Unió el pasado con el futuro del país

TULIO HALPERIN DONGHI

A veinte años de su muerte, parece quizá posible medir mejor lo que José Luis Romero significó para la Argentina de su tiempo. Si nunca fue difícil valorar su contribución a cada uno de los campos específicos de la vida nacional sobre los que vino a incidir, retrospectivamente se advierte mejor el impulso que lo llevaba a hacerse presente en todos ellos.

Un impulso que no brotaba exclusivamente de su vocación de historiador. A esta, muy precozmente definida, lo había atraído la desaforada ambición de dar cuenta de la curva de la historia europea, desde los orígenes clásicos, y al estímulo de esa ambición debió la heroica energía que le permitiría constituirse en interlocutor de pleno derecho en el diálogo de ideas y perspectivas al que la historia medieval debe su avance; con él se dejaba oír por primera vez desde esta lejana orilla una voz original y no un mero eco de las deliberaciones ultramarinas que gobernaban el rumbo de la disciplina.

Tras la huella de Mitre

Pero ya la segunda línea de indagación histórica en la que pronto iba a internarse, orientada primero a la historia nacional y progresivamente abierta a una más amplia perspectiva iberoamericana, las ambiciones del historiador se integraban explícitamente con las preocupaciones del ciudadano. Romero quiso colocarse aquí en la estela de Mitre, cuya grandeza y originalidad como historiador percibió mejor que otros. Mérito de Mitre había sido para Romero “haber realizado el imprescindible ajuste entre el pasado y el presente para discriminar la línea del desarrollo futuro”; por su parte lo animaba la convicción de que una agenda historiográfica que compartiese la dimensión prospectiva de la de Mitre era todavía posible, porque, pese a todas las apariencias, la historia argentina no había perdido su rumbo.

Sus intervenciones en la vida pública, que -aunque sólo durante una etapa relativamente breve iban a incluir la militancia socialista- estaban inspiradas por preocupaciones esencialmente políticas, iban a estar confortadas por largo tiempo por esa misma convicción. En 1930 Alejandro Korn, consciente de que el rumbo del proceso argentino no podía eludir una redefinición, había pedido a la etapa que se abría que enriqueciese el programa alberdiano integrando en él dos nuevas metas: las consignas de la nueva hora debían ser cultura nacional y justicia social. Romero estaba convencido de la justeza de ese diagnóstico que era, a la vez, un programa, y para apoyarlo iba a formar en 1931 en las filas de la Alianza Civil. Pero, como es sabido, las consignas que esta había enarbolado en vano iban a ser recogidas en lo sustancial, e instrumentadas con vistas a finalidades políticas del todo opuestas, por el movimiento que todavía hoy gravita con fuerza incomparable en la vida nacional.

Malentendido

Romero se esforzó largamente por creer que el giro que esta había tomado en 1945 era el fruto de un gigantesco malentendido necesariamente destinado a aclararse en el futuro. Es imposible saber cuándo murió (si es que murió) en él la convicción de que el país hallaría aún manera de reorientarse hacia las metas a las que había deseado verlo encaminarse en su juventud: en todo caso las dudas que puede haber inspirado en él el rumbo cada vez más aberrante tomado por la vida nacional nunca le hicieron vacilar en su decisión de no abandonar el que había tomado cuando aun parecía abrirse un amplio espacio a la esperanza.

Esa firmeza, en la que se extremaba bajo los golpes de la adversidad la puntillosa independencia que había siempre caracterizado su trayectoria, iba a encontrar un inesperado premio en la repercusión cada vez más amplia que su acción iba a alcanzar en el país.

Ya con Imago Mundi, la revista por él fundada y dirigida, en la que toda una corriente de trabajo académico excluida de su marco natural por la política universitaria del primer peronismo daba testimonio de su presencia, había comenzado a navegar contra la corriente. Y aun bajo la nueva constelación política que en 1955 aseguraría a Romero un efímero protagonismo en la reconstrucción de la Universidad, y le permitiría luego por un decenio concentrar su actividad en ella, la marginalidad antes impuesta desde fuera iba a dejar paso a otra más sutil, consecuencia de su negativa a identificarse sin reservas con la renovación introducida en el campo de las humanidades por el avance impetuoso de las ciencias sociales o a dejarse arrastrar por el poco profético entusiasmo con que las más diversas corrientes ideológicas y políticas adoptaban un lenguaje cada vez más cercano al de la guerra civil.

Fueron esas crecientes reservas las que lo llevaron a apartarse de la Universidad y de la vida partidaria.

Pero ellas no impidieron que en 1955 se abriera la etapa más fecunda en la carrera universitaria de Romero: fue entonces cuando su concepción de lo que debía ser la historia se encarnó, como él lo había deseado, no en una escuela sino en una generación de futuros historiadores que se apoyarían en ella para buscar y encontrar su propio camino.

Pero iba a ser la trágica etapa en que la Argentina completaría su descenso a los inflemos aquella en que culminaría y alcanzaría máximo eco su obra de historiador. En el campo medieval porque había llegado por fin el momento de cosechar el fruto de décadas de trabajo y reflexión: en el hispanoamericano porque abrió plenamente los ojos a la rica, múltiple y contradictoria complejidad de la experiencia histórica abierta con la conquista, y la evocó magistralmente en esa Latinoamérica, las ciudades y las ideas que es, sin duda, uno de los mayores monumentos historiográficos de las últimas décadas.

Fueron también esos años terribles los que le permitieron reencontrarse por primera vez plenamente con un país que, golpeado por la adversidad más extrema, buscaba rehacer los nexos con un pasado hasta la víspera aborrecido, cuyo repudio solo ahora advertía hasta qué punto había venido a agravar su desamparo. Así, esa carrera comenzada bajo el signo de una esperanza de futuro se cerraba en el marco de una nación a la que la desdicha estaba enseñando a reconciliarse con su pasado, y la preparaba a volverse con agradecimiento hacia quien se había obstinadamente negado a sumarse a su previo repudio. He aquí cómo la trayectoria de las relaciones entre este gran intelectual argentino y su país ofrece una imagen, esclarecedora como pocas, de la de nuestro atormentado siglo XX.