Reseña de Las ideas políticas en Argentina, de J. L. Romero.

CARLOS SÁNCHEZ VIAMONTE

La historia es una disciplina que aspira a ser científica y docente al mismo tiempo. Para lo primero puede servir el estudio monográfico y, por consiguiente, fragmentario. Para lo segundo —entendida la docencia, como verdadera función social y popular— es necesario el estudio integral o panorámico en el que la vida de un pueblo cobra animación de protagonista dentro del drama mundial progresivamente unificado.

La vida de un pueblo, contemplada a través del prisma de las ideas políticas, presenta un colorido que no es posible encontrar en ninguna otra manifestación de su existencia, porque, precisamente, esas ideas tiñen su personalidad cambiante desde su origen y a lo largo de todo el proceso de su desarrollo.

Si es posible llegar a dibujar con un trazo lineal el perfil de esa personalidad colectiva que llamamos “pueblo” y a la que solamos atribuir una voluntad unívoca, fuerza es reconocer que eso sólo se logra siguiendo los contornos de su modalidad en la plástica elasticidad de su conformación política y social a la vez.

Eso es lo que ha hecho José Luis Romero, en su libro reciente ‘‘Las ideas políticas en Argentina”, y debemos agradecerlo con particular efusión en este instante de la vida de nuestro pueblo, en que se hace necesario recapitular y meditar acerca de él para comprender el presente y para vislumbrar el futuro.

Antes de Romero, sólo había sido tratado este tema como parte de la Historia general, por Mitre, López, Estrada, Aristóbulo del Valle, Joaquín V. González, Luis V. Varela, Levene, Ravignani, etc. Sobre las ideas políticas en particular, José Ingenieros y Alejandro Korn, dejaron la huella de su agudo espíritu crítico y, también, el aporte de ensayos metódicamente constructivos. Romero nos presenta ahora el pensamiento político argentino en una breve síntesis que lo abarca en su continuidad relativa desde la formación de la colonia hasta nuestros días.

Allí encontrará el lector la nota sobria y precisa que necesite para ubicar dentro del proceso histórico un suceso cualquiera de trascendencia, o una actitud individual o colectiva dentro del ambiente que la explica y al mismo tiempo la condiciona. Y puede confiar en la serena imparcialidad con que se le informa, porque Romero ha puesto en su libro, por encima da todo, su honestidad de científico y su sinceridad de ciudadano consciente y responsable.

Confiesa Romero no ser la suya una actitud de fino comentador y, a riesgo de poner al alcance de cualquier suspicacia la depreciación de su obra cómo valor científico, dicen sus palabras finales: “En la encrucijada del presente, fuera ingenuo intentar una respuesta a la grave cuestión de cuáles de estas fuerzan prevalecerán en las próximas etapas de nuestra vida política y cuáles marcarán con su sello el proceso de ordenación social e institucional en que nos hallamos. Hombre de partido, el autor quiere, sin embargo, expresar sus propias convicciones, asentadas en un examen del que cree inferir que sólo la democracia socialista puede ofrecer una positiva solución a la disyuntiva entre demagogia y autocracia; esta disyuntiva parece ser el triste sino de nuestra inequívoca vocación democrática, traicionada cada vez que parecía al borde de su logro. Pero el autor teme que esta afirmación incite a algunos a sospechar de su objetividad y repite que no le otorga otro valor que el de una opinión. Si la confía a este epílogo, es para cumplir con lo que considera un deber de conciencia. El historiador tiene una deuda con la vida presente que sólo puede pagar con la moneda de su verdad, moneda en la que, a veces, funde un poco de su pasión; pero la historia sólo apasiona a quien apasiona la vida, y el autor cree que, en este punto de su examen, le es ya lícito confesar su pasión, siquiera sea para que el lector pueda confiar en que procuró acallarla hasta este instante, y, acaso, para ofrecerle la clave de lo que en este examen pueda ser su involuntario y apasionado error”.

En esa forma, franca y abierta, se presenta Romero, no como un espectador neutral, sino como un verdadero protagonista que no puede ni quiere excluirse de la responsabilidad que le incumbe en esa Argentina formada en la era aluvial, que él describe y narra tan acertadamente, y que es la misma “de hoy, incierta y enigmática, aunque pletórica de posibilidades, de promesas y de esperanzas”.

Acaso debamos reconocer, sin vacilación alguna, que esa es la manera natural de contemplar la historia, porque sor neutral supone ser indiferente, y la indiferencia es falta de sensibilidad y de comprensión. “En el destino de la humanidad —dice Berdiaeff— he de llegar a situar mi propio destino, como también he de reconocer en ese destino mío un destino histórico”. Por su parte, afirma Paul Valéry: “El carácter real de la Historia consiste en participar en ella misma. La idea del pasado no adquiere sentido ni constituye un valor sino para el hombre que encuentra en sí mismo la pasión del porvenir”.