Romero y la Universidad

RAMÓN ALCALDE

Si hubiera que optar por un término único que definiera lo menos parcialmente posible la personalidad intelectual y la actividad educativa de José Luis Romero, creo que habría que elegir el intraducible inglés de scholar, representado en español por el humilde “escolar”. Cualquiera de las designaciones afines de que disponemos: intelectual, científico, erudito, pensador, investigador, deja un residuo semántico que es precisamente el soporte del significado específico.

El §es el hombre de escuela y con escuela, y su “escolaridad” -dice el Webster-, supone en primer término “el conocimiento sistematizado de una persona docta, que demuestra exactitud crítica, exhaustividad, erudición”, pero connota además la firmeza, continuidad, decantación e internalización de un saber elaborado dentro de una tradición de pensar sobre un conjunto de problemas perennes, es decir, no sobre problemas de hecho, que se desvanecen una vez resueltos, sino problemas de asignación de sentido, que renacen en continuo cambio, porque son el contenido último de la praxis histórica, individual y social.

Ya se ve que el concepto de scholar sólo tangencialmente coincide con el de universitario, sobre todo en la Argentina en las últimas décadas, aunque no sólo en ella: la crisis de la “escolaridad” es un proceso que se da en todos los grandes centros universitarios del mundo.

José Luis Romero fue un hombre de escuela: tuvo maestros y supo aprovecharlos (ante todo, creo, a su hermano Francisco), y formó a su vez discípulos. Pero fue al mismo tiempo un universitario. No sólo ni principalmente porque desempeñó todas las funciones del escalafón docente, desde profesor a rector, pasando por consejero, decano, director de seminarios e institutos, sino porque la universidad fue una de sus más asiduas preocupaciones, mientras perteneció a ella y cuando estuvo excluido o se alejó de ella voluntariamente. Es casi simbólico que uno de sus últimos artículos publicados fuera sobre “Los grandes temas de la universidad argentina” (Perspectiva Universitaria, número 1, noviembre de 1976) y que la muerte lo sorprendiera en una reunión del Consejo de la Universidad de las Naciones Unidas.

Ese sentirse responsable por la orientación de la educación universitaria, la importancia fundamental que le asignaba para el desarrollo de la cultura nacional, tenían en José Luis Romero dos orígenes: el socialismo humanista con el cual estuvo comprometido desde su juventud, y su adhesión entusiasta al movimiento de la Reforma Universitaria, a cuya segunda generación perteneció. Al mismo tiempo, su escolaridad lo protegió contra la desviación de subordinar los principios y la acción concreta de la política a intereses partidistas, mezquinos, y contra la demagogia de quienes han creído -y siguen creyendo- que la manera de lograr la adhesión estudiantil consiste en la facilitación o el rebajamiento de la exigencia intelectual imprescindible. Precisamente por ello, contó siempre con la adhesión, el respeto y el afecto cálido de los estudiantes.

Los puntos culminantes de su acción universitaria fueron su rectorado-intervención en la Universidad de Buenos Aires, en 1955, y su decanato en la Facultad de Filosofía y Letras, de 1962 a 1965. En ambas oportunidades le tocó enfrentar circunstancias de profunda conmoción política y cultural: 1) el pasaje de la universidad cerrada, amorfa y sin incidencia sobre la vida nacional que caracterizó a los dos primeros gobiernos peronistas (por más que sus logros desde el punto de vista de la apertura social fueran sumamente significativos), a la universidad modernizada, intelectualmente renovadora y protagónica en la política nacional de los años 1955-1966; y 2) la eclosión dentro de esa universidad de una nueva generación juvenil, que, desde orígenes políticos muy variados y hasta opuestos, iniciaba la búsqueda de un camino propio mediante la reivindicación, precisamente, de aquel pasado peronista, que, para ella, era ya una historia no vivida.

Cualquier evaluación que se intente de todo este proceso será necesariamente polémica, y sus sucesivos cortes abruptos impiden una demostración convincente a partir de los resultados obtenidos, pero sí puede decirse que las contradicciones entre las políticas universitarias aplicadas entre 1955-1966 y 1973-1974 son mucho más extrínsecas que de fondo. Con lenguajes distintos, en contextos nacionales muy diversos, bajo formas organizativas aparentemente muy dispares, lo que las generaciones estudiantiles y profesorales que en 1955 y en 1973 gravitaron decisivamente en la orientación de la universidad promovían era un programa de política educacional que no ha perdido vigencia, ni puede perderla, porque su contenido consiste precisamente en las condiciones mínimas para que una universidad merezca el nombre de tal, es decir, para que en ella pueda exponerse, criticarse, transmitirse y crearse el conocimiento.

En este sentido, el aporte de José Luis Romero fue decisivo. A su clarividencia y energía se debió que el Decreto-Ley de reestructuración universitaria incorporase en 1955 como pautas, a las que debían ajustarse luego los Estatutos que cada universidad nacional se daría libremente, la autonomía universitaria, el autogobierno con participación estudiantil, la designación de profesores por concurso, la periodicidad de la cátedra, la incorporación de la investigación como tarea primordial de la universidad y la extensión universitaria. Cualquiera que haya participado de la gestación de aquel decreto sabe que sin la decisión con que Romero jugó el peso de su investidura, del apoyo masivo de los estudiantes y de la opinión de clase media progresista, las universidades nacionales no hubieran contado nunca con la estructura necesaria para su autorrenovación.

Dentro de su esfera de competencia se debieron a Romero, en el área de las humanidades, la creación de las carreras de psicología y sociología, la designación de quienes habrían luego de ser los pioneros del desarrollo de la lingüística y la inclusión de la historia social y económica en un currículo de historia centrado hasta entonces en un archivismo intrascendente, por más que figuras aisladas llevaran adelante desde algunos institutos (el de Historia de España, por ejemplo) una tarea formativa y de investigación de gran relevancia. Al mismo tiempo, brindó toda su comprensión y apoyo al equipo de Ciencias Exactas, que en un plazo brevísimo (a lo sumo un trienio) produjo un vuelco cualitativo en él nivel de esas disciplinas.

Por supuesto que Romero no estuvo solo en esta tarea: nada más ajeno a él que los liderazgos personalistas y carismáticos. No fue nunca un “ejecutivo” universitario, un manager de empresas educacionales. Precisamente el mayor de sus méritos es haber tenido conciencia muy clara de su papel de emergente, capaz de asumir con lucidez la representación de un estado espiritual de las fuerzas sociales, económicas y culturales del país que necesitaban una renovación profunda de la universidad en los contenidos de la enseñanza, en su organización, en su ethos. De ahí su intransigencia, que le llevó a cortar reiteradamente sus lazos con la institución pero nunca la relación personal con sus discípulos ni la disponibilidad, casi prodigalidad, con que se brindó siempre a cualquiera que, con un mínimo de seriedad y de vocación, se acercaba a él en busca de guía.

Fruto de uno de sus períodos de alejamiento de la universidad nacional (era entonces profesor en la de Montevideo, pero mantuvo su residencia en Buenos Aires y viajaba semanalmente durante el curso lectivo) fue Imago Mundi, revista de historia a la cultura, como rezaba su subtítulo. Allí se encauzó entonces su escolaridad, que en la universidad no podía ejercitarse. Uno de nuestros pioneros industriales, Alberto Grimoldi, le brindó su apoyo económico, que por lo demás nunca precisó ser muy cuantioso, porque la revista logró financiarse en gran medida durante tres años (1953-1956) mediante las suscripciones y la venta de ejemplares.

Vista en perspectiva, Imago Mundi, con un ínfimo equipo de redacción y el aporte poco menos que honorario de un grupo no muy amplio de colaboradores, logró una periodicidad, coherencia y nivel que posteriormente no ha sido igualado por ninguna otra publicación de la especialidad, ni privada ni institucional. En una fase de  letargo de la universidad estatal, a la que no tenía acceso toda una nueva generación de historiadores o de pensadores con visión historicista de sus disciplinas, creó un ámbito de encuentro e intercambio intelectual, posibilitó la publicación de trabajos que de otra manera hubieran quedado inéditos o hubieran aparecido en revistas extranjeras y -lo que quizá tuvo mayor importancia- presentó un modelo de escolaridad que para muchos -me consta- constituyó el primer contacto con un ámbito no entrevisto anteriormente.

Además de los artículos originales, cada número de la revista incluía una sección de reseñas bibliográficas extensas y críticas, y otra de información bibliográfica, donde, clasificados por temas, se incluían las novedades aparecidas internacionalmente en el trimestre anterior, con los datos de referencia bibliotecológica y un sumario de su contenido.

Como Sur, el Colegio Libre de Estudios Superiores y, en otro nivel, la Sociedad Luz, Imago Mundi representó una voluntad de contrarrestar el provincianismo, el repliegue fóbico a la contemplación pasiva de “esencias nacionales” (caprichosamente definidas, por otra parte) situadas en un pasado mítico, el rechazo apriorístico e ideológico de categorías y metodologías que, debidamente criticadas, constituían herramientas valiosas para el logro, precisamente, de esa comprensión profunda de nuestra realidad que se pretendía oficialmente lograr. Tampoco en este punto estamos mucho más cerca de esa lucidez y confianza en sí misma que caracteriza a la conciencia cultural de una nación en trance de realizarse con un objetivo válido y que genera políticas culturales integradoras, donde las distintas propuestas se enfrentan con libertad y terminan por sintetizarse, al menos provisoriamente. De ahí que necesariamente se produzcan equívocos, desubicaciones, hipérboles, reacciones de frustración, virulencias.

De esta infortunada -nefasta- dialéctiva de nuestra vida cultural, José Luis Romero, como historiador y, quizás más, como scholar, tenía una comprensión muy aguda y un partido tomado frente a ella. No emigró, no se refugió en el “huye y calla” del sabio, que a un aspecto muy importante de su personalidad no hubiera sido de ninguna manera penoso, sino que en cada coyuntura histórica supo conjugar armónicamente su autorrealización con la promoción apasionada de lo que él entendía como más positivo para la Argentina. Eso, a mi juicio, es lo que dio a su personalidad una dimensión y sentido que rebasa con mucho los límites de su especialidad científica.