo cristiano, cuando despuntaba el Estado social. Aunque no lo nombrara, era claro que el peronismo era, de algún modo, una expresión de esta transformación en el campo de la burguesía, que se presentaba como un cesarismo renovado. A su vez, también la conciencia revolucionaria había aprendido a apreciar ciertos valores del liberalismo, no sólo en referencia a las formas democráticas para resolver conflictos, sino también a la dignidad del individuo.[25]

En verdad, Romero veía en el comunismo una coincidencia con los ideales occidentales de la democracia, habiendo surgido para perfeccionarlos. La alianza durante la Segunda Guerra entre las potencias capitalistas democráticas y la Rusia soviética buscaba nada menos que “salvar el destino de la consciencia revolucionaria”. Esta última podía tomar ahora la forma “apocalíptica” del comunismo o la del reformismo socializante. Sobre todo , ya no existía la “psicosis de la encrucijada”, propia de la primera posguerra, lo que desdibujaba sus fronteras.[26]

Romero se equivocaba en el diagnóstico sobre lo que venía en el mundo. Pero era la absorción de la conciencia revolucionaria por parte de la burguesía lo que lo detendrá en las páginas finales de su ensayo. El New Deal de Roosevelt aparecía como una de sus expresiones. El capitalismo no hacía, sin embargo, revoluciones, aunque era dentro de él que podía surgir esa revolución posible, lenta, progresiva, en la que el socialista Romero confiaba. Más aún: el triunfo de los ideales revolucionarios estaba condicionado por la resolución de esta contienda interna.[27]

Las coordenadas no variarían para él, y aun cuando ya había dejado la militancia política activa, seguirá sosteniendo que el drama argentino se jugaba entre “los que se resisten a admitir que el cambio promovido en el siglo pasado ha operado consecuencias decisivas en la estructura social y cultural del país” y aquellos que no sólo “lo admiten y piensan que no es posible retroceder”, sino, que se debe “perseverar en el mismo sentido” y, más aún, que “que se lo oriente hacia soluciones más radicales.[28]

El problema, en el fondo, iba, más allá del peronismo. De hecho, tras el inicial diagnóstico de “demagogia totalitaria” de ideología híbrida, un juicio posterior, pero acaso no más preciso, lo entenderá como “un régimen personalista, autoritario y encubiertamente fascista que negó las más elementales libertades, desconoció a las minorías, y que, por hallarse sustentado en una vigorosa corriente de opinión popular, se presentó como una dictadura de masas”.[29] No cabían dudas de que “Perón explotó la inquietud y la creciente conciencia social de la masa de trabajadores urbanos”, y eso explicaba la adhesión que concitaba en ellas.

Romero terminará usando, no sin ciertas prevenciones, el concepto de “populismo”, que le resultaba preferible que las apelaciones correspondientes a los movimientos europeos que le habían servido primero como modelo, antes de ser abandonados -Romero hablaba de una “derecha paradójica”-. Era, en todo caso, el fruto de una evolución de las viejas derechas “en busca de apoyo popular o en busca de soluciones nacionales que suponían la aceptación de los problemas de las clases populares”. Y aunque usaban ciertas formas de dictadura, al menos ideológica, lo determinante era la búsqueda “de un esquema de cambio original”, en materia socio-económica.[30] En ese sentido, Romero se contaba entre los primeros en poner de relieve que la caída del peronismo por sus propias contradicciones internas.[31]

Si, poco después, Romero situaba el drama “sustancial” argentino en “la inmadurez de su conciencia colectiva”, en la cual la experiencia del peronismo había dejado su impronta negativa, no podía dejar de considerar que el experimento tuvo también “mucho de positivo”. En ese sentido, juzgaba al gobierno peronista como autor de “una obra de inequívoco sentido popular”; desde esa óptica, el reproche parecía ahora reducirse a la “falta de una política profunda que asegurara la perpetuación de sus tendencias”.[32]

Aquí aparecía lo más importante que había revelado el libro de 1948, los sentidos que tendrá ese social como lugar común, de cara a lo que seguiría. Esto se apoyaba en la hipótesis misma de su análisis de Argentina: “vivimos en un país de incuestionable sentido republicano; aspiramos fervientemente a la democracia; carecemos de tradiciones que autoricen la formación de grupos aristocratizantes; y sin embargo nos falta un arraigado y vibrante sentido social”.

Las masas como expresión de la conciencia de lo social era la clave del problema político e incluso socialista.[33] Romero las había definido como “aquel conjunto que, dentro de una comunidad, se caracteriza porque sus problemas inmediatos carecen de soluciones individuales y dependen inevitablemente de la dirección que la comunidad imprima al desarrollo de los grandes problemas económicos y sociales”.[34]

Por cierto, no siempre resultaba sencillo “distinguir en la práctica los movimientos de masas que tienden a conducirlas hacia sus legítimos objetivos”, y aquellos que actúan malévolamente, para que sirvan, “durante el tránsito a intereses espurios”. Cabía admitir incluso que el ascenso de las masas había conducido a Estados absolutistas, aunque la relación no era “necesaria” y podía revelarse “transitoria”. Sólo el socialismo podía darle una solución constructiva.[35]Como fuera, ya no existiría una política sin masas.

III.

Romero adscribió a aquel sector socialista que consideró que la “aparición de las clases populares como factor político”[36] alteraba la estrategia del PS. No por casualidad, los períodos de mayor compromiso de nuestro historiador corresponden a las dos coyunturas donde el proyecto encarnado por el sector minoritario estuvo más cerca de revertir el antiguo modelo: en 1945-1950, cuando la irrupción del peronismo había permitido una apertura en términos de afiliados y con ella, la promesa de renovar los viejos métodos, y en 1955-1961, cuando la crisis que incubaba desde hacía dos décadas encontraría una resolución con la creación de un nuevo partido socialista que se creía mayoritario, pero que pronto mostrará sus límites.

Sus principales referentes, de Palacios a González, lo hacían con las limitaciones que su respectiva impronta generacional, cultural e incluso política les dictaba. Romero, no por nada el más joven de todos ellos, fue el que más lejos llegó en la aceptación de la nueva época. Sin embargo, como en los representantes más caracterizados de esa corriente interna, la debilidad del planteo de Romero residía en su visión de la política, y por ende, del Partido. En efecto, el rol que daba al PS no rompía del todo con lo que él llamaba de manera genérica, para caracterizar a Palacios, pero también a sí mismo, una visión elitista de la vida. A sabiendas, y ahí estaba el meollo del asunto, que sin consenso, como lo repetía, la élite en política es ilegítima.

Palacios, impulsado por la experiencia peronista, y en diálogo con los propios trabajos de Romero, intentará incluso en su último libro “teórico”, precisar mejor esa relación entre masas y élites. El viejo dirigente había dado muestra de interés por esta temática al menos desde los años 1940, cuando reconocía en las multitudes de nuestra historia “el instinto de la soberanía popular y de la libertad” aunque introdujesen también “la turbulencia y la anarquía”. Si las masas eran bárbaras, la multitud salvó la revolución y la república.[37]

Por lo pronto, tras mostrar, su desazón con respecto a las reflexiones filosóficas y sociológicas en torno a los conceptos de masas y pueblo, Palacios proponía sus propias distinciones. Así, prefería hablar de “turbas”, urbanas, aunque resultantes del éxodo interno, que teorizaba como “aglomeraciones de gentes que respondían a designios ajenos, instrumentos de ambiciones y apetitos inconfesables, surgidos de ambientes en que la mala política determinó la corrupción y la delincuencia, o de regiones desamparadas y miserables”.[38] Al relacionarlas con el Lumpenproletariat marxiano, puntualizaba que las montoneras -“movimiento de masas campesinas agitadas no sólo por causas económicas”- no pertenecían a ella, marcando de paso una distancia explícita con la visión de Juan B. Justo sobre las causas del levantamiento de esas masas rurales, y que, según Palacios, no tenían que ver con la incapacidad de adaptación a la producción capitalista, como pensaba aquel.

El peronismo venía dando a la interrogación mayor urgencia. Era la conjunción entre “multitudes y minorías revolucionarias”, es decir “masas y élites”, la que resultaba indispensable para crear una “consciencia social que se oponga al orden existente”. Para Palacios, la masa, “agitada por un sentimiento nebuloso”, incluso resentida, no puede sola “realizar la revolución”, necesita ser fecundada por la idea, produciendo una asociación de factores. En una apurada síntesis, y que por un salto abrupto llegaba hasta su propia persona, Palacios subrayaba que la agitación de las masas obreras, que había encontrado desconcierto en las clases dominantes, halló “una minoría ilustrada y pujante, de espíritu crítico”, que no solo “fustigó a los gobernantes”, sino que produjo la revolución incruenta del Nuevo derecho. Este acuerdo entre una minoría ilustrada (de legisladores socialistas), y de una masa de los “trabajadores agrupados en los sindicatos libres”, le arrancaron a la oligarquía la efectividad de los derechos.[39]

De Palacios, Romero hubiera podido decir quizás lo mismo que decía con respecto a Mitre: “masas populares y minorías ilustradas son para él, en rigor, los elementos fundamentales de la acción histórico-social”.[40] No por casualidad tampoco, todo se jugaba en el análisis de la relación entre las masas y la política, tal vez el tema central de la interrogación política de Romero.[41] El específico sentido militante aparecía en ese llamado urgente al socialismo para “ocupar la vanguardia del movimiento social”. Si el PS podía afrontar con éxito la tarea era porque había nacido de las entrañas de esa Argentina aluvial, lo que hacía que conociese ese “carácter impulsivo, entusiasta y sentimental”. Ciertamente, se necesitaban “otras palabras” para los “mismos principios”.[42] Como lo había enunciado Mario Bravo, había que ir hacia ese pueblo, y había que decírselo “de modo que nos entienda y nos crea”.

Pero justamente, tras el peronismo y, luego de producida la Revolución cubana, la tensión mostraba nuevos contornos, siempre en el marco de un continente que había hecho de los principios democráticos una “auténtica tradición política”. Romero se venía preguntando de qué manera nueva sentían las masas los viejos problemas de “justicia social”, “libertades públicas”, “soberanía popular” e incluso “libertad”.[43]

Durante su visita a Cuba, en 1960, Romero advertía que el sentido de la Revolución era intercontinental, más que nacional, y se relacionaba con “la misión de inaugurar una política, errada o no, para salir del callejón a que parecen condenar a los países subdesarrollados los intereses de las potencias imperialistas”. Así concebida, se trataría “de una ‘invención’ y la ejercitación de cierto conjunto de medidas administrativas, económicas, sociales, jurídicas y políticas, en virtud de las cuales un país subdesarrollado procura sobrepasar esa situación sin incorporarse a una determinada área económica de las que controlan la economía mundial”. A ello achaca la presión de los Estados Unidos y la campaña anticomunista. Pero a su vez, esa revolución, en lo que tenía más de experiencia que de realización, era “irreversible”.[44]

Se podría pensar que la posición no difería de la de Palacios que recorría la isla caribeña en el mismo momento, por mayo de 1960. Palacios, como se sabe, tendrá una relación compleja con Cuba, cuya defensa marcará su regreso al Senado en 1961, pero donde cabían variados malentendidos. En la mirada de Palacios, la gesta castrista también aparecía como un ejemplo para América, pero la clave era otra. En efecto, Palacios hacía una defensa muy viva, pero en la lógica nacionalista que ya había ilustrado en sus trabajos, donde resaltaba la inspiración de Martí y el ideal de redención humana. En su encomio de la reforma agraria, de la nacionalización del petróleo, de la construcción de viviendas, no aparecía, empero, en ningún momento la idea de socialización. Era sin duda una “revolución social”, que traducía como “una revolución humanista, sin ideologías extrañas, única revolución que puede realizarse en Nuestra América, porque se fundamenta en postulados éticos”. En definitiva, según Palacios, se trataba de “afianzar las instituciones y trabajar por una democratización social que repudie las dictaduras a la vez que todo régimen de capitalismo exacerbado”.[45]

Para Romero, en cambio, el sentido era otro y no cabía duda de que pasaba por “la socialización de los medios de producción, único camino para acabar con la situación colonial que caracteriza a la economía cubana”. Y no se trataba de una mera respuesta a la presión imperialista, sino más bien de “la realización de un plan preconcebido”, lo que explicaba su coherencia interna.[46] Si diez años más tarde, con una Cuba alineada dentro del bloque soviético, esas soluciones nuevas y audaces le resultaban satisfactorias es un misterio.[47]

En realidad, había tal vez una inflexión más profunda en el historiador: la Revolución cubana, sus proyecciones, que estaba viviendo de cerca en la izquierda argentina, lo llevaban a ajustar una vez más su juicio sobre el peronismo y su relación con el cambio, a través del concepto de populismo. Para Romero, cuando los movimientos reformistas de raíz liberal, pero “progresivamente alterados en sus lineamientos fundamentales por la percepción cada vez más aguda de ciertos problemas sociales”, mostraron sus límites o su agotamiento, aparecieron un conjunto de movimientos populares de “constitución espontánea”, que caracterizaba por un “fuerte contenido emocional y difusa significación ideológica” pero de tipo insurreccional. Claro está: “no hay política que pueda alimentarse solo de reacciones sentimentales”.[48] Sin embargo, estos fueron adquiriendo “contenidos ideológicos” de mayor precisión “y, a veces, formulaciones rigurosas”. Junto a la Revolución mexicana, y a la revuelta del general Sandino, el historiador ubicaba a la Argentina de Perón y al movimiento castrista. En particular, al destacar la capacidad de los campesinos cubanos “para quemar etapas en el camino del desarrollo político”, se evidenciaba “la potencialidad que se esconde en las clases populares”.[49]

Cabía admitir que Perón, en sus proyecciones políticas, “simboliza una rebelión primaria y sentimental contra el privilegio”. Como hecho social, no importaba que el cambio hubiera sido involuntario -en rigor, Romero juzgaba que la “obra de Perón” era un “fracaso total”, porque no había sabido dar la interpretación adecuada a esos cambios, y sus respuestas habían sido puramente coyunturales- sino que había contribuido a crear una nueva sociedad. Su liderazgo no era menos producto de ese proceso de integración social y de cambios estructurales. Así podía asegurarle a Félix Luna que la Argentina había “madurado enormemente y ha adquirido un grado de homogeneidad interna, de coherencia interna, mucho mayor”, que el país de 1946.[50]

Las tareas políticas no habían variado: “una política positiva para el cambio es lo urgente”, aunque agregaba, ya en el contexto de lo que iba a llevar al golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, “sin perjuicio de que pueda ser necesaria una política ocasional para el orden”. El proyecto político que seguía alentando debía “neutralizar las tendencias sectarias y sectoriales que se oponen, directa o indirectamente” al cambio, y “por el contrario, alentarlo conduciéndolo y orientándolo, en la certeza de que abrirá nuevas perspectivas y nuevas esperanzas para esa sociedad nueva que ya es una realidad irreversible en Argentina”. Lo central, era asumir el proceso de cambio, aun cuidándose que “consignas falsamente revolucionarias y jactancias” insolentes puedan desvirtuarlo.[51]

De algún modo, los últimos ensayos de Romero traducían, en términos de ideas, lo que seguía siendo su visión política, ahora en contacto con las transformaciones que se había producido en el continente. Por cierto, “los cambios facticos se producen con mayor velocidad que los cambios mentales”, y en ese drama de la vida histórica filiaba la crisis de los partidos políticos.[52] Es interesante subrayar que los conceptos en esos textos tardíos son autoritarismo, desarrollo, Estado, pero no socialismo. Pero como había dicho apenas antes, era la interacción, -el “juego” escribe- “entre las ideas teóricas preexistentes”, como el socialismo y “las ideas que nacen espontáneamente de cierta imprecisa interpretación de la realidad, vigorosas, empero estas últimas, a pesar de su endeblez conceptual, a causa de la vital experiencia que la nutre”.[53]Palpablemente, habían triunfado las ideologías del ascenso socio-económico en las masas por sobre las ideologías revolucionarias -Juan B. Justo “fracasó”, dirá entonces.[54] Pero ese cambio no era de “estructura”, es decir, de la totalidad del sistema, sino “del sistema de participación”.

Los tonos sombríos del presente en que se desarrollaban las últimas reflexiones de Romero antes de su imprevista muerte, a principios de 1977, no suprimían su optimismo histórico. Estaba apuntalado incluso por el realismo político, legado central de sus iniciales lecturas de Maquiavelo, pero que modula su ideario hasta el final de sus días: manejarse con la realidad era lo que lo hacía afirmarse como “un reformista nato, constitutivo”, nunca un revolucionario; ser un “socialista reformista” era para él “la máxima expresión de la vivencia del proceso histórico”.[55]

El concepto de “acción renovadora”, que era la expresión política de la consciencia revolucionaria, podía suturar incluso el hiato al interior de las izquierdas. Que Romero buscase especificarlo tan tardíamente en su obra da la pauta de su lugar central, presentándolo como la acción de quien se encuentra con una estructura dada y quiere transformarla. Esta acción podía ser, decía, “reformista o revolucionaria”, “según se quiera y según sea la modalidad de los tiempos”, pero el sentido socialista, como cambio social, le daba, según Romero, una especificidad más allá de sus variantes. Era el corolario de su inscripción en un curso de la tradición socialista, que había quedado huérfana de labor militante y así permanecerá hasta nuestros días.

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[1] Sin desconocer, empero que no hay tampoco “una correlación estricta ni una derivación más o menos sistemática”. Omar ACHA, La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2005, p. 43, p. 70. El progresismo historiográfico, en el postrer molde que le habría dado Romero (es decir, siempre en su juicio, antes de la crisis de 1955), se convertirá “en el dispositivo de construcción del campo historiográfico argentino desde 1984”, dando a la historia socialista, y su postulación de “un país integrado y democrático”, una “eficacia diferida” de dos décadas. Omar ACHA, Historia crítica de la historiografía argentina, vol. 1: Las izquierdas en el siglo XX, Buenos Aires, Prometeo, 2009, p. 64.

[2] Romero acredita de hecho en Palacios el haber comprendido el reformismo como un movimiento político en toda su especificidad (es decir más allá de la reacción moral o de la renovación intelectual).

[3] Félix LUNA, Conversaciones con José Luis Romero, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1978, p. 29.

[4] José Luis ROMERO, Las ideas políticas en Argentina (1946), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 204.

[5] José Luis ROMERO, Las ideas en la Argentina del siglo XX (1965), Buenos Aires, Nuevo País, 1987, p. 75-78, p. 177.

[6] José Luis ROMERO, “La figura de Alfredo Palacios” (1977), en El drama de la democracia argentina, Buenos Aires, CEAL, 1989, p. 88.

[7] José Luis ROMERO, Las ideas políticas en Argentina, cit., p. 295-297.

[8] Carlos M. HERRERA, ¿Adiós al proletariado? El Partido Socialista bajo el peronismo, Buenos Aires, Imago Mundi, 2016.

[9] Ver Osvaldo GRACIANO, Entre la torre de marfil y el compromiso. Intelectuales de izquierda en la Argentina, 1918-1955, Bernal, UNQ, 2008.

[10] José Luis ROMERO, “Supuesta crisis de la democracia”, Argentina Libre, 14/8/1941, “Defensa de la democracia”, Argentina Libre, 25/9/41 [en José Luis Romero, Obras completas [https://jlromero.com.ar/].

[11] PS, 43° Congreso Nacional, Córdoba, 16 y 17 de noviembre de 1957, versión taquigráfica, p. 30­31.

[12] José Luis ROMERO, “La hora del socialismo”, La Vanguardia, 31/1/57.

[13] José Luis ROMERO, “El socialismo es el camino”, La Vanguardia, 1/5/57.

[14] José Luis ROMERO, Las ideas políticas…, cit. p. 261.

[15] José Luis ROMERO, “La crisis argentina. Realidad social y actitudes políticas” (1959), en La experiencia argentina y otros ensayos, Buenos Aires, Taurus, 2004.

[16] José Luis ROMERO, Las ideas políticas…, cit. p. 259, p. 269.

[17] María Cristina TORTTI, El “viejo” Partido Socialista y los orígenes de la nueva izquierda, Prometeo, 2009, p. 123.

[18] María Cristina TORTTI, El “viejo” Partido Socialista cit., p. 304.

[19] José Luis ROMERO, “Una misión”, El Iniciador, n°1, febrero 1946, p. 1.

[20] José Luis ROMERO, “El drama de la democracia argentina” (1946) en El drama de la democracia argentina, Buenos Aires, CEAL, 1989.

[21] José Luis MORELO, “Lo representativo del alma popular”, El Iniciador, n°2, abril 1946.

[22] José Luis ROMERO, “Tendencias de las masas en Argentina” (1951), en El drama…, cit. p. 38.

[23] José Luis ROMERO, El ciclo de la revolución contemporánea. Bajo el signo del 48, Buenos Aires, Argos, 1948, p. 30, p. 87.

[24] José  Luis ROMERO, El ciclo.., cit. p.   200, p. 145

[25] José  Luis ROMERO, El ciclo…, cit. p.   155, p.  170, p. 167.

[26] José  Luis ROMERO, El   ciclo., cit. p.   185, p.  195, p. 193.

[27] José Luis ROMERO, El ciclo.., cit. p. 201, p. 204-210, p. 216.

[28] José Luis ROMERO, “La situación cultural argentina” (1963), en La experiencia argentina...

[29] José Luis ROMERO, Las ideas en la Argentina., cit. p. 173.

[30] José Luis ROMERO, El pensamiento político de la derecha latinoamericana, Buenos Aires, Paidós, 1970, p. 145.

[31] El gobierno contaba con un “amplio y decidido apoyo en amplios sectores”, donde resaltaba en particular el de las clases populares, en el cinturón industrial de las áreas metropolitanas y en ciertas zonas rurales, pero también de las clases medias, e incluso de las clases poseedoras. En cambio, su consenso político se apoyaba menos en la opinión pública que en dos fuerzas, la CGT y el Ejército. Pero a partir de 1954, el bloque interno se polarizó entre un ala derecha y un ala izquierda, ante todo sindical. El quiebre vendrá de las clases medias y altas, vehiculizado por la Iglesia. Pero Perón, que era un reaccionario, no podía apoyarse en su ala izquierda. José Luis ROMERO, “1955”, Carlos STRASSER (comp.), Tres revoluciones (los últimos veintiocho años), Buenos Aires, E. Perrot, 1959.

[32] José Luis ROMERO, “La situación cultural argentina”, cit., José Luis ROMERO, “La experiencia argentina” en La experiencia argentina…, cit., p. 122.

[33] De manera general, el período de las guerras mundiales tenía el sentido de una aceleración de la conciencia social producida por el ascenso de las masas. José Luis ROMERO, Introducción al mundo actual, Buenos Aires, Galatea/Nueva visión, 1956, pp. 27-35. El interés del libro reside sobre todo en la reafirmación de las tesis del ensayo de 1948, con ciertas modulaciones nuevas, tras la experiencia peronista.

[34] José Luis ROMERO, “Tendencias de las masas…”, cit. p. 31.

[35] José Luis ROMERO, Introducción al mundo actual, cit. p. 43, p. 40.

[36] José Luis ROMERO, El pensamiento político de la derecha.., cit. p. 152.

[37] Alfredo PALACIOS, La juventud y la moral política, Buenos Aires, Mirador Argentino, 1943, p. 59-60.

[38] Alfredo PALACIOS, Masas y élites en Iberoamérica, Buenos Aires, Columba, 1960, p. 13.

[39] Alfredo PALACIOS, Masas y élites…, cit., p. 16, p. 68.

[40] José Luis ROMERO, “Mitre, un historiador frente al destino nacional” (1943), La experiencia…, cit. p. 275.

[41] La cuestión de la masa lo retendrá en todo caso hasta el final, y en el último libro publicado en vida encontramos el esfuerzo por darle mayor precisión, que se traduce en el paso de un concepto marcado por Ortega y Gasset al impacto de algunos trabajos de Gino Germani, y donde se perciben, además, tintes más negativos que en el pasado. En efecto, la masa no era una clase, sino un receptáculo donde quedaban quienes, impedidos de ascenso social de modo individual, formaban las clases populares, y “el sentimiento de fracaso de aquellos que quedaban en ella le prestó una ocasional homogeneidad”. Por ello mismo no eran estables -en su esfuerzo de sistematización, las define como “formaciones sociales virtuales”, que pueden aglutinarse ante determinadas circunstancias-, aunque fueron vistas como una “sociedad enemiga” cuando hicieron irrupción en las ciudades, por la sociedad normalizada, que le prestaba esa unidad. Sin embargo, la experiencia populista permitió una mejor inserción social de sus miembros, que provenían siempre de las pequeñas clases medias y de los sectores populares, y a su vez la estructura social registró el impacto de la experiencia. La sociedad entera se masificaba, junto a sus funciones sociales. José Luis ROMERO, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2001, p. 338-339.

[42] José Luis ROMERO, “La lección de la hora”, cit.

[43] Romero había asociado a la URSS con el totalitarismo alemán e italiano, aunque a diferencia de estos, había producido “una modificación sustancial del sistema económico”. José Luis ROMERO, Introducción al mundo actual, cit., p. 82.

[44] José Luis ROMERO, “Cuba, una experiencia”, Situación, n° 5, junio 1960, p. 28. Los guiños a los lectores de esta revista de la Nueva izquierda, como el subrayado juvenilismo, la confianza, vital y risueña, y la coherencia de los hombres de la Revolución o aún la denuncia de los juicios de la “prensa grande”, son pronunciados.

[45] Alfredo PALACIOS, Una revolución auténtica. La reforma agraria en Cuba, Buenos Aires, Palestra, 1961.

[46] José Luis ROMERO, “Cuba, una experiencia”, cit., p. 29.

[47] José Luis ROMERO, Introducción al mundo actual, cit., p. 79.

[48] José Luis ROMERO, “Esta elección y la otra”, Redacción, enero 1976.

[49] José Luis ROMERO, El pensamiento político de la derecha…, cit, p. 151.

[50] José Luis ROMERO, “El carisma de Perón”, Redacción, abril 1973, Félix LUNA, Conversaciones…, p. 124, p. 123.

[51] José Luis ROMERO, “Antes de disgregarnos”, cit., “La crisis”, Redacción, diciembre 1975 [en José Luis Romero, Obras completashttps://jlromero.com.ar/].

[52] Félix LUNA, Conversaciones.., p. 123.

[53] José Luis ROMERO, “Situaciones e ideologías” (1967) [en José Luis Romero, Obras completas https://jlromero.com.ar/].

[54] José Luis ROMERO, “Antes de disgregarnos”, cit. ¿Cómo no identificar al viejo socialismo entre los que él, en su último gran libro, llamaba los “disconformistas tradicionales”, que veían en la masa el lumpen que resultaba funcional a la estructura vigente? El populismo se plantaba en una posición de equilibrio, entre el liberalismo, del que conservaba la visión individualista de la sociedad, y del ascenso social, y el marxismo, de lo que le separaba el vínculo entre justicia social y socialización de los medios de producción. José Luis ROMERO, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, cit., pp. 380-389.

[55] Félix LUNA, Conversaciones…, cit., p. 158.