La cultura occidental*

José Martínez de Hoz

Una obra de síntesis es siempre difícil. Para ella se requiere, no sólo un profundo conocimiento de la materia, sino también la visión necesaria para elevarse por encima del detalle siempre difícil de percibir, para destacar las notas salientes que caracterizan el objeto de estudio. Si a ello se añade que lo que se intenta es trazar un esquema del desarrollo de la cultura occidental con fines de vulgarización, se comprenderá lo riesgoso de la aventura.

José Luis Romero sale airoso de la prueba. Domina el tema, Su amplia versación le permite combinar con elegancia los elementos históricos, filosóficos, políticos, económico-sociales y culturales. El resultante es un opúsculo de agradable y provechosa lectura, Con él asistimos sin ningún esfuerzo a la formación y evolución de muestra cultura a través de sus distintas fases, que se van entrelazando sin solución de continuidad como los eslabones de una cadena.

Nos presenta a la cultura occidental como el resultado de la confluencia de tres grandes tradiciones o legados: el romano, el cristiano y el germánico. Los tres poseen caracteres diversos y su influencia fue también distinta.

Produciéndose la fusión de ellos sobre territorio del Imperio, era natural que la romanidad aportase sus estructuras fundamentales, con su formalismo, su sentido práctico, su activismo y su cosmovisión.

El cristianismo introdujo una concepción totalmente nueva de la vida, negando la supremacía de los valores terrenos y transfiriendo el centro de gravedad a la vida eterna, trascendente, que tiene lugar después de la muerte.

En cuanto al legado germánico, se lo describe como una práctica de vida más espontánea y más libre, con una concepción heroica y aristocrática. Debido al impacto de las dos tradiciones anteriores, estos ideales fueron moldeados, sometiéndose a los principios rectores que se les superpusieron.

En la recíproca influencia e interacción de estos tres legados, el autor encuentra la caracterización de las distintas etapas que atravesó la cultura occidental. El predominio de uno de ellos sobre los otros, el equilibrio logrado y su posterior alteración, explican cada período y las crisis que anuncian el advenimiento del siguiente.

La primera de estas etapas, llamada por el autor La Primer Edad, es el que se conoce tradicionalmente por Edad Media. Acierta en apartarse de esta denominación, que no corresponde a la realidad. No fue una transición. En ella se plasmada la nueva cultura con los aportes de las tres tradiciones determinadas.

Se desenvuelve entre dos crisis, la del Imperio Romano cristianizado y la del orden cristiano-feudal. Alcanza su plenitud en el siglo XIII, el gran siglo de las catedrales góticas, de las universidades y de las Sumas, en el que se llega a un aparente equilibrio entre los tres legados confluyentes. Es entonces cuando adquiere su máximo esplendor ese orden cristiano-feudal que tipifica al periodo. Romero analiza el sistema, llegando a la acertada conclusión de que no fue una creación racional que se impuso arbitrariamente, sino la resultante de un “severo ajuste de las instituciones a las condiciones de la realidad”.

Nos vemos obligados a anotar aquí una crítica al desarrollo del autor. Consideramos que no ha destacado suficientemente la importancia fundamental del cristianismo en ese periodo decisivo de formación de la cultura occidental, Si bien es cierto que caracteriza esta etapa como la de su predominio sobre los otros dos legados, nos hubiera gustado ver mejor puntualizada su acción. En efecto, la fe religiosa fue el factor de amalgama y de progreso de esta época, el que unificó en su seno los diversos elementos humanos y culturales existentes. El ligamento espiritual no era un factor más, sino el verdadero condicionante de este proceso.

Esta ligereza de trato para el cristianismo la observamos también en el estudio de los legados. Hubiera sido necesario subrayar allí lo que significó para la historia de la humanidad la aparición del cristianismo, con su afirmación de la libertad y fraternidad humanas, ignoradas u olvidadas hasta entonces. Como dice Berdyaev en su obra El sentido de la historia (The Meaning of History; the Centenary Press, London 1956), “el carácter excepcionalmente dinámico e histórico del Cristianismo es el resultado del hecho de haber revelado concluyentemente por vez primera la existencia del principio de la libertad, que era desconocido por el mundo antiguo y el hebreo. La libertad cristiana postula la realización histórica por intermedio de sujetos y espíritus libres… La libertad de elegir y de afirmar el bien…”

No es posible disimular la importancia vital de la interacción creadora entre religión y cultura para la sociedad occidental. La razón de esta Íntima relación entre la fe y las realizaciones sociales es que el ideal religioso cristiano no ha sido el culto de una perfección abstracta en el tiempo y en el espacio, sino que su espíritu se esfuerza por incorporarse a la humanidad y reformar el mundo. Por ello su importancia trasciende la esfera simplemente religiosa e invade todos los aspectos de la vida.

Esto ha sido expuesto con toda claridad y profundidad por Christopher Dawson en varias de sus obras, tales como La Cristiandad y la Nueva Edad; Religión y Cultura; La Religión y el origen de la cultura occidental; y Hacia la comprensión de Europa.

Volviendo al desarrollo de la obra comentada, Romero considera que el final de este período se produjo por la rotura del equilibrio logrado entre las tres tradiciones, producida por la “insurrección del legado romano”, entrándose en la modernidad con el comienzo de la Segunda Edad.

Afirma que “el orden cristiano feudal resultó de un sometimiento de la concepción germánica de la vida al sistema de fines que le impuso el cristianismo. Un ideal heroico de la vida, propio de las aristocracias se conjugaba con una sobrevaloración (sic) del trasmundo, propia del cristianismo. Pero ese orden desdeñaba la significación de la realidad inmediata y con ella del hombre común…”

El autor caracteriza el segundo período por el resurgimiento de la concepción romana de la vida, por la preeminencia de la acción sobre la vida contemplativa. Ella “se dirige a satisfacer necesidades del hombre: se persigue la gloria o la riqueza, pero cada vez más la riqueza”. Para lograrlo, se esfuerza por dominar la naturaleza, y el éxito de las experiencias que a tal fin realiza llenan al hombre de confianza en sus propios recursos. “Comienza a sentirse el más alto valor de la creación, o acaso, para algunos ya, de la naturaleza”. El goce estético va unido a todo ello. Es el Renacimiento.

A esta “afirmación vehemente de la realidad”, opone, como típica contradicción de la época, un esfuerzo de “deliberada elusión de la realidad”, representada por la reacción de los ideales de la etapa precedente.

Debemos detenernos aquí nuevamente, para observar que ese presente planteo peca de simplista. No creemos que pueda hablarse del cristianismo como desdeñando “la significación de la realidad inmediata y con ella del hombre común”. Tampoco puede plantearse el complejo fenómeno del Renacimiento como una simple vuelta al naturalismo clásico o al paganismo.

No debe olvidarse que el resurgimiento del interés por la naturaleza y por la antigüedad helénica y romana fue realizada por el hombre de su época, que era el resultante de los mil años de formación cristiana del período anterior. Por ello, el Renacimiento representa el choque de lo pagano con lo cristiano, o como dice Berdyaev, de los principios inmanente y trascendente de la naturaleza humana. Este choque y esta lucha entre esos dos principios que explican esta época son internos, tienen lugar en el hombre, y no fuera de él como parecería derivarse del planteo que hace Romero.

La falta de espacio nos impide seguirlo a Berdyaev en el desarrollo magistral que hace del tema en los capítulos sobre Renacimiento y Humanismo de su obra que hemos citado más arriba. Destacamos, empero, su aguda observación de que el humanismo “no sólo afirmó la confianza del hombre en sí mismo y lo exaltó, sino que también lo rebajó al dejar de considerarlo un ser de origen superior y divino… La exaltación de sí mismo del hombre lleva a su perdición; el libre juego de las fuerzas humanas sin conexión alguna con fines superiores produce el agotamiento de las facultades creadoras del hombre”.

La Reforma es apenas nombrada por Romero, quien cierra el periodo con la consideración del Iluminismo o Ilustración, con sus varias derivaciones, como primado de la razón. Afirma que “la modernidad obtuvo el más espectacular de sus triunfos en la revolución francesa de 1789… Cayó… la cabeza de un rey como símbolo de la reacción de la realidad contra un intolerable sistema constrictivo. Era la antigua contradicción propia de los primeros tiempos de la Segunda Edad que comenzaba a resolverse … El mundo afirmaba su valor sobre el trasmundo…”

Romero destaca el comienzo de la Tercera Edad por la iniciación del movimiento romántico, el cual representó una reacción contra el racionalismo iluminista. Exaltaba el tradicionalismo, el nacionalismo y el cristianismo, pero sin despreciar el legado clasicista y el revolucionario. Su aspiración era fundir todos esos elementos en una sola unidad.

La tarea de reajuste del equilibrio correspondió al siglo XIX, Ello se vio complicado por la profunda transformación del sistema de producción representado por el maquinismo y la revolución industrial, Afirma acertadamente el autor que “la gran revolución de la Tercera Edad es la revolución de las cosas, a la que acompaña fielmente una tendencia revolucionaria en cuanto concierne a las relaciones entre las cosas y los hombres”.

El ascenso del nivel de vida de las masas, como consecuencia de lo anterior, produjo “una concepción nueva del hombre en la que reside la más grande innovación de la Tercera Edad”, concepción igualitaria que es analizada por Romero.

Cierra la obra que comentamos el esbozo de la tendencia a la universalidad, de tradición romana y cristiana, de la cultura occidental. Su fuerza expansiva la ha llevado a imponer sus principios en todo el mundo, cualesquiera fuesen las tradiciones y hábitos locales. El cuadro actual de “forcejeo” entre los pueblos que la gestaron y los que adoptaron algunos de sus principios, lleva al autor a preguntare si no estaremos asistiendo a un nuevo reajuste de la cultura occidental, “que esta intentó dominar y a las que proveyó de los medios necesarios para que trataran de sacudir su yugo”.

Por ello, considera que la crisis actual no es una crisis de la cultura occidental, sino sólo la de su Tercera Edad, que aún está abierta, Su fuerza vital consiste en poder reemplazar elementos caducos por otros que se hallan subyacentes en su tradición, o incorporar otros nuevos a su estructura sincrética.

“Pasarán sus formas temporales, pasarán los que ejercen la supremacía dentro de su ámbito, pasará el mundo dividido, pero la cultura occidental no pasará”. Con esta nota optimista finaliza Romero su estudio. Hemos destacado ya sus muchos méritos, lo mismo que las críticas u observaciones que a grandes rasgos, sin entrar en detalles, nos sugiere. Ellas no restan valor a su esfuerzo, que es grande. Quizás se deban a las limitaciones propias de una obra de esta índole o quizás a la posición ideológica de su autor. Esta última suposición aparecería corroborada por la bibliografía insertada al final, en la cual observamos la ausencia total de autores de gran valimiento, todos ellos representantes de la misma tendencia de los que hemos citados en el curso de este comentario.

* “La cultura occidental”, de José Luis Romero, Edit. Columba, Buenos Aires, 1953.