CARLOS ASTARITA
UNLP
Introducción
Se sabe que la obra principal de José Luis Romero, la que lo ha consagrado como una referencia de la historiografía, es La revolución burguesa en el mundo feudal, libro publicado por primera vez en 1967, en Buenos Aires.
En esa obra se presentan los atributos de un historiador de excepción, que articuló condicionamientos y acciones que desarrollaban el proceso histórico. Si forzamos una definición sintética de ese despliegue, podemos decir que los grupos sociales, definidos por atributos económicos, sociales y culturales, elaboraban proyectos de acuerdo a sus intereses, y actuaban enfrentando a otros grupos con otros objetivos, y de ese choque emergía una nueva situación. Esta no era exactamente la que se había proyectado, en tanto la realidad pensada era modificada por la realidad en curso, es decir, por lo que le marcaba límites de la acción. Fue un tipo de descripción que Romero aplicó tanto a los grupos étnicos y religiosos que confluyeron en los reinos romano–germánicos del Temprano Medioevo como a la burguesía en crecimiento desde el siglo XI. Con este análisis la escritura de la historia adquiere una fisonomía muy distinta a la que otorga el modelo, que ha sido un recurso frecuente de los medievalistas. Uno de esos modelos surgió en 1950 con Michael Postan (1981), y tuvo un consumado desarrollo en años subsiguientes. Con la combinación de distintas variables, seleccionadas de la observación de las fuentes, se quiso dar cuenta de la regulación homeostática de los ciclos de la economía medieval y moderna a partir de la relación entre demografía y recursos. Este fue, y sigue siendo, el patrón aceptado por la mayor parte de los historiadores económicos dedicados a esas épocas (Franceschi, 2017). Otra elaboración de modelos se destinó a las estructuras de parentesco, que incluyeron, por inspiración de Levi Strauss, las reglas de intercambio de mujeres entre grupos, a partir del tabú universal del incesto (Ruiz–Domènec, 1979).
Con estos modelos se obtuvieron funcionamientos depurados de perturbaciones contradictorias y por eso adaptados a la lógica formal que rige en su construcción. Así, en la medida en que la dinámica se condensa en la relación ecosistémica entre recursos en disminución y demografía en ascenso, las variables que se seleccionan para erigir el esquema están predeterminadas (tasa y volumen de renta, ocupación del suelo, productividad y precios por costos de producción).
Es cierto que el empirismo del historiador, una matriz impresa ya en el nacimiento de su disciplina, limita y hasta cierto punto rompe la cerrada lógica del modelo: nunca falta el caso en el que sin sobrepoblación se conoció la caída demográfica del siglo XIV, como sucedió en Castilla o en el sur de Italia. No obstante, la tendencia a volver una y otra vez a las combinatorias inalterables subsisten, y aun autores que se sustraen a esa influencia siguen atados a los dictámenes de la construcción. El resultado es que muchas veces el cuadro que aprehende el movimiento como dos fotografías (la del crecimiento y la del decrecimiento), por un lado, y por otro los datos de ese pasado, discurren por carriles diferentes.
Estos parámetros resaltan por contraste la producción que ahora analizamos. En efecto, cuando los modelos se imponían, Romero los desechó, o más bien tomó solo uno de los más antiguos, el de Henri Pirenne, para indicar solo un contexto de situación. Recordemos lo que Pirenne postuló: el cierre del Mediterráneo por los musulmanes en el siglo VIII y su apertura posterior a fines del XI, determinaron tanto el nacimiento de la economía natural del señorío como el de la burguesía. Es un cuadro que solo se evoca aquí sin examinar sus aspectos críticos (a pesar de que en los últimos años se asistió a su relativa valorización relacionada con lo que se llama Antigüedad Tardía), para subrayar que este diseño solo fue para Romero un encuadre. En él estudió lo que realmente le importaba: la formación de las clases, en especial de la burguesía medieval, y con ella de la sociedad que originó. No obstante, ese encuadre si bien es externo a su análisis, no debe subestimarse, porque el comercio que se abrió con la liberación del Mediterráneo fue una condición de posibilidad de la burguesía.
De esta clase social le interesó a Romero la subjetividad, no concibiéndola solo como las ideas acabadas de su elite, aunque no las despreció, sino como el conjunto de valores, concepciones vagas o precisas, actitudes y comportamientos del grupo. Esa subjetividad comprendía la mentalidad de larga duración al estilo de lo planteado por historiadores franceses (en ellos con algunas partículas freudianas, en tanto se preocupaban por actos subconscientes o automatizados), creaciones para encarar circunstancias nuevas y acciones que llevaban a la práctica lo que se había pensado.
Ahora bien, ¿cómo implementó el estudio de ese grupo social? En la respuesta se sintetiza el principio que establece su propiedad esencial, porque la resolución de Romero ha sido, si se quiere, la opuesta a la que inspira el modelo. Esto significa que no partió de una fórmula sino de la realidad que encontraba en las fuentes (predominantemente literarias).
Esta prioridad de la fuente histórica parece acercarlo al positivismo, pero en realidad su trabajo se desplegó en deliberada oposición a esa escuela, que era además la tendencia prevaleciente en la Universidad de La Plata donde se recibió de profesor en 1934 y se doctoró tres años más tarde. Por un lado porque el positivista se sumerge en el documento con escaso discernimiento crítico conceptual, más allá de su profesional análisis hermenéutico del texto (en el medievalismo consagrado especialmente a saber si una escritura es auténtica, falsificada o interpolada). Además, ese positivista, una vez seleccionado el estudio de un acontecimiento, rastrea prácticamente todo lo rastreable en los textos para describirlo con la máxima fidelidad posible, y desde ese plano empírico en el que personajes como los monarcas ocupan un lugar principal, suele saltar a la especulación metafísica sobre el ser nacional. En el medievalismo que se cultivó en Argentina, Claudio Sánchez Albornoz ha sido un prototipo de esta escuela.1
Romero también describe, pero de una manera muy distinta. Por un lado considera principalmente grupos y no individuos, para revelar ideas y acciones significativas, evaluando esa importancia por lo que plasmaron en la realidad histórica social. Solo en esos colectivos, incluye al personaje excepcional captando rasgos que lo singularizan, y así llega a una descripción densa de muchos elementos, organizados en ejes que evitan la dispersión. Con esto prescinde de fotografías y de axiomas definitivos, simplemente porque sigue el desarrollo contradictorio del proceso histórico, y es lo que lo obliga a decir que A es A y no es A, en un seguimiento fenoménico que sortea la taxonomía del modelo. Esta dicotomía de trabajo, dada por la contraposición entre aplicar modelos y describir un desarrollo real en su multiplicidad esencial, la ilustran dos historiadores que trabajaron cerca de Romero, aunque fueron muy diferentes entre sí.
Consideremos por una parte a la medievalista Reyna Pastor de Togneri y su explicación sobre las rebeliones comunales de Santiago de Compostela y Sahagún del siglo XII. Explicó el conflicto porque los burgueses de esas ciudades serían extractores de plusvalor en el proceso de circulación mercantil, y en la medida en que se apropiaban de parte de la renta feudal, chocaban con los señores (Pastor de Togneri, 1973). Pero apenas se ahonda en el asunto, se descubre que esa explicación es la que leyó en Maurice Dobb (1946) sobre el capital mercantil en el Medioevo: las crónicas que relatan esas sublevaciones burguesas no mencionan dificultades en la comercialización. La conclusión es insoslayable: su explicación no pasa de ser un engendro, porque resuelve un problema concreto con lo que se predijo para otros burgueses y para otras situaciones. Pero aun suponiendo que en esas sublevaciones hubiera actuado el tipo de mercader al que se refirió Dobb (y que es el que también tuvo presente Marx para el Medioevo), el patrón que se aplica, en tanto se refiere a solo un aspecto de su accionar, prescinde de muchas facetas: el consumo de bienes de prestigio, su función en el sistema, lo que el comerciante hacía para reproducir al señor, lo que este le otorgaba y lo que los oponía, son todos atributos que enriquecen el esquema e incluso lo anulan. En fin, lo que ha llegado desde la teoría con el argumento de autoridad, solo resuelve en el mejor de los casos un aspecto parcial, porque está destinado a dar cuenta de una determinación general, no específica. Esto remite a que aun si estamos frente a mercaderes (y no a artesanos como eran los que protagonizaron esas sublevaciones) la situación de los que operaban en transacciones en Flandes era muy distinta de la que tenían los comerciantes del norte hispano. Además, y dejando de lado que repetir lo que ya se estableció no justifica un estudio ad hoc, la fórmula, aun cuando es imprescindible, no deja de ser una operación muy distinta de lo que hacía Romero.
Con esto in mente, el segundo historiador que por el contrario sí establece una cercanía con Romero, paradójicamente desde un tema no cercano, es Tulio Halperín Donghi, no tanto en su tesis de doctorado sobre los moriscos valencianos, tesis por otra parte admirable, sino en su estudio sobre historia argentina. Su obra en este campo ofrece la misma dificultad que la de Romero: la imposibilidad de resumirla sin deformarla porque dista de ser una receta. Es lo que de inmediato se constata en el bien conocido libro Revolución y guerra y en La revolución burguesa en el mundo feudal: totalidades en movimiento, densidad descriptiva, imbricación de sujetos y condiciones de su acción, clases dirigentes formándose, usos populares, disposiciones del poder, matices que moderan afirmaciones sin anularlas, y parquedad de citas porque hay conciencia de que estas no zanjan la rigurosidad del escrito (Halperin Donghi, 1955, 1957, 1994). (Llamativamente, el citado estudio de Reyna Pastor está custodiado por extensas transcripciones de crónicas que no muestran nada de lo que se quiere demostrar).
Con esa intención de captar fenómenos sociales en movimiento, y por lo tanto en su complejidad, no solo no hay para Romero modelos apriorísticos; tampoco hay conceptos fijos. Solo los usa para adecuarlos a lo que observa, y así encuentra en el burgués medieval connotaciones diversas, no limitadas al afán de lucro, sino más amplias, desde la percepción realista del mundo a la escéptica desconfianza de la mediación clerical (en lo que vio un anticipo del iluminismo ateo posterior). En todos esos atributos vio el concepto del burgués, lo que tiene como presupuesto que en un marco no medieval habría hallado otras connotaciones de clase. Por añadidura, en esta línea de elaboración, cuando el concepto no está disponible en las ciencias sociales, lo inventa. Pero esto supone una necesaria aclaración, porque en momentos en que la sociología se abría paso en el país como disciplina académica, hacia 1960, lo que Romero rescataba de ese nuevo arsenal de categorías eran orientaciones, y a veces solo palabras para reutilizarlas de una manera que el sociólogo no vaticinó. Advirtamos que cuando se arriesga el capital simbólico no es nada fácil utilizar categorías de la manera como el experto no dictaminó, especialmente ante la aceptada creencia de que su empleo riguroso asegura cientificidad.
Habiendo desistido del modelo, también renunció Romero al método abstractivo radical que desciende a esa última profundidad causal en la que vive la teoría pura. Esto significa que si bien abstrae multitud de informaciones (y en esto tiene una diferencia drástica con el positivista), no se interroga, por ejemplo, acerca del origen íntimo de la ganancia del burgués, lo que implicaría la pregunta acerca del imperfecto funcionamiento del valor mercantil en el período y de la relación entre trabajo concreto y trabajo abstracto, si se recorre el problema por parámetros marxistas; o si se apela a una visión ortodoxa implicaría plantearse las trabas institucionales que en el Medioevo le impedían al homo economicus consumar su esencia eterna, o comportaría establecer cómo variaban los costos de transacción. La ganancia del burgués es entonces para Romero un dato sobreentendido, que concibe en la naturaleza de ese sujeto, de la misma manera que ve implícito en el señor feudal tomar rentas, y no siente la necesidad de preguntarse porqué la coacción era el único medio de recibirlas. Estos puntos pasados por alto muestran que no tuvo las preocupaciones del historiador que trabaja en la teoría; su objetivo es otro: captar con una descripción densa y clara el movimiento empírico de la totalidad sin caer en el empirismo, porque lo capta a partir de significativas acciones intencionales cuya razón última da por conocida, con lo que evita también la trabazón de la teoría pura. La sensación es que a la profundidad de esa teoría destinada a descorrer relaciones constantes, y que implica llegar a la totalidad como esencia, le antepuso el análisis de interacciones en superficie, que es una manera de captar esa totalidad en la complejidad de su movimiento como integración conflictiva de partes. Si un punto de vista es, en términos marxistas, el acceso al modo de producción, el otro es, en esos mismos términos, el acceso a la formación económica y social que lo contiene, y que no es más que la intersección de todas las relaciones humanas (económicas, políticas, ideológicas, culturales, etc.) en su simultaneidad, aquí analizadas desde el eje ordenador de un sujeto social, la burguesía para una época o la nobleza para otra.
Esa forma de seguir el desarrollo social, la plasmó en La revolución burguesa. Es la que también fijaba para sus proyectos que incluirían el período posmedieval de esa burguesía hasta llegar a sus síntomas de agotamiento, de los que era testigo y participante socialista. De este plan redactó, además de materiales anticipatorios, un segundo libro, dedicado al Medioevo que no llegó a publicar, y que apareció años después de su muerte, publicado por su hijo Luis Alberto. En lo que sigue se analizará esta obra, Crisis y orden del mundo feudoburgués dedicada a los siglos XIV y XV. Desde el momento en que, como se anticipó, explaya descripciones no encapsuladas en paradigmas, nuestra lectura será un seguimiento de ese relato mostrando su vigencia a la luz de la investigación actual.
Crisis y orden
Ya en el siglo XII comenzaron en algunas ciudades, como Milán, las tensiones entre los patricios y los miembros del artesanado que presionaban para obtener mayor participación política. Ese tipo de conflicto aumentó en la siguiente centuria, y se extendió durante toda la Baja Edad Media por Europa, tema que ya es un tópico del medievalismo2, y atrajo a Romero como cuestión principal del libro. En cierta manera vio esa conflictividad como continuidad del período anterior, en tanto en las urbes se desplegarían enfrentamientos sociales que dinamizaban al conjunto social, continuidad que también estaba dada por la participación de los mismos actores, es decir, burgueses y artesanos. Pero esos actores ahora habían cambiado sus posiciones relativas y sus roles: el burgués que en el siglo XII se hacía su lugar en la sociedad oponiéndose al señor, en los siglos XIV y XV, transformado en un miembro del patriciado, es decir, de la oligarquía urbana, oponía barreras políticas al ascenso de nuevas camadas de burgueses. Lograba ese bloqueo mediante el control de los gobiernos urbanos y pautas de conducta aristocratizantes. Una vez más, las clases no eran fijaciones estáticas.
En el plano del análisis sobre la actualidad de este enfoque, se destaca que las interpretaciones de los últimos tiempos coinciden con la que globalmente realizó Romero, en el sentido de que se trató de nuevos estratos burgueses emprendedores, que se habían encaramado como elite de los plebeyos, y operaron para encontrar su ubicación en los gobiernos urbanos. En consecuencia, la conquista del poder por la gente de los oficios representó la sustitución de una oligarquía por otra, y nunca ese nuevo sector tuvo intenciones de ampliar la representación popular. Estas consideraciones llevan a decir que no se trató de una lucha de clases, a pesar de que ésta se insinuó debido a la participación del proletariado urbano. Por otro lado, si bien estos movimientos significaron en el corto plazo una renovación de lo que existía, debe tenerse en cuenta que detrás de esas nuevas élites se movilizaron otras capas urbanas, con lo cual esas conmociones adquirieron otra significación política en el largo plazo.
En otro plano de consideración, Crisis y orden se abre con un reconocimiento de la paralización económica del período, pero el fenómeno más característico no habría sido el descenso demográfico, el tema que se iba a imponer en la historiografía, ni tampoco la transición al capitalismo, sino la agitación urbana. Establecido este punto, Romero reconstruyó los procedimientos por los cuales el patriciado se había erigido en una oligarquía. Además de la formación de asociaciones urbanas de parentesco (fenómeno que los medievalistas valorizaban en el mismo momento en que Romero escribía y que en años posteriores adquirió carta de ciudadanía en la especialidad)3, el proceso se relacionó con una política transaccional que le permitió a esa élite aproximarse a los nobles originando así la sociedad feudo burguesa. Este proceso se verificó en el interior de otro más amplio de intensa movilidad social, aunque esta no se concretó en todos lados por igual. Se muestra esta diferencia en la nobleza, porque al este del Elba, donde fue débil la economía monetaria, los nobles acrecentaron su poder, mientras que en Europa central y occidental sufrieron cierto menoscabo, especialmente en las regiones más mercantilizadas, cuadro que coincide con análisis que se proponían cuando este libro se elaboraba.4 De igual modo coincide con estudios del período la afirmación de que en Inglaterra los nobles se adecuaron rápidamente a la nueva situación produciendo lanas para su industria textil.5
Pero a Romero le concernió menos el aspecto económico que el sociológico cultural (la cortesía, el lujo, las refinadas formas del ocio, las fiestas y los torneos) de ese mundo feudo burgués. Su nobleza no era uniforme, porque nuevos individuos se incorporaban a sus filas, y además su estructura estaba diferenciada: con las capas más elevadas convivían bastardos, segundones de una familia elevada y primogénitos de una casa empobrecida, grupos que buscaron ascender en los ejércitos mercenarios. Algunos entraron al mundo de los negocios, afirmación que rehúye la catalogación estereotipada del grupo social, lo que confirma la investigación específica, y esta conclusión tiene consecuencias para la interpretación histórica general.6 La existencia de capas de la nobleza, que implicaban su renovación en tanto había ramas ocupando los lugares de otras que se debilitaban o se extinguían, fue una cuestión tratada por los historiadores a partir de análisis concretos.7 Por su parte un tema que le preocupó a Romero como la sociabilidad aristocrática relacionada con las formas culturales y con la dinámica política (que comprendía el rol de los bastardos) había sido estudiado por Norbert Elias (1993) en un libro publicado en 1939 y que recién en la década de 1980 entraría en la consideración admirativa del mundo académico. Las fechas importan aquí, porque seguramente Romero no conoció esa obra y sin embargo se constata un paralelismo en el argumento, porque si Elias puso de relieve el papel autoritario que tuvo la corte francesa para imponer hábitos, Romero habló de reglas rigurosas e inflexibles, así como de tácitas sanciones destinadas a condenar a quienes las incumplían marginándolos.
Pero la semejanza esconde diferencias. Elias exploró el aprendizaje de los modales aristocráticos en un esquema en parte evolucionista (el individuo interiorizaba reprimir una conducta instintivamente emocional aprendiendo a dominar sus impulsos a partir de la coacción que sobre él ejercía el medio en el que se desempeñaba), y en parte difusionista (de la corte de París se extendía a las otras cortes europeas y de allí a las distintas capas de la sociedad). Romero por el contrario, analizó la cuestión de manera más desenvuelta. Sin profundizar en comportamientos, como hizo Elias basado en testimonios prestigiosos como el de Erasmo, pero liberado de esquemas, evitó simplificaciones que, en defensa del modelo, aminoran la complejidad del proceso real (por ejemplo, Elias subestimó las resistencias que esa difusión encontró en distintos lugares, y olvidó plataformas secundarias de difusión cultural como la que representó Inglaterra sobre el resto de Gran Bretaña o Alemania sobre países de Europa Oriental). Esta cuestión de no atarse a ningún anteproyecto sino a lo que el proceso le dictaba (lo que supone capacidad de captarlo en su complejidad) es de fundamental importancia metodológica.
En ese contexto, nos dice Romero, se afianzó el patriciado que también se cerró como clase, y aceptando la tradición de la sociedad feudal institucionalizó sus privilegios demostrando que tendía a formar un bloque con la nobleza. A partir de esta ubicación el lector de Crisis y orden se interna en los rasgos culturales, y advertirá en ciertos momentos una más profunda afinidad parcial con Elias. Esto se da especialmente cuando Romero describe cómo el patriciado adoptó de la aristocracia no solo el señorío sino también la dignidad del porte y del trato, del lenguaje, del sentimiento y de la sensibilidad. Pero a su vez, la concepción de vida burguesa se deslizó hacia la vida cortesana, y por consiguiente, a diferencia de Elias, su tratamiento no es un flujo en una sola dirección (de arriba hacia abajo para apelar a una imagen vulgar pero expresiva), sino de interacción entre las partes, en la medida en que el burgués aportaba su sociabilidad en el ámbito aristocrático que frecuentaba. Todo esto a su vez ampliaba la separación sociológica, porque en las ciudades la desigualdad entre ricos y pobres que había abrazado a toda la sociedad se repetía intensificada, así como también se repetían las diferencias sectoriales entre un patriciado noble de origen señorial y otro burgués, distinción que han confirmado los especialistas con referencia a cuestiones sociológicas o económicas, pero que no siempre se tuvo en cuenta al hablar de la situación cultural.8 En este sector estaba el mercader conocedor del mundo y en consecuencia provisto de una nueva sabiduría viva y espontánea, hija de la experiencia.9
Ante esta situación, solo los oficios organizados lograron tener una consistencia social comparable a la del patriciado, y desafiaron su autoridad. No obstante su punto débil fue su falta de cohesión, inevitable porque maestros, compañeros y aprendices pertenecían a diferentes estratos. Los maestros artesanos sobre todo, lograron constituir una oligarquía en muchas ciudades, y en consecuencia, como ya había adelantado en La revolución burguesa, sus luchas por llegar al gobierno se deben entender en esa mecánica de renovación de las élites. Pero además este movimiento arrastró a otras agitaciones motorizadas por sectores medios y populares, y que eran ocasionadas por la concentración de la riqueza y por las calamidades del siglo XIV.
Con la actividad comercial los recursos del Estado monárquico aumentaron gracias a la fiscalidad; la economía monetaria tuvo su envión e impactó sobre el campo favoreciendo la sustitución de las prestaciones de trabajo por la renta dineraria así como la acumulación de dinero por campesinos que podían adquirir tierras, todo esto en un contexto de debilitamiento de la servidumbre. En estas transformaciones Inglaterra ocupó un lugar de excepción en tanto se comenzaron a cercar campos para dedicarlos al pastoreo, práctica que, como se sabe, fue esencial en el análisis de Marx sobre la llamada acumulación originaria de capital, y nos es dado conjeturar que en este tema Romero tuvo la influencia directa del fundador del materialismo histórico (Marx (1976: I, c.24). Esta serie de cambios es lo que permitió una salida ordenada de la crisis y abrir una nueva etapa de expansión a partir de la segunda mitad del siglo XV.
Con esta comprensión del fenómeno, eludió Romero la ya evocada explicación homeostática malthusiana, que cuando elaboraba sus libros mayores (y en especial el que ahora comentamos) había ganado adeptos de nota.10 Tuvo en cuenta la caída demográfica del siglo XIV así como la recuperación posterior (desde 1450 aproximadamente), pero en ningún momento aludió al mencionado esquema que lleva inserto una connotación estructural funcionalista en la que las acciones de los individuos se reducen a su mínima expresión, en tanto el ciclo está regido por impersonales fuerzas sistémicas. En otros términos, dejó de lado la moda que se imponía, porque como vimos, era por completo reacio a los modelos, para concentrarse en las acciones de grupos o clases que respondían a sus propios impulsos, obviamente motivados o condicionados por las circunstancias.
La explicación tiene algunas falencias, como por ejemplo, no haber hablado de la industria rural a domicilio, pero no es ésta una falla de sus estudios sino una expresión de la disciplina en el momento en que frecuentaba estos problemas. No se pretende decir que la industria rural a domicilio era desconocida entonces, sino precisar que se la conocía en lugares y tiempos en la que ese tipo de producción había ya florecido y era indudable su peso en la economía, es decir, en las áreas de protoindustria de la Edad Moderna. Pero el descubrimiento de esta forma de producción fue tardío para tiempos anteriores. Basta mencionar que recién en 1974, y gracias a una monografía específica, pudo saberse que en Castilla habían existido “señores del paño” y Verlagsystem en los siglos XIV y XV (Iradiel Murugarren, 1974). El carácter rural de esa industria, generada por aldeanos enriquecidos que han dejado pocos rastros en la documentación, explican las dificultades del tema.
Si bien las luchas urbanas figuraron en el centro del estudio, no desconoció Romero los conflictos campesinos, y sobre estos mostró dos facetas en alguna medida contradictorias. Una está presente al hablar de la jacquerie de 1358, coyuntura crítica en la que se superponían las adversidades de la peste a las de la Guerra de los Cien Años (derrota francesa de Poitiers y prisión de Juan II entre otros avatares). Romero trató esta insurrección como un movimiento emocional que llevó a vengativas actitudes irracionales y no logró organizarse como movimiento político porque los campesinos no tenían claridad acerca de sus objetivos. Esta caracterización es hoy rechazada en lo que se refiere a la irracionalidad de la conducta, aunque en su momento era medianamente aceptada. La otra faceta, que aplicó a la sublevación del campesinado de Flandes (1323–1328), a la revolución inglesa de 1381, así como a los movimientos del siglo XV de los payeses de Cataluña y Mallorca y de los irmandiños gallegos, fue identificar su objetivo: anular la servidumbre. Este análisis fue suscripto por los mejores especialistas sobre el tema, y hoy se hace hincapié en las luchas por la dignidad de la persona y contra la dependencia señorial.11
Uno de los aspectos relevantes en la descripción es el acontecer político, despojado de detalles que molestan a la conceptualización y atento a los episodios significativos. Desfilan en el libro el conflicto entre papado e imperio, la posición de las burguesías urbanas, el enfrentamiento entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso de Francia (en los años iniciales del siglo XIV el monarca rechazó la intromisión papal apoyándose en todos los sectores de la sociedad), la marcha del papado a Aviñón, la crisis de 1378 que llevó a constituir dos sedes pontificias, el movimiento encabezado por Juan Gerson que propició la superioridad conciliar por sobre el papa (como declaró el concilio de Constanza del 6 de abril de 1415), el afianzamiento de las ciudades y de los estados territoriales a medida que se debilitaba el papado y se desvanecía el imperio. En estas condiciones hicieron su aparición Marsilio de Padua y Guillermo de Occam que defendieron la autonomía del poder civil y dejaron indicado el principio de la soberanía popular. Las ciudades tuvieron la prioridad en este avance porque en ellas se realizó el primer intento de crear un Estado impersonal objetivo. En un devenir lento se llegó a la generalización del concepto de vasallo en los estados territoriales, concepto que alcanzaba a la totalidad de los individuos en relación directa con el soberano. Se definía así el primer sentimiento de patria y surgía la política. El correspondiente realismo político que apareció en este período, se vinculaba con la conciencia de clase que adquirió la burguesía, en tanto estos grupos urbanos cuando necesitaron defender su poder o recuperarlo, estrecharon filas y comprendieron el alcance de sus objetos lo que les permitió orientar sus acciones. Muchos testimonios prueban esa conciencia de clase que adquirió una forma oligárquica.
Desde un punto de vista conceptual, estamos aquí frente a una comprensión del mecanismo por el que se adquiere conciencia de clase por experimentación directa en el transcurso de enfrentamientos, y que por lo tanto no podía surgir más que como conciencia de oposición a otras clases, explicación que no es muy diferente en este aspecto de la que los historiadores marxistas ingleses dieron sobre la conciencia de la clase obrera (por ejemplo Thompson, 1989). Sin embargo es posible que el criterio de adquisición de una identidad grupal por experimentación directa sea de más llana aplicación para la situación descripta por Romero que para la moderna clase obrera. Mientras que en esta ultima la relación social se desarrolla en la forma de intercambio entre propietarios de mercancías jurídicamente iguales, y por lo tanto ese mismo intercambio oculta el origen de la plusvalía, la situación descarnadamente desigual que los feudales defendían, llevaba de por sí, vivencialmente, a la conciencia de oposición entre clases. En imposible saber si Romero tuvo en cuenta estas condiciones diferenciadas entre la sociedad moderna y la medieval, pero es evidente que captó que ese acceso inmediato y visible a la desigualdad era ayudado por la visibilidad del estatus, y esta transparencia de situación contribuyó para que la gente de los oficios que estaban postergados, se sintiera explotada, y sobre todo se sintiera pobre frente a los ricos, con lo cual fue adquiriendo también conciencia de sus intereses y deseos. Con todo, la diversidad de actividades debilitaba la cohesión de los subalternos y empañó la claridad con que percibían sus objetivos, y por eso era más difusa su conciencia de clase en relación con la conciencia de los grupos oligárquicos.
Ese pragmático realismo burgués, que adoptaron también los sectores populares, tuvo su repercusión en Maquiavelo que teorizó sobre situaciones políticas reales, caracterización sobre el fundador de la ciencia política que hoy es avalada por los especialistas.12 Esa disposición realista se puso de manifiesto cuando el autoritarismo comenzó a predominar en las ciudades y el poder pasó a ser concebido como un fin en sí mismo, como hicieron los condottieri, que basados en milicias por ellos organizadas, se encargaron de los gobiernos urbanos de Italia, deviniendo luego en signori que actuaron a voluntad aplastando a las sociedades contractuales establecidas en un principio. Este cambio coincidió con la transformación de los Estados urbanos en Estados territoriales que fueron sociedades transaccionales feudo burguesas, y en ellos imperó el mencionado realismo, lo cual nos conecta una vez más con Maquiavelo.
Con las monarquías fortalecidas afloraron los problemas fiscales que llevaron (en otra muestra de realismo político) a auscultar la capacidad económica de la sociedad. Esa actitud realista se muestra con más claridad en el manejo de situaciones duales, como la conservación de los privilegios de la nobleza y el reconocimiento de los derechos de los nuevos grupos sociales, la formación de ejércitos que respondían a las monarquías o las tropas mercenarias y la subsistencia de las viejas mesnadas feudales. En esa heterogeneidad, las clases nobles si bien sufrieron el debilitamiento de las relaciones de vasallaje, se aferraron al viejo sistema, y en ocasiones si este no funcionaba lo reemplazaron por alianzas facciosas ocasionales. Castigadas por la crisis se lanzaron sobre los campesinos en actos de bandidaje dando lugar a los Raubritter o malhechores feudales, tema que se estudió en los años en que Romero escribía y posteriormente.13 Asimismo se aliaron a la monarquía para aplastar los levantamientos del campesinado, pero en cuanto se enfrentaron con las ciudades se encontraron solos porque las burguesías tenían el apoyo del poder central. Sobre ese poder monárquico actuó a su vez la nobleza presionándolo a veces, enfrentándolo otras y procurando en todos los casos conservar sus privilegios, descripción que reduce en mucho el supuesto carácter moderno de un Estado burgués.
El libro admite otras reflexiones.
Como en estudios anteriores, las fuentes literarias y las crónicas que le permiten a Romero la reconstrucción de la vida social ocupan un lugar, y con ellas vuelve a observar, junto a la realidad objetiva, la forma en que esta era asimilada por los actores. Así con el paso del tiempo, mientras algunos repetían el viejo esquema de oradores, defensores y labradores, otros mostraban un conjunto social más complejo y variado. Esos testimonios le sirvieron para develar la trama de la historia, los comportamientos socioculturales, y los atributos vitales de la economía. En esta última materia se observan algunos cambios con respecto a trabajos anteriores.
El primero y más notable es que la descripción es más extensa, abarcando desde el comercio internacional a la sucesión de quiebras de casas comerciales, y desde la moneda de oro a la racionalización de las actividades.
En segundo término Pirenne perdió la centralidad que había tenido en otros estudios a lo que se añadieron algunas fuentes, como el tratado de Francesco Balducci Pegolotti (La pratica della mercatura) o la colección de documentos sobre el comercio que pasaba por Amberes, aunque en este ítem privilegió también las crónicas y los testimonios literarios.14
Un tercer atributo estriba en una indagación que sin llegar a la del especialista, supera lo que en otros estudios le había asignado a la economía. Indicó que los mecanismos elementales de la oferta y la demanda han comenzado a esbozarse, pero también vio que el Estado o las corporaciones interfirieron en el mercado sometiéndolo a regulaciones: se dispuso sobre la compraventa, se vigiló la calidad y se controlaron precios junto a salarios. No es ocioso decir que estas connotaciones políticas e institucionales fueron ignoradas por notables historiadores económicos como Michael Postan o Guy Bois que escribían en los mismos años en los que Romero elaboraba, omisión que los llevó a aplicar teorías modernas (desde la ley de oferta y demanda a la noción clásica del valor mercantil) a una situación como la medieval que no las admitía. El hecho es a primera vista sorprendente, porque en ningún momento Romero exhibió un dominio de doctrinas económicas, como sí lo hicieron los medievalistas citados, cuyos esquemas presentan evidentes aproximaciones a Marx, Ricardo o Chayanov. Pero si se mira con más atención, la sorpresa se torna revelación (y es una revelación que nos lleva a un lugar que se reitera): la explicación modernizante no tiene cabida si se sigue el proceso histórico real y se soslayan las interposiciones apriorísticas. En consecuencia, vemos de nuevo lo que se anticipó: Romero no llegaba a la explicación desde una plataforma teórica y a través de hipótesis especulativas abstractas, sino que se circunscribía a una descripción fenomenológica que emanó de la lectura de las fuentes. Esto conduce a que el lector reciba un flujo de descripciones significativas y en ellas está depositada la totalidad, pero no como sucesión de esquemas sino como discurrir de la historia. Esa totalidad en devenir desmiente las visiones demasiado catastróficas sobre la economía de los siglos XIV y XV. Esto reclama nuestra atención.
Los historiadores de las estructuras agrarias y de la demografía constataron desde la primera crisis agraria de 1314–1318 hasta la salida de la larga recesión hacia 1450, un panorama de mortalidad y retracción de cultivos. A esa imagen de marasmo se le adjudicaron explicaciones que variaron según las preferencias doctrinarias, y con la atención puesta en las mencionadas variables se prescindió de transacciones comerciales y manufacturas, actividades que reemplazan el retrato de una crisis terminal por otro más matizado. Es lo que hizo Romero y lo que también hicieron algunos historiadores que en la Baja Edad Media detectaron crecimiento del comercio, de la división del trabajo, de la especialización y de nuevas industrias.15
De nuevo, el seguimiento del proceso histórico le permitió también amenizar formulaciones tajantes y responder al carácter no unívoco de la realidad. Así por ejemplo, el poder monárquico absoluto lo consideró expresión de las clases feudales en algunos países y de las burguesías patricias en muchas ciudades, con lo cual corregía una anterior caracterización modernizante del Estado. Un análogo proceder le permitió rodear con gradaciones a los sectores medios y populares urbanos que constituyeron el grupo más equívoco de la nueva sociedad, el que en unión con los campesinos constituía “el pueblo”. Eran los individuos que podían en las ciudades galvanizarse en brevísimo tiempo como una temible fuerza capaz de producir tumultos. Esos sectores urbanos con un talante mucho más reactivo que los campesinos, eran pasibles de ser seducidos y utilizados por nobles o patricios como fuerza de choque. Se aprecia que Romero no buscaba una sustancia sociológica sino acciones que acoplaban una diversidad de sectores en su oposición a otros componentes del tejido social.
Detengamos un momento la mirada en este tratamiento diciendo que la palabra “pueblo”, que los cronistas emplearon muchas veces con la despectiva connotación de turba multitudinaria16, en las fuentes nombra a “gente menuda” y oculta la heterogénea constitución de los insurrectos urbanos que el mismo relator testigo en ocasiones denotaba, en tanto comprendía a todas las categorías de la población (“mayores”, “medianos” y “menores”).17 Estos dos sentidos superpuestos (no se excluyen otras acepciones) no son una incongruencia ni tenemos que desterrarlos del relato, porque cuando las fuerzas se unificaban en la acción se instauraba una unidad práctica que justifica su empleo: fue siempre una masa que en jerga sartreana se hacía, se deshacía y se rehacía para rehacerse no enteramente por sí misma sino con la mediación de individuos específicos (líderes de distinto tipo).18 En esta línea de consideración, presenciamos una no fijación cósica del pueblo, no fijación no solo porque fue un conjunto que se definía por su vínculo inestable con los dominantes (algo muy evidente en los burgueses) sino porque también se definía redefiniéndose en su articulación interna, es decir, en las múltiples y difíciles combinaciones de las parcelas de la masa. A esa composición inestable se anexaban a nivel de su concepto los cuadros de mediación, los líderes, que si en apariencia eran externos, configuraron una de sus partes orgánicas. Es lo que Romero ha captado al ver avanzar de manera intempestiva a ese actor insoslayable de los conflictos.
Notas
- Sintetiza ese salto Sánchez Albornoz (1971), obra en la que refleja el conocimiento de la historia concreta y especulaciones sobre el «homo hispanicus». ↩
- Vid. pe. Mollat y Wolf (1989): Dumolyn y Haemers (2005).↩
- Puede considerarse p. e, Heers (1974). En años posteriores los estudios que se publicaron sobre ciudades de la Baja Edad Media reflejaron estas divisiones en grandes estructuras de parentesco y de clientes. En Castilla se han denominado bandos linajes. En ciertos lugares dieron origen a conflictos recurrentes; en otros se llegó a fórmulas de reparto del poder.↩
- Con el impulso de Braudel el Istituto Internazionale di Storia Economica F. Datini, 10, Firenze, 1983, daba cuenta de los estudios que se habían desarrollado en los años 1960 y 1970 sobre el desarrollo desigual europeo con la participación de destacados historiadores como Ashtor, Aymard y Wallerstein, cuya obra (Wallerstein (1979)), acaparó la atención de los historiadores económicos consagrados a la Baja Edad Media y a la Edad Moderna en la década de 1980.↩
- Propició este punto de vista Dobb (1946). El concepto se impuso en gran parte de los historiadores económicos que, p.e., buscaron las causas por las que los señores ingleses suspendieron la exportación de lana en la Guerra de los Cien Años, lo que permitió proveer de materia prima a las industrias inglesas. En el estudio de las periferias, tanto de la península ibérica como de los países del este europeo, prevalecieron interpretaciones que hacían hincapié en las actitudes rentistas de los señores. Sobre estos temas discurrieron historiadores como Kula, Malowist, Topolski, Pastor de Togneri, Moreta Velayos, etc.↩
- Esta afirmación dicha al pasar encierra una revelación de interés, dada por señores feudales que incluso en ciertos lugares de Europa adoptaron comportamientos capitalistas. Es conocida la conducta del típico “Junker” prusiano que encabezó la transformación del capitalismo en Alemania por lo menos hasta después de la primera Guerra Mundial (Weber llamó a su reemplazo como cabeza política de la sociedad a la burguesía en esa coyuntura). Esta perspectiva teórica permite valorar informaciones de la Baja Edad Media como la que dio Romero. Sobre señores comerciantes de ese momento, y reduciéndonos a informaciones de España, puede señalarse la participación de los Velasco en el comercio del norte de Europa, de los Guzmán, condes de Niebla en los mares andaluces donde se dedicaban a la pesca, de los Manrique en el comercio de lanas o de miembros de la casa de Medina Sidonia que mantenían transacciones comerciales con África y las Islas Canarias. Ver sobre esto De Moxó (1970: 63); Suárez Fernández (1980:116) y Collantes de Terán Sánchez (1977: 286).↩
- Vid. De Moxó (1970) postuló un recambio entre la nobleza que protagonizó la parte más activa de la Reconquista española y la que accedió a las primeras posiciones con los Trastámara en el siglo XIV.↩
- La diferencia entre una oligarquía urbana de origen caballeresco y otra de origen artesanal y comercial fue expuesta por Sánchez Albornoz (1971), problema al que le atribuyó importancia al comparar la España que perdió el camino de la modernidad con el resto de Europa. Es probable que Romero haya tenido en cuenta esta obra y en términos más generales la situación española, marcada por los hidalgos y los caballeros villanos de la Reconquista, la que podía contraponer con la situación que estudiaba en otros lugares de Europa.↩
- Algo similar se encuentra en Duby (1998: 310) sobre la importancia de los desplazamientos en el saber de los comerciantes.↩
- Postan (1981); Bois (1976); Le Roy Ladurie (1966).↩
- Vicens Vives (1978) (1ª edic. 1945); Beceiro Pita, I. (1977); Barros (1990) Es especialmente significativo tener en cuenta esta faceta para la revolución inglesa de 1381, desde el momento en que durante cierto tiempo siguiendo las perspectivas de Hilton (1978), se había visto la cuestión del acumulador capitalista descuidando las luchas contra la opresión. Vid. ahora Freedman (1999: 259 y s.); Franklin (1986); Mate (1992); Dyer (1998: 16).↩
- Stephens, (1992: 129 y ss.); Braun (2000). Este punto de vista había sido postulado por Gramsci. No se puede coincidir con Koyré (1973: 14), que dijo que con Maquiavelo estamos ante un mundo por completo diferente al medieval. Esto muestra que no es apropiado estudiar un pensamiento fuera de su alimentación práctica.↩
- El tema fue tratado por Brunner (1965) [1ª edición 1939]. Entre los autores más actuales vid. Rösener (1982) y Moreta Velayos (1978).↩
- Así por ejemplo, la crítica que Pero López de Ayala efectuó al mercader en su Rimado de Palacio le permitió acceder a una descripción de la economía de mercado en la segunda mitad del siglo XIV.↩
- Topolski (1979); Epstein (1992) A esto deben agregarse los estudios sobre la industria rural a domicilio que se expandió en el período en muchas regiones.↩
- En ciertas contingencias se enumeraba a las distintas categorías y procedencias de hombres del común sublevado como una homogénea masa de malhechores. Por ejemplo sobre los comuneros de Castilla de 1520–1521, Antonio de Guevara, Epistolas familiares, III: 242, para el obispo de Zamora don Antonio de Acuña, los nobles que había adherido al movimiento estaban “rodeados de comuneros de Salamanca, de villanos de Sayago, de forandos [forajidos] de Ávila, de homicianos [homicidas] de León, de vandaleros [bandoleros] de Zamora, de pelayres de Segovia, de boneteros de Toledo, de freneros de Valladolid y de celemineros de Medina a los quales todos teneis obligación de contentar”.↩
- En Códigos españoles II, Primera Partida, título 10, ley 1: “Cuidan algunos hombres que pueblo se llama a la gente menuda, así como menestrales y labradores, mas esto no es así, y antiguamente en Babilonia y en Troya, que fueron lugares muy señalados y ordenaron todas las cosas con razón y pusieron nombre a cada una según convenía, pueblo llamaron al ayuntamiento de todos los hombres comunalmente: de los mayores y de los menores y de los medianos, pues todos estos son menester y no se pueden excusar, porque se han de ayudar unos a otros para poder bien vivir y ser guardados y mantenidos”.↩
- Laurin Frenette (1985: 261), evocó a Raymond Aron y su concepto de clase expresado en el lenguaje de Sartre: “La clase solo es grupo, es decir, praxis unificada en y por la acción, pero no alcanza esta unidad total más que en los instantes de efervescencia, no reteniendo ninguna unidad”. Si se reemplaza el término “clase” por “pueblo” se llegaría a una representación aproximada de lo que es su constitución como situación de lucha, de cualidad transitoria, tal como se nos presenta a través de los relatos. Ver también Sartre (2005: 6 y ss.), con referencia a las masas.↩
Fuentes primarias
- Antonio de Guevara, Epístolas familiares, en, Obras del ilustrísimo don Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo III, Madrid, Editorial de Don Isidoro de Hernández Pacheco, 1782.
- Códigos (los) españoles, concordados y anotados, ed. M. Rivadeneyra (12 v.), Madrid, Imprenta de La Publicidad,1872–1873.
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