TULIO HALPERIN DONGHI
Introducción al mundo actual y La formación de la conciencia contemporánea, los dos trabajos de José Luis Romero reunidos en 1956 en un volumen de la colección Ideas de nuestro tiempo que para la Editorial Galatea-Nueva Visión dirigía León Dujovne, tuvieron su origen en dos informes preparados para la Universidad de la República, de Montevideo, cuando —imposibilitado Romero de continuar su actividad docente en el Uruguay debido a las restricciones impuestas por la administración peronista a los viajes al vecino país— las autoridades de esa casa de estudios le propusieron ese modo alternativo de cumplir sus compromisos con ella.
Originados entonces en los primeros años de la década de 1950, esos dos escritos vuelven sobre las etapas más recientes del proceso acerca del cual Romero había ofrecido una visión panorámica en El ciclo de la revolución contemporánea, de 1948. A casi medio siglo de distancia, esa mirada sobre el siglo XX a mitad de su camino ofrece un doble interés: mirada de contemporáneo, la imagen que propone del proceso en curso participa de la inmediatez con que ella se impone a quienes están sumergidos en ese curso; mirada también de historiador, no puede renunciar a integrar esa imagen brotada de la experiencia vivida en otra más compleja en que el angustioso presente se revela como un momento de un proceso que arraiga en el pasado y se proyecta hacia el futuro.
En La formación de la conciencia contemporánea —como por otra parte lo anticipa el título mismo— es la mirada del contemporáneo la que predomina. O más bien la de quien fue contemporáneo: para Romero esa formación cabe entera en la entreguerra; si está dispuesto a reconocer con Croce que buena parte de las actitudes que iban a dominar en esa etapa habían sido ya articuladas en la inmediata preguerra, encuentra más significativo que sólo ganasen el predominio tanto entre las minorías intelectuales como fuera de ellas luego de la Primera Guerra Mundial, y que quienes ahora las hacían suyas reaccionaban con ello, de modo del todo consciente, a esa inmensa catástrofe, que —no satisfecha con trazar una frontera entre dos épocas— había en verdad cavado un abismo entre ellas.
Pero si la década de 1930 es ya aquélla en que adquiere su perfil maduro la conciencia contemporánea, definida en lo esencial en la anterior, esa conciencia sigue siendo contemporánea al abrirse la del cincuenta; pese a sus devastaciones aún más extremas y a su alcance planetario, en la visión de Romero la Segunda Guerra Mundial no ha logrado clausurar el proceso abierto por su predecesora. Y esa misma conciencia seguirá siendo contemporánea casi veinte años más tarde: en 1969, en un esbozo del que debía ser prólogo de una proyectada reedición de los escritos que ahora vuelven a ver la luz, Romero justificaba tanto el papel inaugural asignado a “esa década de los años veinte ante cuya efervescencia empalidecen los años del llamado renacimiento” cuanto la vigencia actual de la problemática que entonces constituyó una “sorpresiva revelación”; puesto que fue en esa década no menos creadora que destructiva cuando “se plantearon bajo su primera fisonomía los problemas que hoy constituyen nuestro propio repertorio de preocupaciones” es preciso concluir que “el ‘mundo actual’ de que aquí se trata es todavía el mundo actual”.
La formación de la conciencia contemporánea es entonces una exploración de las transformaciones del temple colectivo en la Europa de la entreguerra, que busca la clave para éstas en su contexto histórico más inmediato. La visión que de esa etapa ofrece Romero es la de un observador participante; su perspectiva refleja el ángulo desde el cual ha abordado esa observación que es a la vez apropiación activa. Así, si el ejercicio cuyas conclusiones registra el ensayo tiene algo de la exploración arqueológica de un pasado aún reciente pero ya irrevocable, lo que le confiere un tono peculiar es que ese pasado es, y del modo más entrañable, el del propio explorador. En este cuadro ya retrospectivo se integran los más estrictamente contemporáneos que había venido trazando Romero en sucesivas aproximaciones desde su más temprana juventud: gracias a ello lo que es ya un balance histórico conserva algo de la frescura de un retrato del natural. Para el lector de hoy, ello se traduce en un desajuste, casi imperceptible de tan ligero pero a la vez ineliminable, entre la constelación de ideas y figuras que propone el texto de Romero para la entreguerra y la retenida en su memoria más exclusivamente postuma. No se trata tan sólo de que sus evocaciones de nombres que por sí solos deben definir un clima de ideas o una fase en la sensibilidad colectiva reúna a algunos que conservan toda su fuerza evocativa con otros que es de temer que nos dicen ya muy poco; hay algunos silencios que son quizás aún más reveladores; así, cuando Romero busca la huella en la creación artística de esa criatura de la era de masas que Riesman designaría, ya en la segunda posguerra, como muchedumbre solitaria, y la encuentra en la narrativa de Kafka (con su tardío eco en Camus) y en los Tiempos modernos de Chaplin, más notable que esas presencias puede parecemos la ausencia de T. S. Eliot, que en su quintaesenciada poesía dijo lo esencial sobre el tema.
El descubrimiento de ese desajuste es a la vez el de un aporte particularmente valioso de este ensayo, en cuanto éste ofrece como alternativa a la imagen que de una hora decisiva en la vida de Europa ha configurado nuestra memoria histórica la que percibió la visión contemporánea; si hoy nos asombra que en la exploración de esta temática Eliot no ocupe un lugar de primer plano es en el fondo porque nos separa de la entreguerra una reestructuración del orden planetario que a más de transformar el presente ha terminado por colonizar también el pasado, al que organiza más decididamente que entonces en torno a un núcleo anglosajón. Quizá la distancia con el presente sea aún mayor para quienes se asomaban al mundo de la entreguerra desde el Río de la Plata: Romero refleja una visión más que individual cuando evoca un paisaje de ideas en que el predominio de los influjos franco-italianos no está aún seriamente amenazado por el avance sin embargo indudable de los germánicos, mientras los anglosajones no dejan atrás su originaria —y relativa— marginalidad.
Todavía de otra manera este ensayo se revela apegado a una perspectiva contemporánea a la etapa en examen: la crisis que evoca es la de Europa; la Primera Guerra Mundial que ha venido a abrirla (y que, recordémoslo, sus contemporáneos preferían llamar guerra europea) no es presentada aquí tan sólo como el escandaloso anticlimax que clausura una etapa de prodigios o avance bajo el signo del capitalismo y la democracia liberal, es caracterizada a la vez —como quería Paul Valéry, que había sido desde el comienzo y seguiría siendo hasta el fin el guía preferido por Romero para su excursión a través del infierno de la historia presente— como el gesto entre estúpido y demente a través del cual Europa ha cometido suicidio.
En Introducción al mundo actual el ciclo abierto con el estallido de la Primera Guerra Mundial y no cerrado con el fin de la segunda aparece en cambio como una etapa sin duda decisiva en una más extensa onda de avance, cuyo punto de partida es el de la que convencionalmente llamamos historia contemporánea; parece aquí menos claro que 1914 haya abierto paso a una etapa destinada a edificar sobre las ruinas de la civilización liberal un orden orientado hacia valores sistemáticamente opuestos a aquéllos en que esa civilización había depositado su fe. Sin duda, los movimientos que llenaron con su ruido y su furia la escena histórica durante los años de la entreguerra proclamaban ese propósito con desmesurada violencia, pero esas piafantes proclamas no nos dan la clave del sentido más profundo de los procesos a los que iban a marcar con su sello.
Contra lo que podría esperarse, no son las modalidades del desenlace de la Segunda Guerra Mundial las invocadas para justificar esa conclusión: en efecto, aunque ese desenlace, que incluye la total aniquilación de los fascismos, puede quizá cerrar más eficazmente que el menos nítido desenlace de 1918 el ciclo de conflictos que han destrozado a esa vieja Europa romano-germánica, en la más abarcadora transformación histórica en que se concentra ahora la atención de Romero no es seguro que haya siquiera significado un claro punto de inflexión.
Desde esa perspectiva más amplia tanto los triunfos de la civilización liberal como la catástrofe que vino a cerrarla han dejado una herencia común: es la sociedad de masas, preparada por las transformaciones sociales y las movilizaciones políticas en avance a lo largo del ochocientos, y bruscamente madurada en esa horrenda pero también fascinante experiencia de masas que fue la guerra de trincheras. El totalitarismo es la expresión política de esa sociedad de masas; a juicio de Romero no es claro que en 1945 se haya cerrado su carrera, y ello no sólo porque el desenlace de la segunda guerra dota de nuevo vigor su versión soviética: aunque no llega a proclamar abiertamente esa conclusión, todo su planteo sugiere que no encuentra improbable que esa sociedad de masas de la que han surgido fascismo y nazismo pueda aún engendrar nuevos monstruos.
Aun así la Introducción al mundo actual ofrece una razonada defensa, si no de la sociedad de masas, de la irrupción de las masas que la ha hecho posible. La polémica con Ortega y Gasset, que aflora una vez y otra a lo largo de este texto, lo subtiende en rigor por entero. Romero no deja de justificar que los “valores gregarios” que esa sociedad de masas defiende agresivamente “contra el [sistema de valores] que tiene vigencia para las minorías” causen alarma en el “hombre que se siente depositario de los más altos valores espirituales”. Pero esa situación innegablemente desalentadora se abre a “perspectivas lejanas [que] acaso consuelen de la pesadumbre que inspira el presente inmediato. No es cosa baladí que las masas se hayan despojado del secular complejo de inferioridad que carcomía a sus miembros, que se atrevan éstos a exigir lo que innegablemente les corresponde como hombres […] Esto supone que el valor del hombre ha crecido, puesto que se ha independizado de las contingencias historicosociales. Y ha sido en este turbulento período de las guerras mundiales cuando ha crecido aceleradamente”.
Y ello no sólo pese al totalitarismo, sino, paradójicamente, aun a veces a través del totalitarismo. Porque para Romero éste es menos el correlato político de una era de masas, que de la necesariamente turbulenta transición hacia ella. “Conmovida por los profundos cambios estructurales a que hoy asistimos” la sociedad “no posee la capacidad de ajustarse a sí misma como se ajustaba todavía la sociedad del siglo XIX”. Las soluciones de derecho se han hecho imposibles, y “sólo quedan las de hecho”; desde esta perspectiva, el surgimiento de los totalitarismos es el de regímenes de excepción “que han aparecido —una vez más, ni la primera ni la última— en el tormentoso mundo del período de las guerras mundiales”. El totalitarismo no es sino la versión extrema de “un régimen de fuerza […] que deriva […] de una situación de fuerza suscitada en el orden de las relaciones economicosociales. Quien quiera entender el caso debe, pues, atender más al fenómeno economicosocial que al epifenómeno político”.
Para la mirada de Romero el camino del futuro no aparece ya bloqueado, como lo parecía cuando se sumergía en las duras realidades de la entreguerra. Ese temple menos sombrío reacciona quizás a dos influjos. Uno es el de su circunstancia inmediata: la conjunción de un poderoso ascenso de masas con un régimen cuyo autoritarismo, que deriva de la necesidad de imponerse en medio “del desequilibrio social operado por la transformación económica y sus
consecuencias”, que se refleja en “la crisis del consentimiento otorgado antes al orden jurídico vigente” no ha alcanzado a completar esa ocupación capilar de la entera sociedad que hace difícil reducir a un auténtico régimen totalitario a mero epifenómeno, describe bastante bien la coyuntura social y política de esa Argentina peronista desde la que Romero se asoma al mundo.
Pero si ahora ve a ese mundo con mirada más serena, ello se debe también en parte a que el desenlace de la segunda guerra, si no ha concluido la carrera del totalitarismo, ha eliminado sus variedades más peligrosas. La mutación que significó el totalitarismo tuvo y tiene abiertos “dos diferentes caminos”; “o sigue la corriente de las fuerzas eruptivas —las ‘masas reveladas’— conduciéndolas hacia sus propios objetivos, o es encaminada hacia intereses de otros grupos que se aprovechan del impulso de las masas para escalar el poder para su propio provecho. En mi opinión —prosigue Romero—, el primer tipo de mutación está representado por el socialismo y el segundo por el fascismo. Tan discutibles como puedan ser los medios que use, el primer camino es en alguna medida constructivo y se dirige hacia la solución del problema”. Pero aun el segundo se dirige sin quererlo hacia la misma meta; he aquí cómo un pronóstico nada ilusionado acerca del futuro previsible se integra en la visión más optimista de una historia de plazo largo en que el sucederse de las “dictaduras de masas” acumulará las experiencias que finalmente permitirán a esas masas adquirir la madurez política necesaria para superarlas.
Y en esa transición previsiblemente larga los nítidos contornos que en la entreguerra había alcanzado el perfil de los regímenes totalitarios dejarán paso a los más esfumados del “cesarismo o el bonapartismo”, y las futuras experiencias que han de avanzar bajo ese signo ya menos ríspido no vendrán tampoco a ubicarse en los puntos extremos de la fuerte bipolaridad que en la misma entreguerra había opuesto dentro del universo totalitario a fascismo y socialismo: “No siempre será fácil distinguir en la práctica los movimientos de masas que tienden a conducirlas hacia sus legítimos objetivos, y los que las conducen malévolamente hacia objetivos ilegítimos para que sirvan durante el tránsito a intereses espurios […] Acaso nunca pueda distinguirse del todo mientras nos hallamos en el combate, porque acaso nunca se den en la realidad como fenómenos puros, sino apenas como combinaciones variables de una y otra intención. Pero ni siquiera así debe ganarnos el escepticismo, porque no ha habido movimiento histórico que no haya arrastrado consigo mucho fango pútrido.” Todavía menos porque esas experiencias cesaristas o bonapartistas no son sino “fenómenos de estabilización momentánea” en medio de ese “fenómeno dinámico ininterrumpido” que es el ascenso de las masas. Lo que es de veras decisivo es la actitud con que quienes se consideran depositarios de los “valores espirituales” y se alarman ante la posibilidad de que “esos valores sucumban bajo el alud de una sociedad masificada” guardan frente al formidable ascenso humano que es la contracara de esa masificación.
Si son en efecto esos valores los que les interesan, y no “los privilegios de los que gozan en cuanto depositarios nominales de esos valores”, ellos “no pueden ignorar la relación profunda que existe entre ellos y este vasto e informe proceso social. Detrás de él se esconde el anhelo de afirmar el valor del hombre, y acaso no haya hoy otra forma más alta de afirmación de ese valor que el reconocimiento de la justificación moral que sostiene a ese anhelo de liberación”. En actitud que no es nueva en Romero, al volverse del pasado al presente éste se interesa menos por desentrañar los rasgos con que ese presente está destinado a entrar en la historia que en deducir de ellos inspiraciones para la acción. En su ya lejana tesis doctoral, Romero había ya celebrado desde esta misma perspectiva la lucidez con que los Gracos habían definido su papel en la crisis de la república romana, inspirados por la rigurosa ética de la Stoa, y la actitud que ahora invita a sus lectores a adoptar junto con él frente al proceso en curso reitera en lo esencial la que había ganado su admiración en los nietos de Escipión.
El ímpetu polémico que orienta en buena medida esta exploración del “mundo actual” hace entonces que el buceo de sus rasgos profundos se reduzca a una necesaria etapa preliminar en el esfuerzo por dilucidar los principios que en ese contexto preciso debe hacer suyos una moral para intelectuales que no renuncian a ser también ciudadanos, y en este aspecto el interés principal de las conclusiones que propone Romero reside quizás en que ellas ofrecen ya la clave anticipada para la que será su acción pública durante el largo interregno entre las dos experiencias de gobierno peronista. Pero esas conclusiones se apoyan en otras sólo esbozadas acerca del temple del momento histórico en que esa acción se propone incidir, y a través de estas últimas puede advertirse mejor qué perdura y qué ha cambiado en su percepción de la crisis que alcanzó su momento más agudo en la entreguerra. Cuando su mirada por fin retrospectiva reduce a esa entreguerra a un momento en una historia de más amplio respiro, logra a la vez transformar al último y más sombrío capítulo en la trayectoria de la Europa que fue señora del mundo en capítulo inicial de una historia nueva, que alcanza por fin las dimensiones del planeta.
En ese contexto ampliado se hace de nuevo posible volverse no sólo hacia el futuro, sino más específicamente hacia un futuro en cuyo curso está permitido esperar que de los escombros del viejo orden jurídico surja “dentro de mucho tiempo otro orden jurídico, y acaso dentro de más tiempo aún, un orden jurídico liberal otra vez, porque éste no está indisolublemente unido a la realidad social de la que floreció en el siglo XIX”. Con esa reconquista del futuro Romero concluye la rehabilitación de su espontánea visión histórica, sometida a dura prueba por la exploración del infierno contemporáneo. Sin duda no se vuelve a ese futuro con la ciega confianza que permitía a los grandes historiadores del ochocientos ofrecer de él imágenes más nítidamente perfiladas que acerca del pasado. Por su parte sólo se atreve a alentar esperanzas antes que seguridades, pero esas esperanzas le bastan para seguir haciendo historia del único modo como se siente llamado a hacerla: como la de un proceso definido a partir de su meta.