José Luis Romero: el historiador y la ciudad

ADRIÁN GORELIK

Revelación de la ciudad

“Debo confesar que este tipo de enfoque no me ha sido sugerido originariamente –ni, finalmente, me ha cautivado– por obra de la abundante bibliografía que, desde fines del siglo pasado, existe acerca de la vida urbana, tanto desde el punto de vista del antropogeógrafo como del sociólogo, del historiador o del urbanista. Mi interés apasionado por ese tema proviene del primer impacto que me provocaron las viejas ciudades europeas cuando las descubrí, la primera vez que viajé a ese continente en 1935.” Así relataba José Luis Romero el impacto del descubrimiento de la ciudad –un impacto que veía como clave de bóveda de toda su carrera de historiador– en la clase introductoria del curso sobre “La ciudad occidental” que dictó en 1965 en la École Pratique d’Hautes Études de París, reproducida aquí como capítulo tercero –una clase hasta ahora inédita, como muchos de los materiales que componen este libro. A su vez, como capítulo séptimo se incluye el artículo sobre Brujas que quedó como prueba de aquel primer viaje, testimonio extraordinario en el que un Romero de veintiséis años da cuenta directa de aquella fascinación o, mejor, de la extraña mezcla de fascinación e inquietud en que lo sumió la revelación de la ciudad. Y ambos capítulos constituyen, a mi juicio, una entrada maestra a este libro. Porque lo que Romero delinea entre ellos es el modo en que fue construyendo un punto de vista historiográfico y la importancia creciente que fue tomando en él la ciudad, más que como objeto material que le interesase por sí mismo, como medio revelador de algo muy caro a la propia forma en que concebía la historia: la condensación de procesos de largo plazo de la vida social y cultural, la síntesis del conjunto de las creaciones humanas representativas de una época.

 Podría decirse que, a lo largo de esas tres décadas, el interés de Romero por la historia de las burguesías se fue localizando en los procesos urbanos que tan bien las representan, de modo que es posible notar un desplazamiento hacia la ciudad en sus clases y cursos, que aparece delineado ya con claridad en su libro de 1967 La revolución burguesa en el mundo feudal. Por supuesto, tal protagonismo de la ciudad no puede llamar la atención en cierta tradición de la historiografía medieval, algunos de cuyos autores de referencia para Romero, en especial Henri Pirenne, habían ya colocado la “revolución urbana” como uno de los aspectos decisivos en la construcción del mundo europeo moderno a partir del siglo XI. Pero en la aproximación de Romero la ciudad comienza a mostrar una pluralidad de rasgos que preludia el modo personal en que iba a seguir abordándola más allá del período medieval.

La ciudad es allí tres cosas: un actor colectivo del cambio histórico, un producto material de ese mismo cambio y un ambiente social e intelectual que lo perpetúa. Se trata de un complejo artefacto que refleja fielmente las condiciones en las que fue creado, pero que tiene la capacidad de imponer efectos –formas de vida y mentalidad– mucho más duraderos que esas mismas condiciones. De ahí la importancia de la noción de “mundo urbano” que Romero está formulando en esos años, tal cual aparece en el prólogo de La revolución burguesa…: si en muchos aspectos la “revolución urbana” puede considerarse agotada hacia el siglo XVI, especialmente por la pérdida de autonomía de las ciudades burguesas en su incorporación a un nuevo sistema de estados territoriales que dilapida en rituales cortesanos buena parte de su potencia transformadora, desde el siglo XIV, sin embargo, ella ya había sido trasfundida en la creación de un “mundo urbano” que generalizó formas de actividades económicas, sistemas de normas y valores y una nueva visión del mundo y del hombre marcada por la racionalidad, que se habían elaborado en las ciudades durante los tres siglos anteriores. Así, como un ejemplo más de esa astucia de la historia que Romero siempre formula en sobrias paradojas, “justamente cuando declinaba la autonomía política de muchas ciudades, triunfaron los modos de vida urbanos”.[1]Un “mundo urbano” que ya no haría sino expandirse, incorporando una serie de sucesivas periferias; de modo que vemos a Romero afirmar, en los años sesenta, su proyecto temprano de una historia general de la cultura occidental entre los siglos XI y XX, pero a través de la figura novedosa de “mundo urbano” –de sus nuevas hipótesis “la más tentadora”, dice– que le proveerá el “mecanismo rector de todas las formas de vida histórica”.[2] Porque el “mundo urbano” llega a ser para Romero el estrato profundo en que se apoya (y gana inteligibilidad) la unidad de lo que llamamos cultura occidental: la ciudad forma la “estructura real” en que funciona la sociedad, pero como sus formas materiales objetivan el legado cultural del que surge la conciencia histórica, también hace posible la “estructura ideológica” que sostiene los modelos interpretativos y las ideaciones proyectuales.[3]

Así, siguiendo esas oleadas expansivas del “mundo urbano”, Romero va a ganar la insólita libertad de desplazarse con un conjunto de hipótesis consistentes desde el estudio de la historia europea hacia la americana. A grandes rasgos, el ciclo completo queda definido en tres oleadas. La primera fue la de Europa sobre su propia periferia interna: el múltiple proceso de expansión demográfica, mercantil, tecnológica y agrícola que a partir del siglo XI incorporó las fronteras bárbaras en un espacio unificado bajo las nuevas condiciones que rompían progresivamente con el núcleo cristiano-feudal en el cual se habían originado. La ciudad fue, más que el instrumento, el sello de esa expansión, y nuevamente en torno de ella se organizará la segunda oleada expansiva a partir del siglo XVI, esta vez más allá del territorio europeo, incorporando una segunda periferia en la que América sobresale como el producto más nítido. Es decir que Europa pudo colonizar América sólo después de haberse colonizado a sí misma y a través del mismo dispositivo, la ciudad. Aunque se trata ahora de una ciudad cuyo modelo no podía ser ya el de aquella ciudad medieval “originaria” –el arrabal que surgía espontáneamente alrededor del burgo señorial y lo apresaba en una nueva red de sentido, la antigua ciudad episcopal que se repoblaba y transformaba, la plaza mercantil que se consolidaba y arraigaba en el cruce de caminos o en la vía fluvial–, sino justamente el de la ciudad-baluarte que a partir de los siglos XII-XIII los reyes y señores habían comenzado a utilizar como instrumento de conquista territorial –los poblados que amojonan las tierras al oriente del Elba, las bastides del sur de Francia, las ciudades con que busca afirmarse la Castilla católica en el sur musulmán de la península. Así Europa se proyecta sobre América, siempre usando las sucesivas periferias como territorio de experimentación (tecnológica, institucional, social y cultural). Pero el sentido de la experimentación cambia, y en esa segunda expansión la ciudad ya no está inventando formas nuevas de cultura y sociedad, sino que busca preservar y reproducir las que conoce en tierras extrañas. De todos modos, el resultado no puede sino ser completamente original (porque nunca, para Romero, los proyectos se implantan sin resquicio sobre la realidad): la invención posiblemente más radical de la modernidad occidental, un continente completo emplazado a través de una red de ciudades desterradas. Y finalmente, la tercera oleada expansiva, la que se desenvuelve desde la revolución industrial en un proceso de modernización que no es sino de mundialización de la experiencia europea (burguesa). 

Lo cierto es que, como si sólo se hubiera tratado de encontrar el vehículo adecuado, al tiempo que termina La revolución burguesa… Romero comienza una serie de ensayos sobre la ciudad latinoamericana que lo conducen en apenas una década a publicar su libro para mí más original, y sin duda único en la literatura del continente, Latinoamérica: las ciudades y las ideas.[4] Quiere decir que aunque América Latina pudiera haber sido ya un problema para Romero, llegó a convertirse en un problema historiográfico recién cuando encontró en la figura del “mundo urbano” la clave que le permitió comprender la experiencia del continente como capítulo de la más abarcativa de la cultura occidental en el largo periplo de una modernidad de diez siglos.

Y es justamente el modo en que Romero emprende esa travesía de Europa a América y del medioevo a la civilización industrial lo que podemos reconstruir ahora gracias a la publicación de sus clases y escritos sobre la ciudad occidental, muchos de ellos hasta ahora inéditos. No es que su proyecto historiográfico fuese desconocido, en absoluto: él mismo se encargó de disponer las huellas en sus diferentes libros y en la extensa conversación que mantuvo con Félix Luna apenas publicado Latinoamérica: las ciudades y las ideas; Tulio Halperin Donghi lo reconstruyó por su parte con brillantez en dos artículos en que trazó una insustituible semblanza de Romero; y más recientemente Omar Acha lo volvió a proponer como centro de una interpretación que apeló a algunos de estos textos urbanos.[5] Sin embargo, a partir de este libro, esa posibilidad se abre a múltiples lecturas que podrán completar los nexos ausentes de ese recorrido, el modo en que Romero fue construyendo su perspectiva sobre la ciudad occidental. Sin duda, la distancia del tiempo transcurrido vuelve cada vez más sorprendente tanto la ambición extraordinaria del proyecto como su renovada actualidad –como demuestra toda la literatura de la última década que ha recuperado la noción de sistema-mundo para el análisis histórico de diversas dimensiones culturales e institucionales. Pero lo que aparece como más notable al recorrer estos textos de Romero y, con su guía, volver a releer los ya publicados sobre temas urbanos en otras compilaciones, es la constatación de que desde el mismo momento en que comienza a escribir sobre la ciudad, ya ha madurado una forma de aproximación que no sólo no variará en lo sustancial, sino que aparece desde el vamos como una visión global.

Un punto de vista descentrado

Una de las claves de esa forma de aproximación nos es ofrecida en esa clase inaugural del curso de París. Como ya mencionamos, Romero comienza explicando que tanto su primera dedicación al medioevo como su interés presente en la historia urbana europea y americana (el tema del curso) no habían nacido de “la preferencia científica por un cierto tipo de tema”, sino de la “experiencia directa de enfrentamiento con la vieja ciudad europea”. Ahora bien, lo primero que sorprende en esa afirmación es que elija una colocación tan inusual en el mundo académico: para hablar en París de la ciudad europea, Romero no fundamenta su autoridad en su por entonces asentado prestigio de medievalista, sino en la renovada actualidad de una curiosidad de viajero: “Yo parto de una experiencia directa de la ciudad europea vista desde la experiencia de una ciudad americana [… que] me proporciona un punto de vista que se ha transformado poco a poco en una hipótesis de trabajo”. Es el punto de vista descentrado de un americano en la ciudad medieval; pero, curiosamente, vuelve a repetir el mismo gesto a la hora de definirse frente a la ciudad latinoamericana, al sostener que la examina como medievalista: en ese viaje de ida y vuelta, Romero preserva siempre para sí el enfoque del outsider, convirtiendo, como ya señaló Tulio Halperin, su inicial –y obligada– marginalidad en la historiografía medieval en un método de conocimiento.[6]

La elección de la excentricidad como “método” seguramente debe explicarse en zonas más vastas de la personalidad de Romero, pero lo cierto es que con ella logra captar algo muy específico del tema urbano: el infranqueable obstáculo que la naturalización consustancial a la experiencia de la ciudad le pone a su exploración crítica. Eso ya lo sabía un autor muy caro a la formación intelectual de Romero, como Georg Simmel, que ofreció la versión canónica de la mirada extranjera en la metrópoli. Pero aquí es necesario despejar un posible malentendido, porque en las últimas décadas de auge de los estudios sobre cultura urbana nos hemos acostumbrado a asociar espontáneamente la necesaria desnaturalización de la ciudad con una específica forma de mirada descentrada, fragmentaria, que se detiene en la interpretación densa del detalle por la certeza trágica de la imposibilidad de comunicar una totalidad. Por el contrario, Romero va a capitalizar su excentricidad en un sentido muy diferente: para ganar distancia en la búsqueda de la perspectiva adecuada a su voluntad de apresar la totalidad, dando de ella límpidos panoramas generales que no guardan nada en su escritura de aquel extrañamiento originario.

No se trata de un caso aislado, en verdad: podría decirse que esa ambivalencia es intrínseca a la propia obra de Simmel, como se advierte en sus dos grandes legados en el pensamiento sobre la ciudad: el que prosperó en posiciones vanguardistas que buscaron capitalizar el shock del extrañamiento en una ciudad moderna irremisiblemente fracturada (una posición de la que Walter Benjamin es, como se sabe, la figura insignia), y el que lo hizo en la tradición sociológica que fundó la línea más sólida de estudios urbanos, la Escuela de Chicago (en la que la figura del extranjero iba también a tener un especial protagonismo), que dominará el debate teórico sobre la ciudad durante los treinta años en los que Romero maduró su desembarco en ella. En efecto, tanto en la Escuela de Chicago como en Romero es posible distinguir entre un conjunto de temas simmelianos –el conflicto entre cultura objetiva y cultura subjetiva, el carácter intelectual de la vida metropolitana, la alienación individual y social–, y un modo de aproximación que le debe a Simmel muy poco, en el que se busca arribar a cuadros explicativos de enteros procesos civilizatorios, que, en el primer caso, permitirá arribar a fórmulas de enorme suceso en la literatura especializada: la idea de ciudad como “forma de vida”, el “continuo folk-urbano”, etc.

En el caso de Romero, por su parte, la creencia en la totalidad –que tan bien empalmó con un proyecto historiográfico como el braudeliano– es muy temprana y proviene también mayormente del historicismo alemán, como señaló Carlos Altamirano comentando un texto de juventud: “En la estela de Dilthey, lo que [Romero] llamaba comprensión era el esfuerzo por captar en la multiplicidad de expresiones de una cultura (sea la de una sociedad, sea la de un grupo particular) la unidad que la engendraba. ‘Por la vía del comprender, se llega a reducir los fenómenos de superficie, los signos de las vivencias que les dan origen, y se descubre, entonces, en la realidad espiritual, una estructura que constituye el núcleo de una cultura histórica: esa estructura se expresa como una concepción del mundo’”.[7]

Se vuelve más claro, así, lo que encuentra en el “mundo urbano”: Romero parece arribar a una noción muy clásica de la ciudad como obra de arte –y hay que entender que en el tema urbano buena parte de las nociones que llamamos clásicas se forjaron en la recuperación decimonónica del medioevo europeo–, que traduce a la perfección aquella voluntad de totalidad: si todo producto cultural singular expresa un contenido y una sustancia colectivas, y si el rol del historiador es restablecer las conexiones que le permitan interpretar desde las obras artísticas individuales el conjunto social que representan, entonces la ciudad se impone como una fuente privilegiada por su carácter de “creación colectiva e histórica formidable”.[8] La ciudad como obra de arte es el máximo ejemplo de la unidad cultural que subyace en toda forma de vida histórica. Por eso la escisión de la ciudad en mundos sociales y económicos contrapuestos –un fenómeno que en buena medida pauta el relato histórico-urbano de Romero– es mucho más que un drama social o económico, es una tragedia existencial.

Y esta concepción organicista quizás pueda explicar, también, tanto las luces como las sombras de una historia de la ciudad como la que realiza Romero. Porque es cierto que a veces puede producir el efecto deceptivo de una renaturalización, consecuencia de la misma visión de la ciudad como obra de arte cuando su voluntad de totalidad se traduce como correspondencia plena, proyectándose en una escritura sin fisuras que sustrae la complejidad del proceso de reconstrucción de los múltiples estratos de la ciudad, neutralizando la potencialidad de los desajustes y las resistencias que podrían cuestionar la homogeneización narrativa. Pero también es indudable que esa misma concepción permite algunos de los mejores momentos narrativos de Romero, cuando se produce la máxima tensión entre el punto de vista descentrado desde el que les da forma a sus grandes problemáticas, y el recentramiento que le permite comprenderlas, para ofrecer de ellas cuadros magistrales. Justamente, una de las principales virtudes de este libro es que, en los capítulos en que se presentan sus clases, seguramente por su carácter de works in progress, ese proceso aparece en acto, con Romero organizando ante nosotros las diversas dimensiones que se entretejen en la ciudad, como cuando a partir de la idea de concentración –un clásico de la sociología urbana– desgrana sus diversas modalidades en casos históricos: la concentración social, del poder, de la riqueza, de la cultura; o cuando recorre las diferentes encarnaciones culturales de la “creación urbana”, la ciudad simbólica, la ciudad ideal, la ciudad literaria, mostrando ese momento crucial de la cultura urbana en el que las representaciones y la realidad se producen mutuamente.

La ciudad europea: la forma y la vida

Se comprende entonces que, como el punto de vista que Romero reivindica para sí es el punto de vista descentrado del extranjero, algunos de los momentos más significativos del libro se encuentren en la sección “Ciudades”, que reúne sus peculiares crónicas de viaje. Pese a la brevedad y a su índole ciertamente ocasional, el especial interés de estas crónicas radica en que el dominio de las grandes caracterizaciones históricas busca allí un arraigo sensible: el historiador-viajero identifica los estilos urbanos específicos en que la particularidad de una ciudad cobra vida, iluminando los procesos a los que al mismo tiempo sirve de metáfora. La sección tiene dos partes muy diferentes: una, aquella primera crónica sobre Brujas de 1936; la otra, una serie de notas realizadas en un viaje de 1970.

 La importancia de la primera crónica de Brujas ya fue mencionada: nos muestra aquel impacto de la ciudad europea en el joven Romero, en su momento más intensamente vitalista. Lejos de entregarse al encantamiento de la belleza subyugante de la vieja ciudad, la crónica toma distancia de ella, como el ejercicio de quien debe sobreponerse a los efectos narcóticos de una droga peligrosa: Romero advierte que aquella belleza está petrificada como una forma vacía que amenaza la vida. La cifra teórica de esa actitud vitalista fue dada por Romero en un texto de esos años ya mencionado, “La formación histórica”: “Hay pues un conflicto permanente entre las formas ya constituidas de la cultura y el impulso creador, siempre renovado. La vida ha creado múltiples formas culturales que han cumplido en su hora principalísimo papel, y que han sido después el más duro obstáculo para el desenvolvimiento de las nuevas e infinitas posibilidades del espíritu”.[9] Y allí da una explicación aún más específica sobre su interpretación de Brujas, porque si la ciudad es una forma vacía que amenaza la vida, es porque el actor social que le dio sentido, la burguesía, también lo es: “[la quiebra del capitalismo] significa pues la quiebra de la moral burguesa que es hoy apenas un fantasma, sin contenido alguno […] Yo no espero sino un nuevo sistema de relaciones dentro de un mismo nivel de aspiraciones y deseos. Creo, eso sí, en la posibilidad de que dentro de ese sistema el espíritu logre levantarse, como dentro del sistema burgués es casi seguro que no podrá ya hacerlo. Es, pues, evidentemente necesario que se rompa aquel fantasma, aquella forma caduca de que hablaba Simmel, y que es para nosotros la estructura capitalista burguesa”.[10]

 En esta línea, Romero define a Brujas como ejemplo máximo del tipo de “pasado peligroso” (el “nubarrón de las formas cumplidas, de las estructuras finiquitadas, de los valores caducos”) que gravita pesadamente sobre el presente. El gran dilema es que es justamente ese pasado, que “contradice la vida histórica y el destino humano”, aquello que el viajero “ama con fervor”. Y por eso tiene que imponerse a sí mismo ponerle fuego a la ciudad de sus amores para, más nietzcheana que simmelianamente, poder “pasar de largo” de su efecto embriagante –“¡Ay de esta gran ciudad! Yo quisiera ver la columna de fuego que la reducirá a cenizas”, parece repetir el joven Romero con Zarathustra.[11]

 Pero hay un plus en el vitalismo de nuestro autor, que se puede advertir en la interpretación que dio de ese viaje temprano en su clase de París, tres décadas más tarde: ese americano que recorre fascinado las ruinas europeas sabe que encarna lo nuevo que podrá vivificarlas. La frase final de la crónica de Brujas, un verdadero tópico de la época –“nos ha tocado una hora de juventud”–, gana una resonancia diferente en la “confrontación” de una “perspectiva americana” que paradójicamente asumió las conclusiones europeas sobre la “decadencia de Occidente” pero invirtiendo sus consecuencias para las culturas del Nuevo Mundo. En efecto, esta lectura de Brujas sería incomprensible sin la contracara del “mesianismo de América” con que Alberto Gerchunoff retrataba el clima de época de los intelectuales porteños a comienzos de la década de 1930.[12] Es lo que Romero explicita cuando dice haber alumbrado su completo proyecto de una historia de la cultura occidental ante el espectáculo decadente de la ciudad europea: la conciencia –todavía treinta años después– de que aquel “mesianismo de América” le había dado no solamente la clave de lectura, sino sobre todo la fuerza para enfrentarse en condiciones tan adversas con la belleza y la profundidad intimidantes de ese objeto primero de deseo, luego de conocimiento.

Atlas urbano de la historia burguesa

Las restantes crónicas de viaje que se publican aquí, escritas en 1970, son un medio inmejorable para evaluar el modo en que lo ha logrado. Un Romero ya completamente seguro de sí organiza ahora su recorrido como un atlas del desarrollo de la ciudad europea, esto es, de la burguesía como sujeto históricamente identificado con la ciudad. Pero tomar a ésta como centro del relato –ciertas ciudades cuidadosamente seleccionadas: nuevamente Brujas, Barcelona, Nápoles, Praga, Londres y Nueva York– le permite a Romero exponer su proyecto global con mucha mayor nitidez que en sus trabajos propiamente históricos.[13] Porque la permanencia inconmovible de la “ciudad física” –y el propio género de la crónica urbana– parece volver inevitable lo que en otro contexto podría convertirse en un gesto anacrónico: evaluar los diez siglos del ciclo histórico moderno de la ciudad burguesa a la luz de su presente.

 Así, Romero va a seleccionar con perspicacia los casos, de modo que cada ciudad ejemplifique un momento en la historia de la mentalidad burguesa, en una secuencia que pide leerse de corrido: la presencia dominante del gótico en Brujas, convertida en ciudad-museo, le sirve para detenerse en el momento de apogeo de una burguesía que llegó a ser revolucionaria entre los siglos XII y XV; la lograda articulación de la ciudad gótica y la ciudad modernista en Barcelona le permite detenerse entre los siglos XVI y XVIII, el paréntesis obligado de una burguesía poderosa antes y después, contenida entonces por el dominio de una monarquía centralizadora que nunca logró de todos modos someterla; la tremenda escisión entre “las dos ciudades” en Nápoles lo lleva a mostrar el caso inverso, el de una burguesía que no reúne nunca la conciencia y la fuerza para desalojar a las viejas clases señoriales de la dirección de la vida rural y urbana, y que en el siglo XVIII cristaliza la división tradicional entre la ciudad rica y la pobre; el contraste igualmente fuerte pero tan diferente entre el castillo y la ciudad baja en Praga le hace comprender una cultura burguesa tan sólida, que las formas de vida y mentalidad que formó en la ciudad hacia el siglo XV lograron perdurar a lo largo de los siguientes siglos a pesar de haber sido sometida por el poder imperial desde el siglo XVII y por una revolución social en el XX; los cambios radicales de estructura social y mental que experimenta Londres, por su parte, le sirven para analizar el caso más exitoso de una mentalidad burguesa que logró ajustar cada vez la ciudad a su presente más progresivo en los siglos XVIII y XIX, y que si a partir de la segunda posguerra debió aceptar el completo desmoronamiento de su sistema, fue para dejar paso a una flamante experimentación de nuevos modos de vida; finalmente, Nueva York, donde la discrepancia abismal entre la ciudad estática y la ciudad en movimiento –entre el estilo y la elegancia de la ciudad física, que encontró su forma en el siglo XX a través del modernismo, y la agitación confusa e inhumana de la vida social– lo guía a Romero en el retrato, ya en puro presente, de la dureza aterradora de la metrópoli contemporánea, el caos social y la alienación que produce la cultura de masas en la civilización tecnológica plenamente desarrollada.

 Por supuesto, es posible reconocer los temas de este atlas urbano en los panoramas más generales que Romero nos brinda sobre la ciudad occidental en las clases y cursos que componen los primeros capítulos de este libro. En particular, su división fundamental del ciclo moderno en tres tipos de ciudad –gótica, barroca e industrial–, asociados estrechamente a los tres momentos de expansión europea. La categoría de “ciudad gótica” es la que enmarca el núcleo duro del experimento burgués en su forma más pura, el momento creativo de la ciudad moderna como un nuevo tipo de asociación humana materializado en un sistema de calles, plazas y edificios que le responden acabadamente (orgánicamente, podríamos decir con la antropogeografía que está en la base de muchas de esas hipótesis) y le permiten desarrollarse en nuevas modalidades de vida, de arte y de mentalidad. La “ciudad barroca” muestra, en cambio, el inicio de la decadencia de ese experimento a partir del siglo XVI.

Y justamente porque “barroco” tiene una connotación tan marcada, es importante señalar que el proceso que le interesa nombrar a Romero es aquel por el cual la ciudad pierde autonomía en una integración forzada a los nuevos sistemas de dominación del estado centralizado: el paso de la “ciudad libre” –“con su cultura ampliamente difundida y sus modos de asociación relativamente democráticos”– a la “ciudad absoluta” –“unos cuantos centros que crecían desmedidamente, dejando que las demás ciudades aceptaran el estancamiento o se embrutecieran con gestos inútiles de imitación servil”–, en términos de Lewis Mumford, un autor importante para Romero, que en este tema utiliza una estructura argumental muy similar.[14] Y un sistema de juicios también similar, como se aprecia en la categoría compartida de espectáculo que resume la valoración de ambos sobre la “ciudad barroca” –una categoría que se carga de la impugnación moral típica del modernismo estético contra la ausencia de autenticidad.

Romero no se muestra, en cambio, interesado en la transformación que supuso la nueva concepción geométrico-espacial de los siglos “barrocos” en el ordenamiento a gran escala de la ciudad y el territorio, un tema tradicional de la historia urbana que continúa Mumford y con el cual –aunque con instrumentos conceptuales completamente diversos– Foucault daría su visión hoy canónica de una “edad clásica” que produjo un giro decisivo dentro de la modernidad, visión con especial impacto en los abordajes de la historia y la geografía urbanas. “Barroco” resume para Romero, como dijimos, la nueva instancia de dominio territorial-estatal-nacional que se despliega en Europa, compite con las ciudades, les quita su autonomía y vuelve a colocar el centro de la vida económica en la producción que se realiza fuera de ellas. Es, a su modo, una refeudalización de la cultura europea, aunque no pueda pensarse de ningún modo como un simple retroceso, ya que para Romero la historia avanza en esos entrelazamientos curiosos que inevitablemente producen situaciones siempre cambiantes.

Y respecto de las ciudades propiamente dichas, con el término “barroco” Romero designa una cadena asociativa que se concentra en la figura clave de escisión: se escinden las ciudades entre las favorecidas por el poder real (especialmente las ciudades-cortes) y las que no lo están; se escinden las sociedades entre una nueva aristocracia (formada por una mezcla de tradiciones señoriales y patricias) y los sectores plebeyos dependientes de ella; se escinden internamente las ciudades entre sus áreas nuevas, con vías palaciegas que las abren a barrios flamantes y jardines espectaculares, y los viejos centros históricos que se tugurizan. Es el triunfo de una sociedad y una ciudad dual, en la que queda excluida –por derrota o defección– la “capa social fluida y cambiante que origina el desarrollo de una burguesía vigorosa”, como dice Romero describiendo el caso de Nápoles.

Justamente, la comparación entre las crónicas de Nápoles y Barcelona permite notar que entre la “ciudad gótica” y la “barroca” se juega para Romero un entero sistema de valores. Por una parte, el panorama degradado de violentos contrastes sociales y urbanos de Nápoles, con su burguesía frustrada y escapista que condena a las clases populares, idealizadas en un folclore melancólico, a mantenerse dentro de los esquemas serviles del mundo feudal (y la ejemplificación de las “dos ciudades” napolitanas nuestra hasta qué punto el modelo de “ciudad barroca” de Romero va a sobrevolar toda su historia latinoamericana como un término de referencia ineludible). Frente a ella, Barcelona no aparece como una ciudad escindida, sino productivamente conflictiva (sólo “aparentemente heterogénea”), una ciudad que articula armónicamente sus “antinomias” gracias a la pujanza de una burguesía que desplegó todas sus posibilidades en los años heroicos del desarrollo mercantil, y que por no claudicar ante el poder real de los siglos barrocos, tuvo su segunda oportunidad de despegue con la revolución industrial. Barcelona terminó favorecida por el desdén real que la privó del barroco, y por eso su segundo apogeo como ciudad industrial pudo manifestarse en una convivencia enriquecedora entre la vieja ciudad medieval y el novísimo Ensanche, armonía expresada paradigmáticamente, para Romero, en la obra de Gaudí, cuya originalidad reside en que logra adensar el modernismo alimentándolo sin mediaciones en su raíz gótica.

Hemos llegado con Barcelona a la tercera etapa de la ciudad en la modernidad según Romero, la “industrial”. Pero antes de abordarla, conviene detenerse en una expresión recurrente en estas crónicas urbanas, muy significativa del modo en que Romero concibe el ciclo de desarrollo de la mentalidad burguesa: frustración. Es una expresión que usa abundantemente en las primeras cuatro crónicas: en el caso de Barcelona, se trata de una frustración pasajera (y que, como vimos, pagará a futuro buenos dividendos); en los de Brujas y Praga, de una frustración mayor, aunque impuesta desde afuera –por la naturaleza o el dominio imperial–; y en el de Nápoles, de una frustración permanente autoimpuesta por defección. Pero en todos los casos muestra la firme creencia de Romero en un deber histórico de la burguesía, no tanto como clase económica –a la manera marxista–, sino como mentalidad y estilo de vida. Porque se frustra –completa o pasajeramente– lo que está destinado a desplegarse. Y la sociedad moderna en su conjunto está a tal punto comprometida en ese despliegue, que de su mayor o menor realización también depende la suerte de los sectores subalternos (porque siguiendo las crónicas de Romero se advierte que el surgimiento de un movimiento obrero poderoso y consciente en la Barcelona industrial está en directa proporción con el vigor de su burguesía, mientras en Nápoles se padece la proporción inversa). Pero si no es novedoso en Romero este papel histórico asignado a la burguesía (un papel que se desenvuelve entre crisis y revoluciones desde el siglo XI hasta la época de su crisis definitiva, en la primera posguerra mundial), vale la pena señalar algunos detalles llamativos.

En primer lugar, la cuestión del legado de esta mentalidad. En Praga, por ejemplo: una ciudad en la que la cultura burguesa atravesó toda una serie de ricas vicisitudes que le otorgaron una compleja combinación de refinamiento y frustración –percibida de modo ejemplar en Kafka–, y que en el momento en que creyó que había logrado emanciparse, después de la Primera Guerra Mundial, cayó víctima de una revolución social que la desalojó de su lugar rector y buscó disolverla. Aquí Romero parece distante de sus escritos tempranos sobre la crisis de la mentalidad burguesa –que no era otra cosa que la de Occidente mismo. Porque la “tragedia de la cultura” implícita en aquellas interpretaciones de la crisis significaba reconocer –en oposición a las convicciones evolucionistas– que esa mentalidad ya no tenía un legado útil para los nuevos tiempos. En cambio, en su crónica sobre Praga, por ejemplo, Romero propone la “herencia” de las formas de vida y mentalidad burguesas como modelo vigente para “las clases en ascenso de la nueva sociedad”. Y si esta conclusión podría vincularse a la poca fe que Romero albergaba en que de aquella revolución surgieran autónomas las formas de vida y mentalidad superadoras de las burguesas, es indudable que ella revierte ahora sobre su propio diagnóstico del futuro mismo de la ciudad moderna.

Las dos caras de la ciudad contemporánea

Pero quizás podamos tener una aproximación más clara a ese diagnóstico a través de las dos crónicas en las que se abordan más francamente los tiempos contemporáneos, las de Londres y Nueva York, dos ciudades con casi nada en común para Romero, pero que coinciden en ser las únicas a las que no encuentra apropiado aplicarles en ninguna de sus etapas históricas el término “frustración”. Las dos aparecen, en efecto, como ciudades realizadas. Comencemos por Londres: con esa afortunada sincronía entre cambio urbano y cambio político, logró ser la capital indiscutida del siglo XVIII; su nuevo paisaje neoclásico –posibilitado por el Gran Incendio de 1666 que destruyó casi toda la ciudad en el intervalo que dejaron las dos revoluciones inglesas– se mostró completamente adecuado para representar la explosión de los ideales burgueses que significó la expansión mercantil británica. Pero luego de esa aparente consumación, Londres consiguió un esplendor aún mayor en la época victoriana, gracias a que se aplicaron a ultranza las transformaciones de la revolución industrial que lo convirtieron en la “capital del progreso”. Y si con Barcelona habíamos llegado a la etapa de la “ciudad industrial”, es evidente que Londres representa su versión más perfecta.

Se trata de una etapa que, en el relato de Romero, supone dos grandes triunfos para la ciudad: su conversión, por primera vez en la historia, en centro de producción, y la recuperación de su autonomía, con el surgimiento de culturas urbanas que vuelven a destacar su personalidad sobre los contornos nacionales. El entusiasmo con que se había mostrado la llegada de Barcelona a su etapa industrial (“el viejo esplendor de la ciudad se reavivó”), ejemplo para Romero de una recuperación generalizada de las ciudades y las burguesías del Mediterráneo Occidental, se potencia en el caso de Londres, donde el progreso técnico no sólo ha permitido “la canalización de los conflictos sociales”, sino que implicó una experimentación exitosa de todas las nuevas necesidades de una metrópoli, configurando así un “modelo del mundo moderno”. Es una Londres portentosa en su avance modernizador, no oscurecida, más allá de una mención casi ritual al Oliver Twist, por ninguna sombra dickensiana –menos que menos, engelsiana.

¿Cómo interpretar este tono celebratorio de la revolución industrial que encuentra su apoteosis en Londres? Por una parte, en textos como El ciclo de la revolución contemporánea Romero había colocado la revolución industrial más que como punto máximo del ascenso triunfal del capitalismo, como impulso de la conciencia revolucionaria frente a una cultura burguesa que se volvía inevitablemente reaccionaria (los males de la revolución industrial, que en ese caso eran puntualmente inventariados, quedaban en todo caso relevados por sus efectos revulsivos en los sectores contestatarios).[15] Ahora no se apela a aquella dialéctica entre la conciencia burguesa y la revolucionaria, y el impulso indetenible de los avances industriales queda en dominio casi solitario de la escena. Y si tomamos en cuenta que se trata de una crónica urbana, esa visión parece más significativa, ya que todos los motivos teóricos que formaron el interés de Romero en la ciudad –en los amplios recorridos que llevan del pensamiento social clásico a la Escuela de Chicago y de la antropogeografía a Mumford– han nacido, como se sabe, de la crítica a la ciudad industrial, “contexto de casi todas las proposiciones sociológicas relativas a la desorganización, la alienación y el aislamiento mental” en términos de Robert Nisbet, y emblema de la contradicción insalvable entre la racionalidad instrumental del capitalismo y las necesidades de racionalización del ambiente humano para favorecer el desarrollo social.[16] Es cierto que ya en el joven Romero aparecía, por intermedio de Franz Werfel, una mirada bastante confiada sobre la “tecnificación”, a través de la que se lograría la ampliación del ocio, “madre del espíritu”, posición que acompañará siempre con un optimismo ciertamente progresista respecto de los alcances materiales de la expansión modernizadora en el mundo.[17] Es que no es en su carácter industrial donde Romero apoya las desconfianzas en la ciudad contemporánea, sino en su carácter masificado.

Por supuesto que éste ya había nacido como problema social y sociológico con la “ciudad industrial”, pero en este punto Romero ejemplifica muy bien el desplazamiento que realizó un importante sector del progresismo a medida que avanzaba el siglo XX, desde la crítica de la ciudad industrial a la crítica de la ciudad de masas. Un desplazamiento, más que un cambio, porque se acompañó básicamente del mismo corpus de ideas sobre la “crisis de Occidente” que se había formulado en el período de entreguerras. En efecto, Romero actualiza la noción de alienación con la figura de la “muchedumbre solitaria”, como una encarnación más ajustada a la nueva condición metropolitana de la segunda posguerra, pero apegado a significados casi idénticos a los del pensamiento social clásico, mientras que no hay rastros de otros tipos de enfoques sobre la ciudad de masas, como podría ser por ejemplo la crítica de la industria cultural a la manera de la Escuela de Frankfurt, por nombrar sólo alguna de las nuevas aproximaciones disponibles hacía tiempo. Es un desplazamiento que mantiene la ambigüedad modernista del progresismo frente a la ciudad, distanciándose del humor abiertamente antiurbano que ya en la segunda mitad de la década de 1960 se desenvolvía en tres andariveles ideológicos, el de la tradicional crítica reaccionaria a la ciudad, el de las flamantes prácticas contraculturales y el de la nueva izquierda tercermundista.

Es Nueva York, finalmente, descripta como un verdadero infierno (o al menos como una típica realización fáustica: “nadie puede escapar a cierta sensación de pavor frente a esta creación desmesurada y casi diabólica de la civilización industrial”), la ciudad elegida por Romero para exponer su visión de la ciudad de masas. Como en la primera crónica de Brujas, aquí también se señala que “el orden que reside en el aparato físico de la ciudad no se corresponde con el de la vida”, pero las razones para que esto ocurra son exactamente las opuestas: Nueva York ha logrado realizar una forma nueva, adecuada a su condición de metrópoli industrial, pero su contenido todavía es caótico. Y no puede dejar de llamar la atención el contraste que traza Romero en Nueva York entre la “ciudad física”, ordenada y con estilo (la forma más bella y creativa que ha logrado la civilización industrial), y el caos agresivo de la vida social. Porque justamente la estructura física de esa ciudad, a través de su producto emblemático, el rascacielos, ha sido interpretada numerosas veces como el resultado más directo del caos capitalista: la anarquía completa en la tercera dimensión –lo que no implica disentir con Romero en que Nueva York haya logrado un estilo, gracias a ese caos, o a pesar de él. Pero el caos que le interesa a Romero es tan otro, que la competencia individualista entre los rascacielos le parece un remanso de orden. Es el caos del tráfico, de los servicios que no dan abasto, de una yuxtaposición social y racial amenazante que no parece que vaya a cuajar: “Quizás no haya ciudad más dura”, subraya. Y es que la masificación no deja resquicio: si las clases medias son sus víctimas predilectas, las elites no pueden tampoco escaparse de ella (porque, en definitiva, convirtiéndose en una cárcel para todos por igual, la metrópoli realiza el aspecto más anómico del pronóstico orteguiano sobre la era de masas).[18]

Confusión inhumana, obstrucción de las funciones mínimas para la buena marcha social, congestión e insalubridad: Romero parece compartir punto a punto el diagnóstico catastrofista sobre las grandes metrópolis que venía divulgando el urbanismo modernista de entreguerras. Pero los arquitectos y urbanistas aplicaban ese diagnóstico por igual a todas las grandes metrópolis; ¿qué es lo que lleva al historiador social de la ciudad que es Romero a trazar semblanzas tan contrastantes entre Londres y Nueva York? Porque no cabe duda de que su crónica de Londres es francamente simpática con “los ritmos de la nueva vida” que llegaron para renovarla, aunque todos ellos también sean producto de la cultura popular y masiva: rock’n roll, Beatles, hippies. Asimismo, sería imaginable una mirada tan crítica como la que Romero le destina a Nueva York sobre los modos en que la Londres masificada recibía contingentes de las ex colonias, sobre la alienación cultural o el ritmo frenético de su movimiento incesante, que se agrava por un trazado urbano bastante menos adecuado que el de Nueva York para las necesidades del tráfico. Sin embargo, mientras que el presente londinense abre un amplio margen al optimismo de Romero (una ciudad “destinada” a elaborar nuevos modos de vida), la apuesta por el futuro de Nueva York (“¿será un caos creador?”) parece perdida de antemano.

Es que si Londres parece estar superando exitosamente la crisis del sistema burgués, Nueva York es el producto más directo de ella. La razón surge cristalina en estas crónicas: mientras que Londres ha amasado con los siglos una cultura burguesa cohesionada y coherente, Nueva York carece de raíces. Y aunque Romero no roza siquiera el desprecio por el neoyorquino típico de cierta tradición cultural argentina (la visión del americano rústico que habían dado un Cané o un Groussac), es claro que su disgusto por la forma específica que asume la masificación en esa ciudad se asienta en un diagnóstico similar sobre la escasa densidad cultural de sus clases dirigentes (sobre la escasa posibilidad de que allí incluso surja una cultura). En definitiva, como ya notamos en la crónica sobre Praga, es el máximo desarrollo de la cultura burguesa lo único que permite albergar cierto optimismo sobre la suerte de las nuevas formas culturales que vayan a surgir en las metrópolis posburguesas. El verdadero problema de la ciudad de masas parece ser, entonces, el de una nueva forma de vida que pretende implantarse en el vacío, mientras que la esperanza debe buscarse en la continuidad. El historiador que llegó a la ciudad para testear en ella el proyecto de un relato completo de la cultura burguesa a la luz de su crisis parece terminar consolidando una apuesta compleja a las tradiciones de esa misma cultura burguesa, ya no como “forma caduca”, sino como aquella capaz de garantizar que los nuevos tiempos se elaboren –y cito nuevamente la crónica de Londres– “cruzados de modernidad y tradición”.

El prisma de Buenos Aires

¿Es posible pensar que Romero haya tenido que hacer ese periplo para llegar a escribir específicamente sobre su ciudad, Buenos Aires, o esa secuencia es apenas el resultado contingente de los azares editoriales? Lo cierto es que en 1972 publica, en Polémica. Historia Integral Argentina –una obra en fascículos del Centro Editor de América Latina–, el artículo “Buenos Aires: una historia” con que se cierra este libro. Y allí Romero ensaya por primera vez un esquema completo de edades histórico-urbanas muy similar al que va a aplicar en Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Pasado por el prisma tan peculiar de Buenos Aires, el esquema permite advertir los ajustes y desajustes entre la ciudad europea y la latinoamericana –la dialéctica entre “continuidad europea y desarrollo autónomo”, de acuerdo a un texto anterior de Romero–; y justamente por eso, el hecho de que Buenos Aires se haya siempre pensado como “la más europea” de las ciudades latinoamericanas quizás la volviera la más indicada como campo de ensayo: en todo caso, es claro que no era la menos americana por sus deseos europeizadores, sino todo lo contrario.[19]

 En apenas un puñado de páginas, Romero estiliza la primera historia de Buenos que se distancia tanto de las dos tradiciones historiográficas más asentadas de la ciudad –la tradición documentalista-memorialista y la de los relatos técnicos de la “evolución urbanística”–, como de la más reciente que había llegado para renovarlas, la de los análisis del “proceso de urbanización” que, orientados a dar instrumentos a las políticas de planificación, focalizaban en la marcha de la modernización socioeconómica. Esta era ya una tradición dominante en toda América Latina, de cuyo surgimiento Romero había estado tan próximo, que en el momento en que Gino Germani realizaba uno de sus primerísimos ejemplos, ambos estaban comenzando en la Universidad de Buenos Aires el conocido proyecto de investigación sociohistórica sobre la inmigración.[20] Sin embargo, Romero polemiza con ella, no tanto porque no fuera solidario con sus fines últimos de reforma desarrollista de la ciudad, sino porque creía que las claves para comprenderla –y para sostener su reforma con éxito– debían buscarse en la cultura.[21]

 Posiblemente la mayor coincidencia de Romero con los enfoques de las ciencias sociales y la planificación se halle en el énfasis puesto en las condiciones de escisión social y urbana. Pero aquella literatura las veía como parte de un “dualismo estructural” –interpretado en diversas versiones, funcionalista, dependentista o marxista, a medida que avanzaba la década de 1960– que se había abierto con el proceso de transición de la sociedad tradicional a la moderna, mientras que Romero las asienta en el impulso “barroco” que dio origen a la Latinoamérica urbana, con lo cual esas condiciones ganan mayor densidad, no sólo por su inclusión en una historia de larga duración, sino especialmente por el juego que introduce en ellas entre las concepciones del mundo (las autorrepresentaciones de la escisión), los proyectos y la realidad social.

 Su relato sobre Buenos Aires está, de hecho, poblado de escisiones. En primer lugar, la más general entre Buenos Aires y el interior, que a veces va a ser entre doctores y caudillos y otras entre porteños y provincianos, pero que siempre ordena, como un bajo continuo, el tema primordial del drama argentino, con sus dos grandes tradiciones ideológicas –de acuerdo a la temprana exposición que realizó en Las ideas políticas en Argentina y luego en sus trabajos sobre las relaciones entre la ciudad y el campo en América Latina–, la de la democracia doctrinaria, liberal y centralista, y la de la democracia inorgánica, autoritaria y federalista.[22] Pero también la ciudad y el interior se escinden a su vez internamente en elites y clases populares, con desprendimientos e incorporaciones que van a multiplicar los clivajes. Todo el artículo sobre Buenos Aires podría pensarse como la descripción de un ballet que evoluciona a través de figuras colectivas (los conjuntos socioculturales que componen el espacio social de la ciudad no sólo al ocupar diferentes lugares en su estructura, sino al confrontar valores y visiones del mundo); un ballet complejo pero de enorme limpidez conceptual, en el que los pasajes que refieren a la construcción material de la ciudad –su “infraestructura”, en los términos de Romero–, detallados pero subsidiarios, son los necesarios para el armado de un escenario tan multifacético como para permitir esa danza de acoplamientos y fricciones, en la que los bailarines cambian sutilmente de papel o avanzan por marcaciones imprevisibles.

 Pero justamente una vez que se comprende la importancia que tiene en la visión de Romero esa base dura de la escisión entre “dos ciudades” que son, fundamentalmente, “dos culturas” –escisión que en Latinoamérica: las ciudades y las ideas va a ser completamente dominante, desde los tiempos de las fundaciones hasta la era de las ciudades masificadas–, lo que sorprende en “Buenos Aires: una historia” es la importancia dada a los momentos en que la ciudad logra superarla. De hecho, puede decirse que todo el núcleo conceptual del artículo gira en torno del momento en que más plenamente lo hace, a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, cuando “mil sutiles hilos” comienzan a entrecruzarse entre los diversos componentes de la “cultura constituida” y los no menos diversos de la “cultura marginal” que estaban produciendo, en esos momentos, el “formidable experimento” que dio lugar a la “experiencia más llamativa de Buenos Aires”, la formación de los barrios.

 Al colocar su foco en la cultura barrial, Romero desliza el centro del relato hacia abajo en la pirámide social respecto de lo que habíamos visto hasta ahora en las ciudades europeas: hacia la rica frontera que marca, sin lograr nunca deslindar en trazas definitivas, las relaciones cambiantes entre los sectores medios y los populares. En Buenos Aires esa frontera se definía día a día en la construcción del barrio; se trata de una frontera porosa, como más tarde o más temprano resultan casi todas las fronteras sociales, pero mucho más todavía en una ciudad en la que, borgeanamente, la única permanencia es el cambio y la movilidad; una frontera de la que emana toda la originalidad y la creatividad de la cultura moderna porteña. Así, Romero se ha desplazado –con la guía inocultable de Martínez Estrada– desde un conflicto socioeconómico que siempre se había definido entre la ciudad del norte y la ciudad del sur, hacia un conflicto sociocultural que se libra entre el este y el oeste, entre el centro y los “barrios-frontera”.[23] Porque el barrio no es, para Romero, el resultado de un proceso modernizador radial que avanza desde el centro a la velocidad del tranvía –como aparece en el otro gran relato de la historia de Buenos Aires que estaba realizando de modo contemporáneo James Scobie–, sino una zona cultural que reelabora con autonomía todos los mitos de la ciudad para forjar lo que más legítimamente puede llamarse su identidad; el límite tenue y movedizo en el que una sociedad de tonos francamente populares retira la iniciativa del centro conservador para alojarla triunfalmente en la periferia (espacio siempre de experimentación, como vemos).

 El largo párrafo en que Romero enumera a quienes “tejieron” la trama común para las dos culturas en la Buenos Aires de 1930 muestra el modo en que veía los caminos de la integración, su sensibilidad para entender las grietas culturales que se abren en toda ciudadela ante la fuerza de irradiación histórica de una nueva sociedad. Romero parece aquí bastante menos sombrío que en sus clásicas definiciones de la “sociedad aluvial”, como si sobre la base de esos ámbitos urbanos en que se manifiesta la pujanza de la cultura media-popular pudiera abrigarse la esperanza de una formación social futura que no fuera ni el resultado directo de aspiraciones crasamente económicas, ni la mera extensión de los valores dominantes de la sociedad tradicional.[24] ¿Será que desde el prisma que la Buenos Aires de 1970 le ofrecía a sus diagnósticos europeos (el vigor de las clases medias) y latinoamericanos (el populismo), la masa porteña de la primera mitad del siglo XX ya no parecía tan “aluvial”?

 Lo cierto es que eso no le va a alcanzar para mantener intacto el optimismo en su diagnóstico sobre “la ciudad de masas” de la segunda mitad del siglo XX. Nuevamente crecen los antagonismos y se perfilan los enfrentamientos entre dos culturas, marcadas a fuego ahora por la experiencia peronista y las nuevas migraciones del interior, que van a encontrar su sitio en una nueva periferia metropolitana –el Gran Buenos Aires, la villa miseria–, igualmente experimental en términos de formas de vida, pero ya sin la capacidad de revertir con un impacto remodelador de la cultura central. Y si, finalmente (hacia los años sesenta), Romero ve que las tensiones entre las dos culturas parecen haberse aplacado, es el simple resultado de su “confusión” dentro de “los marcos de la creciente sociedad de consumo”.

 De todos modos, se trata de una sociedad de consumo que casi no guarda puntos de comparación con la que encontrábamos en Nueva York. La mayor densidad sociocultural con que se la ha interpretado impide identificar sin más a Buenos Aires, “siempre un poco pacata y respetuosa”, con el caos de la ciudad de masas. Lo que notamos es un tipo de “tensiones” bien diferente, que si también refleja a su modo la escisión social, lo hace a través del molde tan idiosincrásico, en la Buenos Aires de 1972, de la violencia política. De modo que la moderación del optimismo en Buenos Aires –la amarga frase con que termina el artículo no deja lugar a dudas– está corrida de los males de la metrópoli contemporánea a los de una política nacional a la que la ciudad sirve de tinglado principal. Pero por eso Romero no llega nunca a cultivar un humor antiurbano: el dilema crucial retorna al que ya había avizorado Sarmiento, el de las fricciones históricas que se producen entre la metrópoli (“desaguadero de toda la República”) y el país, marcando quizás la diferencia definitiva entre la ciudad europea, cuyo punto de desarrollo máximo encontramos en Nueva York, y la latinoamericana, que en este tema Buenos Aires encarna a la perfección. Queda abierto, por eso mismo, un margen de confianza, también sarmientina, en una ciudad capaz de volver a ser el ámbito de construcción de una cultura común: una confianza en el rol histórico de la ciudad que va a asomar en muchas de las páginas de Latinoamérica: las ciudades y las ideas.


[1] José Luis Romero, La revolución burguesa en el mundo feudal (1967), México, Siglo XXI Editores, 1989, p. 11.

[2] Ibidem, p. 16. Romero realiza la primera exposición articulada de su proyecto de una historia general de la cultura occidental en 1953, en La cultura occidental, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2003.

[3] José Luis Romero, “La estructura histórica del mundo urbano”, Siglo XIX. Revista de historia nº 11, México, 1992 (el artículo es la introducción que Romero había redactado para su proyectado libro con el mismo título, que dejó incompleto al morir en 1977).

[4] Los primeros trabajos sobre la ciudad latinoamericana son de 1966: “La ciudad latinoamericana: historia y situación”, artículo que publica en La Torre. Revista de la Universidad de Puerto Rico nº 54, y la conferencia “La ciudad latinoamericana y los movimientos políticos”que dicta en un ciclo sobre el Proceso de Urbanización en América Latina organizado en la Universidad de Buenos Aires (publicado luego en Jorge E. Hardoy y Carlos Tobar, La urbanización en América Latina, Buenos Aires, Editorial del Instituto, 1969). No analizaré en esta introducción la perspectiva de Romero sobre la ciudad latinoamericana, porque ya lo he hecho en diversas oportunidades: véanse “Un optimismo urbano”, Punto de Vista nº 71, Buenos Aires, diciembre de 2001, y “Cultura urbana latinoamericana: un canon y sus destiempos”, Brújula, vol. 5, nº 1, University of California, Davis, diciembre de 2003.

[5] Véanse: Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero (1976), Buenos Aires, Sudamericana, 1986; TulioHalperin Donghi, “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina” (1980), en Ensayos de historiografía, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1996, y “José Luis Romero: de la historia de Europa a la historia de América”, Anales de Historia Antigua y Medieval nº 28, Buenos Aires, 1995; y Omar Acha, La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2005. También Luis Alberto Romero ha expuesto ese proyecto en los diferentes textos con que ha prologado las ediciones de su padre, como el de Crisis y orden en el mundo feudoburgués, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2003.

[6] “Romero entra en la historia de América Latina como un explorador en tierra incógnita”, escribió Tulio Halperin en su “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, op. cit., p. 102.

[7] Carlos Altamirano, “José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial”, en Prismas. Revista de historia intelectual nº 5, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2001. Altamirano analiza la importancia del vitalismo en la formación del joven Romero de un modo que ha sido muy importante para la escritura de este texto. La cita que hace de Romero es de un artículo de 1936, “La formación histórica”, sobre el que nos extenderemos más adelante.

[8] Véase el capítulo 1 de este libro.

[9] “La formación histórica” (1936), en José Luis Romero, La vida histórica (ensayos compilados por Luis Alberto Romero), Buenos Aires, Sudamericana, 1988, p. 48. Tulio Halperin, que en “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, op. cit., hizo un agudo análisis de ese texto, menciona que éste reúne fragmentos escritos con anterioridad al viaje a Europa.

[10] “La formación histórica”, op. cit., p. 51.

[11] Friedrich Nietzsche, “Del pasar de largo”, en Así habló Zarathustra (1883-91), Barcelona, Planeta, 1992, p. 202.

[12] Alberto Gerchunoff, “Las imágenes del país” (1931), Argentina, país de advenimiento, Buenos Aires, Losada, 1952.

[13] Debe señalarse que, con una orientación diferente, Omar Acha también le ha dado un lugar decisivo en su libro al análisis de esta serie de crónicas, incorporando una de Roma; véase La trama profunda…, op. cit.

[14] Véase Lewis Mumford, La ciudad en la historia (1960), Buenos Aires, Ediciones Infinito, 1979, tomo II, p. 412. Mumford es uno de los pocos autores que Romero menciona en los trabajos que componen este libro, y aunque lo hace con reservas, no deja de ser significativo en alguien tan parco en la cita de autores contemporáneos (en todo este libro no llegan a media docena).

[15] Véase El ciclo de la revolución contemporánea, op. cit., especialmente el capítulo 1. “Dos enemigos frente a frente”.

[16] Robert Nisbet, La formación del pensamiento sociológico (1966), Buenos Aires, Amorrortu, 1996,tomo 1, p. 46.

[17] “La formación histórica”, op. cit., p. 51.

[18] Cabe aclarar que Romero no compartía en tramos fundamentales el diagnóstico de La rebelión de las masas, como muestra Tulio Halperin comentando un texto de comienzos de los años cincuenta; véase “Una mirada de historiador sobre el siglo XX a mitad de camino”, prólogo de Halperin a José Luis Romero, La crisis del mundo burgués, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997. De todos modos, es posible constatar importantes marcas orteguianas en la concepción más general de Romero sobre la crisis de las relaciones entre elites espirituales y multitudes urbanas. 

[19] Véase “La ciudad latinoamericana: continuidad europea y desarrollo autónomo” (1969), en José Luis Romero, Situaciones e ideologías en América Latina, Medellín, Editorial Universidad de Antioquía, 2001. Es interesante notar que, a diferencia de Latinoamérica: las ciudades y las ideas,en “Buenos Aires: una historia” no hay un período “hidalgo”, es decir, el momento más específico del experimento europeo, para Romero, en su forma española, ese proyecto de ciudadela señorial refractario a cualquier mezcla y contaminación; como si, de acuerdo a lo que pensaba la generación romántica, Buenos Aires hubiera podido ser más radicalmente “europea” porque nunca había sido suficientemente “española”, lo que la distingue también de un “interior” en el que aquel autoritarismo hidalgo había encontrado asidero.

[20] El texto de Germani es “El proceso de urbanización en la Argentina”, que realizó para el “Seminario sobre problemas de urbanización en América Latina” reunido en 1959 en Santiago de Chile y se publicó como folleto nº 4 del Instituto de Sociología de la Universidad de Buenos Aires.

[21] En otra parte he buscado trazar los paralelos y las diferencias entre Romero y una figura como Richard Morse (otro de los escasos autores que Romero cita en este libro), quien venía ensayando hacía tiempo ese tipo de abordaje, pero en un estilo de confrontación teórica explícita con las ciencias sociales, que a Romero nunca le interesa cultivar, y con la diferencia ideológica insalvable de su apuesta populista; véase mi artículo “Cultura urbana latinoamericana: un canon y sus destiempos”, op. cit.

[22] Véase José Luis Romero, Las ideas políticas en Argentina (1946), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1994 (edición de acuerdo a la segunda versión del libro que se publicó en 1956); y “Campo y ciudad: las tensiones entre dos ideologías” (1978), en Situaciones e ideologías en América Latina, op. cit.

[23] “Florida no resistirá con los años el avance de esas legiones que se incuban en los barrios-frontera”, Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa (1933), Buenos Aires, Hyspamérica, 1986, pág. 209. 

[24] Sobre el componente sombrío en la noción de “sociedad aluvial”, véase la convincente argumentación de Carlos Altamirano en “José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial”, op. cit. En Las ideas políticas en Argentina Romero había denominado “La era aluvial” al período que comenzaba en 1880, caracterización que vuelve a utilizar repetidas veces, pero no en este artículo sobre Buenos Aires.