Sociedad, cultura, ideas

CARLOS ALTAMIRANO

Un scholar. Éste fue el término por el que optó Ramón Alcalde en 1979, al tratar de definir la especie intelectual a la que pertenecía Jo­sé Luis Romero, una especie rara entre nosotros. Alcalde citaba y pa­rafraseaba el Webster’s Díctionary. El scholar, explicaba, “es el hombre de escuela y con escuela, y su ‘escolaridad’ —dice el Webster— su­pone en primer término ‘el conocimiento sistematizado de una per­sona docta, que demuestra exactitud crítica, exhaustividad, erudi­ción’, pero connota además la firmeza, continuidad, decantación e internalización de un saber elaborado dentro de una tradición sobre un conjunto de problemas perennes, es decir, no sobre problemas de hecho, que se desvanecen una vez resueltos, sino problemas de asig­nación de sentido, que renacen en continuo cambio”.[1]

El campo de especialización académica de José Luis Romero fue, al menos desde los años cuarenta, el de la historia europea medieval, pero su erudición se extendía al conjunto de la cultura oc­cidental. Probablemente nada haya reflejado tanto el alcance de sus intereses intelectuales y de sus preocupaciones de historiador como la revista de historia de la cultura que dirigió entre 1953 y 1956, Imago Mundi —cuyas páginas sugerían la idea de otra universidad posible frente a la embotada universidad estatal de los años peronis­tas—,[2]y poco después la cátedra de Historia Social, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, de la que fue creador y a cuyo frente estuvo desde 1956 hasta 1966. La idea de la historia social estaba en el aire por entonces —representaba la van­guardia historiográfica—, y fue José Luis Romero quien la introdujo en el campo de los estudios universitarios en la Argentina (basta re­pasar la serie de los “Estudios monográficos”, cuadernos editados en rotaprint para los estudiantes de su cátedra, para reconocer, uno tras otro, los grandes nombres de la historia social: March Bloch, Henri Pirenne, Ernest Labrousse, Earl Hamilton, Pierre Vilar…). La innova­ción historiográfica estaba en sintonía con la atracción de esos años por las nuevas ciencias sociales, en particular por la sociología. Aho­ra bien, la cátedra de Romero, cuyas clases se volverían legendarias, ofreció durante una década el ámbito donde el interés por el saber de las nuevas disciplinas podía cruzarse con el rigor y las exigen­cias del saber humanístico de un scholar, para retomar la noción ele­gida por Alcalde.

No sabemos si Romero hubiera aceptado este título para sí mismo (quizás hubiera declinado la nominación por considerar que lo merecían personas como Pedro Henríquez Ureña, a quien tenía por uno de sus maestros). De todos modos, si se quiere dar cuenta del conjunto de su personalidad pública, la idea del scholar es insu­ficiente. La pasión erudita —“una pasión casi de coleccionista”, co­mo confesará refiriéndose a la intensidad del lazo que lo unía a su trabajo de medievalista— hallaba su contrapeso en otra pasión, la del compromiso cívico. “No creo —dirá— que la erudición sea al­go defendible si sirve para evitar que un ciudadano siga siéndolo.” Pues bien, la Argentina fue el objeto por antonomasia de su pasión ciudadana.

De la fecundidad intelectual de ese sentimiento da pruebas este libro, La experiencia argentina, que recoge gran parte de los escritos que José Luis Romero consagró a su país. Reúne casi todo, como destaca en su prólogo Luis Alberto Romero, compilador de estos tra­bajos de su padre, si se descuentan Las ideas políticas en Argentina, Breve historia de la Argentina y El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo xx. La mayoría de los textos reunidos en el presen­te volumen (estudios históricos, ensayos sobre el carácter nacional, la cultura política, las ideas, evocación de personalidades públicas, artículos de combate político) fueron escritos entre 1940 y 1976. Só­lo escapan a estos límites cronológicos dos de sus medallones: el que dedicó a Paul Groussac en 1929, en ocasión de la muerte del escri­tor, y el que escribió diez años después para rendir homenaje inte­lectual y moral a la figura de Alejandro Korn.

Más allá de las diferentes entradas con que el compilador or­denó este extenso y variado corpus, hay una serie de temas y claves que aparecen asiduamente a lo largo de sus páginas, como constan­tes, cuestiones sobre las que José Luis Romero vuelve una y otra vez en su sondeo de la Argentina. Algunas de esas constantes tienen que ver con el pensamiento de Romero respecto del proceso histórico en general, no sólo con el desarrollo de la sociedad y la cultura argenti­nas. Su imagen de la vida histórica debe mucho, sin duda, a la idea simmeliana del conflicto entre el movimiento persistente y progresivo de la vida, por un lado, y las formas sociales y culturales que ese mis­mo movimiento crea, por el otro, formas que una vez creadas se tor­nan rígidas e incapaces de adaptarse a las necesidades del proceso de la vida. La dialéctica conflictiva entre la vida y sus objetivaciones reificadas es en Simmel fuente de tensiones, pero también de cambio: en esa antítesis radicaba para él la causa última de que la cultura tuvie­ra una historia.[3] Romero dio acogida a esta idea muy tempranamen­te,[4] y la corroborará en su entendimiento del pasado argentino. “Lo informe y lo conformado constituyen dos términos antitéticos del devenir histórico”, escribe al comentar aprobatoriamente un pasa­je de Groussac.

Pero en estos escritos se hallan asimismo otras cuestiones re­currentes, aquellas que reflejan lo que a su juicio particularizaba el desarrollo de la historia nacional, sobre todo el curso que ésta siguió en el siglo xx. En este sentido, su tema mayor será el gran cambio que sobrevino en la segunda mitad del siglo xix y que dará origen a lo que llamaba “la tercera etapa” de la historia argentina. Asimismo, co­mo lo muestran igualmente estos trabajos, en los treinta y seis años de reflexión aquí reunidos sus juicios no permanecieron invariables. Los cambios se manifiestan antes que nada en relación con hechos y procesos de la etapa que más lo atraía, la etapa de la Argentina “alu­vial”, en particular con hechos y procesos posteriores a la década de 1930, es decir, de los años en que la vida pública argentina no fue pa­ra él sólo objeto de interpretación sino también de compromiso político. Obviamente, ni las tomas de posición pública de Romero ni las variaciones que en puntos particulares experimentaron sus juicios podrían ser interpretados sin referencia a las alternativas dramáticas de la vida política que vivió como ciudadano, con sus polarizaciones y sus discordias ruinosas. Romero no fue ajeno a las pasiones cívicas de su tiempo ni quiso serlo. Pero aunque ese tiempo resultó por lo general adverso para sus ideales políticos, de sus análisis no desapa­recerían nunca los signos de quien confía en el porvenir. Buscó ofre­cer en sus ensayos sobre la Argentina, cuyo sentido militante no ocultaba, una interpretación que estimulara tanto la reflexión y el debate como la esperanza sobre el destino de su país.

La gran tradición

Para Romero la gran tradición política e intelectual argenti­na era la del liberalismo, el cauce del progreso en el siglo xix. Ella había dado impulso y orientación a aquellos que eran a sus ojos los hechos fundamentales de la historia nacional: el movimiento de la independencia, la institucionalización del país como república libe­ral y la vasta transformación demográfica y económica de la que ha­bía surgido la Argentina moderna. Romero se sabía continuador de esa tradición. Al mismo tiempo estaba convencido de que el conjun­to de la civilización liberal había entrado en una crisis irreversible y de que la “conciencia burguesa” no era ya la portadora del sentido de la historia.[5] En el siglo xx las conquistas perdurables de aquella tra­dición sólo podían ser preservadas por la acción de otro agente his­tórico. De la articulación de estas dos certezas está hecha su relación con el legado liberal. Algo equivalente puede decirse del juicio sobre la historiografía argentina: ella también había nacido del seno de la cultura liberal, que produjo el primer gran relato de la nación, con­cebida a la vez como identidad colectiva y como proyecto —un des­tino que se realizaba por etapas y tomas de conciencia sucesivas—. Bartolomé Mitre había sido su inventor. “Si como político y estadista trabajó Mitre para proveer a la nación de todos sus órganos políticos y administrativos, como historiador procuró crear, bajo la influencia del romanticismo, la imagen de un destino nacional que desde el pa­sado se proyectaba hacia el futuro” (“Cambio social, corrientes de opinión y formas de mentalidad, 1852-1930”). Aunque no ignoraba las cegueras implicadas en la perspectiva de la versión canónica de la historia nacional (sus juicios en ese sentido se harán con el tiempo más expresamente críticos), el reconocimiento de esas limitaciones no conmovería el lugar eminente que dicha versión tenía en su propia interpretación del siglo xix argentino. Antes que de refutar globalmen­te el esquema heredado, se trataba para él de renovarlo ampliándolo, incorporando dimensiones sociales y culturales que la historiografía li­beral había ignorado.[6]

El papel rector que Romero atribuía a la tradición liberal en la formación histórica de la Argentina puede leerse con toda evidencia en muchas de las páginas que integran este volumen. No sólo en las que se hallan reunidas en la primera sección, “La historia: sociedad, cultura, ideas”, sino también en los artículos que el compilador agru­pó bajo la rúbrica de “Los hombres”. Buena parte de las semblanzas y valoraciones que pueden encontrarse allí están destinadas a evocar y a veces a exaltar a varias de las figuras de esa tradición. Ahí están Mariano Moreno, el jefe del ala radical de la Revolución de Mayo; Vicente Fidel López y Bartolomé Mitre, los iniciadores de la histo­riografía nacional; Sarmiento, el sociólogo de la Argentina criolla, que aparece como tema de cinco de los textos de esta sección, entre ellos un prólogo inconcluso al Facundo cuyo planteo hace lamentar que el escrito quedara trunco. Todas ellas figuras del siglo xix. Los artículos consagrados a José Ingenieros, Alejandro Korn, Ezequiel Martínez Estrada y Alfredo L. Palacios no sólo rinden homenaje a los nombrados sino que recalcan aquello que Romero dice de otro mo­do en otros textos del volumen: que en el siglo xx la vida nacional ya no tenía sus mejores intérpretes en las filas del liberalismo y que el pensamiento y la acción progresistas tenían nuevos canales.

De Paul Groussac, a quien consagra dos ensayos (el primero, de 1929, es el más temprano de todos los textos que integran la compi­lación), extrae otra enseñanza, que no es la de sus ideas políticas ni la de su compromiso cívico, sino una lección de trabajo intelectual. ¿Cuál era la lección que transmitía la obra de Groussac? La del rigor docto, junto con el arte de la composición en la representación del cuadro histórico. “Poseía todos los secretos de la técnica erudita, pero además esa envidiable frescura de la mente que permite al historiador de raza situarse frente a la realidad, a un mismo tiempo, con hipótesis preconcebidas y sin prejuicios irrazonados. […] El dato trabajosamen­te obtenido de los vestigios del pasado ingresaba —una vez aislado— en un mundo de ideas que ordenaba una y otra vez su inteligencia fér­til, cada vez que el dato recién hallado modificaba el conjunto de los hechos, sin pereza ni desaliento.”

Sin duda, el trabajo que domina sobre todos los que integran esta sección es el que lleva por título “Mitre: un historiador frente al destino nacional”. El escrito procede de dos conferencias que Rome­ro leyó en el Colegio Libre de Estudios Superiores en 1943 y que el diario La Nación editó después en forma de folleto. Debe subrayarse, así sea con unas breves referencias, el lugar y el momento de las con­ferencias porque son inseparables del tono combativo que exhibe el texto. El Colegio Libre de Estudios Superiores era uno de los focos del pensamiento liberal-socialista. “Ni universidad profesional, ni tri­buna de vulgarización”, según rezaba en el acta fundacional, había sido creado en 1930 con el propósito de instituir un centro consagra­do a la enseñanza superior que no tuviera los límites que el profesio­nalismo le imprimía a la universidad y, al mismo tiempo, que fuera más abierta que ésta a las cuestiones de interés público.[7] Ejerciendo ese doble papel —órgano destinado al cultivo del saber y foro de preocupaciones cívicas— se insertó en el agitado debate que a par­tir de la segunda mitad de los años treinta dividió la opinión públi­ca argentina, sobre todo, la opinión de sus elites intelectuales. En efecto, el Colegio Libre fue parte activa de una de las trincheras de ese debate, al que la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial darían amplitud e intensidad, la trinchera que reunió a la iz­quierda política e intelectual con el liberalismo progresista (simboli­zado por personalidades antes que por partidos), aliados contra el fascismo y las potencias del Eje. Enfrente se hallaban las diferentes versiones del nacionalismo argentino, que tenían en común la hosti­lidad a los partidos, a la democracia liberal y al socialismo, y cuyas filas se nutrían de grupos fascistas y círculos de católicos simpatizan­tes de Franco y de fórmulas políticas basadas en los principios de or­den y autoridad. Cuando el 4 de junio de 1943 un golpe de Estado puso fin al régimen conservador, los nacionalistas no sólo dieron su apoyo al orden militar autoritario, sino que éste reclutó sus colabo­radores civiles de ese universo político e ideológico.

Este cuadro le proporcionaba su contexto político general a las conferencias de Romero. Agreguemos sólo unas pocas indicaciones más. La escisión que atravesaba el campo de las elites cultivadas no estaba referida únicamente a la actitud frente a la contienda mundial ni al juicio sobre los regímenes que se respaldaban o se rechazaban. Abarcaba el conjunto de la cultura intelectual, incluida la historia nacional, cuya versión canónica era puesta en entredicho por el re­visionismo histórico nacionalista. El Colegio Libre no permanecerá al margen de esta discusión respecto del pasado y la tradición polí­tica e intelectual que los argentinos debían reivindicar. En 1941 —y organizada por una comisión que integró, entre otros, José Luis Ro­mero— se creó la cátedra de historia que al año siguiente sería bau­tizada con el nombre de Bartolomé Mitre, nombre simbólico, junto con el de Sarmiento, en los combates por la verdadera tradición.

El admirado tributo que Romero rinde al autor de la Historia de Belgrano en “Mitre: un historiador frente al destino nacional” no podría interpretarse sin referencia a este marco. La situación política inmediata, sin embargo, no ofrece la única clave del texto. Veamos: ¿qué elogia en Mitre? En primer término, la unidad que ensamblaba sus dos proyectos, instituir una república liberal y escribir la histo­ria de la nación. Mitre había pensado la historia nacional desde el punto de vista del porvenir, es decir, de acuerdo con la concepción de lo que el país debía ser. ¿Qué visión debían tener los argentinos de su pasado? La que los ayudara a encarar y aun a preparar ese destino que, a pesar de las pausas y los retrocesos, su historia anticipaba. “Este historiador-guía creía en la Nación y creía ver en la nebulosa del pasado argentino el hilo conductor de ese proceso por el cual la Nación se de­lineaba, sus signos inequívocos, su arquitectura, secretamente deter­minante de las formas circunstanciales que adoptaba el cuerpo social.” Romero admiraba esa convicción y el cumplimiento que le había da­do, tanto política como intelectualmente, el general Mitre.

Pero no estimaba únicamente esa congruencia entre designio político y designio historiográfico, sino también el esquema interpre­tativo que Mitre había forjado para dar inteligibilidad al proceso que desencadenó en el Río de la Plata la revolución de 1810. Revolución originariamente política, iniciada en Buenos Aires por obra de una minoría ilustrada, había engendrado, por la sola lógica de las fuerzas que puso en movimiento al buscar expandirse y arraigarse, una revo­lución social. En ese esquema hallaban su explicación la guerra civil, el triunfo de los caudillos y las manifestaciones de una democracia “semibárbara”, como la llamaba Mitre, expresión del instinto y la vi­talidad de las masas que habían sido llamadas a combatir por la re­volución y la independencia. “Masas populares y minorías ilustradas son para él, en rigor, los elementos de la acción histórico-social”, ob­serva Romero, encomiando la “doctrina del desarrollo histórico y del mecanismo sociológico” que Mitre ponía en ejecución, aunque nun­ca la hubiera formulado sistemáticamente. El juicio no es menos elo­gioso cuando se refiere a la creencia en la nación preexistente: ella sostuvo como guía y núcleo inspirador la investigación de Mitre, quien divisaba ya en la colonia el surgimiento de la nacionalidad, un ser colectivo que cobraba conciencia de sí en la conciencia ideológica de las elites cultivadas de Buenos Aires. En estos grupos de orientación liberal no sólo maduró la idea revolucionaria, sino que se mantuvo, en medio del dislocamiento posterior, la continuidad de la idea na­cional contra las tendencias particularistas que alimentaban la visión y la acción de los caudillos provinciales.

Mitre personifica para Romero el filón progresista de esa tra­dición ilustrada de base porteña, en la que habían sobresalido Mo­reno y Rivadavia. Su presidencia, junto con la de Sarmiento, la de Ave­llaneda y la primera de Roca, representa el mejor momento de la “segunda Argentina”, cuando toda la nación se ha organizado bajo una constitución republicana y sus gobernantes legislan para el progreso. Pero en 1943 se vive otra Argentina, observa Romero en la conclusión de su escrito. Ello hacía necesario reemprender el es­fuerzo que Mitre había asumido para responder a los interrogantes del presente: “Vivimos una tercera Argentina, hija de aquélla, que ha creído que le era lícito descansar de tantas fatigas. El error es profundo y acusa como su rasgo predominante una inaudita inconciencia histórica. Por eso la hora es ya llegada de que realicemos un nuevo ajuste entre el pasado y el futuro, como Mitre lo hizo, para descubrir cuáles son los deberes que nos impone la continuidad del destino común”.

Este llamado ¿obedecía sólo a la exigencia retórica de rematar la apología con una exhortación a imitar la conducta del modelo ofreci­do? Dados los estudios de historia nacional que Romero iba a escribir en los años siguientes (varios de ellos integran este volumen), es difícil no pensar que estaba ya en posesión de la hipótesis sobre esa “tercera Argentina”, en tomo a cuya comprensión debía fundarse el nuevo ajus­te entre pasado y futuro. ¿Qué era lo esencial de la hipótesis? Que una mutación profunda separaba la sociedad criolla de la contemporánea y que en esa mutación se hallaba la clave para el entendimiento de la vida política, las mentalidades y el ethos predominante del “conglome­rado social” que, a sus ojos, era aún la Argentina. Lo notable es que al mismo tiempo que se situaba en continuidad con la empresa histo­riadora de Mitre, su hipótesis será la de la discontinuidad histórica, pues la sociedad cuya historia había que pensar y hacer era otra. No va a abandonar ya esta hipótesis y siempre señalará que en ella radicaba su principal contribución a la historia del país. Para la historiografía tra­dicional, observa en uno de los ensayos de este volumen, el período que transcurre entre 1852 y 1880 sólo “ha sido el período de la ‘orga­nización nacional’, esto es, de la liquidación de los problemas suscita­dos a partir de la independencia, en 1810, y del ordenamiento de la vida nacional dentro de un cuadro institucional vigoroso y estable. Pa­ra nosotros, su trascendencia consiste en que, precisamente cuando se constituye ese cuadro institucional que organiza la nación, se desenca­dena un cambio estructural que altera sus supuestos”.

Veamos con un poco más de detalle las principales articulacio­nes del razonamiento de Romero respecto del proceso histórico del país, razonamiento que le confiere su andadura a muchos de los tra­bajos compilados en La experiencia argentina.

Sociedad criolla y sociedad aluvial[8]

La “Argentina aluvial” se recorta sobre el fondo de la “Argenti­na criolla”, a la que ha reemplazado tras haberla alterado y revuelto. ¿Qué es esto de Argentina criolla? El concepto fue acuñado, nos dice Romero en “La crisis argentina: realidad social y actitudes políticas”, para evocar “sobre todo a los contenidos culturales de la sociedad to­da, alimentada por la tradición española tal como se conservaba en las antiguas colonias americanas. Sociedad tradicional, su coheren­cia étnica, social y cultural era profunda y su movilidad social esca­sísima”. Esta sociedad había adquirido sus características básicas en los siglos de la era colonial. Los núcleos étnicos primordiales (los criollos blancos y los criollos mestizos), las formas de actividad eco­nómica que gozaban de prestigio (la ganadería y el comercio), los dos ámbitos de la vida criolla (la ciudad y la campaña): todos estos rasgos de la sociedad que surgió tras la independencia se habían moldeado en la era colonial. También los dos cauces del pensamien­to político: la matriz autoritaria, que era una huella de la España de los Austria, y la matriz liberal, legado de la Ilustración borbónica.

Para Romero, el historiador de esta Argentina fue Mitre —de él extrae las líneas principales de su interpretación de los años que van de la época colonial a la independencia y las guerras civiles—. El drama central de la etapa que siguió al movimiento de la indepen­dencia fue la guerra sin cuartel entre minorías urbano-criollas y ma­sas conducidas por caudillos rurales. Las primeras, que proseguían el espíritu reformador y centralista del Iluminismo borbónico, tenían su sede principal en Buenos Aires y concebían la Argentina indepen­diente como una nación organizada de acuerdo con los principios del constitucionalismo liberal; las masas rurales, por su parte, apare­cieron en escena con el llamado de la revolución, que había sido un movimiento de la burguesía urbana. Si desde la era colonial Buenos Aires y, en general, las ciudades eran un bastión europeo, donde ha­bía ido desarrollándose un estilo civilizado de vida, las áreas rurales eran el ámbito de una sociedad rudimentaria, ajena a la vida civil y política. Activadas por la revolución, las masas de las campañas se identificaron con la independencia, pero no con los postulados del liberalismo ni el papel rector de los letrados urbanos. “Buenos Aires se creyó en posesión de la clave de la independencia rioplatense, y consideró que sólo bajo su autoridad era viable la emancipación; en consecuencia exigió el reconocimiento de su hegemonía y se dis­puso a organizar la nueva nación dentro de una estructura política que se apoyara en los principios liberales que sus minorías cultas preferían. Algunas regiones del interior y la Banda Oriental opusie­ron a esos principios otras reivindicaciones: autonomía regional, fe­deralismo, y, en la práctica, el respeto a su propia actitud vital que no era sino la de las masas rurales frente a las minorías urbanas” (“Guía histórica para el Río de la Plata”). A la democracia “doctrina­ria”, encuadrada dentro de los principios liberales y propiciada por las elites ilustradas, se enfrentará la democracia “inorgánica” de las masas criollas, y al proyecto de construcción de un Estado nacional centralizado, los caudillos opondrán la bandera del federalismo.

Romero tipificaba a los actores del antagonismo con criterios predominantemente culturales (mentalidades, valores, concepciones del mundo). En el drama que evocaba y que cubría la historia argen­tina desde 1820 hasta la caída de Rosas (1852), los grupos urbanos ilustrados eran los portadores de la mentalidad burguesa y del pro­yecto de la nación progresista. Son los que terminarán por prevalecer: la generación intelectual del ’37 elaboró el programa que, madurado en el exilio, posibilitaría la liquidación de la federación rosista y la organización nacional sobre bases constitucionales. Desde 1862 has­ta 1880 se sucedieron las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avella­neda, quienes asumen en la visión de Romero el papel de una elite republicana —un patriciado—. Ellos afianzaron el orden institucio­nal y cuando en 1880 tuvo lugar el último episodio de discordia ar­mada, el aparato del Estado nacional contaba con los medios para imponer su autoridad en todo el territorio.

Sin embargo, el programa de esa elite republicana no era sólo político-institucional. Según el diagnóstico que habían elaborado en la lucha contra Rosas, la barbarie, el primitivismo político de las masas y el régimen de caudillos no quedarían definitivamente atrás sin una mutación radical, social, cultural y económica, que inserta­ra a la Argentina en la órbita de lo que Sarmiento denominaba, con el lenguaje y la convicción de su tiempo, la civilización. La era de la Argentina aluvial comienza con esas transformaciones.

La palabra aluvial sugiere afluencia brusca de cosas que proce­den de diferentes sitios y no se acomodan entre sí. Ésta es segura­mente la imagen primera y básica que Romero quiere transmitir al condensar en ella la representación del cambio y su velocidad. Es de­cir, la alteración demográfica y étnica, acelerada y concentrada (en el litoral y, sobre todo, en algunos de los centros urbanos), y la altera­ción económica, no menos acelerada y desigualmente distribuida. “Poco a poco y con ritmo creciente, el país se pobló de inmigrantes y la fisonomía de la nación comenzó a cambiar a paso acelerado. A esa nueva fisonomía étnica y social correspondió un intenso desarro­llo económico que provocó, a su vez, una profunda transformación espiritual, fenómenos todos ellos visibles ya hacia 1880” (“El drama de la democracia argentina”). Surgió de este modo, en el marco de la Argentina criolla, una realidad que fue trastornando radicalmente ese mismo marco. ‘“Hacer la América’ no era solamente enriquecer­se; era vivir de otro modo, ascender de categoría social, realizar una nueva aventura que sólo parecía posible a quien animara un singu­lar estado de espíritu.”

Una y otra vez Romero escribirá sobre la fractura dramática que produjo en el tejido de la sociedad criolla la ofensiva modernizadora que obedecía al programa de la elite progresista —poblar, educar, desarrollar riqueza— cuya labor histórica admiraba. No po­ne en cuestión el propósito que había animado a quienes desencade­naron los cambios que dislocaron la Argentina tradicional, pero deja entrever que no asiente a la confianza sin reservas de esos grupos en las promesas de lo que llamaban civilización. Más evidente aun es que ni la mentalidad ni la gestión de la “generación del ’80” despertaban sus simpatías. Aunque reconoce su papel como elite modernizadora, Romero detecta en ella una mutación de la minoría dirigente, compuesta ahora por quienes son los herederos del patriciado. Estos herederos, que hacen fortuna con las actividades generadas por la modernización económica y que tienden a identificar el progreso del país con la sola prosperidad material, asumirán los rasgos de una oli­garquía que se cree con derecho a gobernar por superioridad natu­ral. Ávida y entregada al consumo conspicuo, la nueva generación, liberal desde el punto de vista ideológico, como su antecesora, era más escéptica que ésta respecto del papel cívico de las masas popu­lares. “El tono moral del país cambió sensiblemente después de 1880 —escribe Romero en “La experiencia argentina”, transmitiendo un juicio que tiene también tono moral—. “La empresa de organizar y modernizar el país unificado perdió el aire misional que había teni­do y dejó paso a una vasta aventura tras la riqueza.”

¿Cuáles eran los rasgos distintivos de la sociedad aluvial? Ro­mero trazó varias veces el cuadro y la evolución del universo abiga­rrado que procedía del experimento demográfico y económico que estaba transformando el país. Lo característico de las diferentes rese­ñas en que buscó dar una figura a ese “complejo” es que la descrip­ción entrecruza los elementos de la realidad social con los elementos de la realidad cultural. La heterogeneidad, por ejemplo, el dato sa­liente de la constelación aluvial, es tanto étnico-cultural como social, y la primera razón de esa disparidad de elementos residía en la yux­taposición de la masa inmigrante con la base criolla. Con el tiempo ese complejo se volvió aún más enmarañado, “pues se incorporaron las generaciones de hijos de inmigrantes, más o menos acriollados según los casos, que constituían un tipo híbrido respecto a las tradi­ciones del país y a las tradiciones paternas”. A este estrato surgido del cruzamiento de los inmigrantes entre sí y con la población local se añadirán nuevas olas inmigratorias, acentuando el carácter protei­co del conglomerado criollo-inmigratorio. La clase media de la era aluvial y el proletariado de su naciente capitalismo emergieron de es­te conglomerado. Una aspiración común, sin embargo, predomina­rá por sobre las divisiones de clase: la aspiración al ascenso social, designio que no era inalcanzable en una sociedad incipiente, sin el obstáculo de las jerarquías rígidas y llena de posibilidades para la ca­rrera del mejoramiento económico.

Esta aspiración, que Romero a veces registra como mentalidad, otras como ideología, es a su juicio el núcleo del ethos predominante de la sociedad aluvial y terminará por prevalecer por sobre cualquier otra actitud, pese a los cambios que conocerá la sociedad argentina en el siglo xx. Tomemos dos textos separados entre sí por una dis­tancia de veintiséis años: “Elementos de la realidad espiritual argenti­na”, de 1947, y “Las ideologías de la cultura nacional”, de 1973.

“Actualmente, la mentalidad predominante en la compleja rea­lidad argentina es la que corresponde a la masa aluvial”, escribe Ro­mero en el primero de los artículos mencionados. Esta mentalidad “ha roto todos los diques que pudieran limitarla y no reconoce los valores sostenidos por las minorías con que se enfrenta sin someter­se; y como mentalidad aluvial, corresponde a un conjunto indiscri­minado y resulta de la mera yuxtaposición de elementos que provie­nen de distintos orígenes, sin excluir los tradicionales criollos”. Ella “ha sepultado la de las antiguas minorías e ignora las nuevas, aun las que provienen de su seno”. Mentalidad urbana, continúa Romero, tiene sus poetas en Evaristo Carriego y Almafuerte, y su folklore en el tango y el sainete —todos transmiten una concepción de la vida, cuyas notas distintivas son el sentimentalismo y el patetismo—. También cierta laxitud moral: “no parece haber en ella un definido y claro contenido moral; por el contrario, se insinúa cierta amoralidad radical, que se refleja en una filosofía del éxito; y este éxito inmedia­to a que se aspira no se proyecta sino en determinados planos: en el de la lucha por el ascenso social o en el de la lucha por la riqueza”. Desconectadas, a distancia de esta forma mentís, se encuentran las mi­norías conservadoras y progresistas, aunque éstas también, para no “languidecer en la ineficacia histórica, intentan actuar e influir sobre la masa traduciendo sus ideales a la mentalidad aluvial”.

En “Las ideologías de la cultura nacional” el ethos de la conste­lación aluvial es una vez más el elemento clave. El artículo está presi­dido por una tesis que vale la pena citar: “La cultura de una comuni­dad nacional no es obra de las ideologías de ciertos grupos, ni siquiera de los grupos hegemónicos en cada momento, sino del conjunto de la sociedad global a través de un trabajo sordo, continuo y espontá­neo, en el que las ideologías se trituran e interpenetran para sumir­se en un torrente múltiple y proteico”. En consonancia con la tesis, el examen distingue las significaciones culturales de la Argentina del siglo xx, entre ellas las ideologías, según su fuente y según su sistematicidad. Así, junto con las corrientes ideológicas sistemáticas, cuya fuen­te es el pensamiento europeo, en el país se han forjado otras, menos formalizadas, pero que “han operado con no menor intensidad y que han surgido de situaciones espontáneas y de modos de vida pro­pios”. Mientras las primeras pertenecen a la cultura de las élites, las segundas representan la fuerza generadora de la propia sociedad. Corroborando la tesis, es el “trabajo sordo, continuo y espontáneo” de esta última la que acaba por imponer su ley. “Lo popular espon­táneo triunfaba mientras languidecían las ideologías revolucionarias —el anarquismo, el socialismo— que habían pretendido orientar las actitudes políticas de las nuevas masas. Fracasó Juan B. Justo lo mis­mo que Felipe II.” Ahora bien, concluye Romero, “con lo popular es­pontáneo triunfaba una vez más la ideología del ascenso económico. Esa es la que sigue vigente y la que encuentra su expresión en los movimientos multitudinarios posteriores a 1943, pese a contradicto­rias apariencias”.

¿Qué nos dice Romero a través de estos análisis de la sociedad aluvial, más allá de las variaciones que puedan registrarse de un ar­tículo a otro en términos de enfoques y de valoración? Que en la ter­cera etapa de la historia nacional, y pese al cambio radical experimen­tado por la realidad social, el hiato entre elites y masas —característico de la Argentina criolla— no ha desaparecido, sino que se ha recreado, y que la mentalidad predominante es irreductible a una posición de­finida en la estructura social —aglutina un conglomerado que no se deja clasificar con criterios de clase o de categoría—. Sus movimien­tos políticos populares, así como la producción ideológica espontá­nea no se ordenan en torno de los polos de su configuración de cla­se sino en el “medio” (lo que se sitúa en los extremos es la labor de algunos de los grupos de la elite política e intelectual). En la Argen­tina aluvial —Romero lo señala reiteradamente— el ascenso econó­mico es tanto una ideología como una experiencia. El artículo de 1973 deja ver que para entonces la cultura nacional se había vuelto a su juicio menos heterogénea e incoherente de lo que era todavía en los años cuarenta, cuando produjo sus primeros análisis.

Para la representación de la Argentina aluvial, Romero no ha­bía tenido a su disposición un acervo de estudios equivalente al que produjo la historiografía liberal, de cuya lectura había extraído las lí­neas principales de su cuadro de la Argentina criolla. Por citas y re­ferencias diseminadas a lo largo de sus escritos se puede inferir que una cantera para sus observaciones sobre los rasgos de la sociedad y la cultura aluviales habían sido la literatura de costumbres, la ficción narrativa, la poesía y el teatro. Otro filón del que se valió, según él mismo lo indica, fue la primera sociología argentina, representada por la obra de José María Ramos Mejía, Juan Agustín García, José In­genieros, Agustín Álvarez. De esta ciencia social de comienzos del si­glo xx, atraída por el estudio de las costumbres y la psicología colec­tiva, podía extraer no sólo imágenes de la sociedad en formación sino indicios del ánimo de las elites frente a la realidad abigarrada y cambiante que se expandía ante sus ojos. Pero el esfuerzo interpre­tativo que Romero celebra como ningún otro es el de Radiografía de la pampa, de Ezequiel Martínez Estrada. Aunque Romero no era na­da propenso a las profecías aciagas, y no se identificaba con el pesi­mismo telúrico de Ezequiel Martínez Estrada, atribuía singular pene­tración a sus análisis y a su captación intuitiva de la realidad nacional. “Mucho de lo que sabemos de nuestra Argentina lo dijo él, con ternura o con ira”, dice Romero en el artículo incorporado a es­te volumen en que le rinde homenaje (“Martínez Estrada: un hom­bre de la crisis”).

En la arena política

El intelectual, según una de sus definiciones, no es el hombre que piensa —el pensador, como se acostumbra a decir entre noso­tros— sino el hombre que comunica su pensamiento en el debate cí­vico, tomando la palabra en la tribuna, el artículo, el ensayo. La de­finición le cabe plenamente a José Luis Romero, quien, como ya lo hemos visto, consideraba sus estudios sobre el pasado argentino co­mo una contribución al debate sobre el destino nacional. Pero su in­tervención en la arena política no se limitó a esos ensayos. Como de­clararía él mismo al presentarse la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina: “He escrito varias cosas, he militado en política y he di­cho siempre todo lo que me ha parecido que tenía que decir: lo justo, lo correcto, lo que era una opinión; sin excesos de espíritu de facción pero sí con pasión”.

Sus simpatías por el socialismo comenzaron muy temprano (ya en 1928 votó por la fórmula presidencial socialista, en contra de la opinión de su primer mentor, el filósofo Francisco Romero, su hermano mayor, que votaba por Yrigoyen).[9] En su etapa de estudiante en la Universidad de La Plata, próximo al círculo que se ordenaba en torno del magisterio entre intelectual y moral de Pe­dro Henríquez Ureña y Alejandro Korn, esa adhesión juvenil a la idea socialista se consolidó y Romero permanecería fiel a ella a lo lar­go de su vida. Los años de maduración de sus convicciones políti­cas fueron pues los años treinta. Década de desórdenes económicos y políticos, de su atmósfera ideológica extrajo Romero el senti­miento de la “crisis” —un término de asociaciones múltiples: crisis de la civilización europea, del orden liberal, del capitalismo, de las minorías rectoras, del modo de vida que precedió a la Primera Guerra Mundial y fue devorado por ella—. La crisis tuvo sus pro­fetas extranjeros: Ortega y Gasset, Valéry (nada, probablemente, haya contribuido tanto como el famoso ensayo de este último, “La crisis del espíritu”, a articular intelectualmente ese sentimiento en las elites culturales de la Argentina) y sus profetas nacionales, que le dieron resonancia y asideros locales al desasosiego. Éstos eran los pensadores de la crisis argentina —Ezequiel Martínez Estrada (Ra­diografía de la pampa), Eduardo Mallea (Historia de una pasión argentina), Saúl Taborda (La crisis espiritual y el ideario argentino)—. Diferentes entre sí en lo relativo al “mal” que estaba frustrando a la nación, coincidían en el diagnóstico de que había una brecha en­tre el país real y el país formal y en que algo inauténtico se alojaba en el tejido colectivo de los argentinos. El pensamiento de José Luis Romero no fue indiferente a la sugestión de esta idea de una disonancia en la sociabilidad nacional y la tradujo en sus interpretaciones tanto históricas como políticas del país.

Al recordar el contexto en que cobraron forma no sólo sus ideas, sino también su sensibilidad política, no se podría omitir la re­ferencia, aunque sea sumaria, a las alternativas que conoció la vida nacional en esa década: el derrocamiento de Yrigoyen, el breve ex­perimento dictatorial del general Uriburu, la crisis económica mun­dial que altera los presupuestos sobre los que funcionaba la econo­mía nacional desde el siglo xix, el establecimiento de un régimen conservador que hace uso sistemático del fraude electoral. El Parti­do Socialista se convierte a partir de 1932 en un actor importante de la escena política, sobre todo en la ciudad de Buenos Aires, e incor­pora a sus filas a figuras reputadas del campo intelectual, en general procedentes del reformismo universitario platense: Alejandro Korn, Deodoro Roca, Alfredo Orgaz, Enrique Mouchet, José María Monner Sanz, Julio V González y Carlos Sánchez Viamonte.[10]

Dijimos ya que para Romero la crisis consistía antes que nada en la crisis de la sociedad liberal-burguesa, que había dejado de re­presentar el cauce del progreso de la humanidad. El sentido de la historia tenía ahora su agente en la idea y la acción socialistas. Ro­mero concebía el socialismo como una fuerza ética y política susten­tada en los trabajadores, una fuerza reformista que preservaba las li­bertades individuales heredadas del liberalismo y cuyo horizonte ideal era una civilización más igualitaria, pero también más rica en términos de personalidad humana que la civilización fundada en el dominio de la burguesía. Marx representaba para él un momento fundamental en la evolución de la conciencia socialista, pero la doc­trina marxista no era su guía (tampoco el canon interpretativo del materialismo histórico jugaba un papel significativo en la visión que Romero tenía de la vida histórica y su dialéctica).

Entre la segunda mitad de los años treinta y la primera de la década siguiente fue una suerte de compañero de ruta del Partido Socialista, colaborando en iniciativas y publicaciones ligadas al par­tido, y a partir de 1940 en las páginas de Argentina Libre, el órgano del antifascismo liberal-socialista.

El surgimiento del peronismo lo resolvió a afiliarse al socialis­mo en 1945. En diciembre de ese año, al hablar en un acto univer­sitario organizado por el PS, evocó el ejemplo de Alejandro Korn en términos que parecían destinados a definir también el significado de su propia decisión: “En circunstancias memorables, el más ilustre fi­lósofo argentino, Alejandro Korn, angustiado por la ola de reacción que se levantaba después de la revolución de 1930, quiso sumar su esfuerzo, con juvenil resolución, en las filas del Partido Socialista. Otros, antes que él, y algunos de los cuales nos acompañan esta no­che, juzgaron indivisible —como él— la función universitaria y la función ciudadana” (“Universidad y democracia”). Para Romero, co­mo para el conjunto de la intelligentsia liberal-socialista que él inte­graba, Perón representaba la amenaza de un proyecto totalitario, concebido a semejanza de los fascismos europeos que acababan de ser derrotados en la guerra, y el deber de la hora era impedir su im­plantación en la Argentina. Ése fue el llamado con que interpeló a su audiencia en el acto de diciembre de 1945: “Ciudadanos: un fan­tasma recorre la tierra libérrima en que nacieron Echeverría y Alberdi, Rivadavia y Sarmiento: el fantasma fatídico que se levanta de las tumbas apenas cerradas de Mussolini y Hitler. Sólo la movilización de la ciudadanía puede disiparlo”.

El triunfo del peronismo en las elecciones de febrero de 1946 no desarmó el espíritu de resistencia que la izquierda política e inte­lectual le había impreso a su lucha contra el ascenso de Perón. Los rasgos autoritarios del nuevo gobierno eran interpretados a la luz de la definición totalitaria ya establecida, y viceversa: la definición tota­litaria se ilustraba con los rasgos autoritarios del gobierno peronista. Lo que resultaba difícil de sobrellevar para el Partido Socialista y los intelectuales que formaban parte de sus filas era el apoyo activo que Perón recibía de parte de los obreros, la base social de la idea socia­lista. “Las minorías que hoy podrían orientar a la masa padecen la congoja de no sentirse respaldadas por ella”, escribe Romero en 1949, que reencontraba en la experiencia del presente esa fractura entre elites y masas que había registrado en el pasado argentino. Era uno de los temas de Las ideas políticas en Argentina, publicado en 1946, y seguiría obsesionándolo después, como puede verse en los ensayos de esta compilación. Pero desde 1946 sería un testigo impli­cado en la división. ¿Cómo explicarla, sin renunciar a la esperanza de una recomposición?

Romero objetará dos modos de aproximación al hecho pero­nista que observaba a su alrededor, es decir, en el espacio del pro­gresismo laico que era su milieu. Uno de esos modos radicaba en el uso analógico de la historia y en la tendencia a pensar el peronismo con el modelo del rosismo y a éste con la interpretación que habían hecho de él los miembros de la generación del ’37: Echeverría, Sar­miento, Alberdi, Mitre. Pero la exégesis obstinada de los textos clá­sicos de la tradición liberal, por valiosa que ella fuera, no daría las claves del presente, que debía ser entendido en términos que no eran ya los del siglo xix: este papel era el que Romero atribuía a su idea de la sociedad aluvial. El otro enfoque cuestionado era el que redu­cía el examen y la crítica del presente peronista a su sola dimensión política. En el artículo de 1951 que lleva por título “Indicaciones so­bre la situación de las masas en Argentina”, Romero escribe: “El pro­ceso político es, entre todos, el menos importante y lo fundamental es todo lo que se oculta detrás de él en el plano económico y social, especialmente en relación con la situación de las masas, porque esa situación puede crear situaciones forzosas en el futuro”. En esta afir­mación se entrevé la convicción de que el peronismo consistía, como hecho político, en un fenómeno transitorio, y que lo esencial radica­ba en lo que se agitaba bajo esa superficie, la activación de las masas. La inferencia era que esta realidad más profunda tornaría ineficaz to­da política que pretendiera retrotraer la situación de los trabajadores a diez o veinte años atrás. “Prácticamente lo han reconocido así los partidos progresistas que parten ya de esta nueva realidad para tra­tar de atraer o reconquistar partidarios.” La nueva realidad, que era, antes que nada, la nueva realidad de las masas, iba pues más allá del peronismo, que era lo circunstancial. Cuando fue derrocado Perón en 1955, ésta fue la certeza generalizada en la izquierda y dentro del movimiento universitario que dio apoyo al derrocamiento, buena parte de cuyos contingentes procedían de la juventud socialista.

Romero no dejaría intacta su interpretación del peronismo a lo largo del tiempo. En los años sesenta y setenta la ajustaría, reformulándola y abandonando la identificación con el fascismo que ha­bía hecho suya al comienzo (sin embargo, como quien quiere docu­mentar con honradez el proceso de su reflexión, mantuvo en las su­cesivas ediciones de Las ideas políticas en Argentina el capítulo que había escrito en 1946, “La línea del fascismo”, para situar el hecho pe­ronista). Con el solo objeto de ilustrar el sentido y el alcance de esos reajustes, tomemos el artículo “El carisma de Perón”, de 1973, escri­to tras la victoria de la fórmula peronista el 11 de marzo de ese año. En lo relativo al carisma del líder del peronismo, dirá Romero, la cuestión importante no es la personalidad de Perón —¿quién es Pe­rón?—, sino lo que se proyecta colectivamente sobre él —¿cuál es el contenido social de esa proyección, es decir, qué es Perón?—. “La res­puesta no parece difícil. Perón simboliza una rebelión primaria y sen­timental contra el privilegio. Y Eva Perón más que él. Pero ahora es sólo él, purificado y hecho espíritu por la lejanía.”

Otra vez la significación básica radica en el hecho social, pero en este caso no se trata de los trabajadores, sino de una masa de con­tornos más amplios, pero también más imprecisos. Aunque elabora­ciones más complejas hayan intervenido en la decisión electoral de algunos, observaba Romero, sólo “la reacción contra el privilegio constituye un denominador común en esa masa de votos”. No era todavía más que una expresión de malestar y protesta: “Como el ple­biscito de 1928 a favor de Yrigoyen, el voto mayoritario ha tenido más que nada un contenido social y ha sido en rigor un grito”. Es de­cir, no se habían votado contenidos programáticos y el justicialismo debía aún elegir su sistema de soluciones. ¿Quiénes eran los de­rrotados, los destinatarios de esa sanción al privilegio? La élite argen­tina en su conjunto, responde Romero, la que “ha delineado su fiso­nomía desde 1930 y que ejerce ineficazmente la dirección del país sin acertar el rumbo en una época de cambio acelerado en el mundo y más acelerado —socialmente al menos— en el país”. Esa minoría ca­recía de consenso, lo que la hacía ilegítima —lo era, dice Romero, “desde hace cuarenta años”—.

Ante la crisis de las viejas elites, quienes habían dado represen­tación a esa rebelión primaria ¿sabrían hallar las vías de salida? En el artículo ésta permanecerá como una cuestión abierta.

Universidad y elites responsables

No quisiéramos concluir este recorrido por los temas de La ex­periencia argentina sin mencionar el de la universidad, que fue uno de los objetos de la acción y la reflexión públicas de José Luis Romero.

En 1955, tras la caída de Perón, los estudiantes ocuparon la Uni­versidad de Buenos Aires y el gobierno de la Revolución Libertadora negoció con ellos la fórmula para designar las nuevas autoridades. De la terna propuesta fue elegido Romero, a quien se nombró, con el apo­yo de la Federación Universitaria de Buenos Aires, rector-interventor de la universidad.[11] El nombramiento de Romero indicó que la pre­sión de los renovadores había triunfado sobre la resistencia de los que buscaban volver a la situación de 1943, los restauradores.[12]

Romero duró poco en su cargo (renunció por su oposición a que el gobierno habilitara la creación de universidades privadas), pero su gestión fue decisiva para que el decreto-ley de reestructuración uni­versitaria estableciera una serie de normas básicas cuya adopción le darían su perfil a las universidades nacionales de los diez años siguientes —la autonomía universitaria, el gobierno tripartito, los con­cursos para cubrir los cargos docentes, la periodicidad de la cátedra, la incorporación de la investigación como tarea académica impres­cindible y la extensión universitaria—.[13] La Universidad de Buenos Aires de esos años quedaría fijada en la memoria como la universi­dad reformista por antonomasia. La intervención de Romero no fue menos importante en las innovaciones que conoció la Facultad de Filosofía y Letras: la creación de las carreras de sociología y psico­logía, y la cátedra que tomaría a su cargo, la de Historia Social.

Cuando se lee lo que escribió sobre la cuestión universitaria salta a la vista su idea de la educación superior y de la universidad como agencia dotada de una misión social. Lo que llamamos su idea de la educación superior resulta indisociable de una concepción éti­co-política: “Si entendemos la reforma universitaria como reforma educativa, descubrimos como primer objetivo el de hacer una Uni­versidad que constituya un centro de formación del hombre”, escri­be en “La Reforma Universitaria y el futuro de la universidad argen­tina”. ¿Cómo denominar sino como humanista esta concepción de lo que debe estar en el foco de la enseñanza superior? Es la definición que adopta para caracterizar su punto de vista en un artículo de 1976, “Examen de la Universidad”. Romero no ignoraba los imperativos que el saber científico-técnico moderno le planteaba a la universi­dad, pero se oponía a que esos imperativos tomaran la dirección de la enseñanza superior (“la Universidad, como orientación general, tendrá indefectiblemente que centrar sus inquietudes en el campo de las ciencias humanas y sociales”).

La idea de una misión social de la universidad, por su parte, lleva las marcas de una interpretación de la sociedad argentina, cu­yas articulaciones principales ya hemos visto, y de una interpreta­ción del papel de las élites, las minorías que debían dar forma a lo que de otro modo era incoherente y disperso. “Conformar la reali­dad informe constituye la misión de las minorías creadoras”, dice, con una fórmula de sabor orteguiano, en “Paul Groussac”. Pero esas minorías sólo podían ejercer su papel si actuaban como grupos a la vez responsables y sensibles a lo que se agitaba en la sociedad. El “obstinado rigor”, la frase de Leonardo que pretendía como lema de la Universidad Nueva, resumía el ethos del trabajo intelectual. Y a sus ojos, esta ética exigente era la que debía inculcar la institución que tenía a su cargo la formación de las elites.

Romero no quería una Argentina fácil —no disimulaba, como hemos visto, la escasa simpatía que le inspiraba la imagen de un país sin mayor preocupación por la ley y donde la motivación principal de sus ciudadanos sea el éxito económico—. Aspiraba a que el suyo fuera “un buen país”, título que en él se relacionaba no sólo con con­diciones sociales y políticas, sino también con los valores que debían regir el comportamiento individual y colectivo. En los ensayos de es­te libro advertimos que a veces cree ver madurar a la sociedad argen­tina en esa dirección, y otras veces la percibe extraviada y confusa. Pero todos ellos estimulan la reflexión sobre aquello que lo llevó a escribir sobre el pasado y el presente de su país: el destino nacional. No es necesario adherir sin reservas a sus interpretaciones para ren­dir homenaje a la fecundidad de su pasión argentina.


[1] Ramón Alcalde, “Romero y la universidad”, La Opinión Cultural, Buenos Aires, 25/2/1979.

[2] Oscar Terán, “Imago Mundi: de la universidad de las sombras a la universidad de relevo”, Punto de Vista, año xi, n° 33, Buenos Aires septiembre/diciembre de 1988.

[3]Georg Simmel, “El conflicto en la cultura moderna”, en Sobre la individualidad y las formas sociales. Escritos escogidos. Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 2002.

[4]En un ensayo de 1936, “La formación histórica”, recogido actualmente en José Luis Romero, La vida histórica, Sudamericana, Buenos Aires, 1988.

[5]Véase, sobre todo, su ensayo El ciclo de la revolución contemporánea (1948), Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1997.

[6]En varios pasajes de su diálogo con Félix Luna se refiere Romero a lo que en­tendía como defectos de la historia concebida por Mitre. Véase Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con historia, política y democracia (1977), Sudamericana, Buenos Aires, 1986.

[7]Extraigo los principales datos relativos al Colegio Libre de Estudios Superiores del muy buen estudio de Federico Neiburg, “Élites sociales y élites intelectuales: el Colegio Libre de Estudios Superiores”, en Los intelectuales y la invención del peronismo, Alianza Editorial, Buenos Aires, 1998, págs. 137-182.

[8]En este parágrafo me valgo de lo que ya tuve ocasión de escribir en “José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial”, en Prismas. Revista de Historia Intelec­tual, n° 5, Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 2001.

[9]José Luis Romero, entrevista grabada en el Archivo de Historia Oral del Institu­to Di Telia.

[10]Juan Carlos Portantiero, “Imágenes de la crisis: el socialismo argentino en la dé­cada de 1930”, Prismas. Revista de Historia Intelectual, n° 6, Universidad Nacio­nal de Quilmes, Buenos Aires, 2002.

[11]Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con historia, política y democracia (1977), op. cit., pág. 140.

[12]Retomo estas denominaciones de Federico Neiburg, Los intelectuales y la inven­ción del peronismo, op. cit., págs. 216-218.

[13]“Cualquiera que haya participado de la gestación de aquel decreto sabe que sin la decisión con que Romero jugó el peso su investidura, del apoyo masivo de los estudiantes y de la opinión de clase media progresista, las universidades nacio­nales no hubieran contado nunca con la estructura necesaria de su autorrenovación”. Ramón Alcalde, “Romero y la universidad”, La Opinión Cultural, Buenos Aires, 25/2/1979.