CARLOS M. RAMA
Observaba Julián Huxley que el hombre de la calle, aún sintiendo la “cosa pública”, e interesándose vivamente por los hechos cotidianos, siempre percibe a éstos aislados, sin observar que son síntomas de procesos históricos mayores en el tiempo y el espacio.
Una guerra, una revolución, una suba de precios, un dictador, una huelga son, en definitiva, hechos históricos singulares que calzan inevitablemente en el proceso evolutivo de la especie humana, y que cumple explicar al historiador.
La interpretación del proceso —en sus lineamientos generales— hace principalísimas las ideas generales del historiador y entre les escasos autores de orientación socialista con que cuenta el Río de la Plata, cabe destacar especialmente al Prof. José Luis Romero que termina de publicar una obra significativa, cuya discusión corresponde en todos los ámbitos en que se plantea el problema del futuro de la Humanidad bajo el doble signo de socialismo y libertad. Nos referimos a “El ciclo de la revolución contemporánea” (Ed. Argos, Bs. As.), intento tan ambicioso como brillante de interpretación de los últimos cien años de historia mundial, y que por llegar a nuestros días alcanza una vigencia especialísima, entrando plenamente en el campo polémico. Es así mismo un llamado a la acción y lo dice su autor Con las palabras siguientes: “La acción, la acción inevitable y perentoria exige un punto de partida que no puede ser dado sino por una clara filiación histórica del presente. Esto es lo que este libro quiere ofrecer al lector: una opinión sobre el proceso de nuestro tiempo, fundado en un análisis de los hechos y respaldada por una convicción profunda. Estoy convencido de que es verdadera y la ofrezco como fruto de una experiencia histórica a quienes acongoja la duda” (p. 14).
La tesis histórica del libro es que la conciencia burguesa, (o sea el conjunto de ideas y de formas culturales animadas por la burguesía europea desde el siglo XIV), después de obtener su triunfo político sobre los ideales feudales en la Revolución Francesa, declina ante el surgimiento y desarrollo de una conciencia revolucionaria, (materialmente basada en la concentración de obreros que determina la Revolución Industrial del siglo XVIII), que busca destruir el sistema inventado por la burguesía para instaurar el Socialismo.
Estudia el surgimiento de la burguesía, (desde los Polo y Jacques Coeur), su desarrollo desde el siglo XIV al XIX, su triunfo en la Revolución Francesa y especialmente su estilo de vida e ideas durante su culminación efectiva entre los años 1848 y 1914. La “grandeza y miseria” de esta culminación la analiza a través del espíritu de empresa, la literatura, la filosofía o los modos de vida diarios, en un trabajo que recoge el método de la auténtica historia de la cultura. Es de interés su análisis del drama del liberalismo, abandonado por la burguesía en la hora de su triunfo, (o en la aurora de su decadencia…), perdiendo para siempre sus posibilidades de realización práctica.
El autor destaca que correspondería llamar a esa nueva conciencia, “conciencia socialista, si no existiera el temor de que se le imaginara identificada con los movimientos que de una u otra manera se designan con ese nombre”, y que se justifica lo de “revolucionaria”, pues el principio central es que “ha llegado la hora de suprimir las desigualdades de condición que constriñen a las masas hasta ahora subordinadas a la burguesía”, y el triunfo de esa concepción supone necesariamente una revolución, en el sentido de una vasta transformación de las condiciones generales de la existencia social.
En este concepto es importante explicar que la denominación de revolucionaria a la conciencia socialista (traducimos para simplificar la explicación) corresponde a la visión de los fines que busca la nueva conciencia y nunca a sus medios. O sea que es revolucionaria porque pretende transformar el mundo, pero no porque crea que la violencia es su método (véanse las páginas 204-5).
La fecha que cierra el ciclo triunfal de la concepción burguesa es la Primera Guerra Mundial, que demuestra su incapacidad para organizar el mundo y permite la aparición de la primera forma histórica, real y no teórica, de la conciencia socialista, que fué la Revolución Rusa.
Pero esta experiencia resultó parcialmente negativa por su espíritu de facción y el culto del cesarismo. Por eso los veinte años interbélicos al tiempo que revelan un ascenso de la conciencia revolucionaria, también indican una dispersión de la misma, de acuerdo a la actitud que revelan cada uno de los grupos frente a la experiencia rusa.
Hoy, dice Romero, “el tono general del panorama está dado por la presencia de una voluntad revolucionaria indiscutible que adopta la forma apocalíptica del comunismo o los caracteres del reformismo socializante” (p. 193), mientras que “la actitud burguesa desde fines del siglo XVIII hasta nuestros días, nos es dado advertir que está caracterizada por las progresivas concesiones otorgadas al proletariado cada vez que las circunstancias se lo han impuesto” (p. 200). El autor se ubica dentro de la conciencia revolucionaria, pues nos dice “la destrucción de un orden civilizado —sin el cual, confesémoslo— la revolución carecería de alicientes. Como no es nada una revolución que carezca de bienes que socializar” (págs. 204-5) y además “la violencia esconde tantos peligros como la injusticia contra la que aparentemente se dirige. La era de la violencia constituye el clima propicio para el desborde de las miserias que esconde al alma humana” (p. 212).).
El libro tiene innumerables sugestiones para el estudioso y para el militante en los problemas de nuestro tiempo. Naturalmente su actitud y su respuesta a las grandes preguntas está severamente hilvanada en un esquema ideológico al cual el autor es siempre fiel, y por lo tanto es posible que el lector disienta, en algunos detalles o en su interpretación total. Así por ejemplo —en los primeros— en la consideración histórica del siglo XIX y en particular de las corrientes que integran la “conciencia revolucionaria” se hacen omisiones lamentables, y hasta en contra de expresas palabras del Prof. Romero, se parcializa la visión del panorama revolucionario. Al tratar las dictaduras interbélicas (1918-1945) aunque se parte de la base de que éstas son “las defensoras de la conciencia burguesa” (p. 179), se opina que “el nazifascismo cumplió una innegable misión histórica: romper en los países occidentales el tabú que la conciencia burguesa había creado respecto a las aspiraciones de las masas en ascenso desde la Revolución Industrial” (p. 156), en especial “acostumbrando la conciencia burguesa a las consignas propias de la revolución de masas” (p. 162).
Tal vez una posición de reciente militancia nos impida ver el problema en su debida perspectiva histórica, pues es difícil acostumbrarse a la idea de factores positivos en la entronización de las dictaduras.
Finalmente parécese subestimar el poderío actual del gran capitalismo y las formas imperialistas que se consideran periclitadas y anuladas en su agresividad, cuando resulta innegable la intervención de esos sectores en la creación de las grandes guerras mundiales y el surgimiento de nuevas formas de explotación económica de que se favorecen.
Asimismo esta consideración repercute en las conclusiones finales, ya de clara actualidad, pues se refieren al futuro inmediato del planeta.
Resultaría a todas luces utilísima la discusión de este libro en los ambientes dominados por la misma intención del autor, (“asegurar la dignificación eminente de la vida humana, la necesidad de la libertad del individuo y la obligación de defender su dignidad”), así como la divulgación de esta concepción que al tiempo de estar encuadrada en las más exigentes normas de la técnica histórica vive y propaga un sentido optimista del presente y una visión progresista del pasado histórico.
En ese plano la acción de los historiadores —sin llegar al tono profético y hasta apocalíptico de los filósofos de la historia— sería fecunda en librar de la angustia a los contemporáneos, devolverles la confianza en el mañana y en sí mismos.