Valioso aporte historiográfico

JORGE V. RIVERA

En su nuevo libro, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, escrito desde la perspectiva moderna e integradora, de la historia social, el recorrido didáctico que propone José Luis Romero abarca, de manera cumplida, un amplio arco que se tiende desde los tramos iniciales del Descubrimiento y alcanza a estos días difíciles y conflictivos de las grandes ciudades “masificadas”. A través de un acopio erudito – que no deja de lado, como suele suceder, el caso particular de Brasil – Romero exhibe, en lo sustancial, los grandes hilos conductores de ese dilatado proceso, aunque por obvias razones expositivas puedan añorarse con frecuencia algunas tramas intermedias y no pocas zonas intersticiales.

Romero sustenta, como hipótesis, que la clave de este proceso de desarrollo, de naturaleza tan compleja y por momentos dramática, se encontraría desde sus orígenes en esas ciudades que fueron vigorosos centros de concentración de poder, al mismo tiempo que focos que aseguraron la presencia y la difusión de la cultura, los valores, las pautas y las instituciones de Europa. Dentro de este esquema, las ciudades – tan singularmente sensibles a los impactos y requerimientos exógenos – representarían desde su fundación la parte dinámica y movilizadora del proceso americano, en tanto que el orbe rural, esencialmente naturalista y arcaico, se reservaría un papel pasivo, conservador y a la postre antagónico.

Si el proyecto hispánico original, según Romero, fue la construcción de un nuevo mundo complementario y dependiente acerca del “vacío” americano, sobre una realidad “amorfa” a la que debía insuflarse en forma simultánea la espiritualidad y la materialidad europeas, pero por sobre todo la construcción reglada y cuidadosamente prescrita, que no debía alcanzar jamás un punto de desarrollo “autónomo y espontáneo”, en los hechos se verificó paradójicamente – y Romero se encarga de codificar, desde la Colonia hasta nuestros días, cada una de sus articulaciones significativas – una secuencia compleja de acciones y reacciones en las que pugnaban lo estático y lo dinámico, lo viejo y lo nuevo, la preservación dilemática de fisonomías que se proponían a sí mismo como sustanciales y homogéneas, junto con las constancias – siempre recurrentes – de la aculturación y el mestizaje, de la transacción pragmática y del juego de asimilaciones recíprocas, como una suerte de verdad profunda de los procesos históricos.

El libro de Romero no se aparta, básicamente, de la idea general de que las líneas decisivas de nuestras historias se articulan con los grandes momentos de reformulación de la historia europea: las tendencias expansionistas que signan a España y Portugal durante el siglo XVI y que constituyen la médula de la Conquista americana, la Revolución Industrial del siglo XVIII y los ciclos de crisis que se abren a partir de 1870. Pero si el texto resulta de indudable utilidad para su nutrido arsenal informativo e interpretativo, acaso conspire contra su transparencia la misma vastedad y complejidad del sujeto elegido, y en este sentido quizá hubiese convenido una selección más prieta de casos significativos, o una tipología capaz de expresar, de manera sintética, algunas peculiaridades estructurales y funcionales nítidamente diferenciadas (vg. las ciudades “portuarias”, las ciudades “mediterráneas” y las ciudades “de frontera”).

En Latinoamérica: las ciudades y las ideas el autor corrige o vuelve a enfocar – sobre todo en los últimos tramos cronológicos – algunos de los puntos de vista sustentados en su viejo libro Las ideas políticas en Argentina (1946), aunque mantiene en lo esencial las clásicas dicotomías interpretativas que reducen el proceso global de la historia americana a una pugna entre opciones “autoritarias” y “liberales”, algo dislocadas o desajustadas ahora (con relación a su primitiva uniformidad de doctrina y procedimiento), por el advenimiento de las grandes masas “anómicas” de origen migratorio, el proceso de industrialización y la explosión urbana.

Se advierte, como una ausencia notable en lo que se refiere al período colonial, la parca atención que brinda Romero al múltiple fenómeno del barroco de Indias, a pesar de tratarse de uno de los momentos más sugestivos de nuestra historia cultural, como lo testimonian de manera elocuente Caviedes, Sor Juana Inés de la Cruz y la arquitectura de México, Querétaro y Taxco, con su posterior reflujo hacia España. No resulta curioso, por consiguiente, que tampoco se brinde una atención de fondo a la reveladora polémica de los siglos XVI y XVII sobre el absolutismo monárquico y la libertad política, a la repercusión de las tesis sustentadas por Suárez, Mariana, Covarrubias y Rizo acerca de las fuentes de la autoridad, al papel del humanismo jesuítico como puente entre el barroco y el iluminismo del siglo XVIII, y a la clarificación de la influencia sucesiva de los Austria y los Borbones en América, temas que inexplicablemente parecen monopolizar otras escuelas historiográficas.

Como fruto de la polarización conceptual y metodológica elegida por el autor se percibe en su texto, valioso, aportador de ideas e iluminador en muchos sentidos, una tendencia a percibir al orbe rural como sede casi exclusiva de factores retardatarios o por lo menos estáticos; y en este terreno cabe preguntarse, sin el ánimo de prescribir unas Geórgicas de la historia latinoamericana, quien expresaba realmente las vertientes dinámicas y transformadoras de la sociedad americana. ¿Cumplía un papel más cabalmente civilizador la ciudad colectora de Reales Cédulas, o este papel le cabía objetivamente a las campañas tucumanas y santiagueñas que pujaban, ya hacia fines del siglo XVI por exportar sus manufacturas y artesanías incipientes?

Pero ésta es solo una observación parcial y fragmentaria, que encuentra respuestas, objeciones, dudas, confirmaciones y canales más hondos y problematizadores en el cuerpo mismo de esta densa recapitulación de 484 años de historia.