Historia de las Ideas

ROBERTO GIUSTI

Hay muchos modos de escribir la historia. El preferido por los historiadores argentinos contemporáneos es el detallista y prolijo, abundantemente documentado, que convierte con frecuencia sus relaciones en repertorios de papeles inéditos o poco conocidos, exhumados de los archivos o de publicaciones olvidadas. Desde luego, no hay labor cumplida con paciencia y probidad que no resulte útil, y lo es en alto grado ilustrar el pasado con todas las contribuciones documentales posibles, sin las cuales no hay historia. Hacer vivir ese pasado en evocaciones tan animadas como verdaderas no es virtud que pertenezca a todos los pacientes investigadores. El historiador artista que pinta y esculpe es siempre una ilustre excepción, también en los países cuya labor histórica está tradicional y sólidamente organizada desde hace siglos en universidades, archivos, bibliotecas y centros de estudios. Más raro aun es aquel que supera la biografía. ciertamente valiosa, para evocar algún magno acontecimiento, o trazar el cuadro de una época, o narrar la vida de un pueblo, como de diversa manera lo hicieron con mayor o menor rigor y brillo, Mitre, López y Groussac.

Otro tipo de escritor poco frecuente entre nosotros es el historiador sociólogo. No me refiero al filósofo de la historia, como por ejemplo, quiso serlo José Manuel Estrada, respondiendo a ilustres modelos europeos de la época iluminística y de la romántica. El historiador filósofo, forjador de síntesis brillantes e interpretaciones generales fundadas por lo común sobre una particular concepción ideológica o política, y en ocasiones teleológica, del desarrollo de la humanidad, o de un pueblo, o de una nación, a veces penetrante y luminoso, otras discurridor en el vacío, según, que le asista o no la intuición genial, hoy está desacreditado. De él difiere el historiador sociólogo por el método y los fines. No se remonta sobre los hechos hasta perderlos de vista, para entregarse al vuelo de la fantasía o del raciocinio; no los fuerza a entrar en una doctrina preconcebida. Sigue el curso de los hechos particulares y concretos, reduciéndolos a esquemas y sinopsis cada vez más generales; y cuando tiende la línea de un desenvolvimiento histórico determinado, lo hace sin apartarse de aquéllos, dejándose conducir por los puntos de referencia, no ya imponiéndoles una dirección, sino aceptándola objetivamente, con humildad y obediencia científica.

A este linaje de libros, muy raros entre nosotros, pertenece el que el profesor José Luis Romero ha publicado sobre “Las ideas políticas en Argentina” en la colección Tierra Firme del Fondo de Cultura Económica de México. Libro denso y substancioso, escrito con precisión, contiene mucho más de lo que dice el título. Es una historia condensada de la evolución político-social argentina desde la colonia hasta los días presentes. No pretende abarcar todo el complejo cuerpo de la realidad social. Con plena conciencia de cuáles elementos él se propone aislar del conjunto, conforme al más inobjetable método científico, el tema ha sido inconfundiblemente propuesto desde el título.

No podría callar aquí su antecedente más destacado en nuestra bibliografía: “La evolución de las ideas argentinas”, de José Ingenieros, cuya tercera edición (Editorial Problemas), hecha a los treinta años de la publicación de la primera, lo muestra un libro tan actual como cuando fué escrito. Pero se trata de obras muy distintas. La de Ingenieros, mucho más vasta, es historia concreta, de sucesos, hombres, pasiones y doctrinas. La de Romero es una quintaesencia de aquel flujo y reflujo de la historia viva. La de Ingenieros se detiene en la llamada “restauración” rosista y en la opuesta filosofía social de los que el maestro llamó “sansimonianos argentinos”. Del tercer libro, que trataría de la Organización, sólo quedaron algunas notas póstumas y un capítulo sobre el pensamiento de Alberdi, publicados por Aníbal Ponce en apéndice de la segunda edición. El libro de José Luis Romero llega hasta el movimiento del 6 de setiembre de 1930 y se epiloga con algunas breves reflexiones acerca de las vicisitudes de la vida política argentina desde aquella fecha, que no fué un término sino un episodio del ciclo histórico que el autor llama “aluvial”. La obra de Ingenieros tenía un declarado propósito pragmático: “Desea —advirtió el autor— ser un breviario de moral cívica”. El valiente pensador liberal escribe su libro “creyendo servir a los ideales que considera más legítimos”. De ahí el frecuente acento polémico en sus páginas briosas y cáusticas. José Luis Romero, aunque hombre de partido y de firmes ideas democráticas, expresamente confesadas en el epílogo, procura explicar objetivamente lo que fué, sin abrir polémica.

El crítico comprende el sacrificio que el historiador ha debido hacer para servir a la verdad sin velar los aspectos ingratos a sus sentimientos o torcerla en el sentido de sus deseos y esperanzas. Se podrá rectificar alguno de sus datos o no estar de acuerdo con sus interpretaciones; sería injusto acusarlo de mala fe o sectarismo. Lo que no quiere decir que el autor se despersonalice hasta el punto de sumergirse en los acontecimientos sin llevar la guía de una doctrina propia Si el sabio que investiga los fenómenos de la materia no puede ni debe hacer abandono de ese hilo conductor, ¿cómo podría renunciar a él el qué indaga las leyes del espíritu?

En tres partes ha dividido Romero el esquema que nos ofrece de la historia política argentina: la era colonial, la era criolla y la era aluvial. Estudia cada una de ellas en pocos capítulos de extraordinaria fuerza de síntesis. Su capacidad de generalización y abstracción es admirable. Sin desdeñar las referencias demográficas y económicas ni los hechos concretos, hombres y sucesos históricos, con los cuales puntea las líneas del diseño, su ciencia y su arte muéstranse sobre todo en la perspicacia y destreza con que destrama los hilos que forman la embrollada urdimbre de la historia, desenredándolos, desanudándolos, partiéndolos y discriminándolos.

Esa sutileza de análisis llega hasta la excelencia de ciertos capítulos, cuyo examen nos está vedado en la brevedad de una noticia bibliográfica, pues intentarlo supondría rehacer todos los pasos, difíciles de contar, de los muchos caminos recorridos por el autor a través de la democracia doctrinaria de la primera generación revolucionaria, liberal y centralista, de la democracia inorgánica que irrumpió contra aquélla, de espíritu federalista y autoritario, de la política realista y conciliatoria de la organización nacional y de los confusos cuadros sociales y políticos de la nueva Argentina, transformada económica y espiritualmente por la emigración. No es menos interesante en este libro el examen del duelo que se entabla entre los principios y la realidad, entre el contenido y la estructura formal, conflicto que no constituye un drama exclusivamente nuestro, sino de cualquier nación. La historia la hacen los hombres, y sus pasiones, tan a menudo bastardas, y no los filósofos, por lo demás tampoco libres de pasiones.

No se propuso Romero escribir exclusivamente una historia del pensamiento doctrinario argentino, reflejo del pensamiento universal, sino de las tendencias inmanentes en nuestra evolución social, que encontraban expresión en ese pensamiento o lo conformaban y deformaban según sus necesidades. Cuando el autor dice “ideas” políticas sabe muy bien que ellas no fueron precisamente tales ideas, claras y distintas, sino a menudo turbias fuerzas subconscientes, cargadas de resaca humana, que el historiador debe clarificar, traduciéndolas en signos inteligibles en el campo de la conciencia.

En el prólogo declara no saber qué es lo que puede haber de original en su obra y prefiere suponer que no se trata sino de una síntesis del esfuerzo, ajeno y dejar constancia, en la bibliografía que va al fin del volumen, de los autores cuyos datos y opiniones ha consultado”. Nosotros podemos asegurarle que el método seguido y las conclusiones a que llega acreditan en su obra una viva originalidad. Cuando coincide con los juicios de los demás pensadores y tratadistas argentinos, no hace más que corroborar la verdad de sus opiniones. Sería cosa singularísima que su visión de nuestra historia fuera enteramente distinta de la que han ido fijando tantos agudos observadores. Si él se apartara siempre de las interpretaciones sedimentadas por la experiencia y la reflexión a través de casi un siglo y medio de vida independiente, habría que desconfiar de tal talento paradójico y sofístico. Precisamente no son más que paradojas y sofismas muchas perniciosas interpretaciones recientes de nuestra historia, de propósitos marcadamente políticos.