Reserva irónica y pasión

CARLOS ALTAMIRANO

¿Cuándo leí por primera vez este libro de José Luis Romero [Latinoamérica: las ciudades y las ideas]? No cuando apareció en 1976, y circuló apenas advertido en una Argentina que vivía la etapa más sombría de su historia moderna, sino varios años después, cuando empezaba a hacer mi camino hacia la historia de las ideas. Volví luego sobre el libro de Romero varias veces, aunque por partes, según necesidades del momento, y ahora, al hacerlo nuevamente para esta presentación, mientras me detenía en las líneas que había subrayado y en las anotaciones hechas al margen, sin reconocer ya enteramente el sentido de mis propias marcas, me pregunté: ¿a qué familia historiográfica pertenece Latinoamérica: las ciudades y las ideas?

Hay un hecho establecido: José Luis Romero introdujo la historia social en el ámbito de los estudios universitarios en la Argentina; la historia social tal como se configuró a lo largo de treinta años y tal como fue conocida en el mundo. Basta tener a la vista la serie de los “Estudios monográficos”, cuadernos editados en rotaprint para los estudiantes de su cátedra, para reconocer, uno tras otro, los grandes nombres de la historia social: Marc Bloch, Henri Pirenne, Ernest Labrousse, Maurice Dobb, Earl Hamilton, Pierre Vilar…

Igualmente, si nos remitimos a las fórmulas que empleaba para referirse a su ideal del conocimiento histórico, comprobaremos que Romero hablaba de “historia total”, una expresión que tenía el valor de una consigna para Lucien Febvre, uno de los fundadores de la Escuela de los Annales, la escuela por antonomasia de la historia social. En fin, si volvemos a nuestro libro, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, encontraremos en el primer párrafo unas lineas que contienen una autodefinición en ese mismo sentido. Después de enunciar la pregunta que animaba el trabajo —cuál había sido el papel cumplido por las ciudades en el proceso histórico latinoamericano- individualizará la perspectiva que hacía suya y que le permitiría hallar un hilo conductor dentro de un cuadro que podía parecer caótico. “Para un historiador social, dirá, no hay duda de que el camino que hay que seguir para encontrarlo es el que transitan las sociedades latinoamericanas a través de las singulares circunstancias en que se constituyen y de aquellas, múltiples y a veces oscuras, en que se opera su constante diferenciación.” El punto de vista con el que se identificaba, en suma, era el de la historia social.

Aun con todos estos datos, no estaría seguro de incluir sin residuos en el ámbito de la historia social este libro de dificil clasificación. Muchos de sus temas pertenecen, sin duda, a la historia social, pero otros se inscriben en los dominios de la historia política, de la historia de las ideas, de la historia urbana —la mediación entre esos temas es, justamente, una de las destrezas que Romero muestra en la composición de Latinoamérica… De tener que elegir, preferiría situar la obra en otro cuadro, el de la historia cultural.

Pero antes de continuar, permítanme que aclare que no pretendo alimentar ninguna querella de supremacía entre historia social e historia cultural. No sólo porque una contraposición de ese tipo sería enteramente ajena a la idea que Romero se hacía de la “historia total”, sino porque invocarla todavía hoy sería demorarse, ya injustificadamente, en la postulación de rangos o en la idea de que detrás de esos términos —historia social, historia cultural— se encuentran escuelas o paradigmas unitarios, y no una realidad plural de enfoques e investigaciones.

Quisiera, entonces, sólo razonar brevemente sobre este argumento: el autor nos ha legado un ensayo de historia cultural de América Latina a través de la variada y multiforme peripecia de sus ciudades. Voy a apoyarme en una cita que para mí resume mejor que ninguna otra el carácter de Latinoamérica: las ciudades y las ideas, aunque, como dije antes, la obra combina e integra elementos de un modo que ninguno, tomado aisladamente, resultaría plenamente suficiente para su definición: “En el fondo [este libro] quiere puntualizar cómo juega el desarrollo heterónomo de las ciudades con su desarrollo autónomo, entendiendo que en ese juego no sólo se elaboran las culturas y subculturas urbanas sino también las relaciones entre el mundo rural y el mundo urbano”.

Conectar a José Luis Romero con la historia cultural no tiene, por supuesto, nada de insólito. La publicación que dirigió entre 1953 y 1956, Imago Mundi, llevaba el subtítulo de Revista de historia de la cultura,[1] y antes de asumir, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, la cátedra que denominaría de Historia Social, dirigía en la Universidad de Montevideo un centro que se identificaba con el nombre de Historia de la Cultura. La conexión no se reduce a estos datos, obviamente, y pueden invocarse en el mismo sentido muchos de sus trabajos: Bases para una morfología de los contactos culturales (1944), la mayoría de los ensayos incluidos en Argentina, imágenes y perspectivas (1956), El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX (1965), Situaciones e ideologías en América Latina (1981). Quiero ir más allá, sin embargo, valiéndome de lo que escribí hace poco sobre el pensamiento histórico de Romero.

En los textos que dedicó a la naturaleza de su disciplina es declarada su deuda con los pensadores que entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, sobre todo en el ámbito de la cultura alemana, se propusieron dar fundamento a las ciencias del mundo histórico, las llamadas ciencias del espíritu, por oposición a las ciencias de la naturaleza. En efecto: para Romero, quienes habían echado las bases epistemológicas del saber histórico eran Windelband, Rickert, Croce y, sobre todo, Dilthey.[2] Había extraído de ellos las premisas de su enfoque historiográfico, que hace de las culturas el objeto propio del conocimiento histórico: “Concebidas como totalidades, las culturas y los grupos sociales que se definen por ellas, constituyen el tema propio de la ciencia histórica, en la medida en que las objetivaciones en las cuales trascienden significan etapas de un desenvolvimiento”[3]. En la estela de Dilthey, lo que llamaba comprensión era el esfuerzo por captar en la multiplicidad de expresiones de una cultura (sea la de una sociedad, sea la de un grupo particular), la unidad que la engendraba. “Por la vía del comprender, se llega a reducir los fenómenos de superficie, los signos de las vivencias que les dan origen, y se descubre, entonces, en la realidad espiritual, una estructura que constituye el núcleo de una cultura histórica: esa se estructura como una concepción del mundo’’.[4]

Creo que fue sobre este fondo culturalista que obró su recepción de la historia social. Entonces, volviendo a Latinoamérica…, diría, para retomar mi argumento: todos los elementos de la historia social (movimientos demográficos, cambios económicos, estructuras sociales, conflictos colectivos), actúan ya sea para aclarar, ya para ofrecer el contexto de esas formas históricas que Romero busca describir y comprender. ¿Qué formas? Mentalidades, estilos de vida, ideologías; se advierte en el ejemplo del núcleo que opera como clave del complejo proceso que se propone evocar, la ciudad.

Aunque la historia de América Latina es, a la vez, urbana y rural, la ciudad es el foco dinámico de esa historia, observa Romero, quien había de reconocer que su obra heredaba la dicotomía del Facundo, aunque no su esquema axiológico.[5] Ahora bien, ¿cómo aparece originalmente la ciudad en el territorio que había de ser el de América Latina? Como fruto de una visión e instrumento de una misión: “Era una misión que sobrepasaba el objetivo personal del enriquecimiento y la existencia personal del encomendero. Debían cumplirla todos, y el instrumento que se puso en funcionamiento para lograrlo fue la ciudad”. En el principio fue la idea, podría decirse. “La sociedad urbana —compacta, homogénea, militante- se constituía conformada por una ideología y era invitada a defenderla e imponerla sobre una realidad que se juzgaba inerte y amorfa.’’ ¿Cómo llamará Romero a ese núcleo urbano que nacía de un propósito de dominio sobre un ámbito que el conquistador consideraba culturalmente vacío? “Ciudad ideológica”.

La historia que sigue será la del proceso de diferenciación que experimenta ese esquema inicial, propio del ciclo de las fundaciones, proceso que tiene sus capítulos en una serie de constelaciones urbanas: las ciudades hidalgas. las ciudades criollas, las ciudades patricias, las ciudades burguesas y las ciudades masificadas. Por cierto, la vida histórica latinoamericana no tuvo solamente actores urbanos y las ciudades no fueron su único teatro; Romero deja ver ese otro espacio de elaboración de la experiencia criolla —el campo. Retomando la interpretación que Sarmiento volvió clásica en el Facundo, observará que el movimiento de la Independencia activó la sociedad rural, sus masas y sus jefes, que irrumpirán en el escenario de las ciudades. “En el origen, Latinoamérica había sido un mundo de ciudades. Pero el campo emergió de pronto y anegó esas islas”. Y al igual que la ciudad, el campo aparecerá también como el foco de una ideología, “una ideología espontánea, cuyos términos comenzaron a hacerse precisos cuando se enfrentó con la ideología de las ciudades y se desplegó afirmando una manera de vivir y un reducido conjunto de ideas y de normas acuñadas en la experiencia”. En otras palabras: también al individualizar la sociedad rural y el sentido que tuvo la acción de sus habitantes cuando obraron colectivamente como actores, Romero pondrá el énfasis en los estilos de vida y la elaboración ideológica de la experiencia.

Podría entresacar otros datos en favor de mi argumento, pero me parece que los expuestos lo tornan al menos plausible, asi que voy a concluir aquí, con el añadido de dos observaciones. La primera relativa al hecho de que este libro, reconocido como un clásico, no sólo de la historiografía argentina, sino también de la latinoamericana, no ha tenido descendientes. Si hay un trabajo en que resuena la tesis de Romero respecto del papel de las ciudades en América Latina, creo que es el ensayo de Angel Rama, La ciudad letrada.

La otra observación está referida al estilo. No pienso tanto en el estilo literario, del que nos acaba de hablar muy bien Noé Jitrik, sino del estilo intelectual, por así decir, de Romero. Para caracterizarlo no encuentro otros términos que los de sobriedad, contención y cierta reserva irónica para evitar que la pasión cívica, que reivindicaba para su labor historiográfica, se convirtiera en la excusa del patetismo.


[1] Véase Oscar Terán, “Imago Mundi: de la universidad de las sombras a la universidad de relevo’’, en Punto de vista, año XI, n° 33, set.-dic. 1988.

[2] Los escritos de reflexión teórica y metodológica han sido reunidos en José Luis Romero. La vida histórica, Buenos Aires. Sudamericana, 1988.

[3] José Luis Romero, Bases para una morfología de los contactos culturales. Buenos Aires. Institución Cultural Española, 1944, p. 11

[4] Ibid.,.p. 15.

[5] Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero. Buenos Aires, Sudamericana. 1986.