La crisis medieval. 1950

La crisis que pone fin a la Primera Edad de la cultura occidental —la mal llamada Edad Media— e inaugura la modernidad, constituye uno de los temas más apasionantes que puedan ofrecérsele al historiador de nuestros días. Largo sería explicar las causas, pero baste señalar que aún no está resuelto el duelo planteado entre los múltiples elementos culturales con que aquella Primera Edad construye la peculiaridad occidental, y que la crisis a que nos referimos realiza entre ellos la primera discriminación. Agreguemos que no era fácil, porque la occidentalidad es por naturaleza un producto de hibridación de varias tradiciones culturales. De allí la lentitud de los procesos esclarecedores, y de allí también la vasta maraña de prejuicios —no exentos de estulticia— que entorpecen el conocimiento de la Primera Edad, que es para el Occidente la edad de las génesis.

El examen de la crisis que me propongo desarrollar no quiere ser —ni podría ser— exhaustivo. Apenas constituye un primer balance en una larga investigación y podría considerarse como un programa de trabajo. Eso son para mí las proposiciones que siguen. Pero han sido meditadas lo suficiente como para ofrecerlas a quienes apasione el tema, que escapa a la mera erudición y se inserta en el vasto conjunto de las preocupaciones sobre nuestro destino. Requisito este, como es bien sabido, que otorga la jerarquía más alta al tema histórico.

Por encima de las múltiples variantes regionales y temporales, hay sin duda en la vida medieval, durante un largo lapso, una tónica que parece predominar, un estilo revelador de cierta coherencia interior, un sistema de constantes que presta cierta unidad al conjunto diverso y mudable. Pero en cierto momento, al finalizar el siglo XIII en ciertas regiones y al comenzar el XIV en otras, empieza a advertirse con bastante claridad que aquella coherencia interior tiende a desvanecerse y que los tiempos asumen los rasgos típicos de una crisis. El sistema de las formas reales y de los ideales de vida parece dislocarse, se afirma la heterogeneidad frente al sistema de constantes, y aun lo aparentemente análogo insinúa su divergencia cuando escudriñamos sus estratos profundos, como si se hubiera perdido totalmente el criterio unificador antes vigente. La contradicción sucede a la coherencia, como en todas las crisis; y en esta crisis transcurren los siglos XIV y XV en la Europa occidental, sin que se logre salir de ella hasta el siglo siguiente. Se sale de ella, en efecto, para ingresar en la modernidad, algunos de cuyos rasgos predominantes emergen de sus laberintos y conservan por mucho tiempo el aire tumultuoso que la caracteriza.

Como es obvio, la crisis estimula el espíritu crítico, y un examen atento —capaz de sobrepasar las meras formas verbales— permite prontamente descubrir los testimonios inmediatos que quedan de aquella en los contemporáneos. Acompaña a la crisis medieval una conciencia de la crisis. Lo que antes parecía inmutable comienza a presentarse bajo el signo de una esencial historicidad, y el tránsito de unas formas a otras parece atraer más la atención que sus esencias y contenidos: no se ha reparado suficientemente en un Dante historicista. Al mismo tiempo, el espectáculo de la mutación suscita en cada uno diversas reacciones, según se comience a preferir la perpetuación de lo antiguo, el cambio como forma vital, o nuevas formas ideadas con mayor o menor alarde de fantasía. Pero todos aquellos que perciben la crisis y adquieren la preocupación —casi obsesiva a veces— de descubrir sus rasgos, señalan de una u otra manera sus caracteres, aun cuando aspiren a negar su significación y trascendencia, y revelan los secretos del tiempo tanto por lo que dicen como por lo que callan. Tal es el caso —entre otros muchos y en diversa medida— de Jean de Meung, de Dante Alighieri, de Raimundo Lulio, de Pedro López de Ayala, de Geoffrey Chaucer, en cuyas obras hallamos sembradas multitud de sutiles y penetrantes observaciones sobre la peculiaridad crítica de la realidad.

A la implícita certidumbre de la perfección ha seguido un vago pero profundo desasosiego que despierta el sentido histórico, y muy pronto una rara capacidad para analizar el presente en función del proceso que llega hasta él y arranca de él. Obsérvense cualesquiera de las obras de aquellos autores, u otras que sería largo enumerar, y se verán surgir con mayor o menor nitidez —pues será necesario disipar las coberturas— los signos de esta nueva actitud referida a la realidad. “Something is rotten in the state of Denmark”, hubiera podido decir alguno de ellos, y acaso agregar: “O my prophetic soul!”, porque con las agudas y precisas observaciones se entrecruzan las anticipaciones clarividentes. La perspectiva de la crisis objetiva se enriquece, pues, con las refracciones que provocan los testimonios de los contemporáneos, de los que se puede deducir la intensidad dramática, la vibración humana del fenómeno.

Origen de la crisis. Ciertamente, la crisis se manifiesta de modo inequívoco en el plano de la realidad en la primera mitad del siglo XIV, y asume entonces los caracteres de una típica crisis económicosocial revelada, según se ha señalado, a través de tres series de fenómenos: crisis frumentaria, crisis financiera y monetaria y crisis demográfica. Pero es evidente que el fenómeno es más amplio —pues se extiende hacia zonas menos precisas— y de más profundas raíces. Aun en el plano de la realidad —como señalaremos luego— se nota una profunda transformación de las formas de la vida política que está insinuada ya al desencadenarse aquellas tres series da fenómenos económicosociales; y fuera de él, hay una acentuada distorsión en el plano de los ideales de vida, en cuanto a aquellos que antes encuadraban las formas de la realidad proporcionando aquel sistema de constantes capaz de dar cierto aire de coherencia a la múltiple diversidad regional y temporal.

Desde cierto punto de vista, el origen de la crisis se esconde, a mi juicio, en el peculiar proceso de constitución de la cultura medieval, y no es sino el resultado del juego de sus elementos. Analicemos esta idea, aun a riesgo de extremar su alcance, y como un planteo provisional susceptible de múltiples correcciones y afinamientos.

Lo que llamamos el sistema de constantes que revela la coherencia de la vida medieval durante varios siglos no es expresión de un tono universal de la vida sino de un tono predominante en ciertas regiones de la Europa occidental, que se imposta con mayor o menor eficacia sobre el resto. Geográficamente, y muy a grandes rasgos, esas regiones corresponden a Portugal y Castilla, Francia central y septentrional, Inglaterra, los Países Bajos y la Germania con Bohemia, Austria y Hungría; culturalmente corresponden a aquellas en que, predominando una concepción fuertemente teísta del mundo, se desarrollan eminentemente la épica, la escolástica y el gótico, o, si se prefiere, a aquellas en que prevalecen por largo tiempo los elementos germánicos en el complejo romano -cristiano- germánico que constituye la cultura medieval. Podríamos llamar a esta zona la “Media luna de tierras atlánticas”.

Dentro de su marco se sitúa aquella otra zona que recibe durante largo tiempo sus influencias, aún sin penetrar profundamente, y que está integrada, siempre a grandes rasgos, por Cataluña y Aragón, Languedoc, Provenza e Italia. Podríamos llamar a esta zona la “Media luna de tierras mediterráneas”. En ella parecen prevalecer los elementos romanos y se insinúa muy pronto una concepción naturalista del mundo; pero acaso lo que mejor la caracteriza son los fenómenos de contacto de culturas que allí se producen, en virtud de su proximidad a las zonas de irradiación de las culturas bizantina, musulmana y judía y de su aptitud para recibir esas influencias y elaborarlas.

Ahora bien, en tanto que la “Media luna de tierras atlánticas” desarrolla una entre las varias direcciones que suponía potencialmente el complejo cultural romano-cristiano-germánico, y alcanza en ella una notable capacidad expresiva, hasta dar la impresión de una lograda plenitud cultural, se desarrollan lentamente en la “Media luna de tierras mediterráneas” otras posibilidades supuestas en el mismo complejo pero de distinto signo. En la Media luna septentrional, el rasgo decisivo de la creación medieval es la presencia del trasmundo en constante y variada interferencia con el mundo sensorial. Ese trasmundo es multiforme y diverso. Se impone a través de la experiencia mística del cristiano, a través del sentimiento mágico del germano, o a través de la poética adivinación de lo misterioso que anida en el celta. El paraíso cristiano vale como la misteriosa Avalón donde reposa y aguarda el rey Arturo, o como el umbrío territorio que pueblan los endriagos, los genios y las hadas. Antes de toda precisión, antes de todo dogma, el trasmundo vibra en el espíritu medieval de la “Media luna de tierras atlánticas”, como resultado de una experiencia metafísica, cognoscitiva o poética. La realidad y la irrealidad se confunden y se entrecruzan perpetuamente, y el prodigio parece revelar lo ignoto y escondido tras la superficie del mundo sensible. Allí, la verdadera realidad es una integración de realidad sensible y de realidad adivinada. De esta curiosa interpenetración del mundo y trasmundo surge la peculiaridad de tantas ideas medievales, secreto a su vez de tantas cabales expresiones de su cultura.

Ese espíritu se imposta transitoria y superficialmente en la “Media luna de tierras mediterráneas”, pero desde muy temprano se asiste allí a un lento proceso de recreación de ciertas formas de vida y de cultura de sentido antitético respecto a aquel y en las que se notan acentuadas reminiscencias de la tradición romana e influencias más o menos profundas de las culturas en contacto. Allí no predomina la coherencia, sino que se advierten impulsos vitales orientados hacia su inmediata satisfacción, que recogen generalmente un estímulo o una tradición para desarrollarlos según ciertas espontáneas direcciones del espíritu. En ciertas circunstancias —de tiempo y de lugar— aparece un inusitado interés por el conocimiento empírico de la realidad; en otras es una peculiar forma de vida orientada hacia valores terrenales y canalizada, con rápida adecuación, dentro de nuevos —y antiguos — marcos económicos y políticos; en otras es una creación literaria de sorprendentes contenidos eróticos; en otras es una religiosidad de tipo místico; en otras es un estilo arquitectónico —el románico— lo que canaliza las nuevas inquietudes.

Ahora bien, sobre la “Media luna de tierras mediterráneas” se ejerce, a partir del siglo XIII, una enérgica coacción inspirada por el espíritu de las tierras atlánticas. Piénsese en la persecución de las llamadas herejías y en el complejo alcance que tiene la represión de los cátaros en el mediodía francés; piénsese en la persecución del espíritu comunal y del incipiente espíritu burgués, encabezada por Federico I o Federico II; y piénsese en la sostenida hostilidad del papado respecto a este último. Si a primera vista sorprenden ciertas contradicciones, es porque con frecuencia cada uno de los elementos de realidad implica en el momento crítico un haz entrecruzado de ideales de vida. Las contradicciones —la contradicción viva que es, por ejemplo, Federico II, o la que representan las burguesías güelfas— son el resultado inevitable del proceso espontáneo en que se elaboran las diversas formas de vida, sin sujeción a sistema alguno y con acumulación de viejos y nuevos ideales. Pero, tan contradictorios como parezcan ciertos rasgos, el espíritu que anima los múltiples ensayos que sobre distintos planos de la vida se realizan en la “Media luna de tierras mediterráneas” acusa ciertos caracteres que preanuncian su ulterior ordenación dentro de una concepción coherente: elementos de tradición romana —subyacentes en fuerzas que accidentalmente se oponen— y elementos de tradición exógena, se funden para cuajar en una estructura híbrida presidida por una concepción naturalista del mundo que se opone a la concepción teísta que predomina en la “Media luna de tierras atlánticas”.

Obsérvese bien que solo se pretende señalar el predominio de ciertos acentos. En cada una de las dos grandes zonas de la Europa occidental se descubren grupos insulares que no se acuerdan con su contorno o revelan un ritmo anacrónico con respecto a él. No falta en la “Media luna de tierras mediterráneas” la insinuación del espíritu teísta, pero como en el caso del franciscanismo, se orienta o saca su fuerza del ámbito septentrional; y en otros movimientos místicos surge inequívocamente una acentuación individualista que descubre su lejano emparentamiento con otras concepciones no católicas.

Tampoco faltan en la “Media luna de tierras atlánticas” los signos de un avance espontáneo de la concepción naturalista; pero solo la crisis habría de proporcionarle vigor, y entre tanto se mantiene el predominio de la concepción teísta, tan potente como para irradiarse e impostarse sobre la zona mediterránea.

Precisamente, la crisis se produce en el momento en que los elementos culturales originarios de la «Media luna de tierras mediterráneas” empiezan a adquirir vigor y a insinuar ligeramente sus líneas de coherencia; fracasados sus ataques frontales —el del catarismo, el del ateísmo epicúreo, el del conocimiento empírico, el del erotismo ovidiano, el de la autocracia orientalizante, el de las comunas burguesas— la concepción naturalista con escapes místicos individualistas comienza a enmascararse y a ganar subrepticiamente terreno. Sus embates adquieren peculiar violencia en la “Media luna de tierras mediterráneas” hasta el punto de que sus elementos sobrenadan en el agitado mar de la crisis; y en la “Media luna de tierras atlánticas”, aunque llegan amortiguados, operan una disolución tan enérgica que provocan la crisis y anulan con ella la antigua hegemonía que su espíritu ejercía sobre todo el occidente europeo.

A partir de entonces —esto es, de fines del siglo XIII o principios del XIV— la antigua sensación de homogeneidad y coherencia que ofrecía la cultura medieval comienza a disiparse, tal como lo acusan entre otros aquellos espíritus vigilantes que he señalado, y el sentido de la existencia empieza a adivinarse solicitado por polos opuestos. Cuando los últimos escolásticos comienzan a distinguir eficazmente el mundo de la fe y el mundo del conocimiento, se está operando en la conciencia unánime la discriminación entre realidad e irrealidad. La crisis comienza, y se advierte de inmediato en el plano de las formas reales de vida, en el que las fuerzas que representan direcciones encontradas obran sin coacción en el sentido señalado por sus propios impulsos; y en el plano de los ideales se inaugura una afanosa búsqueda de la adecuación entre lo tradicional y lo renovador que supone una etapa de neutralización entre lo uno y lo otro.

Aspectos de la crisis. Donde se advierte más inequívocamente la crisis de las formas reales de vida es en el colapso de las dos grandes instituciones representativas de la concepción ecuménica: imperio y papado; reveladoras las dos de una misma actitud, pero oponiéndose en cuanto al ejercicio de la potestad, imperio y papado declinan hasta caer estrepitosamente en una plena desnaturalización de su sentido originario, de la que no lograrán evadirse hasta el siglo XVI, con Carlos V el primero y con la reforma tridentina el segundo. Las fechas significativas son la caída de los Staufen para el imperio y el fracaso de Bonifacio VIII para el papado. Después de esos acontecimientos se asiste al interregno alemán, a la frustración de los intentos reivindicatorios de Enrique VII y Luis IV, a la Bula de Oro, al traslado del papado a Avignon, al Cisma de Occidente, al movimiento conciliar, para no citar sino los episodios más sobresalientes. Todo ello prueba la impotencia e inadecuación de ambas instituciones como estructuras de poder frente a la realidad económico-político-social, y al debilitamiento de la concepción ecuménica como integración de lo real y lo irreal, de lo terrenal y lo espiritual.

Pero el hecho tiene otras proyecciones. En cuanto esquemas eminentes de la convivencia político-social, el imperio respondía a una deliberada voluntad de perpetuar la tradición romana por sobre una realidad que se había transformado radicalmente. En cambio, por entre los pilares de su arquitectura, habían aparecido, como formas políticas emergentes de la realidad, los señoríos y las monarquías feudales primero y las comunas poco después. De estas formas, por progresiva acomodación, debía salirse hacia la del estado territorial, tanto en las monarquías que procuran sustituir su estructura feudal por otra burocrático-burguesa (Felipe el Hermoso), como en los señoríos que incorporan nuevas áreas de valor económico (Borgoña-Flandes) o en las comunas que aglutinan los territorios circundantes (Florencia-Toscana).

Cuando estas formas comienzan a madurar, la crisis se manifiesta en este plano a través de la incoherencia entre los esquemas tradicionales —caducos y desprovistos de sentido, pero pugnando por perpetuarse aun a cambio de mutaciones más o menos profundas, como los del imperio, el papado o el orden feudal— y las inmaturas y desdibujadas pero vigorosas formas emergentes de la realidad. Las aspiraciones imperiales de Enrique II Plantagenet, los conflictos del imperio y el papado con las comunas y con los nacientes estados nacionales (de Juan sin Tierra, de Felipe Augusto, de Federico II) anticipan el duelo mortal y decisivo entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso, punto crítico en este proceso.

La crisis, pues, se desencadena al tornarse necesaria la absolución de posiciones entre las formas tradicionales y las nuevas. De ella saldrá un fortalecimiento de las formas directamente emergentes de la nueva realidad político-económico-social —los estados territoriales— y un debilitamiento del imperio —que tiende a transformarse en estado nacional alemán— del papado, que marcha hacia una limitación dentro de su carácter de potestad espiritual, y del orden feudal, que se convierte poco a poco en un sistema esclerosado.

Obvio es decir que todo este proceso se relaciona estrechamente con otro más complejo, y de más difícil determinación por cierto, que es el ascenso de la burguesía a partir de la reactivización de la vida económica del Mediterráneo en el siglo XI. Desde entonces —digamos, desde la ofensiva pisana y normanda contra los musulmanes— hasta principios del siglo XIV, la actividad económica crece incesantemente y ofrece renovadas ocasiones de enriquecimiento a nuevos grupos que, en virtud de esa circunstancia, modifican su situación social e introducen importantes transformaciones en el seno de las monarquías feudales, de los grandes señoríos y especialmente en el ámbito de la competencia del imperio y el papado: Alemania e Italia. La población crece notablemente, se agrupa de distinta manera tanto desde el punto de vista geográfico como desde el punto de vista social, y se introducen en el sistema tradicional de ideales de vida otros nuevos y a primera vista inconciliables que motivan en primer lugar, y hasta cierto punto, aquellas mutaciones ya señaladas en el orden político; en segundo lugar la importante transformación económica tanto en lo referente al régimen de producción como en lo referente al régimen de consumo y al financiero; y en tercer lugar, sobre todo, una imprecisa pero enérgica renovación de los ideales culturales y de las tendencias espirituales en los que se recogen y valorizan ciertos elementos que, desarrollándose más rápidamente y mejor en la “Media luna de tierras mediterráneas”, inciden luego con diversa intensidad sobre la “Media luna de tierras atlánticas”.

Los rasgos fundamentales de esa renovación de ideales y de tendencias espirituales son varios y diversos, y se descubren con distinta gradación en los distintos planos de la vida y de la creación. En primer término, se advierte la disociación de la identidad realidadirrealidad que había caracterizado la creación medieval hasta el siglo XIII, particularmente en la “Media luna de tierras atlánticas”. A partir de las primeras etapas del ascenso de la burguesía, y sobre todo a partir del desencadenamiento de la crisis a principios del siglo XIV, el mundo de la realidad se circunscribe más y más y adquiere un definido perfil que lo diferencia y lo opone al de la irrealidad; se aloja ahora en este último tanto el conjunto de las creencias como el de las creaciones fantásticas que arrancan de una inquietud estética. En el fondo, la disociación de la identidad realidadirrealidad supone una crisis del trascendentalismo y origina un tránsito del patetismo trágico de la ilusión al patetismo dramático de la desilusión y el pesimismo humano.

En segundo término se comprueba la acentuación de un terrenalismo radical, más profundo y de más indiscutible vigencia que todas las fórmulas y convenciones que impone la estructura trascendentalista de la religión. Se inaugura una era de desarrollo del sentimiento profano y con él de un hedonismo acentuado que se manifiesta en la preeminencia acordada a los goces sensuales y al predominio asignado a los valores económicos. En tercer lugar se nota el avance más o menos enmascarado de una concepción naturalista del mundo, introducida a veces a través de formas eclécticas y filtrándose, por ejemplo, a través de concepciones panteístas. De ella depende en gran parte el interés por el conocimiento empírico de la realidad, tanto en sus elementos como en el sistema de sus relaciones, y a ella se refiere, precisamente, en uno de sus polos la dirección empirista que se insinúa desde el siglo XIII. Y en cuarto lugar se advierte una inesperada y creciente estimación del individuo, al que la disolución de los vínculos tradicionales en el plano social tiende a poner en evidencia como única realidad por encima de las jerarquías y los estamentos.

En el transcurso de la crisis, las influencias y las reacciones se entrecruzan en cada uno de los ámbitos sociales y culturales hasta crear durante el período en que se manifiesta un heterogéneo y complejo conjunto de actitudes. La ausencia de un sistema de estructuras libera a los distintos elementos culturales de frenos y controles, pero los abandona también a sus solas posibilidades. Un afán de volver a captar el sentido del universo comienza a insinuarse, acompañado de los primeros signos de la duda y el pesimismo.

La reacción frente a la crisis. Si la crisis se insinúa ya a través de la resistencia que la “Media luna de tierras mediterráneas” opone a las influencias que le llegan de fuera, a medida que esa resistencia se acentúa y se propagan los principios que la mueven, la crisis se torna más grave y la “Media luna de tierras atlánticas” contraataca otorgando un significado cada vez más estricto a la idea de la necesaria vigencia de un orden universal. Esta idea —obsérvese bien- no solamente no emerge de la realidad como una inferencia forzosa sino que, por el contrario, la contradice fundamentalmente. La realidad medieval es multiforme, proteica y prodigiosamente rica, de modo que sobrepasa todos los esquemas, los cuales no provienen sino de una restringida elección de elementos con desdén de otros muchos. Pero como la idea del orden universal arranca de un a priori indiscutible —la concepción teísta— y se nutre de exigencias prácticas —la necesidad de reaccionar contra una ofensiva que compromete esa concepción—, parece necesario extremarla y llegar por vía deductiva hasta sus últimas consecuencias, de modo que puede afirmarse que la idea de que el mundo integra con el trasmundo un orden universal donde nada carece de sentido constituye el más extraordinario alarde del genio especulativo medieval, realizado en el momento en que alcanza su mayor poderío intelectual, esto es, durante el siglo XIII, y especialmente en la “Media luna de tierras atlánticas”.

La idea de la necesaria vigencia de un orden universal implica, pues, la impostación sobre la experiencia de un ciclópeo sistema concebido racionalmente, con la misma delicada intuición del equilibrio entre las partes que revela la estructura de una catedral gótica. Y bajo la presión de este sistema, puede decirse que la realidad pierde transitoriamente su significación hasta el punto de ser el sistema impostado y no ella lo que se divisa a la distancia. Esto es la idea del orden medieval: una ilusión, una quimera referida a la realidad y a la irrealidad, al mundo y al trasmundo a un tiempo, pero sostenida con tal energía que adquiere el carácter de una verdadera creación capaz de incorporarse a la realidad misma, en virtud de la coincidencia de razón y de voluntad que obra en ella.

Esta vasta creación intelectual saturada de sentido polémico —la idea de un orden universal tal como aparece en Santo Tomás, en Dante Alighieri, en Raimundo Lulio, y tal como la sostiene vehementemente un Domingo de Guzmán— resulta admirable por su perfección formal, con su concepción organicista del cuerpo social, con su régimen de las dos espadas, con sus jerarquías inviolables, con su férreo sistema de valores, con sus cuadros estrictos de pecados y de virtudes, con sus petrificados esquemas de “oradores, defensores y labradores” que se repite todavía en pleno siglo XV; y todo ello enmarcado dentro de un estereotipado cuadro del trasmundo que adquiere, a medida que se acentúa la acritud de la polémica, un realismo más marcado y dramático.

Obsérvese bien que los más altos y agudos defensores de esta tesis polémica, inspirada en un principio vigente en la “Media luna de tierras atlánticas”, provienen por el contrario de la “Media luna de tierras mediterráneas”. Era en estas donde la crisis se advertía de manera más clara y donde mejor podía descubrirse el alcance de la acción deletérea que ejercían los distintos arranques de la naciente concepción naturalista; y era en ellas donde el naciente espíritu burgués comenzaba a proveer de eficacia práctica a esa concepción.

La idea de la necesaria vigencia de un orden universal fue, pues, la primera reacción que se manifestó frente a la crisis, promovida por la sensación de peligro que producía la irrupción de tantos elementos diversos y contrarios a la concepción teísta como surgían en la tumultuosa renovación operada en el espíritu de la “Media luna de tierras mediterráneas”. Durante algún tiempo pudo hacer mella en los espíritus por el prestigio de su perfección formal; pero cuando ese prestigio fue insuficiente, la reacción asumió formas más directas y puso al servicio de la defensa de la idea del orden universal y de la concepción teísta que la alimentaba, el brazo armado para el aniquilamiento del espíritu renovador en sus portadores. Mientras los predicadores hacían alardes de elocuencia sistematizada para impedir que se borrara de las mentes el espantoso recuerdo del crepitar de las llamas consumiendo los cuerpos condenados, los pintores hacían prodigios de expresividad para dar realidad sensible a los “espejos de penitencia”; y mientras los místicos hacían insuperables evocaciones del infinito amor con que la infinita bondad de Dios esperaba a las almas puras, la Inquisición hacía prodigios de severidad. Y sin embargo también la represión física resultó inútil con el tiempo. El sublime encantamiento que confundía la realidad y la irrealidad estaba roto, y la realidad tentaba con una fuerza irreprimible. Por cierto que ese mismo rigor intelectual de la concepción del orden había contribuido a quebrar aquel encantamiento, y sin duda contribuyó también al mismo fin la persecución física. Se advirtió en ella un signo de la debilidad de la concepción que defendía y sobre todo se la vio contaminada por el haz de los intereses terrenales y al servicio de fuerzas bastardas que constituían la negación de la esencia misma de los principios que decían defender. De tal modo que no hizo sino aguzar las dudas y estimular el espíritu inquisitivo y crítico, orientándolo hacia una actitud empirista, hasta que el torbellino de la crisis arrastró la idea misma del orden universal disolviéndola en un amargo pesimismo.

La reacción doctrinaria y la reacción práctica contra el espíritu renovador que desencadenaba la crisis engendró una contraofensiva de este último. Vencido en el primer ataque frontal, se emascaró y se introdujo sabiamente en el seno de actitudes eclécticas que caracterizarán los siglos críticos. Para obviar el peligro, abandonó las cuestiones últimas —que conducían irremisiblemente a la hoguera—, y se entregó al análisis y al desarrollo de ciertos aspectos concretos y circunscriptos de la nueva problemática, según su propia y libre inspiración y sin perjuicio de mantenerse adherido al sistema de fórmulas a cuya defensa se aplicaba la reacción. De aquí el carácter ornamental, casi decorativo, de la cultura de los siglos XIV y XV. Se vive y se crea de un modo tal que en sus enfoques y desarrollos parciales manifiesta una flagrante contradicción interna con las imponentes estructuras petrificadas y vacías en que esos desarrollos se alojan. Una vasta retórica esconde, por prudencia, el insospechado alcance del pensamiento renovador; los intereses económicos, las inquietudes eróticas, los anhelos de poder y de gloria, las tentaciones del orgullo y de la soberbia, los apetitos estéticos, la conciencia del valor del individuo, todo ello y muchas cosas más se encubren y se disfrazan bajo una aparente ortodoxia, traicionada por cierto en cada palabra, en cada actitud, en cada forma de la conducta. La metáfora del donante a quien el pintor representa arrodillado al pie de la imagen, simboliza la radical pero enmascarada mutación de valores. La ortodoxia se empobrece cada vez más de contenidos, y cada vez más aparece como un ordenado conjunto de fórmulas sin sentido. Entonces comenzará ese vasto esfuerzo que va desde Savonarola hasta el concilio de Trento y Felipe II para revitalizarlas, esfuerzo tan gigantesco como falaz que, al tiempo que provoca nuevas reacciones, barroquiza la cultura occidental sobrecargándola de arbotantes para evitar el derrumbe de las estructuras formales.

He aquí un esquema, provisional por cierto, de cómo entiendo la crisis medieval, promovida por la irrupción de una de las dos corrientes que manan de la alta Edad Media en un mundo dominado por la otra. La que opera la crisis bien podría ser llamada “la otra Edad Media”, porque el hábito ha sido ignorarla, o suponerla inexistente o insignificante. Pero fluía enérgica y rica. De su acción sobre la cuadrícula de la cultura de la alta Edad Media debía surgir la crisis primero y luego la modernidad, que no es en lo esencial sino la plena conciencia de la problemática que descubre la baja Edad Media, en el curso de su dramática crisis.