RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ
Al plantearse la sugestiva pregunta de “¿Quién es el burgués?”,[1] José Luis Romero, agudo sociólogo bonaerense, ha desarrollado una de las tesis de mayor interés y oportunidad en los días que corren. Dentro de su lúcida síntesis nos hace asistir a la trayectoria de este espécimen de la cultura social de Occidente desde los tiempos en que comienza a perfilarse la lucha de los intereses y doctrinas entre la aristocracia feudal y las clases que aquella consideraba inferiores, hasta que, fijadas las posiciones definitivas, la burguesía y el proletariado dejan de ser compañeros de ruta para convertirse en antagonistas.
Los acontecimientos cruciales de aquella pugna entre el viejo régimen y la burguesía ya desarrollada son, como se sabe, la Independencia de Norteamérica y la Revolución Francesa, ocurridos ambos en el siglo XVIII. Haciendo caso omiso de los matices mentales que diferenciaron a unos burgueses de otros, esto es, sin entrar en disquisiciones sobre el grado de cultura, de sensibilidad o de imaginación que pudieron distinguir a Newton de un Voltaire y de un Franklin, existe una clase burguesa cuyos intereses ostentan una fisonomía inconfundible y cuya filosofía liberal se nutre en el humanismo renacentista. A esta filosofía se adhirieron las clases trabajadoras del siglo XVIII cuyas fuerzas, muy débiles todavía, solo podían ofrecer a la revolución que se estaba gestando sus confusos anhelos de independencia y sus simpatías por los hermosos principios de libertad, igualdad y fraternidad entonces en auge.
Necesariamente, de un movimiento de ideas tan extraordinario, de un evangelio que venía a transformar la concepción de la sociedad y a abrir un nuevo cauce a la historia, había de surgir un tipo de intelectual particularmente brillante, en cuyos humanitarios conceptos quedaban íntimamente relacionados el progreso científico, el dominio de la razón y el sentimiento del bienestar colectivo con la ventura del individuo y el irrestricto reconocimiento del albedrio personal. A este personaje de formación idealista estaba encomendada una gran tarea de difusión y proselitismo, al mismo tiempo que la de embellecer el Empíreo burgués consagrando sus bellas conquistas, como el estadio definitivo de la justicia y la dignidad en el mundo. Su misión no era, pues, únicamente la de entender e interpretar – intellego – sino también la de consagrar. Era la función de un arúspice o sacerdote de nuevo tipo.
Mas he allí que la lucha no había terminado. En las jornadas de 1830, de las que surge el burgués victorioso y afianzado en su predominio, vemos producirse cambios tan trascendentes que de ellos resulta un nuevo orden de pensamiento substancialmente reñido con el pasado, y esto gracias a innovaciones que había propiciado la burguesía precisamente, tales como la aplicación del desarrollo de los descubrimientos científicos y la utilización de maquinaria a la industria, las nuevas técnicas en el trabajo y en la vida social. El que vemos surgir de este nuevo movimiento es un tipo de intelectual que difiere no poco de aquel idealista del siglo XVIII que todo lo refería al puro humanitarismo y cuya concepción del derecho era la imagen de un universo colmado de gracias, impecable en sus proyecciones teóricas pero ajeno a las fuerzas ocultas que se habían puesto en acción con las masas preteridas y sojuzgadas. Muy penetrantemente estudia Romero las fases de este proceso, lo que hace en otro de sus ensayos[2]. En cuanto a sus pormenores sobre la revolución burguesa, tan minucioso se muestra en su análisis que nos habla hasta de la conducta de los artistas, quienes aliados con el burgués en los primeros tiempos de lucha lo abandonaron y ridiculizaron después en análogos términos a como lo hicieran antes los aristócratas. Cosa que no había de importarle mucho pues a poco se le vería nuevamente jugando su juego de persona liberal y altruista, halagando a intelectuales y artistas para ponerlos a su servicio, al mismo tiempo que coqueteaba con las rancias aristocracias y trataba de convertir las riquezas de las naciones en privilegios de su casta.
El burgués fue revolucionario en 1789 y en 1830. Triunfó, consagro sus principios y quedó satisfecho. Pero las masas no quedaron contentas con eso porque ellas en realidad no habían alcanzado su meta. Como no es mi propósito especular aquí acerca de los objetivos finales de las doctrinas en pugna ni predecir si el mundo marcha hacia una sociedad sin clases o hacia una gran transacción que ponga cese a los conflictos de estas, me limitaré a examinar ciertos hechos que bastan a mi propósito por cuanto resultan congruentes con mi manera de apreciar al intelectual en los días que corren.
Evidentemente las corrientes que rigen el mundo de nuestro tiempo han cambiado mucho. Este cambio es tan radical que casi nada hay en ellas que recuerde no ya las concepciones del siglo XVIII, pero ni siquiera las de cien años atrás. ¿Es qué estos movimientos se orientan en todos los casos en el sentido de la injusticia? Yo no lo creo. Hasta cierto momento, no muy lejano del que vivimos, los criterios que orientaban estas contiendas parecían tan inconciliables que toda sugestión de matiz, toda concepción de zonas de entendimiento y de fórmulas de equilibrio se consideraban como utopías peligrosas. Sin embargo, una nueva orientación de las ideas y los acontecimientos ha venido a mostrarnos un panorama distinto. Esto ya es suficiente para demostrar que la ley sustantiva de las sociedades humanas no es el estatismo, la inmovilidad, sino el progreso; y como el progreso no lo realiza hoy una sola clase ni una sola fuerza – llámese capital, técnica o trabajo –, he aquí que no puede preterirse ninguno de esos factores sin que ello redunde en desequilibrio y atraso en la sociedad.
¿Cómo se comporta el intelectual ante este fenómeno? ¿Cómo reacciona en sus sentimientos e ideas? Para responder a semejantes preguntas nos vemos arrastrados a una consideración previa que resulta curiosa y en cierto modo desconcertante. Tenemos que interrogarnos si se puede seguir enfocando a este espécimen de la cultura moderna dentro de la misma acepción que se le asignaba hasta los comienzos del siglo presente, o si hay que mirarlo desde otra vertiente.
Según el Diccionario de la Real Academia Española – 3ª acepción del articulo –, el intelectual es un personaje “dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras”. Pero ¿hasta dónde alcanza, socialmente considerada, esta definición? Naturalmente, la Academia nos dice que es un intelectual en su forma que podemos llamar externa, adjetiva, pero no cómo está constituida su mente ni como debe pensar para cumplir su misión rectamente. A un hombre de ciencia le basta hacer buena ciencia sin necesidad de preguntarse a quien beneficia con ello; a un profesor le basta enseñar a sus alumnos todo aquello que constituye el programa de su materia; pero ¿cuál ha de ser la conducta de ese hombre de letras sui generis cuya función substancial en la vida es la de inteligir y difundir las ideas?
El interrogante es peliagudo, no hay duda, pero inevitable su planteamiento. Lo impone una época en la que hechos incontenibles de carácter social, político y económico nos colocan ante un panorama radicalmente distinto al de hace cien años. ¿Quién es hoy el intelectual? ¿Lo es ese personaje añorante, de sentimientos anacrónicamente burgueses, que contempla la historia como un espejo vuelto al pasado, y que no advierte, o no parece advertir, los cambios operados en el propio universo burgués; o ese otro que, plantado en la realidad de su tiempo, acepta las mutaciones impuestas por el progreso?
La contestación parece dárnosla ya los propios acontecimientos: el primero, el pensador añorante, va camino de convertirse en una figura de museo, mientras que el segundo, entregado al oleaje de las ideas de su época, comparte con los hombres que hacen la historia las responsabilidades que tal acción apareja.
[1] En El Nacional, Caracas, 18 de marzo de 1954.
[2] Las Masas en Ascenso, Ibídem