NATALIO BOTANA
José Luis Romero fue un hombre con apetito de proyectos. Asombra contemplar, a treinta años de su temprana muerte, los registros que marcaron esa trayectoria: la obra abundante que osciló, en un amplio arco, entre los estudios consagrados a la Baja Edad Media (sin desconocer los atinentes a la historia antigua) y el conjunto de estudios acerca de nuestra circunstancia argentina y latinoamericana. Así, con ese espíritu en plena ebullición, se despidió de este mundo. Romero era ante todo un trabajador, artesano por donde se lo mire y constructor de cimientos donde hospedar después el saber histórico. Pero poco se entendería esa inclinación a fijar en grandes síntesis los hallazgos de una época y de respaldarlos con la ayuda de una prosa que fue madurando con el paso de los años, sin destacar el impulso de un entusiasmo riguroso ante las vicisitudes de su tiempo.
Muchas veces me he preguntado acerca de qué hubiese producido semejante personalidad en contextos más benignos. Tarea por cierto ilusoria. El mismo Romero, pocos meses antes de su muerte, en las conversaciones que mantuvo con Félix Luna, declaraba no entender, por inútiles, las variaciones “contrafactuales” de esas historias alternativas que imaginaban (e imaginan) algunos historiadores. Qué hubiese ocurrido si…: en los hechos, nada; y son los hechos y la representación que los actores hacen de ellos -sobre todo aquellos capaces de revivir el pasado a través de la palabra escrita del testigo y de quien recrea mediante su imaginación aquellos escenarios- los que fueron delineando en el curso de cuatro décadas, codo a codo con el compromiso cívico, el perfil de esa vida con sus resultados y programas, siempre pendientes, volcados hacia el futuro.
Desatar los nudos de la historia: en el Epílogo a El ciclo de la revolución contemporánea (1956), Romero consigna una cita de Paul Valéry que pinta de cuerpo entero esa intencionalidad. “El porvenir -decía Valéry- no tiene imagen. La historia le proporciona los medios para ser pensado”. Romero apuntaba que “nos ha tocado una edad dura, a la que no sostienen las escondidas certidumbres de Isaías o de Casandra”. Un período, en suma, sin los agarraderos de antaño. “No nos queda, pues, -concluía Romero- para calmar nuestra inquietud sino la reflexión histórica, una reflexión ahincada y tenaz, de cuyos frutos puede esperarse, al menos, esa medida certidumbre que proporciona la inteligencia, apenas eficaz frente a las impensables contingencias del sino histórico.”
Tal vez se entienda mejor esta obsesiva apelación a la inteligencia, extraída de una tríada formada por el pasado, el presente y el porvenir, si reconstruimos la idea que tenía Romero acerca de “la vida histórica”. De esta línea de investigación, felizmente, nos ha quedado un breve artículo recuperado por Luis Alberto Romero en una recopilación de textos de su padre en torno a los problemas del conocimiento histórico ( La vida histórica , 1988). Concepto atrayente y, a la vez, difícil de captar con el golpe de vista de un breve artículo, la vida histórica es algo semejante a la articulación vital de los individuos, grupos, colectividades y naciones a través de la tríada que acabamos de señalar más arriba. La vida histórica alude, obviamente, al pasado, pero no se la puede entender en ausencia de la relación inescindible de cada uno de nosotros con un presente que, inevitablemente, preanuncia un porvenir. El tiempo, el transcurso y el cambio, elementos básicos de la condición humana, se articulan así en tres dimensiones conceptuales con las cuales Romero desarrolló su oficio de historiador: el sujeto histórico, la estructura histórica y el proceso histórico.
Este juego circular entre un punto de partida del conocimiento histórico que, a la vez, es meta de llegada adquiere una tonalidad análoga a la de Domingo F. Sarmiento en el siglo XIX y a la de Henri Pirenne en la última centuria. Para decirlo sin vueltas: tanto Sarmiento como Pirenne forman parte de un conjunto de maestros del ensayo e historiadores profesionales seducidos por el papel que la ciudad desempeña en la historia, por su creación y recreación como producto eminente de la acción humana. En la ciudad, el pasado se transforma según una pluralidad de dialécticas que resiste cualquier forma de reduccionismo. La ciudad es pues sujeto, estructura y proceso abierto en la historia.
El encuadre propuesto debía servir de preámbulo para dar cima a una averiguación ambiciosa, por la densidad y amplitud del tema, acerca del desarrollo de la ciudad en el mundo occidental, desde sus orígenes en la antigüedad tardía hasta abarcar los desenvolvimientos más recientes. No pudo Romero coronar enteramente este proyecto, pero en su lugar nos dejó sus dos mejores libros, ambos inscriptos, como el proyecto primigenio, en un amplio panorama: La revolución burguesa en el mundo feudal y Latinoamérica: las ciudades y las ideas. A Sarmiento le encantaban las metáforas aplicadas a los viajes: viajaban los hombres, viajaban familias y sociedades al conjuro de la inmigración y viajaban también las ideas. Romero nos invita a emprender un viaje semejante en el que, a diferencia del estrépito que estalla en el recorrido de Sarmiento, campea un método preciso y una prosa en plena disposición del arte narrativo.
Es que la ciudad, como realidad histórica y representación ideológica, también viaja: es sujeto de la historia en dos mundos -el viejo y el nuevo-; es el contorno donde se estructuraron en ambos continentes sucesivas formas de conflicto y convivencia; y es el disparador que abrió curso a un proceso urbano -político, social, económico y cultural- que aún no ha concluido. Para desenvolver este argumento, Romero conjugó, en Latinoamérica: las ciudades y las ideas , dos métodos de trabajo. Con el primero, fijó en términos sincrónicos cinco tipos de ciudades: las ciudades hidalgas de Indias, las ciudades criollas, las ciudades patricias, las ciudades burguesas y las ciudades masificadas; con el segundo, introdujo en estos cinco estadios del proceso histórico una dialéctica entre realidad e ideología, designios y resultados no queridos, que exigía de parte del historiador poner a punto el relato de los hechos y el relato de las ideas.
Esta confluencia de dos vertientes clásicas del conocimiento histórico -la sincrónica y la diacrónica- infunde a este libro una resuelta contemporaneidad. El caso de la Argentina es, al respecto, un ejemplo que vale la pena recapitular, sobre todo con relación a los conflictos de nuestros últimos años. La característica principal de la ciudad burguesa y de la ciudad masificada en nuestro país es que en ellas se desencadena un proceso “aluvial”, como lo denominó Romero en 1946 en su ensayo Las ideas políticas en Argentina . Aluvial por el formidable impacto de dos procesos de inmigración (el primero proveniente de Europa; el segundo de nuestro mundo rural y el de los países limítrofes) que transformaron nuestras ciudades a partir de los dramáticos cambios que sacudieron, en primer lugar, a Buenos Aires y a Rosario.
El adjetivo aluvial se refiere a una afluencia grande de personas. Un aluvión evoca entonces un espacio en el que predomina lo improvisado y lo heterogéneo. Al enfocar con más detalle la trama de nuestras ciudades, Romero subraya con énfasis estos atributos. En las metrópolis de nuestro litoral despuntó hacia 1880 una mudanza de enormes contingentes poblacionales. La “ciudad burguesa” recibió a los inmigrantes de ultramar y cuando todavía ese proceso no había terminado, mientras crujían las estructuras tradicionales de la “ciudad criolla”, se puso en marcha, cincuenta años después, el desplazamiento de las poblaciones rurales que buscaban cobijo en esas ciudades apenas constituidas bajo el apotegma alberdiano de “gobernar es poblar”.
Los efectos de este cambio están a la vista en estos comienzos del siglo XXI. En el paisaje social de las “ciudades masificadas y escindidas” se manifiestan las contradicciones entre dos sociedades contenidas en una misma ciudad. Por un lado, una “sociedad normalizada” según los cánones de una vida con acceso a la propiedad, al trabajo formal, a la educación y al disfrute de los bienes propios de una sociedad avanzada; por otro, una “sociedad anómica”, ubicada más allá de los “abismos sociales” que la separan de la primera, herida por sentimientos de privación. “Contrapuestas las dos sociedades -escribe Romero- en casi todas las metrópolis y ciudades donde se formó una masa de doble origen, externo e interno, la oposición se materializa en el ámbito físico. La metrópolis propiamente dicha es de la sociedad normalizada y los rancheríos de la sociedad anómica, aunque, en el fondo, los dos ámbitos están integrados y no podrían vivir el uno sin el otro. Son dos hermanos enemigos que se ven obligados a integrarse, como las sociedades que los habitan. Pero del enfrentamiento a la integración hay un largo trecho que sólo puede recorrerse en un largo tiempo”.
Hacia los años 1976-1977, Romero tenía la impresión de que en ese “largo trecho” podría atisbarse alguna forma de integración social -para nada resuelta en el plano político- que abriría curso a situaciones quizás más homogéneas. En realidad, esa hipótesis tuvo que confrontar fenómenos mucho más brutales de carácter político, ideológico y social. Las ciudades masificadas son hoy más numerosas que hace treinta años, mientras se acentúa en ellas la brecha entre la sociedad normalizada y la sociedad anómica bajo el impacto de dos décadas de crisis económicas. De ello derivó también la hostilidad entre esos dos sujetos, traducida en la llamada crisis de seguridad y en las nuevas formas de vida de quienes se parapetan tras el cerco de los barrios cerrados o de las villas miseria. Sociedad de “yuxtaposición de guetos” pertenecientes, respectivamente, a los “normalizados” y a los “anómicos”.
La paradoja de esta ciudad del siglo XXI, que lamentablemente Romero no pudo analizar, es el avance relativo de la legitimidad democrática en medio de esas desigualdades crecientes. Fue un fenómeno acaso imprevisible que, sin embargo, ofrece la oportunidad de pintar el cuadro de un nuevo reformismo, como Romero preconizaba. “Yo soy -decía- un reformista nato”: un reformista situado en la vena de su contemporáneo Norberto Bobbio, en la turbulenta esfera de confluencia de la tradición liberal-democrática con la tradición socialista.
Esta visión de la buena sociedad con el mejor de los regímenes posibles o, como él solía declarar, este conocimiento de los “bienes de la cultura” entre los cuales sobresale “la significación eminente de la vida humana” requería el concurso de un humanismo “moderno, pluralista y crítico”, que “no es ni repetir un humanismo escolástico, ni repetir el humanismo renacentista y ni siquiera es repetir el humanismo de la ilustración”. Es -decía Romero en 1976- “el humanismo que está sin hacer, que no tiene fórmulas canónicas, pero que constituye, en última instancia, la preocupación fundamental de todos los que tienen inquietudes por el destino del mundo”.
De la experiencia de la vida histórica en el escenario contradictorio de las ciudades masificadas, han nacido estas reflexiones. Sería oportuno hacerlas nuestras para insuflar en la democracia el suplemento reformista que reclama con urgencia. Este fue el propósito de José Luis Romero, historiador y ciudadano.