La virtud del escritor

NOÉ JITRIK

La reedición de un libro que uno vio gestarse y cuyo autor era un prójimo muy próximo, no sólo lo resucita, en el doble sentido de la palabra, sino que actualiza dos instancias, la de la persona —entrañable— y la de la lectura, que no puede sino resentirse, acaso modificarse, por el tiempo que transcurrió.

En cuanto a la persona, qué decir de José Luis Romero en la ocasión y frente a quienes lo conocieron más y mejor que yo, que lo vivieron más de cerca, sea en convivencia sea en discipulazgo. Para mi, fueron espaciados encuentros, marcados siempre por su bonhomía, su risa a flor de labios, su gusto por los juegos de palabras, su arte de la conversación de cuyo alcance y seducción da cuenta, cuando lo evoco, mi memoria, más fiel en este caso que en otros que se me filtran y agotan. Un primer encuentro hacia el remoto 1949, marginado él de la Universidad, estudiantes ávidos, yo y quizás Dario Cantón, de que no se nos perdieran los maestros cuyos nombres prometían un acceso a ese cielo que se llama literatura y cuyos fulgores eran raros en la casa en la que estábamos. Curiosa transformación que hace la memoria: tengo ahora la impresión de que él quería saber sobre nosotros más que nosotros, por timidez, por ignorancia, sobre él. Luego fue en el 55, durante esa fugaz pero maravillosa y duradera aventura que fue la Universidad: instalado en la utopía como en una barca, creyó que yo podía compartir una experiencia que nadie más que él estaba en condiciones de iniciar, con esa mezcla de candor y de fuerza que nos proporcionaba, a todos los que estábamos junto a él, una convicción, una atmósfera de misión que no sólo es inolvidable sino que tuvo un valor histórico pues preparó a la Universidad para lo que fue su mejor momento. Entonces no hablábamos de historia ni de literatura pese a que eran esos lenguajes los que nos ligaban: lo hicimos cuando, precisamente, José Luis empezó a escribir este libro, un poco antes de que empezara la tormenta que nos arrojó a todos por todas partes. Creyendo, confiado, suponiendo, deseando que yo estuviera en condiciones de responder, me preguntó por novelas latinoamericanas que tuvieran que ver con ciudades; mi ignorancia era entonces mayor que ahora y su pregunta una manera de reemplazar un diálogo que los tiempos ensombrecían. Que él sabia más lo prueba el extraordinario despliegue de textos que se refieren a ese punto y que son, en su modo de tratarlos, como brotes nerviosos, placas luminosas que indican un proceso, ese que el historiador quiere rescatar y develar para mostrar no sólo qué fue una historia sino cómo se percibe una historia.

Antes, sin embargo, me había encontrado con José Luis varias veces, una o dos en Pinamar —en su mitológica casita junto a la playa—, en Adrogué varias; la última, que no tenía el aspecto de serlo, fue en México: nos encontramos en el Hotel Roosevelt y las cosas ya estaban muy mal para todos, nuestras conversaciones estaban mechadas de pena y de frustración, nada bueno podía esperarse y nada bueno vino; nunca más vi a José Luis Romero.

Pero advierto que mucho más no podría decir sobre la persona. ¿Podré decir más sobre el libro, además de decir lo que también todos saben, o sea que es un gran libro? Repetirlo sería, desde luego, bastante, pero una ética de la critica no puede quedarse en la pura afirmación de un valor, cosa que, según nuestras costumbres locales, seria sospechosa o sospechable si se mira el mecanismo de la sospecha con objetividad. Hay que decir por qué es un gran libro y, para ello, hay que ordenar las ideas que una lectura actual puede suscitar. Encuentro tres razones, al menos, para sostener tal afirmación.

La primera es que es un libro latinoamericano, lo cual, si fue significativo cuando Romero lo pensó y lo escribió, pues no era corriente en la Argentina un pensamiento de ese corte, excepción hecha de los misticismos americanistas, de dudosa metafísica, que por entonces circulaban, ahora, cuando la Argentina está a punto, como se lo habría dicho a si mismo el memorable Laprida según el no menos memorable poema de Borges, de encontrar su catastrófico destino sudamericano, el latinoamericanismo es todavía más significativo, tiene la fuerza de un modo de resistencia, parece una apelación a lo negado y soslayado pero que, sin embargo, sería un camino en medio de la creciente desnudez semiótica que los vastos poderes del universo nos destinan. América Latina es una distancia en el pensamiento corriente, la diferencia prima por sobre la semejanza pero en Romero es una cercanía, un encadenamiento que presenta, como historia, la historia de una vulnerabilidad y, al mismo tiempo, la de una fuerza siempre detenida, siempre frustrada.

La segunda razón es que resplandece en esas páginas una virtud de escritor que anima y sostiene al historiador, así como ocurría con los grandes historiadores que no pretendían alcanzar los ciclos de la ciencia y se contentaban sólo con el rigor. Pero no es cuestión de elegancia o de rigor en la expresión, o de concisión o de dominio de las imágenes sino de esa otra cosa que ahora solemos, acaso con vaguedad, llamar “escritura” y que supone un saber de la operación que se ejecuta con las palabras y en ellas, sobre todo en ellas. En la oposición entre quienes piensan que la escritura, y el lenguaje en general, son instrumento de otra cosa y quienes piensan que el lenguaje es una materia y la escritura una operación generatriz, Romero parece inclinarse por este bando, sin declararlo desde luego porque su relato es histórico y ese objetivo no se pierde de vista pero dándole a la escritura la respiración que necesita para que las ideas tomen forma y el aparato funcione proponiendo o postulando entidades de conocimiento de otro nivel.

La tercera residiría en el enfoque histórico mismo, ese salirse, sin temor, de la holística para encararse con un núcleo único, en este caso la entidad o la estructura “ciudad” que, ordenando la investigación, va dando cuenta de un proceso de alcances sugestivamente globales: al entender el proceso de creación, instalación y desarrollo de las ciudades en América Latina vamos entendiendo, por inducción, América Latina misma, en su grandeza propositiva y en su miseria conflictiva. Creo que hay en este procedimiento una teoría de la historia y de la historiografía que sintetiza avances de la llamada “historia social” y permite calibrar sus logros, en un ámbito en el que estudiar lo pequeño. como lo han hecho Vilar, la escuela de Oxford y otros, es un desafio considerable considerando que en América Latina predomina lo grande y lo pequeño es difícil de observar.

Detengámonos en este aspecto: la elección del tema “ciudad” para hacer historia. Resuenan, detrás de su presencia, ecos de varias tradiciones, en especial la sarmientina, con toda su potencia conflictiva, en lo que concierne a la Argentina. Romero parece manejarse al margen de la presión de ese tan consolidado esquema, esa especie de “forma mentis” del facilismo intelectual, a favor o en contra: no exalta los valores de lo urbano frente al no-valor rural pero, en cambio, nunca deja de entender todo surgimiento de ciudad por relación con lo rural. Desde los primitivos “castra” hasta las ciudades del desarrollo republicano, pasando por las erecciones urbanas de la colonia, las ciudades surgen en diapasón con el campo y se explican en virtud de una dialéctica de fondo marxista pero que no necesita explicitarse como tal ni sostener las felicidades del método marxista. Campo y ciudad, en esa perspectiva, son presentados como ámbitos conceptuales que se encarnan en figuras retomadas, además, de imágenes que brinda la literatura, especialmente la narrativa, menos la poesía que, sin embargo, también, pero de manera indirecta, ofrece formas urbanas, estructurales en el lenguaje y a veces directas en la referencia. Todo el libro crece en la concreta recuperación de las relaciones entre ambos órdenes cuyos documentos se adivinan, en un no dicho que si por un lado sostiene una doctrina historiográfíca, por el otro da cuenta de un saber macerado y consolidado. Ese saber le permite apartarse de ortodoxias discursivas e internarse en una discursividad propia, apta para entender la dramaturgia de la conformación latinoamericana pero, sobre todo, para entender que el discurso historiográfico es también un hecho narrativo y de escritura.

En los últimos años se ha discutido la pertinencia y validez de los llamados “estudios culturales”: no ha sido difícil admitirla en relación con temáticas políticas, sociales o genéricamente culturales; menos clara ha sido su relación con la literatura. En el primer aspecto ciertos conceptos se abrieron paso con algún éxito: el de hibridez, por ejemplo: para Romero las ciudades son el recinto de la mezcla y la mutación, de razas, de cultos, de culturas, de sexos, de modo que su trato con ellas es como una propuesta de estudios culturales que mantiene relaciones con la literatura pero no la avasalla, no la somete a ese sistema de juicios tan frecuente en los trabajos de los últimos años y según los cuales lo que los textos proponen como imagen aprovechable desaparece a favor de una condena, por lo general política y personalizada, a los autores. En el libro de Romero, a causa quizás de la facilidad con que aborda su extenso relato, la literatura no es sometida y la historia, por contraste aparece más rica, más saturada y significativa.

Las ciudades, desde las iniciales —la primitiva Habana, la que hoy se llama Antigua, cerca de Veracruz— hasta las coloniales, México inclusive y luego las nuevas, creadas como asentamientos defensivos, y las que surgen como resultado de desarrollos comerciales o de cruces, hasta las fantásticas creaciones como Brasilia, son estructuras que merecen descripciones, en las que elementos ideológicos y filosóficos, nociones e ideas, operan constructivamente, confieren fundamento a las creaciones urbanas pero también son espacios que generan y o albergan imaginarios: el pensamiento de la ciudad penetra en el pensamiento de quienes viven en ella y de quienes son sus excluidos, pero también en los ritmos que van creando y en las relaciones que se van articulando. Las ciudades, sugiere Romero, surgen también por metáfora, como consecuencia de una necesidad designativa que toma la forma de una red sobre la que se asienta el pensamiento de un imperio colonial.

Romero va de descripción a interpretación; si la primera no es minimalista sino esencialmente escenográfica, la segunda procede por pinceladas en las que es perceptible una tonalidad irónica; ciertas observaciones remiten a sentimientos que aún hoy, tan lejos del origen, podemos tener respecto de las monstruosas concentraciones en las cuales no podemos dejar de vivir sin poder realmente vivir en ellas, ni nosotros ni millones de personas que parecen vivirlas muy lejos del proceso por el cual brotaron casi incontrolablemente en América Latina a medida que la demografía y la economía sentaban sus reales en estos territorios, con su cauda de apropiaciones desmesuradas y su acumulación de feroces desigualdades e injusticias.

La reaparición del libro de Romero, tantos años después, es un acontecimiento: conserva los alcances de su propuesta, que acaso no pudieron ser percibidos del todo en su momento, y la seducción de su gesto intelectual. Eso, precisamente, tan en cuestión en estos momentos, tan disuelta esa dudosa categoría. propone un reconcentramiento, un volver a pensar más allá de urgencias discursivas que bien pueden ser puro ruido, eso que, clásicamente, no lleva a ninguna parte.