Un panorama del peronismo

CÉSAR FERNANDEZ MORENO

En 1946 se publicaba en México (hubiera sido ya difícil hacerlo en Buenos Aires), Las ideas políticas en Argentina, de José Luis Romero. Era un libro breve, conciso, claro, que sistematizaba la evolución política de la República, desde sus orígenes coloniales hasta la revolución de 1930.

La historia se dividía en tres grandes partes: era colonial, era criolla, era aluvial. La primera comprendía dos etapas: la de los Austria (siglos XVI y XVII), en la que predominó el espíritu autoritario de esta dinastía, y la de los Borbones (hasta 1810), en que comenzó a alzarse el espíritu liberal.

Las dos restantes eras pertenecen al siglo XIX y XX, y estaban divididas en 1880 por la irrupción inmigratoria: la era criolla antes de ella, la era aluvial después.

La era criolla comprende diversos períodos: entre 1810 y 1820 predomina un pensamiento democrático doctrinario, liberal y centralista; entre 1820 y 1826, con la anarquía, domina una democracia inorgánica, traducida en un sentimiento autoritario y federalista. Tras un breve paréntesis en que el pensamiento liberal intenta nuevamente adueñarse de los destinos del país, triunfa con Rosas, entre 1827 y 1852, la forma más aguda de la democracia inorgánica. Con la caída de Rosas, se impone entre 1852 y 1880 una manera de pensar realista y conciliadora que logrará por fin la organización del país.

Es entonces, cuando se inicia la era aluvial, a su vez dividida en dos periodos: durante el primero (1880 – 1916) transcurre la línea del liberalismo conservador; entre 1916 y la revolución de 1930 triunfa la línea de la democracia popular, concretada en el radicalismo.

Esto es un esquema; como tal, inexacto, pues un esquema es a la realidad lo que la raspa al racimo. Pero tiene también las virtudes de los esquemas; es claro y útil, se recuerda, permite imputar los infinitos ítems de la realidad a cada compartimento conceptual.

Romero terminaba su libro de 1946 (momento crucial en la evolución del peronismo) con un epílogo sobre “los interrogantes del ciclo inconcluso”, donde expresaba sus dudas acerca del porvenir de la nación: “el alma argentina constituye un enigma porque la personalidad colectiva del país se halla en plena elaboración”; hacia constar que tanto el liberalismo conservador como la democracia popular habían desencantado a las masas (dejando entrever que este desencanto había conducido a Perón); señalaba la creciente influencia de las ideas mundiales sobre las argentinas (especialmente de las doctrinas totalitarias); marcaba con un interrogante la evolución del comunismo; y, hombre de partido al fin, declaraba que la salvación estaba en la democracia socialista.

Diez años después, el Fondo de Cultura Económica nos ha dado la segunda edición de la Historia de Romero. Vamos a ella con enorme interés: la evolución trágica del peronismo, la revolución de 1955, nos llevan a esperar con impaciencia las conclusiones que Romero extraerá siguiendo las líneas de su planteo general. Encontramos, en efecto, un capítulo nuevo: La línea del fascismo, donde el autor analiza por fin ese período 1930-1955 que había quedado afuera de la primera edición.

Los veinticinco años que describe el nuevo capítulo comprenden, a su vez, dos períodos que merecen muy desigual tratamiento por parte del autor. El primero, que va de 1930 a 1943 (entre dos revoluciones o golpes de estado), es objeto de un convincente análisis, que arranca de las ideas corporativas de Uriburu jefe de aquel movimiento, relata el fracaso de éstas y el entronizamiento del régimen oligárquico fraudulento; la creciente influencia de las ideologías totalitarias europeas a raíz de la guerra de 1939; hasta desembocar en la confusa fuerza que triunfó en 1943, que Romero esquematiza como “la maniobra de salvataje del grupo comprometido con la infiltración nazi, complicado con la prevención de un viraje del gobierno de Castillo hacia los Estados Unidos”.  La impopularidad de esta maniobra habría conducido, para compensarla, a una actitud obrerista, que Perón acentuó más y más en provecho propio, hasta que, “poco a poco, la revolución impopular comenzó a hacerse popular” y pudo hacerse real el estado de tipo fascista soñado desde la revolución de 1930: “una dictadura de masas controladas, apoyada y dirigida desde el aparato del poder”.

Desde este planteo arranca el autor para el análisis de los doce años que abarcan toda la evolución del peronismo (segundo período del capítulo: 1943-1955). Pero su exposición omite hechos muy importantes (entre los ostensibles, el análisis de la Constitución de 1949 y los planes quinquenales de Perón; entre los subterráneos, la génesis de la revolución de 1955); faltan concepciones personales y sobran citas ¡del propio Perón! (como si cada discurso de éste no tuviera su propio contradiscurso, lo que invalida todo indicio que provenga de sus palabras y no de sus hechos).

“La dictadura – dice Romero – constriñó prácticamente la libre expresión de ideas precisamente porque todo el corpulento armazón que la sostenía no resistía el más leve examen crítico”.  Este examen crítico es justamente el que sentimos nosotros que falta en el análisis de Romero. Tenemos el derecho y la obligación de exigir de su clara mentalidad la consideración y elucidación de algunos aspectos de la que acaba de pasarnos, tales como los que sumariamente exponemos a continuación, extrayéndolos de algunos apuntes que escribiéramos para nuestro propio manejo después de leer la edición de 1946.

La línea de la democracia popular

Para juzgar este capítulo de Romero sobre el último cuarto de siglo en la Argentina, debemos entroncarlo con los ocho anteriores. Todo su libro está estructurado sobre una división dicotómica: la democracia, común denominador de la vida política argentina, es dividida por Romero en inorgánica y doctrinaria. En la era criolla, la democracia doctrinaria de la revolución porteña de 1810 es continuadora directa de las tendencias liberales de los Borbones; mientras la democracia inorgánica de la anarquía y Rosas recibe del gobierno colonial de los Austria la fórmula de su espíritu autoritario madurado en la soledad de los campos. Finalizada la era criolla y antes de llegar a la aluvial, se interpone hacia 1880 la línea realista y conciliatoria, que no es una tercera línea sino el resultado transaccional de las dos anteriores; líneas que, tras las sacudidas gestatorias del país, logra finalmente darle forma. Después de 1880 – ya en plena era aluvial – reaparecerá el mismo par de tendencias: la democracia doctrinaria es ahora liberalismo conservador; la democracia inorgánica (antes tipificada por Rosas, autoritario) se llama ahora para Romero democracia popular (tipificada por el menos autoritario Irigoyen). “La democracia popular – dice Romero – nació como una aspiración en el seno del conglomerado criollo-inmigratorio y adquirió forma y sentido de movimiento político por obra de otros grupos que se aprestaron a la lucha contra la oligarquía encabezando aquella masa, informe e insegura en sus convicciones e ideales”. Esta aspiración del conglomerado criollo inmigratorio parece simplemente heredera de aquel “sentimiento” de las “masas populares” que definió a la democracia inorgánica. Así como los caudillos, por “afinidad con las masas populares”, dieron realidad política a este sentimiento vago, Irigoyen y su partido fueron, sin duda, quienes dieron forma y finalmente el poder a esas vagas convicciones e ideales (sin perjuicio de la complicada composición de las fuerzas populares, escindidas hacia 1890 en una serie de variantes, entre ellas el partido socialista de dónde emerge Romero).

Hasta aquí la estructura del libro era clara. Pero llega este capítulo adicional y Romero habla de “línea fascista” primero y luego de “línea peronista” como continuadora de aquella en un común nacionalismo. En conjunto Romero las presenta como una tercera línea, reservando la línea democrática popular para los partidos que siguieron opositores de Perón. Aquí está – creemos – el error. El autor no alcanza a justificar el trazado de esta tercera línea, pues el peronismo, según su naturaleza, puede y debió ser englobado por Romero en la línea de la democracia popular.

Ninguna palabra mas adecuada que “peronismo” para designar la fuerza política que encabezaba su prefijo, pues su cohesión era debida exclusivamente a la figura de Perón. Figura de características complejas, propia de la situación que él conducía, que alguna vez sintetizó (en su barroquismo oratorio de efectistas oposiciones) como “gobernar el desorden”. En primer lugar, Perón asumía las principales características de los caudillos: ambición; personalismo absorbente; autoridad omnímoda sobre sus huestes políticas; suposición de cierto poder misterioso y providencial; postulación de su excelencia en las virtudes atribuidas a la masa (el trabajador N°1, el primer afiliado al partido; “Perón es el más macho”, según “opinaban” en un tiempo los muros de Buenos Aires que Borges vio, antes, opinar “Irigoyen”). Pero junto a estas dotes que diríamos intuitivas, el caudillo se complace esta vez en demostrar otras, más racionales: se presenta como el primer gobernante planificador en la Argentina en lo que pretende diferenciarse de Irigoyen; busca el apoyo – que se le niega – de los centros intelectuales y gusta presentarse y hablar ante ellos como para demostrar que no sólo dominaba el lenguaje de las masas. Es decir que no se trata, solamente, de la ambivalencia militar-popular que Romero subraya en la oratoria de Perón, sino más bien de una multiplicidad de máscaras que lo presenta como una figura verdaderamente hueca y maléfica, presta a destilar frente a cada auditor de su palabra los jarabes que convengan para obtener una aquiescencia incondicional.

Este hecho central – Perón –, más el análisis que a continuación intentamos de las fuerzas que lo apoyaron, como así de su acción jurídica, política y económica, llevan a la certeza de que Perón es el continuador (con lamentables variantes) de la línea democrática popular de Irigoyen que el libro de Romero señala a su vez claramente como heredera de la democracia inorgánica de Rosas. Cuando Uriburu liquidó al radicalismo de Irigoyen, fue su preocupación impedir que los bandos políticos sobrevivientes se repartieran “los despojos del partido caído”. Por ser Perón heredero de la revolución de 1943 que derrocó a la secuela de Uriburu, se apoyaba sobre parte de esos mismos despojos y también quiso apropiarse del resto, presentándose como un Irigoyen redivivo, así como éste pudo representar un Rosas redivivo. Esta línea Rosas – Irigoyen – Perón tiene, además, otra clara vertebración: el predominio político del concepto de nación sobre el concepto de individuo.

Al designar como fascista la línea que siguió Perón, Romero toma lo episódico en ella, su raíz extranjera apoyada por los grupos oligárquicos desplazados y por la tradicional injerencia militar en la política del país. Olvida, en cambio, lo esencial: el apoyo de las clases bajas al movimiento peronista, ese hecho que el propio Romero apunta: que la revolución de 1943, impopular al principio, se hiciera luego popular, que Perón y su mujer llegaran a estar realmente en “el corazón del pueblo”, como decía de Rosas su enemigo Alberdi y los Perón de sí mismos. Es indudable que Perón, dada su personalidad nata y su educación militar y política, imitó la doble cara “revolucionaria y reaccionaria a un tiempo” del fascismo; pero también es cierto que debajo de esta tapa bullía el sentimiento popular que impulsó siempre la línea de nuestras democracias inorgánicas. No hay, pues, tercera línea: entre 1943 y 1955 se dan, juntos, los dos elementos esenciales de nuestra democracia inorgánica: el pueblo (los económicamente inferiores, los que ambiguamente son denominados “trabajadores” por los políticos que se los “trabajan”), y el caudillo. Otra cosa es que el nuevo caudillo, con sus hambres personales y sus indigestiones fascistas, haya subvertido grotescamente esa fuerza popular. El ritmo de la historia argentina sigue con Perón, no se interrumpe, como la supuesta línea fascista lo sugiere, con la interpolación de una fuerza extraña.

Parecería que Romero incurre en esta inconsecuencia con su propio esquema para salvar a los partidos populares (y, entre ellos, al suyo propio) del desastre político-moral de nuestro primer medio siglo XX, disimulando así la real captación de las masas que el peronismo realizó a expensas de aquellos partidos. “El golpe maestro de Perón – dice Romero – fue englobar a todos los partidos populares del país en la responsabilidad de la situación propia de ese instante, que en rigor no correspondía nada más que a los grupos de derecha”. Esto parece cierto a primera vista. Pero, a segunda vista, Irigoyen (popular de la izquierda), ¿no había conducido al desgobierno? Y, durante la “etapa de la democracia fraudulenta”, ¿no registra el propio autor “la aglutinación de ciertos grupos radicales llamados antipersonalistas, de típica mentalidad conservadora”, y la división del mismo radicalismo con el grupo de Alvear, “indiscutiblemente democrático pero menos sensible a las inquietudes de la masa”, y la alianza de los demócratas progresistas con los socialistas, siendo este partido obligado así “a virar un poco hacia la derecha”? Como consecuencia de todo esto, declara Romero que “el panorama del país durante la etapa de la democracia fraudulenta mostró una disminución del sentimiento cívico y un retraimiento de todas las fuerzas progresistas y capaces de provocar un avance social”. La responsabilidad era, en rigor, total, y, en rigor, se explicaba que las masas (incluyendo considerables sectores provenientes de los partidos preexistentes) hubieran caído en un “profundo desaliento” y dieran crédito a quien venía de afuera con la promesa de curarlo todo mágicamente.

Fuerzas que apoyaron a Perón

Pueden dividirse los contingentes políticos que apoyaron a Perón en fuerzas ya organizadas y copadas por éste, y fuerzas organizadas por él a base de elementos neutros o indiferentes. Entre las primeras: parte del radicalismo, el nacionalismo, parte del conservadorismo y del socialismo. Entre las segundas lo que específicamente se llamó laborismo, pronto desenmascarado y bautizado abiertamente como lo que era: partido peronista.

Desde el primer momento comprendió Perón que le convenía buscar adeptos en el radicalismo irigoyenista, por representar éste la tradición más cuantiosa de la democracia inorgánica. A desintegrar los cuadros radicales de la oposición tendieron, mediante el ofrecimiento de puestos públicos de responsabilidad (sobre todo al frente de los municipios) los interventores en las provincias, a fines del gobierno de facto 1943 – 1946. Imitación consciente o inconsciente de Irigoyen con muchos de los gestos del mismo Perón, su intríngulis lógico o expresivo, su mesianismo. El resultado de esta política fue tal vez más eficaz en las filas populares que en las directrices del radicalismo; pero en general puede decirse que esta campaña dio por corolario resquebrajar la unidad del radicalismo y, en suma, aminorar su influencia en la vida política argentina.

El nacionalismo, cuyos orígenes bien describe Romero, a medias prohijado por el conservadorismo local más reaccionario y la inducción de los totalitarismos extranjeros, se sintió fuertemente atraído por la política de Perón. Además del caudillismo intrínseco de éste, que satisface el deseo nacionalista de un conductor fuerte, pesan los puntos concretos que Perón toma de la doctrina nacionalista, aunque los ejecuta a su personal estilo: recuperación de servicios públicos, estatización de la economía, inicial catolicismo, pactos con Franco, política social, militarismo.

Laborismo se llamó en un principio la fuerza original de Perón, constituida con la masa obrera dirigida desde los sindicatos más o menos oficializados. Circunstancialmente, prestaron adhesión a esta fuera elementos aparentemente tan contradictorios como los conservadores – de la Provincia de Buenos Aires, especialmente –, para quienes Perón era el único medio de eludir el castigo que contra ellos reclamaban sus tradicionales enemigos radicales. La posterior escisión del caudillo obrero Cipriano Reyes hizo que este nombre de laborismo – adoptando en el momento del triunfo electoral del movimiento homónimo inglés – fuera sustituido por el de peronismo, quedando aquél como una fracción primero disidente y luego aniquilada, renacida ahora al amparo de la revolución de 1955.

Detrás de estas formas políticas latía una serie de fuerzas sociales. En primer lugar el ejército, agente originario que permitió la ascensión de Perón al poder; éste supo eliminar de él a todos los elementos adversos y mantener satisfecho al resto con importantes mejoras en sus remuneraciones y privilegios. La administración pública, implacablemente depurada desde el primer momento de la revolución de 1943, primero con fines administrativos y luego desembozadamente políticos, y encauzada de inmediato hacia la prepotencia y la corrupción, aseguró a Perón el control de esa masa tan numerosa, aunque tan tibia y cambiante en sus adhesiones. Ciertos núcleos industriales, formados por hombres como Miranda o Lagomarsino, quienes advirtieron en su momento que acompañar a Perón les brindaba ilimitadas posibilidades de lucro, aprovechando la retracción de los grupos patronales y la excelente posición que tal actitud les deparaba ante su propio personal obrero. Los católicos (a quienes Romero olvida) quedan para el final; ellos siguieron frente a Perón su tradicional política en todo tiempo y espacio: apoyarlo  mientras sirvió a sus principios, abandonarlo cuando su apartó de ellos: despierta así la insana soberbia de aquél, quedaron enfrentadas la religión espiritual de occidente con el sucedáneo de religión política local atizado por Perón, hasta llegar a ser el catolicismo una de las cuñas principales que derribaron de su pedestal a quien comenzaba ya a postularse como una especie de antipapa.

Pero los proletarios son, empero, la verdadera columna del caudillo, como lo fueron en las precedentes encarnaciones históricas de nuestra democracia inorgánica. Ellos, que habían conocido del socialismo de estado poco más que los básicos beneficios que pudo suministrarles el partido socialista desde su posición minoritaria, le debieron a Perón, mientras la inflación no hizo ilusoria esa ventaja, el mejoramiento de su standard de vida. Pero le debieron más: una conciencia de clase que, favorecida por la política demagógica de Perón, llegó a un hipertrofiado y hasta insolente sentimiento de su importancia dentro del cuerpo social. Hasta tal punto que el propio líder debió dar marcha atrás a su ilimitada política de adulación, y pedir, rogar al trabajador que cumpliera con la fase de la producción a su cargo. Así nació en los labios de Perón el célebre y reiterativo slogan de “trabajar, trabajar y trabajar”, cuando se vio acorralado por los resultados negativos de su política económica. Fue con la masa proletaria que Perón mantuvo esa eléctrica, magnética relación instintiva que no escapa a Romero. Cuando la sintió aflojar, dio el voto a la mujer, es decir: aumentó la dosis de instinto frente a las urnas.

Así, crecientemente  apoyado en la masa, Perón necesitó definir y separar las clases sociales argentinas, y lo hizo: por un lado los proletarios o “descamisados”, y por otro los “oligarcas”, aceptando el léxico popularizado en aquellos tiempos. A los descamisados correspondió el ascenso al poder y lo ejercitaron en alguna medida a través de la cambiante voluntad de su caudillo, que pretendía representar fielmente los anhelos de la masa. Esto sólo fue cierto en cuanto coincidía con sus personales intereses, superposición que fue disminuyendo hasta desaparecer sin remisión en el desquicio psicológico del crepúsculo peroniano.

La composición de este pueblo que siguió a Perón era compleja. En primer lugar, el elemento industrial del país, sea principalmente el “gran Buenos Aires”, que nutrió la masa actuante del triste 17 de octubre de 1945, masa que, sobre los caracteres locales que ya le atribuyó Echeverría, ha adquirido los universales contemporáneamente propios de los centros industriales. En segundo lugar, el proletariado rural, favorecido formalmente por el estatuto del peón y por las leyes de congelación de arrendamientos y suspensión de desalojos que, prácticamente, transfirieron la disposición efectiva de los campos a sus arrendatarios o aparceros. Por último, un numeroso sector de la clase media, aproximada a la proletaria por efectos de la inflación. En el caso de los empleados públicos, su virtual proletarización se debió a los menores aumentos de sueldos que obtuvieron a raíz de estar su acción sindical trabada por su condición de servidores del estado.

La vasta infiltración peronista (que sólo dejó fuera de sus tentáculos a las clases más defendidas, sea por su dinero o por su educación), hubiera hecho necesario que Romero la describiera, en su génesis y en sus límites, y en su desarrollo, parálisis y represión, hasta desembocar en la revolución libertadora.

Derecho, política y economía del peronismo

Poco o nada nos dice Romero de la estructura jurídica con que Perón gobernó. Es verdad que, en gran medida, esa estructura fue aparente; divorcio entre los papeles y la realidad que es tradición nacional proveniente de la colonia, como el autor bien lo analiza en los primeros capítulos de su obra. Pero la subversión peroniana del derecho argentino fue tal – en la letra y en el espíritu – que su enunciado es parte indispensable en la descripción del fenómeno peronista.

La primera y fundamental característica política de Perón ha sido el personalismo presidencial, consagrado en nuestros poderes ejecutivos por los hechos y el derecho (incluyendo la constitución de 1853). Con toda deliberación, Perón acentuó este antecedente, rodeándose de hombres sin volumen intelectual, político ni ético para la función refrendataria, y aumentando en cambio el número de ministerios al crecer las funciones del ejecutivo a expensas del federalismo y de la actividad privada. Presidente, jefe y bautista del partido, la autoridad de Perón se extendió progresivamente a los tres poderes y a las catorce provincias, más sus municipios.

El poder legislativo, donde fue abrumadora la mayoría del oficialismo, se compuso de legisladores sin personalidad. En cierto modo, fue una parodia del congreso corporativo pensado por Uriburu, dada su composición por desteñidos representantes sindicales asiduamente permeables a las sugestiones del ejecutivo (estas “mayorías regimentadas” ya fueron reprochadas a Irigoyen).  El poder administrador, a su vez, ha extendido en proporciones extraordinarias sus normales funciones colegislativas. Son ejemplo típico en este sentido los planes quinquenales, leyes de leyes, prácticamente constitucionales, que delegaban en el ejecutivo casi todo el poder del legislativo, bajo la apariencia de autorizaciones y remisiones a la reglamentación.

El poder judicial, renovado en su totalidad por las autoridades de facto anteriores a 1946, y luego mediante el juicio político a la Suprema Corte, cuya validez hoy se discute, y pertrechado luego con hombres adictos, llegó a perder todo prestigio y erigirse en un mero auxiliar de la política ejecutiva.

Los gobernadores de provincia – continuadores del discrecionalismo de los interventores federales –, siguieron al pie de la letra la política nacional. La temprana intervención a Corrientes puso fin al último reducto opositor. Las viejas provincias y las nuevas, de fácil creación y serviles nombres, dependieron crecientemente desde el punto de vista rentístico de las autoridades federales; por fin, no tuvieron en el gobierno más gravitación que cualquier repartición ministerial. Los municipios fueron conducidos durante largo tiempo por comisionados designados por el poder ejecutivo. La municipalidad de Buenos Aires perdió toda órbita propia de acción. Las entidades autárquicas quedaron reducidas al mínimo, siendo ejemplo flagrante, por lo que ello significa de sujeción cultural, la subordinación de las universidades a un régimen centralista, seguida progresivamente por la extinción de todas las entidades culturales privadas.

La centralización institucional fue así completa, y masiva la concentración del poder, complementada en lo económico por los dos grandes organismos obrero y patronal. En términos simples, llegóse a la definitiva eliminación de todo sentimiento federalista (culminación ésta de un largo proceso que la propia Historia de Romero transparenta en sus capítulos anteriores), y a la negación del esencial principio republicano de la división de poderes. Puede imaginarse que habrá sido de las garantías individuales en este cuadro, por lo que no debemos asombrarnos de las torturas policiales sino más bien de las vidas que, sin duda por falta de audacia o de tiempo, el régimen no alcanzó a cortar impunemente.

Por lo demás, el oficialismo apeló a cuantos resortes tuvo en sus manos para afirmar esta situación política. Los sindicatos que se tecleaban desde el ministerio de Trabajo estaban estructurados como entidades políticas y como tales funcionaban. La educación – en sus tres etapas – fue empleada con un descarado sentido político, y éste fue el campo de batalla donde el Estado después de las iniciales concesiones a la enseñanza religiosa, chocó con los católicos, también interesados en educar a los hombres desde su inmadurez. La prensa – creada o adquirida – y sus renovados anejos propagandísticos – radio, cine, televisión – fueron objeto de implacable monopolio, siendo así que representan la educación postescolar de la mayoría de los habitantes del país.

Algo debió decirnos también el libro de Romero sobre la economía peroníaca. Por ejemplo, el aumento de imposición discriminatoria contra las clases más pudientes; la regulación total de la economía del país desde los organismos oficiales creados al efecto, siguiendo en esto el claro pensamiento de Irigoyen que Romero glosa. Y como innovación decisiva, la de sumar al conocido estado industrial el nuevo estado comerciante que, monopolizando el cambio exterior, compra la producción total del país para venderla en el extranjero con amplio margen de ganancia.

En el orden financiero, los ingresos en esta forma obtenidos permiten presupuestos elevadísimos donde, junto a la adquisición y montaje por cuenta estatal de servicios públicos, costosas obras públicas, mejoras de sueldos y políticas crediticia exigidos por la inflación, alternan gastos indiscriminados y de propaganda gubernamental. Como lógica consecuencia del manejo por funcionarios inmorales de tan cuantiosos intereses, nace el fabuloso enriquecimiento de los políticos, funcionarios y hombres de confianza que trabajosamente va poniendo hoy en claro la Junta de Recuperación Patrimonial.

La nota económica que resume todas las anteriores es que Perón practicó un evidente socialismo de estado, forma de transacción entre la sociedad capitalista y la comunista; modalidad económica que, en lo político, conduce a un inevitable autoritarismo por concentración de poder, dada la multiplicidad de resortes que pone en manos del gobierno. Autoritarismo que se ve reforzado por las actuales condiciones del mundo, que, a partir de 1914, vienen pesando otra vez en nuestro destino como en el período 1810-1820, cuando éramos una colonia en vías de emancipación y nuestra política dependía por tanto estrechamente de los acontecimientos europeos: la posible transición a una nueva guerra o a alguna forma de interconexión mundial, conduce a la exacerbación de los sentimientos localistas y a defenderlos ante las demás naciones mediante un ejecutivo fuerte.

Un ritmo y conclusiones

Queda así como acierto central de Romero (desvirtuado por él mismo en su nuevo capítulo), la partición de las potencias aglutinantes de lo argentino en dos: la democracia inorgánica, nacida de la fuerza de los hechos  (masa más caudillo, como esquema general); la democracia doctrinaria, que frente a los hechos significó la fuerza del derecho, o sea el pensamiento que se opone al mero fluir de los sucesos (el conservadorismo, con su programa de contener los cambios, es arquetípico de esta actitud). El proceso político-social de la Argentina presenta así un ritmo regular, diástole y sístole que se integra, alternativamente: primero, por un borbollón de hechos a cargo de la ruda realidad vivida, principalmente por las clases sumergidas (para quienes la realidad es siempre inmediatamente más ruda); y luego, por un período de ordenación transaccional a cargo del pensamiento, representado habitualmente por las clases cultas y ricas.

Un rápido desfile de nuestra historia así lo certifica. Hechos sensacionales en los siglos XVI y XVII, bajo los Austria: descubrimiento y conquista, establecimiento de la realidad americana a base de la española, antagonizada, un mínimo en el caso argentino, por la población indígena. Ordenación en el siglo iluminista, bajo los Borbones liberales, de quienes son continuadores directos los porteños ilustrados de mayo. Hechos otra vez: el caudillismo, la anarquía y Rosas; procesos que encauzan las fuerzas del proletariado rural. Nueva ordenación con el pensamiento liberal que, transaccional desde 1853, se prolonga hasta 1916 en la línea del liberalismo conservador. Irigoyen, a su vez, es el triunfador representante del hecho inmigratorio que venía produciéndose a partir de 1880. Su caída en 1930 y el periodo oligárquico fraudulento que subsigue hasta 1943 es un paréntesis de ordenación, torcidamente efectuada por quienes han dejado de pensar en el país para pensar en sí mismos, pero que de todas maneras pone al día sectores de realidad: fortificando, por ejemplo, los poderes del estado como es inquietante regla en el mundo contemporáneo. Perón, hijo sorpresivo de la revolución de 1943, aprovecha el redoblado y espontáneo ascenso de la masa, más fuerte que nunca por una reacción elástica a la compresión sufrida, y se sienta con su señora sobre la fuerza irresistible de los hechos.

En cuanto a los partidos para quienes Romero reserva la representación de la vieja línea democrática popular sólo fueron bajo Perón una minoría inoperante de esa línea (por falta de pueblo y de caudillo). Por la presión histórica llegaron a unirse con los integrantes de la línea opuesta (el liberalismo conservador) en la elección de 1946 y en la más eficaz revolución de 1955. Una vez consumada la operación de limpieza, las cosas están volviendo a su viejo cauce dicotómico: la democracia popular, el pueblo económicamente sumergido, buscando representantes menos enfermizos que Perón; y el liberalismo conservador corrido hacia una posición centrista al no poder continuar ya tan por la derecha.

Lo esencial en Perón, según la revisión que acabamos de esbozar, fueron dos fenómenos vinculados entre sí como frente y espalda: su personalismo y su preferencia por la fuerza sobre el derecho. Todo ello condujo a instalar, como eje del estado, la influencia individual del presidente sobre las masas, la que, en vista del desuso de las normas jurídicas, resultó el principal sostén de la estructura nacional. ¿Cómo se llegó a tan monstruosa configuración de lo argentino? Por una degeneración de nuestra inorgánica democracia, por una sobreestimación y empleo inescrupuloso del poder que la forma representativa de gobierno confiere a la mayoría, concentrándolo en una persona que, subvirtiendo su carácter de mandatario común, quiso entregar la mitad de los argentinos como pasto de la otra mitad, siempre que esta última lo sostuviera en el mando.

Es que la condición del éxito para nuestros líderes democráticos, dada nuestra inconsistencia social y política, ha tendido siempre a ser, más que la democracia, la demagogia. La democracia ha impulsado así a dictaduras más o menos perniciosas, que han debido luego ser volteadas por las armas, fuerza que carece de sentido político y resulta excesiva por comparación de la inercia civil frente a la cosa pública. Después de cada golpe militar la masa que apoyaba al caudillo ha quedado flotante, a la deriva, sin imantación política, disputado como botín demagógico por los bandos en pugna. Por ello, la primera reacción post-Perón puede resultar antidemocrática (dado que nuestra democracia inorgánica se ha mostrado despótica a través de Perón), y pro–liberal (como medio de empezar a considerar a la masa como pueblo y no olvidar a cada uno de los individuos que la componen). Pero este pro-liberalismo vacila en cuanto se piensa que, estructurando un gobierno tenue y dada la organización nacional que por lo menos en apariencia conserva el planeta, la Argentina se debilita para alternar con los dos imperios que concentran el poder mundial (y no es que debamos excluir ninguna solución universal para el futuro, sino que a esa solución se debe llegar desde una relación de igualdad y no de sometimiento). Y tambalea en cuanto se recuerda que nuestros liberalismos han tenido como única ventaja sobre las democracias inorgánicas colocar el poder, no ya en un individuo, sino en una seudo – aristocracia pronta a transformarse en rapaz oligarquía. Por vía de democracia o de liberalismo, la floja constitución político–social de nuestro medio nos lleva así a las clásicas corrupciones aristotélicas (demagogia y oligarquía). Volvemos entonces al slogan que resultaría única solución para bonificar cualquier partido: educar al soberano, a la masa ciudadana y sus líderes. Y se cierra el bonito círculo vicioso, pues ¿Quién podrá educarnos sino nosotros mismos, que estamos tan mal educados?

Para responder a estas preguntas, aunque sea con otras, es preciso no olvidar el ritmo que nos enseña la historia argentina: siempre una masa que asciende al poder por mediación de un caudillo más o menos eficaz, más o menos inescrupuloso: la criolla con Rosas; la inmigratoria con Irigoyen y, más histéricamente, con Perón. En el intermedio, estructuración jurídica y compensatoria de estos ascensos, a cargo normalmente de las élites. Los hechos acaban de producirse, y parecería que entramos ahora a una etapa ordenadora. Bueno será que los futuros gobernantes de la Argentina (salgan de un margen o de otro) reconozcan la realidad de estos hechos, canalizándolos y dándoles formas aceptables para todos. Malo será que procuren desconocerlos y hundirlos. Buenos son los esquemas, trazar líneas demarcatorias sobre la confusa realidad. Pero no nos dejen entre líneas a nosotros los argentinos.