Félix Luna
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Por razones de método me he referido a Ortiz que, cronológicamente, fue escrito después de un libro al que puedo elogiar libremente, tal como merece, porque en estricta verdad no me corresponde sino en una mínima parte. Pues Conversaciones con José Luis Romero es una obra que pertenece al entrevistado, al propio Romero, que paciente y sabiamente fue contestando a las preguntas que yo le formulé en varias sesiones, en mi oficina de la calle Viamonte…
La idea nació durante una visita que hice al diario La Opinión, dónde yo solía publicar artículos de tanto en tanto. Debe de haber sido a mediados de 1976. Jacobo Timerman, el director, se enteró de que yo estaba allí, me hizo llamar y con esa manera tan particular que tenía para manejarse con la gente, en vez de saludarme, espetó:
— Estás hecho un vago. No escribís nada. ¿Por qué no hacés un libro en diálogo con algún otro historiador?
Decirme vago a mí, un tipo que trabajaba —y sigo trabajando, gracias a Dios— incansablemente, era lo más injusto que se podía decir. Me reí ante el exabrupto y le dije que lo pensaría; entiendo que Timerman pensaba crear una colección de libros en diálogos, editados por La Opinión. Antes de salir del diario ya había hecho mi elección: José Luis Romero.
Es para mí el interlocutor ideal. Medievalista, con una formación intelectual que sobrepasaba su especialidad y, al mismo tiempo, conocedor profundo del pasado argentino; maestro de muchos pero en este momento alejado de la cátedra universitaria, como lo había estado durante el primer peronismo; no enrolado en ninguna tendencia, ni siquiera miembro de la Academia. Por otra parte, fue Romero quien echó las bases de la universidad que debió reconstruirse después de la caída de Perón, y aun antes, en plena vigencia del régimen justicialista, creó una de las tribunas intelectuales más independientes y de más jerarquía que haya tenido la Argentina en esas décadas, la revista Imago Mundi. Yo no lo conocía personalmente aunque había cambiado dos palabras con él en alguna oportunidad, pero no dudaba de que habría de gustarle la propuesta.
Hablé nuevamente con Timerman y le puse una sola condición: que las entrevistas serían grabadas por una persona puesta por el diario, quien las desgrabaría después; yo haría la redacción final, sujeta obviamente a la aprobación de Romero. Así se hizo y me parece que fue en septiembre (1976) cuando Romero empezó a venir una vez por semana a mi oficina, en compañía de una empleada muy simpática que manejó maravillosamente esos objetos misteriosos que son para mí los grabadores, y después volcó las cintas al papel con mucha fidelidad.
Pocas veces en mi vida he tenido un diálogo que me diera tanta satisfacción, que me enriqueciera tan plenamente y, además, que me divirtiera tanto como el que tuve con Romero, con el que urdimos, a pesar de la diferencia de jerarquía intelectual, una buena amistad al final de la tarea. Él y yo éramos ex alumnos de los jesuitas, podíamos cantar la “Marcha de San Ignacio” y hablar de romanos y cartagineses; él como yo éramos fanáticos de las zarzuelas; él como yo veíamos con aprensión y temor el desarrollo de las cosas del país en ese primer año del Proceso, abundante en desapariciones y violencias de todo signo. Todavía lo veo, repantigado distendidamente en un sillón de mi oficina, con su ancha cara de español honrado, su pipa y esos ojos que sonreían siempre pero relampagueaban cuando alguna de mis preguntas lo obligaba a pensar cuidadosamente su respuesta. Hablar con Romero era interesante en un espacio donde se valorizaba la razón, la verdad, la honradez intelectual. No se negó a explayarse sobre ninguno de los temas que le propuse. Yo me limité a hacerle preguntas y él respondía: por eso digo que Conversaciones… es de Romero, más que mío. Yo le di los pretextos para sus digresiones, y después, cuando todo el material estuvo listo, escribí un prólogo y un epílogo. Cuando terminé sería noviembre de 1976, y por eso las últimas líneas mías dicen que “el barullo de la Argentina actual nos sobresalta y a veces nos angustia: hay ruidos siniestros, aterradores”. No hace falta aclarar que esos ruidos siniestros eran los que generaba el Proceso, con la crueldad e impavidez de sus represiones. Romero vivía esos tiempos con tanta angustia como yo, y buena parte de nuestras conversaciones, desde luego no transcriptas, se refería a desapariciones, clausuras, exilios y otros hechos que formaban el contorno diario de los argentinos en esa época negra. Pero también decía que el oficio del historiador ha enseñado a distinguir, y por eso es el historiador quien puede percibir los fragores que vienen de una sólida construcción que sigue afirmándose. “Éstos son los que oye y celebra José Luis Romero. Los que yo aprendí a escuchar, escuchándolo”.
El libro, que no era voluminoso, fue impreso antes de fines de año por La Opinión, y Romero lo recibió estando en Pinamar, su habitual lugar de veraneo. Supe que le había gustado. A principios de marzo [fines de febrero] de 1977 me llamó por teléfono: me confirmó que estaba encantado con el libro y me dijo que al día siguiente tenía que viajar a Japón por alguna obligación de la Universidad dependiente de la UNESCO [UN]. Lo hacía sin muchas ganas, me dijo, pero a la vuelta nos invitaría a mi mujer y a mí a su casa para comentar el libro, cantar algunos trozos de zarzuela y comer algún buen plato español.
Una semana después llegó la noticia: José Luis Romero había muerto repentinamente en Tokio. Su libro, que pretendía ser un mensaje, ahora se convertía en su testamento. Sentí su desaparición como la de un amigo a quien no se ha frecuentado en la medida en que uno hubiera querido. Cuando lo enterramos en el cementerio de Adrogué, Gregorio Weinberg habló del apagón cultural que vivía el país. Menos mal que antes de ser aplastado por este apagón, Romero tuvo la oportunidad de dejar expresada su filosofía de la historia, su idea del oficio del historiador, sus proyectos y sus evaluaciones, en este pequeño libro que ya había sido secuestrado casi íntegramente cuando La Opinión fue intervenida y Timerman, detenido. Pocos años más tarde logré que se reeditara por la Universidad de Belgrano y más tarde salió con el sello de Sudamericana.
Ahora se ha convertido en un libro clásico y suele usarse como una introducción para el estudiante de ciencias sociales y, desde luego, de historia. Es tan rico el contenido, la sabiduría de Romero abre tantas pistas a la inquietud intelectual, que ese testamento no sabe a documento póstumo sino, por el contrario, a apertura inaugural; es una guía para equivocarse menos cuando alguien desea empezar a transitar por los confusos caminos de la investigación y exposición de temas que hacen a lo humano, cualquiera que sea la parcela elegida. Y repito que si puedo elogiar así este breviario es porque fue Romero su autor real, el que aporta todo lo importante. Pero la experiencia del aprendiz de historiador de los tiempos argentinos que era yo, conversando de igual a igual con un maestro de las humanidades, insuperable historiador de la cultura occidental, ha sido inolvidable y gratificante en una medida que pocos pueden imaginar.
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