José Luis Romero, un historiador clásico y revolucionario

FERNANDO J. DEVOTO

José Luis Romero (1909-1977) fue una figura eminente del mundo cultural y de la vida pública argentina del siglo XX. Ciudadano comprometido con su tiempo, ocupó cargos relevantes en la política y en las instituciones académicas argentinas: fue rector interventor de la UBA y decano de su Facultad de Filosofía y Letras. Como organizador cultural, dejó su huella en colecciones editoriales y en revistas que dirigió, entre ellas “Imago Mundi”. Fue, asimismo y ante todo, un historiador y de ello nos ocuparemos aquí.

Romero realizó sus estudios primarios en el Colegio del Salvador y los secundarios en el Mariano Acosta, recibiéndose de maestro; tarea que empezó a desempeñar tempranamente. Mientras trabajaba como docente de escuela primaria, cursó sus estudios universitarios en la Facultad de Humanidades de la Universidad de la Plata que culminarían en el doctorado (1933) con una tesis sobre los Gracos y la crisis de la República Romana.

La Facultad de Humanidades era una institución en la que la figura de Ricardo Levene dominaba sin rivales los estudios históricos y de ella surgirían muchos de sus principales discípulos.  Era entonces parte del territorio de la llamada “Nueva Escuela Histórica”, esa generación de historiadores (Carbia, Levene, Molinari, Ravignani) que se propuso renovar la historiografía argentina desde la estricta aplicación del método erudito elaborado entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX en Europa. Tradición que ejerció una larga hegemonía sobre las instituciones de enseñanza superior en Argentina. Aunque con los años quiso recordarlos con simpatía, quizás por comparación con  lo que vino luego, nunca hubo empatía personal ni profesional entre Romero y la Nueva Escuela. La excesiva concentración de estos historiadores en la operación erudita de crítica y edición documental que iba (aunque no siempre) acompañada por un enfoque excesivamente descriptivo y demasiado orientado hacia las dimensiones “etico-políticas” del pasado, no generaban entusiasmo en Romero. Éste, aunque no negaba ni descartaba la operación documental como parte inherente a la labor del historiador, no creía que ella debiera ser el centro de su tarea. 

Se ha dicho que la historiografía moderna nace de la confluencia de temas y esquemas del iluminismo (Voltaire, Montesquieu) con las técnicas eruditas de los monjes de Saint Maur (Mabillon, en primer lugar). En la tensión entre ambos polos, Romero siempre estuvo más cerca del primero que del segundo. Ello a su vez lo colocaba, en el siglo XIX,  no en la línea de la operación histórica de Leopold von Ranke sino en la de Jakob Burckhardt, al que lo unía también la prioridad otorgada a la historia de la sociedad por sobre la del estado, a la de la cultura por sobre la de la política, a las fuentes literarias (en sentido amplio) por sobre otras. 

Por las diferencias con la escuela de Levene o por otras razones, Romero se orientó tempranamente hacia la historia europea. Su deuda mayor en ese terreno sería con el profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, el italiano Clemente Ricci, especialista en Historia Antigua,  que como otros estudiosos europeos había recalado en la academia argentina  dando lugar a valiosas tradiciones profesionales. Con todo, más allá de lo mucho que Romero debiera a la enseñanza de Ricci en cuanto al oficio del historiador, sus temas y la forma de abordarlos fueron tributarios en mayor medida de una formación personal que comenzó de manera temprana bajo la guía de su hermano diecisiete años mayor, el filósofo Francisco Romero. Éste le aportó mucho:  un soporte afectivo tras la temprana muerte de su padre, una aproximación al mundo de la filosofía, en especial en la tradición neokantiana -y en el plano de la filosofía de la historia, entre otros autores a Dilthey, Rickert y, por supuesto, Ortega-, un acendrado laicismo en pugna con la tradición católica de su familia y un elenco de lecturas sistemáticas con las cuales el hermano mayor buscó asistirlo en el terreno historiográfico. No obstante, las curiosidades de José Luis Romero pronto desbordaron el esquema provisto por su hermano.

Su interés inicial hacia la historia antigua lo llevó a una atenta lectura de los historiadores griegos. Fruto de ella y de su primer encargo como docente de Historia de la historiografía en la Universidad de La Plata, publicará años después un libro dedicado a analizarlos (De Heródoto a Polibio). Empero ese interés lo llevó también a un estudio de los otros clásicos: los grandes historiadores del siglo XIX, franceses y alemanes sobre todo. El conjunto constituiría una formación inusual en nuestro medio. 

Su experiencia en la Universidad de La Plata lo pondría en contacto con el dominicano Pedro Henríquez Ureña (y con Alejandro Korn). Con el primero compartiría tres veces por semana los viajes de ida y vuelta en tren entre Buenos Aires y La Plata. La inmensa erudición de Henríquez Ureña, un humanista integral, complementaba la de su hermano Francisco y lo acercaba a otros mundos más heterogéneos, en especial la literatura latinoamericana y europea sobre la cual aquél poseía un conocimiento asombroso.  Henríquez Ureña y Francisco Romero, asimismo, lo vinculaban con muchos ámbitos y personalidades de la floreciente cultura existente en Buenos Aires, de la revista Sur al Colegio Libre de Estudios Superiores, de Alfonso Reyes a Daniel Cossio Villegas.

   Los años cuarenta vieron una expansión de los intereses historiográficos de Romero. En primer lugar, se desplazó hacia la historia medieval que finalmente sería su campo mayor de especialización. Ello no era ajeno a la presencia en Buenos Aires de Claudio Sánchez Albornoz, una figura de relieve mundial en los estudios medievales. En la publicación que éste comenzaría a editar en la Universidad de Buenos Aires, los Cuadernos de Historia de España, publicaría Romero, en 1947, un notable estudio sobre San Isidoro de Sevilla.  Sería el comienzo de una larga línea de investigación que culminaría veinte años después en su libro La revolución burguesa en el mundo feudal (1967). Ese interés por el mundo feudal y su crisis (siglos XI-XIV) era indagado por Romero desde ese mirador privilegiado que era la ciudad y el grupo que en ella emergía: la burguesía. En este sentido, de dos de las líneas mayores de los estudios de historia medieval, aquella centrada en el análisis de la economía rural,  los sistemas agrarios, las relaciones feudales, (Bloch) y aquella interesada en las ciudades, el comercio y la cultura urbana (Pirenne), Romero, debe ser filiado en ésta última. Dentro de ella manifestó un interés particular por el momento de gestación de la nueva cultura o mejor, la nueva mentalidad burguesa y por el lento afirmarse de la misma en el horizonte de la sociedad feudal, en un  proceso no exento de confrontaciones y compromisos. Llamó a su resultado, con uno de esos conceptos que gustaba acuñar: sociedad feudoburguesa. Así, al igual que en sus estudios sobre el mundo antiguo, Romero era atraído por los contextos de crisis de un orden en el que buscaba explorar los signos de lo nuevo, los orígenes de un proceso, la primavera más que el otoño. Sin embargo, esa mirada de Romero desde la historia medieval también prolongaba sus horizontes hasta tratar de englobar, desde ese momento fundacional, el itinerario de la civilización occidental y de la cultura burguesa. Interesado en sus orígenes, también lo estará en su crisis a la que dedicará otro libro, destinado a explorar el incierto y ambiguo mundo que se abría en 1848: El ciclo de la revolución contemporánea.  

Paralelamente a su orientación hacia los estudios medievales, Romero se acercó a la historia argentina. Tras dos agudos ensayos sobre Mitre y Vicente Fidel López (en el cual la admiración por el primero no implicaba la condenación del segundo) encaró un proyecto de más amplio respiro: una historia de Las ideas políticas en Argentina, por encargo de Cossio Villegas para el Fondo de Cultura Económica. El libro aparecerá en 1946 y será objeto de numerosas reediciones.

El interés de Romero en la historia argentina puede vincularse con dos cuestiones de índole diferente. Por un lado, aquélla proveniente de su compromiso cívico y político en un momento de perentorias definiciones en la Argentina. Los ambientes intelectuales que Romero frecuentaba desde los treinta lo colocaban decididamente en el campo de la cultura antifascista y desde allí lo llevaban a la oposición al golpe de 1943 y luego al antiperonismo. Sin embargo, la situación abierta en la Argentina en esos momentos no podía dejar de interesar también a Romero en tanto que historiador. He aquí otra crisis que se revelaba en toda su amplitud y un orden que colapsaba. El libro explora las raíces de esa cesura en la historia argentina dominada por el conflicto plurisecular entre dos tradiciones políticas e intelectuales contrapuestas.

El libro presenta, más allá de ese motivo unitario, dos partes bien diferenciadas. En la primera pueden rastrearse las huellas de las lecturas de Romero de algunos clásicos de la historia argentina: Juan Agustín García en el retrato de la mentalidad colonial, José Ingenieros en los orígenes de la dicotomía de las dos líneas históricas organizadas a partir de la contraposición entre los Austrias y los Borbones, Bartolomé Mitre en la mirada de la Revolución de mayo y las dos vías de la democracia, doctrinaria e inorgánica, son algunos de ellos. En la tercera parte, denominada la era aluvial (otra original conceptualización de Romero), el autor se desprende de toda autoridad y coloca en el centro de su reflexión no solo un conjunto de lecturas sino también su propia experiencia de observador atento. El ámbito de las ideas es colocado ahora en el contexto de las transformaciones sociales y económicas que originan la Argentina moderna y en las que la inmigración ocupa un lugar central, sea por su aporte al diseño de nuevos rasgos de la mentalidad argentina sea por su papel en el surgimiento de una sociedad hibrida, en la cual la cohesión tardaba en llegar. Ello ayudaba, a su vez, a explicar una escisión entre masas y minorías ilustradas que subtendía  los conflictos entre las dos tradiciones antagónicas de la política argentina (leídas en la clave de los debates europeos contemporáneos). La influencia sobre esa lectura de la coyuntura de los años cuarenta (y la posición de Romero ante ella) es bien evidente. Dos capítulos agregados a la obra en sucesivas ediciones (hasta llegar a 1973) permiten a Romero sugerir  que la desconcertante Argentina de esos últimos decenios es menos el resultado de la lógica política que de los profundos cambios estructurales que la conmovían desde hacía un siglo. Crisis, cambio, largo plazo, he ahí un resumen de su mirada histórica.

Con los años, en 1976, Romero dará a luz otra obra mayor: Latinoamerica, las ciudades y las ideas. En ella vuelve al que fue su objeto de interés predilecto como observador y como historiador: las ciudades. De las ciudades hidalgas a las masificadas van desplegándose los capítulos (entre los que sobresale el dedicado a las burguesas, bello y evocador) y, en ellos, casi cinco siglos de historia de la cultura latinoamericana. Se ha señalado muchas veces la deuda de esa obra con Sarmiento; el mismo autor estaba de acuerdo en ello. Empero, debe observarse que Romero fue, como antes de él Martínez Estrada, no un seguidor sino “un renovador de la exégesis sarmientina”. Con todo, la importancia del libro puede buscarse en otra parte. Por un lado, como ha señalado Gutiérrez Girardot, en la voluntad de dar entidad al pasado latinoamericano que otros habían expulsado condenándolo al reino de la naturaleza y no de la historia. Por el otro, presentar una historia latinoamericana que no fuese simplemente copia más o menos degradada de la historia europea. En este libro Romero encuentra un feliz espacio intermedio que remarca las similitudes pero también las diferencias entre ambos procesos. Su antigua experiencia como historiador europeo y su nueva como latinoamericano confluyen así exitosamente.

 Romero hubiera probablemente desconfiado de aquellas denominaciones. La historia era para él algo sin compartimientos y sin especializaciones. Buscó en ella un camino original y a menudo contra la corriente. Hombre de su tiempo, no quiso aferrarse a las modas historiográficas de su época. Quizás eso es lo que lo convierte en un clásico, definición que (imaginamos) no le hubiera disgustado.