El oficio de pensar

Emilio J. Corbière

Dos historiadores argentinos, José Luis Romero y Félix Luna, conversaron durante cinco reuniones sobre el pasado nacional y los problemas actuales de la cultura y de la sociedad. No se trata de un diálogo académico, o de una elaboración de gabinete. Confrontan ideas y proponen reflexiones nuevas para los argentinos de hoy.

Romero, intelectual de prestigio, ex rector de la Universidad de Buenos Aires y ex decano de la Facultad de Filosofía y Letras, expresa una cultura humanista – como señala Luna – que florece en Heidelberg, como en Berkeley, en Salamanca, la Soborna o Buenos Aires, y que “constituye una antigua y persistente elaboración que traduce la continuidad de nuestra civilización”. Pero, por sobre todo, Romero es un hombre comprometido con su época y no un intelectual alejado de la realidad, ajeno a su circunstancia.

Ese afán por una cultura comprometida llevó a Romero a militar políticamente toda su vida, a escribir en plena Guerra Mundial en Argentina Libre como hoy lo hace en la revista de actualidad Redacción. En 1953 fundó Imago Mundi, una publicación donde colaboraron su hermano Francisco, Rodolfo Mondolfo, José Babini, Luis Aznar, Vicente Fatone, Ernesto Esptein, Jorge Romero Brest, Alberto Salas y José Robira Armengol. Junto a esos intelectuales se formó el equipo de los que producirían el despertar de la Universidad argentina en 1955; una época que, a pesar de sus limitaciones, hoy parece legendaria y que se cerró diez años después con una intervención funesta.

Formado Romero en la “nueva escuela histórica argentina”, discípulo de Rómulo Carbia, Diego Luis Molinari, Ricardo Levene, Carlos Heras, Emilio Ravignani y Clemente Ricci, recuerda que el oficio de historiador, ante todo, es el de comprender, es decir, el haber entrevisto cuáles son las distintas posibilidades de interpretación. Comprender al hombre como una entidad histórica – a la manera de Dilthey –, y no como un ente inmutable, una naturaleza o una substancia. Comprender una época, interpretándola apasionadamente. Unir entonces a esa pasión el oficio, porque sin aquélla, el oficio se transforma nada más que en una “manía documentalista”, que bajo un manto de pretendida objetividad científica, en la generalidad de los casos disfraza las ideologías dominantes.

Frente a un tipo de historia descarnada, llena de números y estadísticas, donde la presencia del historiador aparece cada vez menos, y la farragosa o retórica, a la manera de Thiers o Taine, la tendencia actual trataría de lograr una síntesis, basada en los documentos pero también en un estilo profundo y una lógica del relato.

El lector encontrará en este libro incitantes interrogantes y planteos, como qué es y para qué sirve la historia, cuáles son sus límites, qué importancia tiene la elaboración de un proyecto nacional, que es el revisionismo histórico argentino como tendencia intelectual y como movimiento político.

El profesor Romero señala los errores de la “ideología portuaria” de Mitre y puntualiza las diferencias entre una revisión crítica de la historia argentina, y un “revisionismo” instrumentado políticamente al servicio de ideologías autoritarias y tan conservadoras como la de la intelligentsia liberal.

Tanto el liberalismo tradicional como ese “nacionalismo”, que abrevó en las fuentes de un hispanismo clerical y elitista – a la manera de Ramiro de Maeztu, en su Defensa de la Hispanidad – y de un exótico fascismo inspirado en Charles Maurras, ocultaron las raíces históricas nacionales durante décadas.

La historia “objetiva” no existe, una historia que pretenda permanecer al margen de la realidad. Pero sí es necesario un espíritu o conciencia crítica (la del historiador) que permita la comprensión de una época o de un hombre, prescindiendo de esquemas y preconceptos. La tarea historiográfica en ese sentido es eminentemente revisionista.

Así lo entendieron ilustres pensadores, como Adolfo Saldías, y especialmente Juan Agustín García, David Peña, Augusto Bunge, Juan Álvarez (Las guerras civiles argentinas), Juan B. Justo (La teoría científica de la historia y la política argentina) y Jacinto Oddone (El factor económico en nuestras luchas civiles). Romero se inscribe en esta tendencia historicista nacional.

El ex rector de la Universidad de Buenos Aires se define como un socialista reformista y, en este sentido, renueva el juicio crítico formulado hace seis décadas por Juan B. Justo. Si las clases dominantes (y no se refiere solamente a quienes ejercen el poder político y militar en este momento, sino también al conjunto de los grupos de poder que operan en el país) no encuentran salidas oportunas y a tiempo, en cuanto a soluciones efectivas en materia social y política para una sociedad de masas que necesita integrarse, la crisis será inevitable y “el precio será cada vez más caro”. Años antes, otro socialista, el doctor Mario Bravo, había preanunciado en el Parlamento la crisis social de 1945.

Tanto Justo como Bravo fueron voces clamando en el desierto. ¿Será escuchado ahora Romero? ¿O esos mismos sectores harán oídos sordos a todo llamado, a todo clamor, cometiendo el pecado de soberbia del que habla el apóstol Santiago? (Epístolas de Santiago, 5.1.).

El aporte más original que realiza Romero a través de esta charla coloquial es su proposición de una teoría de la dinámica histórica. Cree que esa dinámica es un juego entre la realidad y las ideas, múltiple y diversas, que son interpretaciones de la realidad y al mismo tiempo proyectos – utópicos o practicables – para cambiarla. Considera, sin embargo, que la vida histórica no es racional ni irracional, sino simplemente a-racional.

Para Romero, hay componentes de la vida histórica que son racionales: aquellos que dependen de la voluntad deliberada del individuo y que operan racionalmente sobre la realidad. Pero muchos otros componentes no son racionales como, por ejemplo, todo lo que proviene de las formas de la sensibilidad colectiva. Los que provienen de la sensibilidad individual tampoco son racionales. Tampoco los que provienen del azar de la naturaleza, que de pronto tiene influencia decisiva. El pensador expresa: “Yo no diría que la historia es racional: diría que es una composición de elementos racionales y de elementos no racionales. Si existe coherencia, es más bien porque hay situaciones básicas que son inevitables”. Y anuncia una obra, Teoría general de la vida histórica, donde desarrollará estas concepciones.

¿Es realmente la historia a-racional? ¿No hay aquí una confusión entre racionalidad y predestinación, entre lógica y mecanicismo? El viejo Hegel sostenía, en sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia (Berlín, 1822), que existe, para el historiador, la obligación de comprender fielmente la historia. “Pero fidelidad y comprensión – acotaba el maestro – son generalidades ambiguas. Ni siquiera el historiador ordinario, medio, que pretende ser enteramente receptivo, sumiso al dato, es pasivo en su pensamiento: aporta sus categorías y ve los hechos a través de ellas. La verdad no reside en la superficie sensible: en todas las cosas, y en particular en lo que se pretende científico, la razón no debe dormir y hay que usar de la reflexión. Quien contempla al mundo racionalmente, lo halla racional: hay en esto una determinación mutua”.

Quienes creemos que, como en filosofía, hay sólo dos escuelas, la idealista y la materialista, y los terceros caminos han sido meros eclecticismos, pensamos que la historia sólo puede pensarse racional o irracionalmente. Por eso, esta posición del profesor Romero, que despunta en el libro que comentamos y que será expuesta en una obra independiente, significará un aporte considerable para la dilucidación de un tema sobre los que ya se han pronunciado, en diferente sentido, Croce y Spengler, Mondolfo y Gentile. Una voz argentina, polémica, rica en experiencia, se suma así a un debate todavía no agotado.