LUIS ALBERTO ROMERO
¿Recuerda que la historia fuera algo presente entre ustedes cuando era chico?
-No recuerdo una enseñanza sistemática por parte de él para inculcarme el gusto por la historia. Cuando era chico yo estaba muy pegado a él, de modo que lo oía hablar siempre, no particularmente de historia, pero como tenía un modo tan integrado de entender el pasado, el presente y el futuro, era algo que naturalmente aparecía. Era un figura fuerte, una persona que tenía una concepción integral de la realidad, de modo que cualquier cosa que pensaba o hacía tenía todo un mundo de referencias detrás.
¿Entró alguna vez en conflicto con la forma de pensar de su padre?
-No. Hubo épocas en las que tuve diferencias políticas, como la primera vez que voté al trotskismo, en 1973. Supongo que él entonces habrá votado la fórmula radical para enfrentarse al peronismo. Su antiperonismo también tiene que ver con el lado desde el que se lo mire. Desde el lado de un joven de los sesenta como era yo, sí, pero del lado de sus contemporáneos todo lo contrario, incluso podía ser visto como peronizante, él acompañó toda la apertura del Partido Socialista hacia el peronismo. Tuvo una actitud antiPerón pero muy comprensiva del fenómeno peronista. Desde el punto de vista psicoanalítico nunca me sentí con la necesidad de “matar al padre”. Aún al día de hoy me siento muy identificado con él.
¿Cómo era su papá como profesor, incluso como profesor suyo?
-Yo fui alumno suyo entre 1962 y 1968, hice dos materias con él. Era espectacular, porque tenía un talento docente notable que le permitía hablar atractivamente frente a cualquier público, para captar el nivel del público y qué cosas le podían resultar significativas. En la facultad funcionaba muy bien, pero también en una conferencia para señoras sobre arte medieval. Además de ser muy buen expositor tenía la virtud de trazar el panorama completo de un problema con muy pocos elementos, con ejemplos y capacidad de sugerencia. Como docente también tuvo un gran impacto en la primera generación de sociólogos, la de Juan Carlos Marín, Ezequiel Gallo, Francis Korn, porque daba una materia que se había armado para esa carrera y después se incorporó al programa de Historia.
¿Qué importancia le daba a la enseñanza que ejercía por fuera de la universidad, esa cantidad de cursos y conferencias que daba en bibliotecas o asociaciones diversas?
-Mi padre hablaba en cualquier lugar donde lo invitaran. Le gustaba, pensaba que había un sentido de militancia. Globalmente lo que hizo no tuvo un gran impacto en la época porque más bien era algo marginal, no eran lugares importantes. Creo que lo hacía porque la elaboración de lo que pensaba escribir en sus libros la iba desarrollando en los cursos y las conferencias que daba. Todo formaba parte de un pensamiento que luego se volcaría por escrito. El volumen Estudio de la mentalidad burguesa es un curso dado en un lugar bastante insólito, la biblioteca del Consejo de Mujeres, una institución del 1900 creada por señoras de la alta sociedad para educar a las mujeres de las clases bajas. El dio varios años cursos allí para un público variadísimo y poco profesional, y en cada curso iba armando un pedazo de sus libros.
Tulio Halperín Donghi señalaba la marginalidad de José Luis Romero en la historiografía argentina, y a partir de 1966, con el golpe de Onganía, se aleja de la Universidad para ya no regresar. ¿Reivindicaba de algún modo esa posición marginal?
-En parte sí. Políticamente vivió a contrapelo, porque salvo en el período del ‘55 al ‘66 nunca estuvo bien con la situación imperante. La radicalización de izquierda de los setenta lo superó, y, por supuesto, también la posterior reacción de la derecha. Creo que la marginalidad era más amplia, en el sentido de que era un historiador social y cultural en una época en la que predominaba la nueva escuela histórica, mal llamada positivista. Era europeísta cuando aquí se pensaba que la auténtica investigación consistía en ir al Archivo General de la Nación y abocarse a la historia argentina. No era que no lo respetaran, pero la manera de hacerlo era decir que era un filósofo de la historia. Lo que era cierto, para sus colegas que lo relegaban a un género diferente.
¿Por qué se dedicó con tanto fervor a estudiar la Edad Media?
-Siempre, para un historiador, hay algo que tiene que ver con el gusto personal. El empezó a estudiar historia de Oriente, luego historia clásica, y al llegar a la Edad Media le gustó especialmente. En realidad no era un medievalista sino un occidentalista. Tenía una idea de lo que era la historia occidental, la latinoamericana y la argentina como si fuera un juego de cajas chinas, y estaba convencido de que no era muy difícil entenderla de esta manera. El continente era la historia occidental, y según su explicación ésta arranca con la disgregación del Imperio Romano y el comienzo de la llamada Edad Media. Su tema era en realidad la burguesía. El fue un historiador de la burguesía y el mundo burgués.
¿Tuvo discusiones domésticas sobre historia con su padre?
-Pude haberlas tenido pero en cierta medida las olvidé, porque hay que pensar que mi padre murió hace veinte años y lo que van quedando son recuerdos selectivos. Reconociendo esto, no me recuerdo en posición crítica frente a él. En cuestiones menores sí. El último libro, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, lo leí en el original y le marqué una cantidad de observaciones pero que eran menores en la importancia global de la obra.
¿Qué le provocó a él que usted también se dedicara a la historia?
-Papá tenía un gran cuidado de no meterse en donde no lo llamaran, y entonces nunca presionó particularmente. Una cosa que yo veo a la distancia es que hay cosas del oficio que no me enseñó, quizás porque para él tampoco fueran importantes. Cómo conseguir una beca, por ejemplo. No me dijo que le pareciera importante hacer el doctorado, algo complejo, porque yo egresé con la convicción de que la universidad en la que me había formado ya no existía. Era la época de Onganía. La posibilidad de hacer el doctorado aquí era bastante complicada, y él podría haberme sugerido que lo hiciera en otro país, pero no lo hizo.
¿Qué importancia les daba a sus propios libros?
-Hay parte de sus libros que -como les sucede a todos los historiadores- tienen que ver con encargos, no porque no le gustara lo que salió pero que no eran los libros que hubiera ido a ofrecer a una editorial. Por ejemplo, el Breviario La Edad Media se lo encargaron. También Las ideas políticas en la Argentina, que fue un encargo significativo, porque era joven y no tenía tradición como historiador argentinista pero lo seleccionaron a él del Fondo de Cultura Económica de México. La revolución burguesa en el mundo feudal es un libro que le llevó veinte años, que él se propuso escribir y al que le dio vueltas hasta que encontró la forma. Lo publicó en 1967. En ese momento, al terminar ese libro, hizo un cálculo muy típico suyo sobre cuántos años de vida intelectual útil le quedaban -él calculó veinte- y cuánto podía escribir en ese tiempo. Entonces organizó todo lo que podía hacer de acuerdo con ese tiempo que tenía. Cada libro era un proyecto que tenía en la cabeza. Uno de ellos es Latinoamérica, las ciudades y las ideas. Luego pensó hacer uno sobre la revolución burguesa hasta el siglo XVI. Aunque le faltó una parte y que está publicado como Crisis y Orden en el mundo feudoburgués, otro sobre el período barroco de los siglos XVI al XVIII, también sobre el apogeo de la burguesía y finalmente la crisis del mundo burgués. De todo hay carpetas, pedazos. También tenía un libro sobre la “vida histórica”, que está desarrollado pero faltaba escribirlo. Cada fragmento de su mirada integral del mundo estaba calculado dentro de ese plan de veinte años de vida intelectual útil.
¿Hablar de “vida histórica” es mencionar la matriz de su visión ideológica del mundo?
-Sería algo así como el núcleo de su filosofía de la historia, haciendo la salvedad de lo que decíamos antes sobre esta disciplina. El decía que era una concepción empírica de la historia. Hablar de concepción filosófica hubiera sido una mención de algo a priori, y él decía que se iba armando en la práctica. En una de sus clases desgrabadas recuerdo haber leído una explicación sobre este punto. En el año treinta y pico hizo una tesis sobre los Graco y la crisis de la república romana. Después vinieron esos veinte años de preparar los estudios sobre el mundo feudal, que en gran parte era el armado de todo ese material. Cuando terminó el trabajo se dio cuenta de que era similar a la tesis, lo que lo llevó a pensar que efectivamente tenía una concepción de la realidad histórica. En esa concepción, la idea de vida histórica era equivalente a la idea de “naturaleza” en las ciencias naturales, un todo alrededor del cual se van organizando las partes.
¿Cómo influyeron en su producción intelectual los años que fue rector de la Universidad de Buenos Aires y luego decano de Filosofía y Letras?
-Es difícil relacionar la producción con los años y los cargos. Lo que tengo muy presente es que a pesar de llevar a cabo una actividad pública muy intensa, sea como rector o cuando militaba en el Partido Socialista, siempre tuvo una obsesión por cuidar parte de su tiempo dedicado a su escritorio. Ser rector en el ‘55 era muy pesado, porque podía ser a punta de pistola, pero las mañanas las dedicaba a su escritorio. Siempre mantuvo su espacio de investigación.
¿Fue un formador de historiadores atípico?
-Creo que es una huella difícil de calibrar. Hay un ejemplo en los antípodas. Don Claudio Sánchez Albornoz estuvo al frente del Instituto de Historia de España más de veinte años y formó a muchísima gente dándole a cada uno un pedacito de la idea global que él tenía en la cabeza. Papá nunca tuvo discípulos. Nunca tuvo becarios ni ayudantes. Nadie que le hiciera parte del trabajo. Hubo infinidad de gente a la que le regaló ideas, le abrió panoramas y le mostró por dónde ir. Su trabajo de formador consistía en conversar con las personas, organizar la cabeza y no enseñar a hacer fichas. A mí tampoco me enseñó a fichar. Yo una vez le regalé a alguien el fichero con el que papá hizo Latinoamérica, las ciudades y las ideas. Era una vergüenza. Era muy corto, y en las fichas no había mucho más de una palabra. Una vez le mostré a papá una ficha que solamente decía “Bolivia: Prudencio”. ¿Para qué te sirve esto?, le pregunté. Me explicó que Prudencio era un filósofo boliviano con el que había estado una noche en un aeropuerto por el retraso del avión. En la espera se habían tomado una botella de whisky y Prudencio había hecho un análisis de la realidad boliviana. El luego la utilizaría en su libro, pero no necesitaba fichar otra cosa que ese nombre del filósofo boliviano.