Jerarquía de nuestra historia. Reseña de Argentina, imágenes y perspectivas.

ARMANDO TAGLE

Los diversos capítulos que integran el último libro de José Luis Romero fueron escritos y publicados en su mayoría, fuera del país algunos de ellos, durante un período crucial de la historia argentina, el que precedió al peor: de 1946 a 1952. Pero no obstante haber sido concebidos teniendo ante sí el impresionante espectáculo de la progresiva y ya por entonces abismal degradación que les había sido impuesta a las instituciones de la patria, tales ensayos guardan una imperturbable serenidad interior, la serenidad del historiador que descompone fenómenos e ideas y para el cual nada es nuevo, o completamente nuevo, porque conoce los abismos y las cumbres del acontecer humano desde que se los señalaron los clásicos maestros de la historia, desde Heródoto a Polibio…

En el prefacio de su libro comienza José Luis Romero por advertir que no habiéndose especializado en el estudio de la historia argentina no se le debería exigir lo que con todo derecho se le podría pedir a sus eruditos; que quizá conozca mejor los textos medievales que los documentos de nuestros archivos. Y esto es verdad o puede serlo. Pero yo digo que quien no conozca bien las luchas que por la primacía del espíritu entabló antaño Atenas en su escabroso escenario, o quien no se halle familiarizado con el fondo esencial de las disputas medievales, no está en las mejores condiciones para comprender el dramático planteamiento de la historia argentina, la telúrica fuerza de sus motivos, la trascendencia universal de sus luchas, la perduración de su sino y el caudal emocional de sus corrientes.

José Luis Romero siente y comprende perfectamente todo esto porque siente y comprende muy bien, familiarizado como está con la oposición de las épocas históricas durante las cuales la marcha del espíritu parece adecuarse a la ley dialéctica de Hegel, en qué consiste fundamentalmente la civilización occidental, cuyo resplandor se encendió súbitamente aquí el 25 de mayo de 1810; en qué consiste lo que se le opone, empecinado oscurantismo o primitivismo o colectivismo de ayer, de hoy o de siempre, que necesariamente ha de buscar la consciente complicidad de los Estados autoritarios, sustentados por fuerzas que, en nuestro caso, han sido las del instinto montaraz y las del colonialismo extemporáneo. Y por comprender muy bien lo uno y lo otro, el autor se halla en excelentes condiciones para estudiar los fenómenos de la áspera sociología argentina, tal como lo hace en su libro con tanto corazón como cerebro.

Difícil sería no coincidir con sus principales puntos de vista, encaminados a esclarecer el proceso de oposición que ha venido siguiendo nuestra historia y el cual, en lo principal, caracterizado por las naturales peculiaridades de la tierra y su habitante, es el mismo de la civilización occidental. La genial visión de Sarmiento lo esclareció de una vez por todas quizá en su “Facundo” si es cierto que desde entonces su filosofía de la historia argentina no ha hecho sino verificarse hasta donde las revoluciones del tiempo lo han permitido. No quiere esto decir que no se pueda añadir nada sustantivo a su interpretación, y el libro de José Luis Romero, como el ya clásico de Martínez Estrada, demuestra que aún se pueden tallar muchas imágenes llenas de realidad y de vida en el bloque que Sarmiento desprendió de su montaña. Sería difícil no coincidir con José Luis Romero en que los elementos de la realidad argentina, para decirlo con sus propias palabras, han sido y son la mentalidad criolla en un todo opuesta a la mentalidad universalista entre las cuales se ha insertado a modo de elástica cuña, para bien y para mal, quién sabe si para más mal que bien o para más bien que mal, la mentalidad aluvial. La duda de si habrá sido para bien o para mal se formula espontáneamente, no obstante que su advenimiento era inevitable, y en suma yo lo creo benéfico con todos sus inconvenientes. En todo caso, la caracterización que de ella hace el autor no puede ser más fiel ni puede ser más viva. Otro tanto debe decirse de las otras dos. Están vistas, están sentidas, están comprendidas. Helas aquí. El estudioso no puede desconocerlas. El historiador se ve obligado a caracterizarlas en sus modalidades determinativas, a describirlas en sus propensiones espirituales, porque de las unas y las otras ha surgido esta Argentina que estamos viviendo y de ellas surgirá la Argentina que vivirán nuestros hijos. Mientras más exacto se sea en el diagnóstico, tanto más seguro se será en el programa.

Preciso sería llegar a la sutileza para no aceptar en todos sus aspectos esta interpretación sociológica que tan bien se acomoda a la realidad, que amplía y moderniza la de Sarmiento, quien no pudo naturalmente tener en cuenta sino las dos primeras. Pues, en suma, la civilización y la barbarie de entonces vienen a ser hoy la mentalidad universalista, y si no se toma el término de barbarie en su acepción lesiva, la mentalidad criolla, la única en nuestra Argentina que posee estilo, según Romero. La mentalidad criolla pretendió ahogar a la naciente mentalidad universalista que se formaba en su propio seno, lo que es muy cierto, pero fracasó a la postre y fué vencida, lo que no es tan evidente. Pues lo gauchesco permanecerá siempre en estado latente entre nosotros para reaparecer en las más variadas formas, y hasta yo diría que es invencible. Sea lo que fuere, en estos últimos cien años, desde Sarmiento acá, se ha producido un fenómeno de incalculables consecuencias: la inserción entre estas dos mentalidades de una tercera, la de la mentalidad aluvial. ¿Y qué representa esto? Nada menos que una verdadera revolución moral, social y económica que todavía no se ha acabado de vivir; nada menos que la incorporación de millones y millones de individuos provenientes de todas partes del mundo, henchidos de esperanzas, de anhelos confusos, de indefinibles temores, con sus viejas almas europeas y asiáticas cargadas de ensueños, de inhibiciones, de ancestrales prejuicios invencibles. Nada menos que estas legiones, evadidas muchas de ellas del infierno de la primera conflagración, de sombríos tugurios, de predios insoportablemente exiguos, que deseaban nacer aquí a otra luz, adaptarse a otra sociedad, luchar por otros ideales…, ¡o por ninguno! Este proceso era inevitable y no hubiera sido posible ni conveniente contenerlo, habiéndolo ya sufrido por entonces Estados Unidos para deducir de él incalculables beneficios. ¿Cómo es, sin embargo, que en el gran país del norte la absorción de tales elementos se verificó sin violencias y su fusión fué insensible? ¿Tuvo su masa aluvial mejor calidad? Quizá. La primera tierra de promisión para el inmigrante de Europa fué, por una razón de geográfica vecindad, Estados Unidos; luego, la nuestra. Además, es probable que esa masa fuera allá mejor orientada, mientras nosotros dejábamos que las cosas se hicieran aquí un poco naturalmente, sin pensar que estábamos viviendo una revolución que debía ser aceptada pero no abandonada a sus resultados. El caso es que ahora, en Estados Unidos, las diferencias espirituales de una a otra clase social y las que inevitablemente existen de individuo a individuo son mínimas, en tanto que entre nosotros esas mismas diferencias son dolorosamente abismales. La universal uniformidad que no puede dejar de observarse en la gran democracia norteamericana, ha favorecido el equilibrio de sus instituciones, mientras los fuertes contrastes que en las mismas clases y almas es dable advertir entre nosotros no han hecho sino alterarlo. Y yo diría que de cada una de esas mentalidades: la criolla, la universalista y la aluvial, hemos sufrido un tan violento juego dinámico que el éxito de cada una de ellas, pacífico o no, equivalía a una verdadera revolución.

Para gustar y comprender el libro de José Luis Romero no es necesario tanto conocer a fondo la historia argentina cuanto sentirla en la humanidad de sus conflictos como la siente el autor. Hay que sentir como fuerzas constitutivas del mundo y de la vida, como expresiones irreductiblemente polares de la historia universal, bruscamente transferidas a este suelo, las oposiciones espirituales que desde 1810 no han cesado de luchar en nuestro escenario. Pues la libertad es ascensión a la conciencia, es lucha. Y ello es prueba concluyente de que la historia de nuestro país, como la de Grecia antaño, como la de Francia hogaño, tiene la trascendencia que ha tenido la historia universal estando en ella misma las antítesis del espíritu con fuerza singular. Aquí están los adversarios más encarnizados de la libertad, ineludible meta de la civilización occidental, y aquí felizmente sus defensores. Ni siquiera podemos atribuir en rigor a ese indefinido y fluctuante conglomerado que es la masa aluvial una responsabilidad decisiva en nuestras caídas, porque los que en ellas nos precipitaron en dos aciagas ocasiones, pertenecían a la más genuina psicología nativa. El mérito y el demérito nuestros son. Rosas y Sarmiento, Facundo y Paz, hijos de esta tierra han sido. ¿Cómo negarlo? Esto significa que la sustancia de la historia argentina, aunque algunos de sus accidentes nos sean ajenos, es absolutamente nuestra. Nuestra historia tiene una dinámica propia y se halla conectada con la de la historia universal a través de las fuerzas representativas que en una y otra luchan por la liberación del hombre, por la consecución de la justicia, por el mejoramiento de este ser relativamente perfectible, por lo menos, que es nuestro semejante. En nuestro país se prolonga la historia de la civilización occidental a través de otros hombres y a propósito de sus propios factores. Pero los motivos de fondo son los mismos. El movimiento dramático de nuestra historia es el más representativo por hoy en América, dada la intensidad de la lucha que se ha emprendido contra factores y agentes extraordinariamente aciagos. Allí están nuestras caídas, nuestros abismos, mejor dicho, y allí nuestras ascensiones, nuestras cumbres, en verdad. ¿Quién puede no verlos? ¿Quién no advertirlas? ¡Son tan visibles!…