ADRIÁN GORELIK
“[Romero] ha preferido entrar en la historia urbana de América Latina casi como un explorador en tierra incógnita”
Tulio Halperin Donghi
No es sencillo poner en vinculación la obra de José Luis Romero con la historia urbana latinoamericana de su tiempo, entre otras cosas por la forma en que “prefirió” entrar en el tema, como bien señala la cita de Halperin.[1] En sus trabajos sobre la ciudad latinoamericana, Romero casi no menciona a los estudiosos contemporáneos, de modo que es muy complicado rastrear sus lecturas específicas o identificar los debates en que pudo haberse involucrado; no habría sido una actitud de ocultamiento, cabe aclarar: de acuerdo a Luis Alberto Romero, para la época en que su padre comenzó a dedicarse a la cuestión, en los años sesenta, tenía tan delineado su proyecto de escritura que ya prácticamente había dejado de leer la literatura secundaria. Como sea, esto no hace más que ratificar el rasgo señalado por Halperin: el modo en que Romero había extremado su posición marginal en la historiografía, una posición que, llevada al estudio de la ciudad, le permitió capitalizar un punto de vista siempre descentrado. Eso surge nítido en su curso de París, en 1965, sobre historia urbana europea y americana: para reflexionar sobre la ciudad europea, Romero no se apoya en su ya indiscutido prestigio como medievalista, sino en la perspectiva excéntrica que le da su calidad de americano; pero viceversa, a la hora de definirse frente a la ciudad latinoamericana, vuelve a reiterar el mismo gesto, sosteniendo que la examina como medievalista: la historia de la ciudad es, para Romero, un viaje de ida y vuelta en el que siempre preserva para sí el enfoque del outsider, convirtiendo su inicial marginalidad en la historiografía medieval en un método de conocimiento.[2]
Sin embargo, hay razones más que suficientes para justificar el intento de establecer los contactos y los diálogos implícitos con el pensamiento urbano latinoamericano. Y, en tanto la obra de Romero terminó siendo además un pilar fundamental de lo que luego se convirtió casi en una subdisciplina académica, la “cultura urbana latinoamericana”, también parece justo evaluarlo en ese conjunto, aunque más no sea para recortarlo de él. Más que rastrear “influencias”, entonces, o hacer atribuciones, se trata de intentar comprender cómo se iluminan mutuamente la obra de Romero y los estudios urbanos de su tiempo.
Un nuevo campo historiográfico
Hagamos, entonces, una primera constatación: Romero comienza a escribir sobre la ciudad en el mismo momento en el que surge la historia urbana como disciplina en todo el mundo. Como se sabe, los resultados de la reconstrucción europea de posguerra habían potenciado el quiebre de una visión simplificadora de la modernidad, que vinculaba mecánicamente la ciudad y el progreso y se manifestaba por antonomasia en los grandes conjuntos de vivienda con que la arquitectura moderna proponía resolver el problema de la habitación popular. La rápida percepción de su fracaso generó una crisis profunda de los relatos modernistas sobre la ciudad, una de cuyas consecuencias fue la revaloración, en los años cincuenta y sesenta, de otras múltiples dimensiones en que ella podía ser abordada, produciendo una verdadera explosión de enfoques que buscaban superar la anterior reducción funcionalista: enfoques antropológicos, semiológicos, políticos y también históricos, que se tradujeron en grandes corrientes de reflexión cultural sobre la ciudad. Esto no significa, desde ya, que no se hubieran escrito antes grandes obras históricas sobre la ciudad, como demuestran los nombres de Henri Pirenne o Lewis Mumford, por mencionar solo autores del siglo XX –y en este caso dos muy apreciados por Romero. Pero la aparición de esta nueva clave de reflexión urbana marcó indudablemente un antes y un después. Es muy fácil notarlo si se toma como uno de los puntos de clivaje la conferencia organizada en 1961 por el Joint Center of Urban Studies (MIT y Harvard University), “El historiador y la ciudad”, de la que resultó el conocido libro homónimo editado por Oscar Handlin y John Burchard; en efecto, alcanza con comparar toda la producción que comenzó a partir de esa fecha con la escueta bibliografía que el libro presenta como apéndice (y se sabe que no hay mejor síntoma de que un campo de estudios comienza a organizarse con autoconciencia, que cuando se organizan y ofrecen apéndices bibliográficos), para advertir que recién allí la historiografía estaba comenzando a identificar en la ciudad un espacio singular de hechos y representaciones que era posible estudiar de muchas maneras diferentes (como espacio histórico, como objeto de la imaginación social, como manufacto de larga duración, como actor decisivo en los procesos económico-sociales de modernización, como razón de ser de profesiones específicas), de lo que resultaba también una multiplicidad de nuevos campos de estudio.[3]
Es en ese mismo momento cuando Romero encuentra en la noción de “mundo urbano” –una noción que en el prólogo de La revolución burguesa en el mundo feudal, de 1967, definió como “la más tentadora” de sus nuevas hipótesis– una herramienta fundamental para dos operaciones que organizan toda su obra madura.[4] Por una parte, esa noción se le aparece como un “mecanismo rector de todas las formas de vida histórica”: el “mundo urbano” es para Romero el estrato profundo en que se apoya –y gana inteligibilidad– la unidad de lo que llamamos “cultura occidental”.[5] Como escribió en el prólogo de un libro sobre La estructura histórica del mundo urbano que dejó como proyecto inconcluso al morir, la ciudad forma la “estructura real” en que funciona la sociedad, pero como sus formas materiales objetivan el legado cultural del que surge la conciencia histórica, la ciudad hace posible también la “estructura ideológica” que sostiene los modelos interpretativos y las ideaciones proyectuales.[6] En verdad, podríamos interpretar que, a través de la noción de “mundo urbano”, Romero alcanza una idea muy clásica de la ciudad como “obra de arte”. Porque esa idea traduce a la perfección la voluntad de totalidad que marca toda su empresa historiográfica: si cada producto cultural singular expresa un contenido y una sustancia colectivas, y si el rol del historiador es reestablecer las conexiones que le permitan interpretar a partir de las obras artísticas individuales el conjunto social que ellas representan, entonces la ciudad se impone como una fuente privilegiada por su carácter de “creación colectiva e histórica formidable”.[7] La ciudad como obra de arte es, en síntesis, el máximo ejemplo de la unidad cultural que Romero persigue en toda forma de vida histórica.
Por otra parte, en la noción de “mundo urbano” Romero encuentra una herramienta historiográfica, el vehículo que le permite desplazarse, con un conjunto de hipótesis consistentes, desde el estudio de la historia europea a la americana para comprender la experiencia del subcontinente como capítulo de la más abarcativa de la cultura occidental en el largo periplo de una modernidad de diez siglos. Así, siguiendo el desarrollo del “mundo urbano”, Romero organiza el completo ciclo de la cultura occidental en tres oleadas expansivas. La primera es la de Europa sobre su propia periferia interna: el múltiple proceso de expansión demográfica, mercantil, tecnológica y agrícola que a partir del siglo XI incorporó las fronteras bárbaras en un espacio unificado bajo las nuevas condiciones que rompían progresivamente con el núcleo cristiano-feudal en el cual se habían originado –ese proceso que Pirenne denomina “revolución urbana” y que Romero prefiere llamar, con un término muy caro al debate urbano latinoamericano de su tiempo, “explosión urbana”. La segunda oleada se da a partir del siglo XVI más allá del territorio europeo, y también tendrá en el centro de todo su dispositivo a la ciudad: es la creación de América como una segunda periferia europea. Y la paradoja sobre la que Romero funda buena parte de su mirada original sobre este proceso es que si toda la empresa colonizadora americana se organiza en torno de la ciudad, esto ocurre en el mismo momento en que en Europa ella entraba en declinación, al menos en su versión medieval de sujeto autónomo. Por eso mismo, el modelo para la ciudad americana no podía ser ya aquel municipio burgués, sino el tipo de “ciudad-baluarte” con que los reyes y señores habían emprendido la conquista territorial desde los siglos XII-XIII –los poblados que amojonan las tierras al oriente del Elba, las bastides del sur de Francia, las ciudades con que busca afirmarse la Castilla católica en el sur musulmán de la península. Un tipo de ciudad que va a operar como “bastión cultural” para preservar y reproducir en tierras extrañas las formas de cultura y sociedad que se habían estabilizado en Europa occidental– designio moderno-europeo que en América logrará inventar un continente completo a través de una red de ciudades desterradas. Finalmente, la tercera oleada expansiva es la que se desenvuelve desde la Revolución Industrial en un proceso de modernización que no es sino la mundialización de la experiencia burguesa-europea.[8]
Por supuesto, podría y debería profundizarse un camino de análisis análogo al que tan bien planteó Fernando Devoto en su trabajo, buscando comprender los cambios internos en el pensamiento de Romero que, en este caso, le habrían llevado a acuñar la fórmula de “mundo urbano” en los años sesenta para completar su proyecto de historia de la cultura occidental.[9] Pero en estas líneas me interesa más esbozar el “camino externo”, el de los contactos con el pensamiento urbano latinoamericano. Porque en el mismo momento en que se producía aquel estallido de los estudios de historia urbana en todo el mundo, en América Latina también entraba en su apogeo un ciclo de estudio sobre la “ciudad latinoamericana” –un ciclo de estudio en el que, en verdad, la propia “ciudad latinoamericana” como categoría fue inventada–, con el que Romero va a mantener algunos contactos significativos.[10] Y conviene insistir en que no se trata de identificar una o más fuentes de las que Romero haya podido extraer inspiración, sino tratar de entender en qué contextos esa inspiración puede ganar inteligibilidad.
Historia y planificación: el “proceso de urbanización”
La primera pista importante debe buscarse en la figura de Gino Germani. Ya Alejandro Blanco se ha encargado de analizar las relaciones entre Germani y Romero a través del proyecto sobre la inmigración que encararon juntos a finales de los años cincuenta.[11] Lo que me interesa señalar aquí, en cambio, es que Germani estaba en ese mismo tiempo realizando uno de los trabajos empíricos e interpretativos iniciales de toda una corriente de estudios urbanos en América Latina.
Entre finales de 1957 y comienzos de 1958 Germani dirige la célebre encuesta en Isla Maciel, el primer trabajo de campo en investigación socio-urbana en Argentina, realizada por el Instituto de Sociología por encargo del Departamento de Extensión de la Universidad de Buenos Aires, que había instalado en la villa miseria un centro de acción social.[12] Impulsado por la UNESCO, el trabajo se realizaba en paralelo con investigaciones similares en Lima (dirigidas por el antropólogo José Matos Mar) y en Río de Janeiro (a cargo del antropólogo británico Andrew Pearse), presentadas conjuntamente en el “Seminario sobre problemas de urbanización en América Latina”, realizado en julio de 1959 en Santiago de Chile con organización de CEPAL y UNESCO. Las investigaciones buscaban una primera aproximación científica –y el supuesto comparativo jugaba una parte significativa en esa cientificidad– al tema de la “explosión urbana” del continente, tema clave para cualquier teoría del desarrollo: la transición entre la sociedad tradicional (rural) y la sociedad moderna (urbana) que en América Latina encontraba su punto de condensación más dramático en la barriada, la favela o la villa miseria, esos asentamientos precarios y marginales que se venían multiplicando en los alrededores de las grandes ciudades desde los años cuarenta.
También en esa década había comenzado a producirse el contexto teórico de estos estudios, a través de una serie de aproximaciones de la antropología norteamericana en México y Centroamérica que tomó cuerpo en un debate muy intenso entre dos concepciones célebres de la transición: la que se resolvía en la fórmula dicotómica del “continuo folk-urbano” de Robert Redfield, y la que propuso Oscar Lewis para rebatirla con sus estudios sobre las migraciones a la ciudad de México, la “cultura de la pobreza”.[13] Y pese al modo en que este debate fue pensado a posteriori, creo que es posible afirmar que en las primeras investigaciones latinoamericanas de los años cincuenta las dos concepciones fueron interpretadas dentro de un común horizonte reformista, en el que si por una parte era evidente para todos que el gran problema del desarrollo era la incorporación exitosa de los migrantes rurales en el sistema de vida urbano, por otra parte se descubría o bien que la intrusión rural en la ciudad no era tan conflictiva, o bien que incluso tenía un capital de cultura comunitaria que podía ser aprovechado en el logro de una integración más exitosa (y, en verdad, esta posición comunitarista, que en este debate era sostenida por Lewis, casaba perfectamente bien con la ambigüedad culturalista de uno de los fundadores de la Escuela de Chicago, Robert Park).[14]
Cabe aquí deslizar una cuestión importante sobre Romero: en estos tres días de las Jornadas se ha mencionado una y otra vez cuán central fue en su concepción de la ciudad latinoamericana la dicotomía ciudad/campo, pero casi como si se tratara de una obsesión personal, sin advertir el grado de extensión de esa problemática en el pensamiento social de la región. Cuando se refería al tema, Romero mismo velaba, en un típico gesto, esa vinculación, saltando siempre sobre el debate contemporáneo para remontarse sin mediaciones hasta los textos de Sarmiento (por ejemplo, aquella conocida referencia en las conversaciones con Félix Luna, recién publicada Latinoamérica: las ciudades y las ideas, cuando situó la fórmula civilización y barbarie como el núcleo explicativo desde el que se expandió todo su libro).[15] Pero cuando comprendemos el peso teórico que aquella dicotomía había ganado a la luz del impacto de las migraciones masivas desde mediados del siglo XX, podemos advertir que la clave que Sarmiento le ofrece a Romero es la de una perspectiva nuevamente excéntrica –de explícito anacronismo, incluso, de acuerdo a las coordenadas ideológicas del momento– para reorganizar de un modo original preocupaciones que provenían de la agenda socio-política contemporánea.
Pero retomemos el trabajo de Germani: como parte de aquella misma investigación sobre la transición auspiciada por la UNESCO, realizó “El proceso de urbanización en la Argentina”, primer análisis comprehensivo del desarrollo socio-urbano en el país.[16] Y su título es muy sugestivo, ya que está denominando un enfoque que será dominante dentro de los estudios urbanos latinoamericanos y, como parte de ellos, de los estudios históricos sobre la ciudad –enfoque, vale la pena anticipar, del que se va a distanciar claramente el trabajo de José Luis Romero. En verdad, el enfoque del “proceso de urbanización” fue una de las tantas formas de innovación en el estudio histórico de la ciudad en ese estallido de abordajes urbanos que, como ya mencionamos, se produjo entre los años cincuenta y los sesenta. Estudiar el “proceso de urbanización” significaba, en ese contexto, analizar las transformaciones urbanas como encarnación de los procesos sociales, económicos y demográficos producidos por la industrialización y el desarrollo económico y tecnológico (es decir, básicamente, entender la ciudad como motor dentro de una teoría de la modernización). Se trató de un enfoque muy expresivo de la alianza que una línea historiográfica trazó con la renovación de las ciencias sociales y tuvo uno de sus centros de producción más original en el Grupo de Historia Urbana de la Universidad de Leicester, conducido por H. J. Dyos.[17] Más en contacto con el medio latinoamericano (y más en general, el del “mundo en desarrollo”) por su posición en la UNESCO, el trabajo de Philip Hauser es una referencia inevitable en la extensión de ese enfoque: Hauser creó en 1958 el Comité de Urbanización dentro del Social Science Research Council (el primero de una larga lista de comités “de urbanización”, o “de estudios urbano-regionales”, que formarían los organismos internacionales en los años sesenta y setenta) y compiló, junto a Leo Schnorre, el libro The Study of Urbanization, publicado en 1965 por ese Comité con trabajos de Gideon Sjoberg, Eric Lampard y Oscar Lewis, entre otros.[18]
Ya mencionamos la multiplicidad de enfoques que caracteriza la renovación de la historiografía de la ciudad, dentro de los que el estudio del “proceso de urbanización” era apenas uno de los disponibles. Un examen rápido del índice de The Historian and the City muestra, junto con este enfoque socio-económico (representado en el libro por trabajos de figuras muy importantes de la época, como el medievalista Robert López y el historiador económico Alexander Gerschenkron), otros andariveles de la reflexión histórico-urbana que tendrán un suceso similar en la década del sesenta: tres de las cinco partes del libro están dedicadas a “La ciudad en la historia de las ideas” (con, entre otros, un texto de Morton White que anticipa las hipótesis de su clásico libro sobre la ideología antiurbana dominante en la tradición intelectual norteamericana, y un texto hoy célebre en nuestro idioma de Carl Schorske sobre la idea de ciudad en el pensamiento europeo); “La ciudad como artefacto” (un campo que entonces estaba representado por los estudios morfológicos, pero que muy pronto reconocería un desarrollo mucho más ambicioso a partir de los enfoques estructuralistas sobre la “autonomía de lo urbano”, especialmente en Italia y en Francia); y “Planificadores e intérpretes de la ciudad” (un campo de problemas que iba rápidamente a fructificar en la historia de las profesiones de lo urbano).[19] Es importante subrayar esta pluralidad de enfoques, porque sirve como contraste con la situación latinoamericana, donde el despliegue de la historia urbana en los años sesenta y setenta va a estar marcado casi con exclusividad por los estudios del “proceso de urbanización”.
Este desfasaje –este recorte– que se realiza en América Latina sobre el conjunto de posibilidades que brindaba el nuevo campo de estudios, es muy significativo, porque está indicando que si la recuperación de la preocupación histórico-cultural en el tema de la ciudad fue en Europa y los Estados Unidos mayormente el producto de la crisis de los relatos modernistas, en los estudios sobre la ciudad latinoamericana se impuso la única de aquellas líneas que continuaba viendo en la ciudad una palanca para el salto modernizador, constriñendo la investigación histórica a un rol instrumental, como insumo para las ciencias sociales que buscaban interpretar e implementar correctamente ese salto. La “ciudad latinoamericana” parecía encarnar como ningún otro objeto el voluntarismo constructivista de toda la empresa de conocimiento que acompañaba las teorías del desarrollo y colocaba al subcontinente americano, una vez más, como el sitio por excelencia para la implantación ex novo de la modernidad.[20]
Y, como no podía ser de otro modo, esa tensión operativa de la historia urbana latinoamericana se tradujo en una relación privilegiada con la planificación, como se percibe con toda claridad ya desde el mismo título de la larga serie de encuentros bianuales que comenzaron a realizarse en 1966, como apéndice urbano del Congreso Internacional de Americanistas que se reunió en Mar del Plata: los “Simposios sobre la Urbanización de América Latina desde sus orígenes hasta nuestros días”, con la gestión protagónica de Jorge Enrique Hardoy y Richard Schaedel, que garantizarían su continuidad dentro de los Congresos de Americanistas por los siguientes quince años.[21]
Una historia desde el presente
Cabe aclarar que Romero no participó nunca de estos simposios, pero intervino en un momento fundacional de los mismos, dictando una conferencia en el curso “La urbanización en América Latina”, organizado por Hardoy en la Universidad de Buenos Aires un par de meses antes del encuentro de Mar del Plata, que reunió arquitectos planificadores, economistas, sociólogos, demógrafos, antropólogos e historiadores en una especie de ensayo en escala (sudamericana) del Simposio.[22] Romero presentó allí uno de sus primeros estudios conocidos sobre el tema, “La ciudad latinoamericana y los movimientos políticos”.[23] Y lo primero que sorprende al leerlo hoy, a la luz de la obra que iba a seguir desarrollando en los siguientes diez años hasta alcanzar su resultado mayor, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, es que ya en esas primeras aproximaciones aparece completamente maduro el esquema abarcante de hipótesis y marcos explicativos de la entera historia urbana del subcontinente. No parece haber, para Romero, primeras tentativas o pasos en falso: aunque el artículo se dedica al período moderno (fin del siglo XIX al presente), comienza con dos páginas introductorias que sintetizan una visión completa de la experiencia histórica de las ciudades latinoamericanas. La primera, deudora de la perspectiva medievalista, le permite plantear como premisa el carácter general de la ciudad como “núcleo político por excelencia”, donde se opera la mayor concentración de poder y es, por ello, el vértice desde el cual se ordena y organiza “el contorno regional y nacional”. Y si esta primera página está ofreciendo una explicación universal del problema urbano latinoamericano que las ciencias sociales del período denominan “primacía” (y que el ensayismo previo había ya condensado en esa fórmula tan eficaz de Martínez Estrada sobre Buenos Aires: la cabeza de Goliat), la segunda, dedicada a la larga historia americana desde la Conquista, está explicándolo más en los roles socioculturales asignados a la ciudad que en sus funciones militares o económicas. Porque es la marca originaria de la ciudad como bastión cultural en un medio hostil lo que va a dar cuenta del tipo de entidad política que forma, de sus tensiones internas y sus más decisivas tensiones con el mundo rural. En verdad, el artículo comienza presentando una tensión primigenia que explica la dialéctica de los tiempos independientes: una burguesía que intenta imponerle a la nación un orden urbano desconociendo la significación de las áreas rurales, y que por eso mismo fracasa, y el nuevo poder “bárbaro” que lo reemplaza produciendo un “retroceso” de las ciudades, paradójico, por cierto, ya que los caudillos terminarán consolidando su poder en ellas; y termina en el siglo XX, luego de desarrollar las tensiones internas producidas por las luchas y las acomodaciones entre las clases urbanas (la aristocracia tradicional devenida oligarquía, las novedosas clases medias y los sectores obreros y populares urbanos), explicando el surgimiento del populismo –sin duda la marca política distintiva de América Latina– en aquella “heterogeneidad constitutiva” de sus sociedades, su escisión fundamental entre la cultura urbana y la rural, escisión reintroducida ahora, a partir de las migraciones masivas, en la ciudad.
Son evidentes, ya en este artículo, dos rasgos que diferencian a Romero de la mayor parte de la producción historiográfica del período, sesgada por el problema del “proceso de urbanización”: el acento en los procesos culturales (que para Romero, que nunca olvidó su inspiración vitalista, significaba comprender las formaciones ideológicas que estructuran a los diversos grupos en que se escande la ciudad); y el trazado de hipótesis de larga duración, que explican el presente latinoamericano a la luz de una densidad histórica que siempre se remonta a los grandes ciclos de la modernidad occidental y encuentra zonas de inteligibilidad novedosas en ellos. Pero, al mismo tiempo, hay una serie de características que permiten también una vinculación nada forzada de Romero con la empresa colectiva de conocimiento de la ciudad latinoamericana que estaba en esos años en pleno apogeo.
En primer lugar, la apuesta reformista a la modernización, que en los estudios urbanos era una premisa teórica y en Romero, en cambio, un deseo político que, aunque muy consciente de su precariedad y sus límites, de todos modos da un tono común a la indagación, a la forma de considerar la ciudad y a las expectativas puestas en ella. En segundo lugar, vinculado con el punto anterior, la práctica de una historia explícitamente orientada por (y hacia) el presente: de hecho, todos sus trabajos sobre la ciudad latinoamericana, desde estos primeros artículos hasta el propio Latinoamérica: las ciudades y las ideas, también se proponen comprender la ciudad “desde sus orígenes hasta nuestros días”, como rezaba el título de aquellos seminarios, algo que tiene como fundamento el interés de Romero en una historia integral, pero en cuya contracara sobresale esa curiosidad político-cultural que solo el presente sabe alimentar.[24] Se sabe, por cierto, que el proyecto de una historia del largo ciclo de la modernidad estaba programáticamente planteado por Romero desde muy temprano; y también señalamos ya que fue la revelación de la ciudad, encarnada en la potente fórmula “mundo urbano”, lo que le permitió llevarlo a la práctica. Solo resta señalar aquí que esto no ocurrió exclusivamente porque Romero haya encontrado en esa fórmula la clave que le permitió corporizar con originalidad el punto de continuidad entre la Edad Media y la modernidad –y, por tanto, entre Europa y América–; ni tampoco porque la tradición de estudios urbanos que le interesó desde el comienzo (verbigracia: Mumford) estuviera habitada explícitamente por esa voluntad operativa que coloca los interrogantes presentes de la ciudad como prisma de intelección de su proceso histórico. Todo ello tiene su parte, pero creo que también debe darse la suya a la omnipresente tensión política y cultural que le otorgaba un sentido casi misional a los estudios urbanos latinoamericanos en el momento en que también Romero decide dedicarse a ellos. Claro que no en vano él es ya para entonces un historiador experimentado, que no va a ceder a ninguna de las tentaciones operativas con que las ciencias sociales coloreaban el conjunto de las indagaciones urbanas.
Por una parte, entonces, hay que subrayar que aquella empresa de conocimiento y acción sobre la ciudad latinoamericana forma un suelo básico también para la obra de Romero, por fuera del cual no podría ser cabalmente comprendida –un suelo básico compuesto por una serie de temas, problemas y categorías analíticas, pero especialmente por el imperativo de la modernización y por el modo en que el mismo ponía en el centro de toda la problemática presente a la ciudad. Y al mismo tiempo, por la otra parte, es necesario identificar sus modulaciones diferenciales: especialmente, el énfasis de Romero en el enfoque cultural y, como resultante del mismo, la atención a las fuentes literarias y ensayísticas frente a las estadísticas y sociológicas, de un modo casi provocador para el programa renovador del conocimiento social de sus compañeros de ruta, si se toma en cuenta que una de las batallas principales de la que había emergido la identidad de las ciencias sociales es la que se libraba todavía contra el intuicionismo interpretativo del ensayo literario.[25]
Richard Morse, un espejo posible
Un modo de identificar esas diferencias que puede ser especialmente productivo surge al incorporar otro elemento activo sobre ese suelo de los años sesenta, un historiador urbano también excéntrico al mismo, pero de un modo muy diverso a su vez del que cultivaba Romero. Me refiero a Richard Morse, que para los propósitos de esta indagación me gustaría proponer como una especie de contracara especular de Romero (vale la pena observar, de paso, que es una de las pocas figuras de “especialista” en la ciudad latinoamericana que Romero alguna vez haya mencionado elogiosamente).[26] Es evidente que se trata de dos historiadores muy diferentes, por formación, por ideología y hasta por idiosincrasia, pero su modo de serlo las triangula con los estudios urbanos de su tiempo componiendo una figura dentro de la cual se dirime toda la problemática de la ciudad latinoamericana.
Morse era trece años menor que Romero; nacido en New Jersey, había comenzado a tomar clases sobre América Latina en su curso de literatura de la Universidad de Princeton, motivado por un entusiasmo temprano por el continente que nació en una visita veraniega a La Habana en 1940, comienzo de una serie de viajes a diferentes ciudades latinoamericanas que ya no se detuvo. Por eso mismo, decidió hacer su doctorado sobre historia en Columbia, con la dirección de Frank Tannenbaum, y eligió como tema de tesis la ciudad de San Pablo, donde una beca del Departamento de Estado le permitió residir entre 1947 y 1948, vinculándose productivamente con algunas de las figuras que estaban configurando el nuevo mundo de las ciencias sociales en Brasil, especialmente un también joven Antonio Candido.[27] Desde ese momento, Morse no dejó un solo instante de polemizar con las ciencias sociales latinoamericanas, comprometiéndose especialmente con la construcción del campo de debate local, en un gesto atípico para un scholar norteamericano –aunque la atipicidad de Morse no se reducía en absoluto a eso– y, como hemos visto hasta ahora, radicalmente diferente de la actitud que tomaría Romero. En efecto, mientras este prescinde completamente de la producción contemporánea, todos los textos de Morse parecen en cambio motivados por la voluntad de debate, de intervención, por la conciencia de la necesidad de un corpus común, lo que lo vincula muy estrechamente con otros productores de ese campo, aunque siempre desde posiciones disidentes y excéntricas a sus líneas dominantes.
En primerísimo lugar, Morse se opone con vehemencia al clima reformista y modernizador urbano del que a su modo, como vimos, participaba Romero: instalado en el lugar posiblemente más alejado del talante socialista y laico de este, Morse alentaba un populismo capaz de reconciliarse con la matriz católica-ibérica del continente, que para él tenía el potencial de subvertir los centros de dominio constituidos por las ciudades (y, de paso, ofrecer una alternativa al camino anglosajón a la modernidad, tema fundamental de toda su obra).[28] Pero veamos cómo se colocan ambos, Romero y Morse, frente al gran tema del pensamiento social del período: el continuo rural-urbano, la transición de la sociedad tradicional a la moderna.
En 1956 Morse participa en una de las primeras reuniones académicas de historia urbana latinoamericana en los Estados Unidos que tomó como problema de análisis la ciudad del siglo XIX (hasta que las agendas de las ciencias sociales no habían puesto en el centro del interés los procesos de modernización comenzados en ese siglo, el estudio de la ciudad latinoamericana –un estudio dominado además por las temáticas del arte y la arquitectura– se había dedicado con exclusividad al período colonial).[29] Morse, que apenas comenzaba su carrera, jugó ya en esa mesa un papel que lo caracterizaría de allí en adelante, el de comentarista crítico que abre nuevas líneas de indagación y sugiere los marcos teóricos de los que la historiografía suele prescindir. Allí planteó no solo que la cultura es una clave fundamental para interpretar la ciudad –una convicción que había ya puesto en acto en su tesis sobre San Pablo, la primera historia cultural urbana del continente y seguramente una de las primeras del mundo–, sino que es la única dimensión a través de la cual la “ciudad latinoamericana” podía proponerse como objeto de estudio.[30] Y, con una orientación culturalista muy similar a la que adoptará Romero diez años más tarde, aunque con un sentido polémico ausente en aquel, va a apelar justamente a la tradición del ensayismo latinoamericano para proponer su propia definición: “la ciudad artificial”.[31]
En este texto de 1956 Morse la remite con exclusividad a un libro de 1930 de Jorge Basadre, pero se trata de una definición clave para un ensayismo que se remonta a los comienzos del siglo XX, como ejemplifican los escritos de Juan Álvarez sobre Buenos Aires, y que continúa por lo menos hasta mediados de siglo, como muestra el capítulo dedicado al “Diálogo de la ciudad y el campo” en el conocido libro de Luis Alberto Sánchez, ¿Existe América Latina? Menciono este libro porque es uno de los pocos que confronta analíticamente la figura de la “ciudad artificial” con su modelo implícito, la de la ciudad “natural”, mostrando que ésta es la que nace “por imperativo de las circunstancias y no por capricho del hombre”, y estableciendo un juego de pares antagónicos que se desprende del principal, orgánica /artificial: ciudad con desorden natural / ciudad con orden lógico-geométrico; ciudad necesaria / ciudad ficticia; ciudad de impulso centrífugo (creada de adentro hacia afuera) / ciudad de impulso centrípeto (creada de afuera hacia adentro).[32] El modelo por antonomasia de la ciudad “orgánica” o “biológica” es el de la ciudad europea tardomedieval –al que Sánchez agrega la ciudad indígena americana–, la ciudad que “brota” como un resultado espontáneo de las transformaciones económicas, demográficas y tecnológicas, en una línea de valoración deudora de la antropogeografía (de la que se alimenta también buena parte de las tesis de Henri Pirenne), que va a ver en las razones de la economía socio-territorial la más válida fundamentación para la existencia de una ciudad. Lo que el ensayismo denunciaba en la ciudad latinoamericana, especialmente en sus grandes capitales, era justamente su fundamentación inversa, en designios político-institucionales que la hacían funcionar como un organismo siempre postizo (“ortopédico”, diría Martínez Estrada con inspiración spengleriana), parásito de un interior “sano” del que succionaba vitalidad y riqueza.[33]
La operación que realiza Morse con esta figura de “ciudad artificial” es muy característica de su modo de interpretar, para utilizar polémicamente contra sus contemporáneos, las fuentes “clásicas” (europeas o latinoamericanas, Weber y Pirenne o Basadre y Juan Agustín García, si olvidadas o caídas en descrédito, mejor): toma la figura en términos descriptivos, pero la valora al revés. Ve que la ciudad latinoamericana se formó desde el origen en modo opuesto de la europea, como bastión de conquista de un territorio desconocido y como trampolín para el asalto a sus riquezas interiores, y que esa marca inicial va a producir una de las paradojas principales de la Latinoamérica contemporánea: la ciudad domina y moldea con sus puntos de vista el campo, pero, a su vez, aquel rol de trasbordo y explotación territorial reintroduce en la ciudad rasgos rurales y premetropolitanos. La figura de la “artificialidad”, entonces, le sirve a Morse para varias cosas –bastante lejanas todas de los usos que el ensayismo había hecho de ella–: para desmentir las hipótesis del continuo folk-urbano (porque si el campo está atravesado de ideología urbana y la ciudad de prácticas y tradiciones rurales, es imposible en América Latina encontrar los dos extremos puros del modelo de Chicago); para colocar el proceso migratorio todavía en curso, producto de la industrialización sustitutiva y principal objetivo de las nacientes ciencias sociales, en un proceso de larga duración que mostraba el error de centrarse obsesivamente en el problema de la transición de la ciudad preindustrial a la industrial (una obsesión que partía del supuesto que la ciudad latinoamericana estaba repitiendo, con cien años de atraso, el proceso de modernización europeo); para rechazar categorías típicas de la época, como la de “explosión urbana” o “ciudad primada”, que condenaban la experiencia urbana latinoamericana al terreno de la patología; y, finalmente, para demandar el reconocimiento realista del ineliminable carácter político-burocrático de la ciudad latinoamericana que las ciencias sociales ignoraban de modo voluntarista.
En verdad, si recordamos las conclusiones de los primeros estudios sociológicos de finales de los años cincuenta, los ensayistas le permiten a Morse colocar como premisa lo que aquellos terminarían encontrando a pesar suyo: el carácter irremediablemente “monstruoso” (político, burocrático, agrario, inficionado de relaciones sociales tradicionales) de la ciudad latinoamericana: la idea de “ciudad artificial” extremaba las conclusiones reprimidas de la teoría de la modernización y, en un gesto de inversión populista típico de Morse, las celebraba. Nada más lejano del talante de Romero, como ya adelantamos; pero si analizamos cómo plantea él la cuestión rural-urbana, veremos que está mucho más cerca de Morse que de sus compañeros de ruta reformistas y modernizadores. Porque para Romero, a partir del momento fundacional –en el que, como para Morse, la ciudad produce un artefacto completamente alienado de la realidad circundante (y Romero va a caracterizar esa ciudad implantada por los conquistadores como “ciudad ideológica”, muy cerca de la noción de artificialidad, aunque enfatizando el aspecto cultural de la empresa de dominio)–, toda la historia latinoamericana va a ser un proceso de continuos enfrentamientos entre los dos modos de vida (urbano y rural, modos de vida que van a dar lugar a dos ideologías) pero, más importante aún, de continuas hibridaciones, rechazadas pero inevitables y, por eso mismo, doblemente reprimidas. El modo en que Romero formula esta cuestión recuerda, por cierto, el triunfo pírrico de la “táctica de las fronteras” de los conquistadores, de acuerdo a Martínez Estrada: la producción de la ciudad como un bastión europeo de pretensión inexpugnable, que niega y rechaza la realidad americana impidiendo así una comunión plena con ella, pero al mismo tiempo no logra evitar su infiltración por entre los resquicios de la ciudadela, reintroduciendo lo “otro” presuntamente excluido.[34] La “ciudad ideológica” se va haciendo “ciudad real”, para Romero, a través de la profunda contaminación entre la ciudad y la campaña, más allá de la autorrepresentación de cada una como irreconciliable; de este modo, aún sin subrayarlo, Romero va a enrarecer todavía más que Morse el resultado urbano-cultural de este entrelazamiento, incorporando en su diagnóstico esas autorrepresentaciones mutuamente excluyentes.
En este sentido, la visión de Romero sobre las relaciones entre las ideas (las representaciones y los proyectos) y la realidad, también podría tomarse como una advertencia implícita al voluntarismo de sus compañeros de ruta modernizadores. Porque toda la historia urbana americana parece estar determinada por la implantación de un designio ideológico, pero tan importante como este resulta la resistencia tenaz con que lo acoge la realidad, que sin embargo no llega a anular sus efectos: lo que le interesa a Romero no es subrayar la preeminencia de la realidad sobre la ideología; bien por el contrario, mostrar que, en su mutua contaminación, realidad e ideología fueron produciendo entre ambas, dialécticamente, situaciones siempre completamente nuevas y heterogéneas, que convierten a la ciudad americana en una verdadera heterotopía, si quisiéramos utilizar la fórmula que Foucault empleó como opuesta a la noción de utopía, figura mucho más apropiada para la visión modernizadora.
Escisión / integración
Ya se ha señalado que, a diferencia de Morse, Romero no libra en sus textos ningún debate explícito con sus contemporáneos, no emplea, sin grandes adecuaciones que las velan, las categorías en uso de las ciencias sociales, ni remite a otros autores por fuera de las fuentes primarias, mayormente literarias. Esto seguramente puede explicarse de muchas maneras, pero una razón fundamental, que es pertinente introducir aquí, tiene que ver con la forma narrativa de Romero: una prosa fluida y transparente dedicada a ofrecer cuadros panorámicos sumamente estilizados, pero que también tiene una función “teórico-ideológica” decisiva, ya que es ella la que le permite asimilar en un vaivén integrador lo que en el debate del pensamiento urbano latinoamericano aparece como posiciones enfrentadas. Esto es muy claro en un tema central de Latinoamérica: las ciudades y las ideas, y vertebrador de aquel debate: la dialéctica escisión/integración en la ciudad latinoamericana.
Es un tema que recorre de modo insistente toda la obra urbana de Romero, como se ve muy bien cuando se analizan sus textos sobre la ciudad europea, donde la oposición ciudad gótica / ciudad barroca debe entenderse como una oposición ciudad integrada / ciudad escindida. Como se sabe, con el término “barroco” –que asume en sus textos connotaciones morales, más que urbanas o estilísticas, en directa resonancia con la acepción que había dado Lewis Mumford–, Romero designa la decadencia del experimento urbano burgués. La “ciudad barroca” aparece como resultado de la nueva instancia de dominio territorial-estatal-nacional que se despliega en Europa a partir del siglo XVI, en la que los estados y cortes se fortalecen compitiendo con las ciudades, quitándoles su autonomía y volviendo a colocar el centro de la vida económica en la producción rural, constituyendo una especie de refeudalización de la cultura europea, en el mismo momento en que la misma se lanza a la expansión americana.[35] No es secundario, en ese sentido, que Romero utilice la calificación “barroca” para referirse a la ciudad de América Latina no solo en sus comienzos “hidalgos”, sino a lo largo de toda su historia, como una especie de destino labrado en un origen “cortesano”, la marca del nuevo estatuto urbano en la Europa moderna, que aniquila la vieja sociabilidad comunitaria y municipalista para poner la ciudad al servicio de un estilo de vida señorial; así como no es secundario que utilice, para hablar de aquella ciudad cortesana europea de los siglos XVI a XVIII, la figura de las “dos ciudades”, usual en la descripción que hacían las ciencias sociales latinoamericanas de la ciudad segregada de la segunda mitad del siglo XX (el espacio partido de las ciudades subdesarrolladas, según la conocida fórmula de Milton Santos, entre los circuitos legales e ilegales, formales e informales de la sociedad y la economía).[36] Una vez más, en sus viajes de ida y vuelta de Europa a Latinoamérica, Romero descoloca los marcos teóricos pero justamente para afinar su plasticidad interpretativa, mostrando la productividad de una mirada desinhibida y descentrada. La “ciudad barroca” remite, entonces, a la figura clave de escisión: es el triunfo de una ciudad dual, en la que la “sociedad señorial del reino feudal” se devora a la burguesía impidiendo la emergencia de las clases medias y generando una ciudad-corte “compuesta solamente de pobres y ricos”, como dice Romero describiendo el caso de Nápoles, emblemático en los violentos contrastes sociales y urbanos que perduran hasta el presente.[37]
Ahora bien, pese a la fuerza que tiene este tema en los textos de Romero, su interpretación dista de ser unívoca. Por una parte, es notable que, frente al pensamiento urbano latinoamericano, él coloca la cuestión en la larga duración, de modo que la escisión barroca de la ciudad hidalga reaparece en la ciudad de masas, dándole un espesor histórico y una raíz europea completamente excéntrica al debate (centrado en las transformaciones producidas por la modernización), mostrando también aquí una gran sintonía con los textos de Morse. Sin embargo, poner un énfasis excesivo en esta cuestión puede llevar a distorsionar la función ideológica que tiene en el relato de Romero, y para eso también es importante leerla en el contexto del debate de su tiempo. Porque si bien en una primera aproximación a Latinoamérica: las ciudades y las ideas es posible recibir la impresión de que el tema de la escisión domina solitario, como una constante implantada quasi genéticamente en la ciudad latinoamericana hasta nuestros días –y, de hecho, en los últimos años ha surgido una serie de lecturas de Romero que han focalizado ese aspecto para radicar en la visión dualista de la ciudad y la sociedad, argentina y latinoamericana, una interpretación sobre el carácter de su obra–, al mismo tiempo, si se repone el contexto en el cual el libro fue escrito, esa impresión puede matizarse fácilmente: en cuanto esa base dura de la escisión entre “dos ciudades” –que son, para Romero, “dos culturas”– deja de verse como un rasgo singular de su obra y se la asume como el presupuesto general de un debate extendido, pueden comenzar a notarse justamente los elementos que la distinguen.[38]
En el debate urbano latinoamericano de los años sesenta, la oposición ciudad integrada / ciudad escindida, enfocada en la cuestión de la villa miseria, la favela o la barriada, estaba desplegando un abanico de posiciones ásperamente contrastantes. Aún a riesgo de esquematizarlas, podríamos estilizar tres posiciones fundamentales. En primer lugar, la del reformismo modernizador que, preocupado por una eficaz integración, diagnostica la escisión; esa posición surge claramente de los primeros trabajos de análisis de la problemática urbana de finales de los años cincuenta, de matriz funcionalista, como los que mencionamos de Germani: la aplicación de los esquemas del continuo rural-urbano, corregidos quirúrgicamente con los estudios migratorios culturalistas a la Lewis, mostraban las complicadas pervivencias de lo rural en lo urbano que podían favorecer o dificultar una correcta integración de los migrantes, pero que, indudablemente, en la ciudad presente constituían una explicación determinante de la escisión y la marginación de los favelados. En segundo lugar, la posición del populismo crítico del funcionalismo, que enfatiza la cualidad de los migrantes para integrarse en sus propias condiciones; se trata de una posición que niega los términos en que se plantea la cuestión de la escisión, porque en primer lugar rechaza el etnocentrismo implícito en la equivalencia de “integración” y “occidentalización” que campea en el paradigma de Chicago, y así rechaza la idea de ciudad dual, mostrando que la favela se integra en un sistema urbano mayor, junto a una gama completa de ambientes socio-residenciales de la pobreza que organiza un conjunto mucho más matizado y plural que el que surgía de la reducción dualista del esquema favela-tradición / ciudad-modernidad.[39] En tercer lugar, por fin, la posición del marginalismo radical, que buscó probar que los sectores “marginales” eran una expresión ineliminable de las condiciones de dependencia en que se desenvuelve el capitalismo en nuestros países, encarnando su propia contradicción interna, de la que podría llegar a provenir, por lo tanto, su superación; se trata de una versión esencialista de la “cultura de la pobreza”, que la pensaba como cultura radicalmente otra, portadora de valores autónomos capaces de ofrecer una alternativa global a los valores burgueses de la civilización urbana occidental; una posición que exaspera la visión dualista al tiempo que invierte la valoración reformista, celebrando la villa miseria como un núcleo de renovación ideológico-cultural con capacidad de actuar sobre la ciudad con una negatividad subversiva, posición muy extendida en el campo de las teorías de la urbanización dependiente.[40]
La primera de las posiciones remite sin dudas al universo político e ideológico de Romero, más allá de las diferencias señaladas. Y si se piensa que esa posición, dominante en la primera mitad de los sesenta, estaba siendo rápidamente desplazada por las otras dos en la segunda mitad, es decir, en el momento en que Romero comienza a escribir sobre la ciudad latinoamericana; bajo esa particular luz, comienzan a ganar preeminencia otros aspectos de su modo de abordar el problema: en especial, una tensión hacia la integración que atraviesa en sordina todo el libro, como una potencialidad nunca del todo cerrada.
Es probable que esta apuesta a la integración le viniera a Romero de su experiencia porteña: en un texto como “Buenos Aires, una historia”, de 1972, por ejemplo, llama la atención, justamente por recortarse contra el fondo duro de la escisión, la importancia dada a los momentos en que la ciudad logra superarla. De hecho, puede decirse que todo el núcleo conceptual del artículo gira en torno del momento en que más plenamente lo hace, a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, cuando “mil sutiles hilos” comienzan a entrecruzarse entre los diversos componentes de la “cultura constituida” y los no menos diversos de la “cultura marginal” que estaban produciendo, en esos momentos, el “formidable experimento” que dio lugar a la “experiencia más llamativa de Buenos Aires”, la formación de los barrios populares.[41] Durante las Jornadas se mencionó varias veces el tema de la perspectiva “porteñocéntrica” de Romero, que Graciela Silvestri coloca bien en su trabajo en el plano de una forma mentis más general.[42] Siguiendo ese enfoque, aquí solo cabe decir que en el tema de la escisión/integración, más que como una distorsión inconsciente, la aplicación de esa perspectiva debe comprenderse como una elección ideológica; por eso la extensión de esa apuesta a América Latina no suena desatinada. Así, cada período histórico en que se organiza Latinoamérica: las ciudades y las ideas puede explicarse como un proceso que nace de la escisión, pero que tiende a avanzar, en medio de crecientes compromisos, hacia diversas formas de la integración.
Por ejemplo, la ciudad hidalga, donde las posibilidades siempre renovadas del ascenso económico impiden que las “dos ciudades” funcionen en circuitos completamente estancos: así se produjeron los “vericuetos” aprovechados por el actor que iba a desestabilizar todo statu quo, los mestizos, “elemento corrosivo del orden formal de la sociedad barroca de Indias (…) que minaría la sociedad dual urbana”.[43] E incluso en la ciudad de masas, a cuyas condiciones de segregación Romero le dedica los términos más duros y destemplados, puede verse que lo que comienza como una escisión radical y multiplicada (ciudad / rancheríos, sociedad normalizada / sociedad anómica, integrados / intrusos), luego va dejando paso a los caminos de la integración, por supuesto, muy arduos, y por eso mismo tan relevantes en el relato de Romero. Si la “sociedad anómica” tomó por asalto a la “sociedad normalizada” (que “sintió a los recién llegados no solo como advenedizos, sino como enemigos”), al poco tiempo las dos sociedades estaban trabajando “sordamente, y a su pesar, en un proceso de integración recíproca, cuyas alternativas se manifestaron y se siguen manifestando en la vida cotidiana y en las formas de vida social y política”.[44]
Es cierto que, en este último caso, se trata de pasajes un poco imprecisos del libro, en los que Romero parece mezclar diferentes tipos de migraciones (las internacionales de comienzos de siglo XX en algunas pocas ciudades del Cono Sur, con las migraciones rurales de la segunda mitad del siglo que transformaron todas las ciudades). Pero hay una afirmación a la que retorna una y otra vez, de diferentes maneras, a lo largo de toda su historia: siempre aparecen “grietas” por las que los nuevos grupos, los grupos inicialmente marginales o segregados, pueden introducirse, “echar raíces y comenzar su emparentamiento o su solidaridad con gente ya arraigada”.[45] Para Romero, toda ciudadela es porosa y, tarde o temprano, la presión de lo que queda afuera produce fisuras por donde se va produciendo una nueva mezcla. Una convicción que ratifica su fuerte ligazón con las posiciones reformistas del debate latinoamericano de su tiempo: porque se trataba de una mezcla que enfatizaba la capacidad adaptativa de los migrantes a la ciudad moderna, y no su cualidad revulsiva. Ese es el carácter reformista que Romero le atribuye a la cultura de la ciudad: el mestizaje, incluso –o especialmente– a pesar suyo. Es el campo, en todo caso, el lugar de lo inasimilable, de las soluciones extremas, como podía coincidir Horowitz en 1966 mostrando los inicios de una crítica a la ciudad con la que sin embargo Romero nunca acordaría: la ciudad como “área reformadora” –“representación de las necesidades y ambiciones de la clase media”–, frente al campo como “zona revolucionaria” –en verdad, “expresión polarizada de la reacción y la revolución, de las soluciones totales para los problemas totales”.[46]
Finalmente, hay otra razón por la cual todos estos temas aparecen velados en Romero: porque a diferencia de Morse, que se propone como un militante intelectual en la construcción de un campo de problemas, él comienza a escribir sobre la ciudad latinoamericana en un momento de su vida en que se propone como autor –y creo que esta figurapermitiría ampliar la imagen de Romero, siempre pensado como historiador o intelectual–, que persigue la edificación de una obra. Y quizás por eso, la logra, a diferencia aquí también de Morse: si la tensión político-intelectual del tema de la ciudad latinoamericana recorre toda la obra de Romero y constituye un suelo sin el cual es imposible comprenderla, la distancia que toma de esa tensión es lo que le permite producir esos cuadros sintéticos que organizan en esquemas generales la enorme complejidad de una historia de larguísima duración. Por eso, Latinoamérica: las ciudades y las ideas es, más que un libro clásico, un libro único (y literalmente lo es). Esto es especialmente importante comprenderlo ahora, cuando después de veinte años en que se evitó todo supuesto sobre la “ciudad latinoamericana” a favor de un foco en lo excepcional de cada ciudad singular, la cultura urbana está recomenzando lentamente a preguntarse sobre el continente. ¿Cómo hacerlo, si hoy sabemos muchísimo más de cada ciudad de lo que se sabía en tiempos de Romero, y al mismo tiempo hemos perdido las claves que le daban a aquellas interpretaciones generales su sentido? Por eso mismo, es tan imposible recuperar una perspectiva latinoamericana sin apoyarse en el libro de Romero, como intentar hacerlo tomándolo como modelo.
[1] TulioHalperin Donghi. “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina” (1980), en: Ensayos de historiografía. Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1996, p. 102. Comenzar con esa cita de Halperin también es un modo de poner en evidencia desde el comienzo otra gran dificultad al escribir sobre Romero, la de salir del marco puesto por ese artículo excepcional, a casi treinta años de su publicación.
[2] Ver “Estudiar la ciudad occidental”, clase introductoria del curso que Romero dictó en 1965 en la École Pratique d’Hautes Études de París, reproducida como capítulo tercero de José Luis Romero, La ciudad occidental. Culturas urbanas en Europa y América. Buenos Aires, SigloXXI, 2009 (lecciones y textos de José Luis Romero editados por Laura Muriel Horlent Romero y Luis Alberto Romero). En el estudio introductorio que escribí para ese libro, me he extendido en el significado de ese “punto de vista descentrado” en la tradición de estudios sobre la ciudad; Cf. A. G. “José Luis Romero: el historiador y la ciudad”, en: La ciudad occidental, op. cit.
[3] Oscar Handlin y John Burchard (eds.). The Historian and the City. Cambridge, Massachusetts, The MIT Press, 1963, especialmente la bibliografía preparada por Philip Dawson y Sam Warner Jr., “A Selection of Works Relating to the History of Cities”, p. 270 y ss.
[4] José Luis Romero, La revolución burguesa en el mundo feudal (1967), México, Siglo XXI Editores, 1989, p. 16. Luis Alberto Romero me ha relatado que, para esa misma época, como resultado del abandono de la universidad, su padre había creado un “Instituto del Mundo Urbano”, del que había llegado a realizar toda la papelería para ponerlo en funcionamiento.
[5] José Luis Romero. La revolución burguesa en el mundo feudal (1967), ibídem.
[6] José Luis Romero. “La estructura histórica del mundo urbano”, Siglo XIX. Revista de historia Nº 11. México, 1992, especialmente pp. 10 a 12. Es interesante mencionar que en esta definición aparece con toda claridad tanto la fidelidad que Romero mantuvo con ciertas concepciones de Simmel –la ciudad como ejemplo máximo de la “cultura objetiva”–, como, al mismo tiempo, la distancia importante que ganó respecto de sus conclusiones. Ya que lejos de la “tragedia de la cultura” que para Simmel producía el contraste moderno entre la “cultura objetiva” y la infinitamente menor “cultura subjetiva” (de ese contraste surge el individuo blasé como tipo representativo de habitante metropolitano), para Romero es gracias a la objetivación de la cultura que ocurre en la ciudad que se hace posible la memoria social, la tradición, y con ello, que la sociedad se vuelva histórica.
[7] José Luis Romero. “La ciudad occidental”, conferencia pronunciada en la Fundación Omega hacia 1972, reproducida como capítulo primero en La ciudad occidental, op. cit., p. 48. La creencia en la totalidad de Romero –que tan bien empalmó a posteriori con un proyecto historiográfico como el braudeliano– es muy temprana y proviene mayormente del pensamiento alemán, como su vitalismo. Ver Carlos Altamirano. “José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial”, Prismas. Revista de historia intelectual Nº 5. Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2001.
[8] Las tres oleadas coinciden bastante ajustadamente con los tres ciclos urbanos que Romero organiza para su historia de la ciudad europea y americana: la ciudad gótica, la ciudad barroca y la ciudad industrial. Para una exposición de conjunto de esta historia, véase “Culturas urbanas, reinos y mundo industrial”, texto originado en un curso de 1973, publicado como capítulo segundo de José Luis Romero. La ciudad occidental…, op. cit., p. 63 y ss.
[9] Ver trabajo de Fernando Devoto en este mismo volumen.
[10] He analizado la invención de la “ciudad latinoamericana” como figura de la imaginación social, en “A produção da ‘cidade latinoamericana’”, Tempo Social. Revista de sociología da USP, Vol. 17, N° 1. São Paulo, Universidade de São Paulo, 2005.
[11] Ver trabajo de Alejandro Blanco en este mismo volumen.
[12] Para la elección del sitio de este primer estudio empírico fue fundamental el encargo del centro de acción social de la UBA, que necesitaba una encuesta, porque su presencia en la villa le servía al equipo de sociólogos como carta de presentación ante sus habitantes, especialmente recelosos frente a las instituciones públicas desde la caída del gobierno del presidente Perón. Ver Gino Germani. “Investigación sobre los efectos sociales de la urbanización en un área obrera del Gran Buenos Aires”, en Philip Hauser (ed.): La urbanización en América Latina (Paris, 1962). Buenos Aires, Solar /Hachette, 1967, pp. 233-234.
[13] La hipótesis de Redfield (que se apoyaba en la concepción del cambio social que la primera Escuela de Chicago elaboró a partir de Georg Simmel, especialmente el famoso texto de Louis Wirth, “Urbanism as a Way of Life”, de 1938), se desarrolló básicamente entre su libro The Folk Culture of Yucatán. Chicago, The University of Chicago Press, 1941, y su artículo “The Folk Society”, The American Journal of Sociology, Vol. 52, Nº 4. Chicago, The University of Chicago Press, 1947. La hipótesis de Lewis comenzó a desarrollarse en “Urbanization without Breakdown: a Case Study”, The Scientific Monthly, Vol. 75, Nº 1, 1952, aunque la categoría “cultura de la pobreza” la presentó por primera vez en el libro de 1959, Five Families. Mexican Case Study in the Culture of Poverty. New York, Basic Books.
[14] Más adelante me refiero sucintamente a las interpretaciones que de este debate se harán a partir de mitad de los años sesenta, cuando el modelo reformista-modernizador entre en crisis. Un análisis más detenido del debate y de sus diversas implicancias en el pensamiento urbano latinoamericano, puede encontrarse en A. Gorelik. “La aldea en la ciudad. Ecos urbanos de un debate antropológico”, Revista del Museo de Antropología Nº 1. Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, diciembre 2008.
[15] Ver Félix Luna. Conversaciones con José Luis Romero (1976). Buenos Aires, Sudamericana, 1986, p. 39 y ss.
[16] Se presentó como documento al Seminario de Santiago de Chile de 1959, pero no fue reproducido en el libro de Philip Hauser que compiló sus resultados, La urbanización en América Latina, op.cit., publicándose como folleto Nº 4 del Instituto de Sociología de la Universidad de Buenos Aires (s/f) y como artículo en la Revista Interamericana de Ciencias Sociales, Vol. 2, Nº 3. Washington DC, Unión Panamericana, 1963.
[17] El de Leicester fue el primer centro académico dedicado específicamente a los estudios histórico-urbanos y editó el primer medio dirigido a ese campo, el Urban History Newsletter. En H. J. Dyos (comp.): The Study of Urban History, de 1968, se presentó la producción inicial del grupo a la vez que una exposición de su programa de investigación. Arturo Almandoz ha realizado un detenido análisis de la producción de ese grupo en: Entre libros de historia urbana. Para una historiografía de la ciudad y el urbanismo en América Latina. Caracas, Editorial Equinoccio / Universidad Simón Bolívar, 2008, especialmente el capítulo “Urban history: de las biografías al proceso”, p. 76 y ss.
[18] Ph. Hauser y L. Schnore. The Study of Urbanization. New York – London – Sidney, John Wiley & Sons Inc., 1965.
[19] Oscar Handlin y John Burchard (eds.). The Historian and the City, op. cit.
[20] Cf. A. Gorelik. “A produção da ‘cidade latinoamericana’”, op. cit.
[21] De esos simposios surgió una serie de libros, editados por dos instituciones clave del período, la Sociedad Interamericana de Planificación (SIAP) y la Comisión de Desarrollo Urbano y Regional de CLACSO. En 1978, Richard Schaedel, Jorge E. Hardoy y Nora Scott Kinzer publicaron en inglés una voluminosa selección de los textos reunidos en los sucesivos libros editados hasta entonces, y la introdujeron con un relato sintético de cada uno de los primeros cuatro encuentros realizados (Mar del Plata en 1966, Stuttgart en 1968, Lima en 1970 y Roma en 1972), más uno extraordinario que por invitación de Sol Tax se reunió en el Congreso Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas de Chicago; además, elaboraron un apéndice con la lista de todas las ponencias presentadas en cada uno de ellos. Ver R. Schaedel, J. E. Hardoy y Nora Scott Kinzer. Urbanization in the Americas from its Beginnings to the Present. The Hague/ Paris, Mouton Publishers, 1978.
[22] El conjunto de las conferencias fue publicado en Jorge E. Hardoy y Carlos Tobar (dirs.): La urbanización en América Latina. Buenos Aires, Editorial del Instituto, 1969. Las conferencias se dictaron en julio de 1966 como parte de los Cursos Internacionales de Temporada de la Universidad de Buenos Aires cuando el Centro de Estudios Urbanos y Regionales que había creado Hardoy todavía funcionaba allí, pero muy poco después, por la intervención a la universidad que realizó el gobierno militar recién implantado, el Centro se mudó al Instituto Di Tella. Los participantes fueron en su gran mayoría argentinos, con las excepciones de Ricardo Jordán (planificador chileno) y Simón Schwartzman (sociólogo brasileño radicado entonces en la Fundación Bariloche).
[23] Gracias a la muy completa bibliografía realizada por Omar Acha, es posible afirmar que 1966 es el año de los dos primeros trabajos de Romero sobre la ciudad latinoamericana, este que presenta en Buenos Aires (y saldrá publicado en 1969), y “La ciudad latinoamericana: historia y situación”, artículo que publica el número 54 de La Torre, la revista de la Universidad de Puerto Rico; Ver O. Acha. La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero. Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2005.
[24] Escribió Oscar Terán: “Historia de la cultura e historia integral confunden así sus nominaciones, aunque quizás habría que concluir que esa historia podía imaginarse como integral porque se ha colocado en la cultura el aspecto central de la comprensión del pasado y, sobre todo, del diagnóstico de la crisis que se está viviendo”; en Nuestros años sesenta. Buenos Aires, Puntosur, 1991, p. 40.
[25] Como señaló Adolfo Prieto, para Romero la realidad “es opaca y solo libera sombras cuando se la interroga desde un saber y una intuición articuladas en las modulaciones propias del lenguaje poético”, en “Martínez Estrada, el interlocutor posible”, Boletín del Instituto Ravignani 1. Buenos Aires, 1er semestre de 1989, p. 132.
[26] Me refiero a la mención que hace Romero en la clase de París de 1965, ya citada, cuando para explicar la productividad de su punto de vista excéntrico sobre la ciudad europea y americana, pone como ejemplos análogos los casos de Erwin Walter Palm (1910-1988, filólogo y arqueólogo alemán exiliado en 1940 en República Dominicana donde comenzó a dedicarse a la historia del arte y la arquitectura colonial) y Richard Morse (1922-2001); Ver José Luis Romero. La ciudad occidental…, op. cit., p. 84.
[27] Sobre Morse en Brasil, ver el libro en su homenaje que hicieron sus amigos brasileños: Um americano intranqüilo. Río de Janeiro, Editora da Fundação Getulio Vargas – CPDOC, 1992 (con textos de Antonio Candido, José Murilo de Carvalho y Roberto Da Matta, entre otros). Una biografía más completa, en Jeffrey D. Needell: “Obituary: Richard M. Morse (1922-2001)”, Hispanic American Historical Review, Vol. 81, Nº 3-4, 2001.
[28] La confrontación entre los modelos anglosajón e ibérico de modernidad es un tema recurrente en Morse, pero lo desarrolló especialmente en El espejo de Próspero. Un estudio de la dialéctica del nuevo mundo, México, Siglo XXI Editores, 1982. Sobre este libro, puede verse el excelente texto de Jorge Myers, “Un historiador entre dos espejos: El espejo de Próspero veinte años después”, Punto de Vista Nº 73, Buenos Aires, agosto 2002. En el mismo número de Punto de Vista he realizado una semblanza de la obra histórico-urbana de Morse: A. Gorelik, “La ‘ciudad latinoamericana’ como idea”. Y tracé un paralelo entre Morse y Romero, en el que se basa mucho de lo que desarrollo aquí, en “Cultura urbana latinoamericana: un canon y sus destiempos”, revista Brújula, Volumen V, Número 1, University of California, Davis, diciembre 2006.
[29] La reunión académica fue la Mesa “Expansión urbana en la América Latina durante el siglo XIX”, que sesionó en la 71 Reunión de la American Historical Association, celebrada del 28 al 30 de diciembre de 1956 en Saint Louis. En la mesa participaron con ponencias James Scobie, Theodore Nichols y Arturo Torres-Ríoseco, y Morse estuvo a cargo del comentario. Fue publicada íntegra en Estudios Americanos, Vol. XIII, Nº 67-68, Sevilla, abril-mayo 1957.
[30] La tesis sobre San Pablo salió publicada en portugués en 1954 (en una tirada muy reducida) y luego en inglés en 1958, con el título From Community to Metropolis: A Biography of São Paulo (Gainsville, University of Florida Press). En 1970 Morse la actualizó para una segunda edición en portugués, agregando partes sustanciales (como un último capítulo en el que discute con todos los estudios sociológicos que surgieron entre ambas fechas) y cambiándole sugestivamente el título: Formação histórica de São Paulo (da comunidade á metrópole) (São Paulo, Difusão Euopéia do Livro).
[31] Ver Richard Morse. “La ciudad ‘artificial’”, Estudios Americanos, Vol. XIII, Nº 67-68, op. cit.
[32] Luis Alberto Sánchez. ¿Existe América Latina?. México, Fondo de Cultura Económica (Colección Tierra Firme), 1945, p. 186 y ss. El libro de Basadre al que remite Morse es: La multitud, la ciudad y el campo en la historia del Perú. Lima, Imprenta A. J. Rivas Berrio, 1929. El uso de Juan Álvarez de la figura de “ciudad artificial” aparece ejemplarmente desarrollada en: Buenos Aires. Buenos Aires, Cooperativa Editorial “Buenos Aires”, 1918. En verdad, con un arsenal de argumentos diferente, la misma crítica a la artificialidad político-burocrática de la ciudad latinoamericana volverá a esgrimirse en el debate internacional ante la construcción de Brasilia como nueva capital del Brasil en los años sesenta.
[33] Menciono a Pirenne y a Martínez Estrada a sabiendas de que son dos autores de gran peso en la formación de Romero. Ver de Henri Pirenne, por ejemplo, Las ciudades de la Edad Media [1927], Madrid, Alianza Editorial, 1972; Ezequiel Martínez Estrada. Radiografía de la Pampa [1934], edición crítica al cuidado de Leo Pollmann. México, Colección Archivos, 1993.
[34] Ver especialmente el capítulo I “Aislamiento”, de la parte II “Soledad”, en Ezequiel Martínez Estrada: Radiografía de la Pampa (1934), edición citada, p. 51 y ss. La noción de “ciudad ideológica” la emplea Romero en la introducción de Latinoamérica: las ciudades y las ideas [1976]. Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2001 (5ª edición), p. 13. Al tema de las ideologías enfrentadas de lo rural y lo urbano, Romero dedicó un artículo específico: “Campo y ciudad: las tensiones entre dos ideologías”, en: Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982.
[35] Véase José Luis Romero. La ciudad occidental, op. cit., especialmente capítulos 2 “Culturas urbanas, reinos y mundo industrial”, 6 “La ciudad barroca” y 10 “Nápoles: una burguesía fracasada”; sobre el tratamiento que le da al temaLewis Mumford, ver La ciudad en la historia (1960). Buenos Aires, Ediciones Infinito, 1979, tomo II. He analizado este tema en “José Luis Romero: el historiador y la ciudad”, op. cit.
[36] Milton Santos. L’Espace partagé: Les deux circuits de l’économie urbaine de pays sous- développés. Paris, Libraires Techniques, 1975. Cabe aclarar, aún sucintamente, que Santos daba ahí una sofisticada discusión con las fórmulas más rudimentarias del dualismo estructural, mostrando las interacciones necesarias entre ambos circuitos, aunque eso no modificaba el diagnóstico básico sobre la escisión.
[37] José Luis Romero. La ciudad occidental, op. cit., p. 205.
[38] Sobre la interpretación reciente que menciono, una de las primeras tentativas en este sentido fue la de Javier Trímboli, que en “José Luis Romero o la Argentina como drama” (El Rodaballo, año 3, Nº 5. Buenos Aires, 1996-1997)localizó en la figura del conflicto una clave trágica de lectura del socialismo de Romero. Y es indudable que buena parte de la caracterización como “historiador socialista” que hace Omar Acha, aunque a través de una lectura mucho más comprehensiva de la obra de Romero, también se centra en la figura de la escisión. Ver La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, op. cit.
[39] Un ejemplo de estas posiciones es el del matrimonio Anthony y Elizabeth Leeds, antropólogos británicos que trabajan en las favelas de Río de Janeiro en la segunda mitad de los años sesenta; ver, por ejemplo: Anthony y Elizabeth Leeds. “El mito de la ruralidad urbana: experiencia urbana, trabajo y valores de los ‘ranchos’ de Río de Janeiro y Lima”, en Julio César Funes (ed.): La ciudad y la región para el desarrollo. Caracas, Comisión de Administración Pública de Venezuela, 1972. Estas posiciones radicalizan aquellas con que Oscar Lewis indagaba en los recursos con que los migrantes se “ajustaban” a través de su propia cultura a la de la ciudad –el Lewis de los primeros trabajos, como “Urbanization without Breakdown: a Case Study”, citado. Pero los Leeds escriben en un momento en que Lewis ya había producido un giro en su obra, especialmente a partir de Los hijos de Sánchez, de 1961, cuando comienza a utilizar la categoría “cultura de la pobreza” con un sesgo miserabilista, que situaba a los pobres urbanos exclusivamente en la carencia y la marginalidad, como seres indefensos y frustrados, condenados a reproducir de modo incesante las mismas condiciones culturales que habían originado su estado de pobreza, caracterización que será fuertemente combatida por el matrimonio británico.
[40] El sociólogo peruano Aníbal Quijano es uno de los principales referentes en esa posición; durante los años sesenta y comienzos de los setenta desarrolló en la CEPAL una de las visiones más elaboradas de la teoría de la “urbanización dependiente”, buscando mostrar que la “presencia de elementos culturales de procedencia rural” en las ciudades latinoamericanas estaba levantando “una alternativa cultural” frente a la más extendida “cultura urbana dependiente” formada “con modelos y elementos procedentes de las metrópolis externas dominantes”; ver A. Quijano. “Urbanización y tendencias de cambio en la sociedad latinoamericana”, documento del Centro de Investigaciones en Desarrollo Urbano y Regional. Santiago de Chile, Pontificia Universidad Católica de Chile, 1968, p. 7.
[41] José Luis Romero. “Buenos Aires, una historia”, en Historia Integral Argentina, Vol. 7, CEAL. Buenos Aires, 1972, ahora reproducido en La ciudad occidental…, op. cit., p. 317 y ss.
[42] Ver texto de Graciela Silvestri en este mismo volumen.
[43] José Luis Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas, op. cit., p. 79.
[44] Latinoamérica: las ciudades y las ideas, op. cit., pp. 334-335.
[45] Ibíd.
[46] Irving Louis Horowitz. “La política urbana en Latinoamérica”, Revista Mexicana de Sociología Vol. 28, Nº 1. Ciudad de México, 1966, p. 90.