María Inés Tato
CONICET- Instituto Ravignani, UBA.

En la inmediata segunda posguerra, a pocos años de concluida la Segunda Guerra Mundial, José Luis Romero trataba de atisbar un porvenir incierto y aún confuso oteando en los procesos históricos que habían conducido a la formación del mundo burgués. Sus primeras reflexiones sobre el tema habrían de plasmarse en dos obras fundamentales: El ciclo de la revolución contemporánea (1948) e Introducción al mundo actual (1956).[1] Desde su perspectiva, la Primera Guerra Mundial representaba la génesis de su presente, del “mundo actual” que habitaba, inmerso en un ciclo turbulento que permanecía abierto mientras escribía aquellas páginas.[2]
La naturaleza inaugural de la Gran Guerra radicaba, además, en su alcance geográfico sin precedentes, un rasgo que se reiteraría entre 1939 y 1945. No sólo se ampliaron los teatros bélicos, abarcando continentes y regiones distantes de su epicentro europeo, sino que el desarrollo técnico de las comunicaciones había derivado en la extensión de los intereses e influencias de las potencias y favorecido la interconectividad y “la universalidad del conflicto”.[3]
Durante la Belle Époque, la “paz armada” —esto es, la convivencia entre el delicado sistema de alianzas diplomático-militares enhebrado por las principales potencias y la carrera armamentista— había buscado preservar la integridad de la civilización occidental. Sin embargo, como advertía Romero con agudeza, esa paz estaba pensada para “el sancta sanctorum” del mundo burgués: Europa occidental. En cambio, en sus márgenes — como los Balcanes o el mundo colonial— la violencia armada se consideraba natural y aceptable.[4] Esta observación que desliza nuestro autor reviste particular interés para entender la perplejidad y el estupor de los contemporáneos ante la ferocidad que alcanzaría luego la Gran Guerra en suelo europeo y la extendida percepción de un retroceso de la civilización occidental.
A pesar de los esfuerzos para conjurarlo, el enfrentamiento entre las burguesías europeas en el contexto de la expansión del imperialismo resultaba inevitable y constituía un “duelo forzoso”.[5] No obstante, adscribiendo a la interpretación aliada del conflicto, Romero atribuía a Alemania una cuota mayor de responsabilidad en su desencadenamiento, en tanto rezagada en el reparto de territorios y mercados, una posición que contrastaba con su vertiginoso ascenso como potencia industrializada.[6]
Para Romero, la Primera Guerra Mundial significó “una especie de guerra civil”,[7] “el harakiri” de las burguesías que, confiadas en la aparente solidez de la “unión sagrada” en nombre de la defensa de la patria en peligro, perdieron de vista la verdadera amenaza.[8] En efecto, a su juicio, la guerra reavivó la conciencia revolucionaria que se creía vencida tras la Comuna de París y que encontró terreno fértil para su desarrollo a partir de 1917 con la revolución rusa. En el marco de “la movilización (…) prácticamente total” de las sociedades beligerantes, las masas se volcaron a la utopía revolucionaria como respuesta al “pavoroso problema social” generado por el conflicto.[9] A excepción de los Estados Unidos, que emergió de él como potencia mundial indiscutida, el balance — con matices— fue magro para todos los contendientes. En palabras de Romero, “la Europa burguesa y capitalista había combatido para precipitar involuntariamente —como en la tragedia clásica— su siniestro destino”, que no era otro que su derrota general.[10] El autor propuso una interpretación sugerente acerca del final de la contienda: si bien desde el punto de vista formal concluyó con el armisticio y el consiguiente cese de las operaciones militares, habría continuado en otros planos. En tal sentido, la inmediata posguerra podía considerarse como una segunda etapa del conflicto, signada por un caos apenas disimulado por el “zurcido” del mapa europeo efectuado por los tratados de paz, o incluso como una simple tregua de veinte años, tal como había pronosticado el mariscal Foch.[11]

Entre 1960 y 1962, en el marco de tres Cursos de Integración Universitaria que dictó en la Universidad de Buenos Aires sobre el mundo contemporáneo, Romero se explayó sobre la Gran Guerra y su lugar en la larga trayectoria de la civilización occidental.[12] Desarrolló en ellos algunas aproximaciones que había bosquejado y añadió nuevas capas de complejidad al panorama que previamente había delineado. Reflexionó nuevamente sobre las causas del conflicto, encontrando en el mundo de preguerra “la causa y los puntos de encadenamiento de los problemas que van a irrumpir violentamente después de la Primera Guerra Mundial”:[13] el disconformismo cultural y social, la concentración económica, el proteccionismo, la competencia por los mercados, la emergencia de la sociedad de masas y del movimiento obrero organizado. La Gran Guerra había actuado como catalizadora de las tensiones y contradicciones internas, de los conflictos más o menos larvados, surgidos en las décadas precedentes que se manifestaron dramáticamente en las trincheras, en la revolución rusa y en la inmediata posguerra.[14] Destacó nuevamente el impacto global del conflicto y sus repercusiones en el mundo colonial e incluso en el hemisferio sur, donde las batallas de Coronel y Malvinas de fines de 1914 atestiguaban sus reverberaciones regionales.[15] Consideró, en ese sentido, que la guerra introdujo una “nueva escala del mundo”, la conciencia de una integración creciente entre Europa y regiones hasta entonces consideradas periféricas.[16]
Asimismo, nuestro autor enfatizó las novedades sustanciales que este conflicto introdujo, lo que lo convirtió en “una experiencia única”, incomparable con sus predecesores tanto en términos cuantitativos como cualitativos. La guerra de trincheras, la guerra submarina, la guerra aérea, la guerra bacteriológica, el uso de gases, del tanque y del camión eran parte de esta “primera guerra industrial”, fruto de las transformaciones estructurales de la economía del siglo XIX tardío.[17] La Gran Guerra fue en ese sentido una “guerra por los mercados”, una “guerra económica”, enraizada en las rivalidades del capitalismo imperialista decimonónico.[18] Romero retomó asimismo la caracterización del conflicto como una “guerra total”, explicitando esta vez que esa expresión no sólo aludía a las experiencias de los combatientes en el frente, sino también a las de la retaguardia y a la movilización del conjunto de la ciudadanía.[19]
Aunque Romero abordó los orígenes y la dinámica de la Gran Guerra, se detuvo en particular en sus consecuencias duraderas sobre los pilares del orden burgués, en sintonía con su enfoque procesual de la historia. Mientras que en El ciclo de la revolución contemporánea se interesó especialmente en el ascenso de la conciencia revolucionaria que había eclosionado en la Rusia de 1917, paralelo a la retirada de la conciencia burguesa, en Estudio de la mentalidad burguesa —obra en la que trazó las grandes líneas de desarrollo de la cultura occidental— su énfasis estuvo en la erosión de sus principios como resultado de la guerra, tópico que atraviesa la totalidad del corpus analizado en el presente trabajo.
En esas obras, exploró diversas facetas de la crisis abierta por la guerra, que consideró aún vigente en su obra de 1970.[20] Identificó, en primer lugar, una dimensión económica, derivada tanto de la reconversión industrial de la economía de guerra a la de tiempos de paz como de la desmovilización de millones de combatientes que regresaban a un mercado laboral con capacidad de empleo limitada. A ella se sumaba una dimensión social, marcada por el avance de los movimientos obreros organizados y la declinación de las clases medias. Nuestro autor también destacó una crisis de los ideales que hasta 1914 daban sentido al mundo: la fe en el progreso social asociado a la ciencia y la tecnología se desmoronaba frente al saldo humano inédito de una guerra industrial que prefiguraba catástrofes aún mayores; del mismo modo, la solidez de las lealtades nacionales se erosionaba cuando sus apelaciones al sacrificio individual derivaron en la percepción de que no había nada por qué morir y en un individualismo despojado de todo sentido gregario. A ello se añadían las impugnaciones a la organización familiar tradicional, resultado de la liberación de la mujer y de los conflictos intergeneracionales.

En el plano político, la legitimidad de las elites tradicionales fue duramente cuestionada, mientras ascendía un nuevo cesarismo que capitalizaba el descontento de esas masas descreídas y —reconfigurando tal vez el sentido gregario herido por la guerra— exaltaba el vitalismo, el culto de la acción y de la violencia. En este marco, mientras la democracia y el orden jurídico liberal retrocedían, la posguerra se configuraba como una encrucijada entre dos revoluciones: la que representaba a la “auténtica conciencia revolucionaria” y la “revolución contra la revolución”, que combatía a aquella y, al mismo tiempo, a “la conciencia burguesa inerte”.[21] La psicosis de encrucijada estaba dominada por la bifurcación de la cultura occidental entre el comunismo soviético y el “nazifascismo”. No obstante, Romero también vislumbraba que, bajo esa dicotomía y a pesar de las diferencias sustanciales entre ambas alternativas, existían ciertos elementos comunes que las emparentaban y que, en sus últimos trabajos, encuadraría en la noción de totalitarismo.
En este trabajo hemos reconstruido concisamente las interpretaciones de José Luis Romero acerca de la Primera Guerra Mundial y su lugar en la historia del mundo occidental, así como el vínculo entre sus reflexiones sobre el conflicto y su inquietud por el presente de la larga segunda posguerra. Aunque signados por ese contexto de producción, sus análisis esbozan algunos elementos que anticipan algunas líneas de indagación que los historiadores contemporaneístas desplegarían décadas después.
Por ejemplo, como parte de la proyección universal —en términos actuales, global—de la guerra a los confines del mundo, Romero mencionaba su impacto político, social y económico sobre los estados neutrales, una cuestión que sólo en las últimas décadas ha suscitado la atención de los historiadores, hasta entonces focalizados exclusivamente en los beligerantes. En efecto, a partir de la década de 1990, con el auge del “giro espacial” en el campo de los estudios sobre la guerra, los historiadores han comenzado a interesarse por las denominadas “periferias de la guerra”, que incluyen a estados formalmente neutrales frente al conflicto.[22] Asimismo, el concepto de “guerra civil” que empleó para caracterizar a la Gran Guerra fue extendido décadas después a la Europa de la primera posguerra y la Segunda Guerra Mundial, polarizada entre ideologías contrapuestas.[23] Otro tanto ocurrió con la noción de “guerra total”, que la historiografía de las últimas décadas adoptará con matices tras intensos debates.[24]
Por otra parte, el cuestionamiento de la cronología habitual de la contienda esbozado por nuestro autor se encuentra bastante extendido en la historiografía actual sobre la Gran Guerra, que subraya el solapamiento de guerras civiles, conflictos interestatales y revoluciones en el primer lustro de la primera posguerra.[25] Su preocupación por las continuidades entre las dos guerras mundiales y por los vínculos entre guerra y revolución, así como el énfasis en los grupos sociales como protagonistas de la historia, guardan similitudes con los lineamientos de la “segunda configuración historiográfica” sobre la Gran Guerra que emergió en esa segunda posguerra.[26] En efecto, en pleno auge de la historia social —tanto en su vertiente de la escuela de Annales como en la marxista—, a la que adscribía nuestro autor, la generación de historiadores especializados en la Primera Guerra Mundial se interesó por esas conexiones y por el lugar de los grupos sociales en el contexto bélico. La interpretación de la entreguerra como una continuidad entre las dos guerras mundiales también ha sido objeto de debate reciente entre los historiadores contemporaneístas. Por ejemplo, Ian Kershaw sostiene que los años que transcurrieron entre 1914 y 1949 conformaron la “era de la autodestrucción de Europa”.[27] Aunque Romero compartía varias de las inquietudes de esa segunda generación de historiadores de la Gran Guerra, se diferenciaba de ellos en algunos aspectos. Por un lado, sus reflexiones se anticiparon por varios años a esos especialistas, que discurrirían sobre la problemática más tardíamente, a fines de la década de 1950 y, sobre todo, en la de 1960, como un efecto acumulativo de los impactos de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea, la de Argelia y la de Vietnam. Por otro lado, el análisis de Romero formaba parte de la mirada procesual de la historia occidental que constituiría su sello distintivo. A diferencia de los historiadores de la Gran Guerra, él se interesaba por la larga duración, por los sucesivos ciclos de la revolución, desde el mundo feudal hasta el siglo XX, y, en todo caso, por la intersección de esos procesos de largo plazo con la coyuntura de 1914-1918. La Gran Guerra desempeñaba en ese entramado un jalón decisivo de la “tercera edad” de la cultura occidental, iniciada a comienzos del siglo XIX y aún abierta cuando escribía su ensayo.[28]

Como vimos, Romero interpretaba la entreguerra como un escenario escindido entre el comunismo soviético y el nazifascismo. Esta polarización surgida de la catástrofe bélica sería resaltada posteriormente por otros historiadores como una característica medular del siglo XX. Así, para Eric Hobsbawm, la Gran Guerra había puesto fin al “largo siglo XIX” —iniciado con la Revolución Francesa y la revolución industrial— y dado nacimiento al “siglo XX corto” o “era de los extremos”, una polarización que continuaría vigente hasta el derrumbe del mundo soviético.[29] Igualmente, los rasgos compartidos entre ambas tendencias políticas que reconocía nuestro autor en El ciclo de la revolución contemporánea, y que retomaría en trabajos posteriores, inspiraron por esos años —sumados a factores más estructurales— la teoría del totalitarismo formulada por Hannah Arendt.[30]
El señalamiento de estas conexiones historiográficas no busca presentar a nuestro autor como un antecedente directo de la historiografía actual sobre la Gran Guerra, sino subrayar que ciertos aspectos de sus análisis —agudos y a veces intuitivos, formulados desde su propio horizonte intelectual— encuentran resonancia en interpretaciones que, tiempo después, formarían parte de los consensos historiográficos sobre el conflicto.
El recorrido por las reflexiones de José Luis Romero sobre la Primera Guerra Mundial permite advertir la coherencia interna de una obra que, escrita en distintos momentos, vuelve recurrentemente sobre un mismo problema: la profundidad de la ruptura que este conflicto introdujo en el mundo burgués. A través de textos de naturaleza diversa —desde sus ensayos de la inmediata segunda posguerra hasta los cursos dictados en los años sesenta y su obra de 1970—, Romero trazó una interpretación que buscaba comprender este acontecimiento bélico como parte de un proceso más amplio de transformación de la cultura occidental. La preocupación por las consecuencias de la guerra —en plena vigencia en el presente de nuestro autor— se erige en el hilo conductor que enlaza sus lecturas. La Gran Guerra no era para Romero un episodio aislado, ni siquiera uno más de los muchos conflictos que jalonaron el siglo XX, sino el punto de inflexión que fracturó convicciones, jerarquías y estructuras que habían sostenido a la sociedad burguesa decimonónica.
Su interpretación, situada en el clima de ideas de la segunda mitad del siglo XX, ofrece una vía de acceso privilegiada al modo en que un historiador latinoamericano del siglo XX pensó la crisis de la cultura occidental desde fuera de Europa, pero al mismo tiempo, profundamente implicado en sus tradiciones intelectuales. Sus textos permiten observar cómo la guerra podía ser entendida no solo como una tragedia continental, sino como un fenómeno que interpelaba a sociedades distantes y alteraba la percepción misma del mundo. En esa capacidad para articular lo universal y lo local, lo estructural y lo coyuntural, reside probablemente la vigencia de su interpretación. Asimismo, su metáfora del “harakiri”, que empleó para caracterizar la autodestrucción involuntaria de las burguesías europeas en 1914-1918, no solo resume su visión trágica del conflicto, sino que se proyecta como una clave interpretativa perdurable para comprender las crisis profundas del orden democrático liberal y capitalista en el siglo XX.

[1] José Luis Romero, El ciclo de la revolución contemporánea, Buenos Aires, Argos, 1948, e Introducción al mundo actual. La formación de la conciencia contemporánea. Buenos Aires, Galatea-Nueva Visión, 1956.
[2] José Luis Romero, “Introducción al mundo actual”, en La crisis del mundo burgués, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997, pp. 30-32.
[3] Romero, “Introducción al mundo actual”, p. 32.
[4] José Luis Romero, El ciclo de la revolución contemporánea, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 76.
[5] Idem, p. 79.
[6] Idem, pp. 77-78, 104-105.
[7] Idem, p. 77.
[8] Idem, p. 108.
[9] Romero, “Introducción al mundo actual”, p. 43.
[10] Romero, El ciclo de la revolución contemporánea, p. 127.
[11] Idem, pp. 125-126; Romero, “Introducción al mundo actual”, p. 31.
[12] El primer curso se tituló Examen del siglo XX (1960); el segundo, Los cambios científicos y sociales. Análisis de una contradicción (1961) y el último Problemas de la cultura contemporánea (1962).
[13] José Luis Romero, Examen del siglo XX.
[14] Idem.
[15] Idem.
[16] José Luis Romero, Los cambios científicos y sociales. Análisis de una contradicción.
[17] Romero, Examen del siglo XX; Los cambios científicos y sociales.
[18] Romero, Los cambios científicos y sociales; Problemas de la cultura contemporánea.
[19] Romero, Examen del siglo XX; Problemas de la cultura contemporánea.
[20] José Luis Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, Buenos Aires, Alianza, 1987, pp. (1ª edición: 1970).
[21] Romero, El ciclo de la revolución contemporánea, pp. 150, 152.
[22] Olivier Compagnon y Pierre Purseigle, “Geographies of Mobilization and Territories of Belligerence during the First World War”, Annales HSS 71 (1), 2017.
[23] Ernst Nolte, La Guerra Civil Europea 1917-1945: Nacionalsocialismo y Bolchevismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1994 (1a edición en alemán: 1987); Enzo Traverso, A sangre y fuego: De la guerra civil europea (1914-1945), Buenos Aires, Prometeo, 2009 (1a edición en italiano: 2007).
[24] John Horne, “Introduction: mobilizing for ‘total war’, 1914-1918”, en John Horne (editor), State, society and mobilization in Europe during the First World War, Cambridge, Cambridge University Press, 1997.
[25] Por ejemplo, Robert Gerwarth, Los vencidos. Por qué la Primera Guerra Mundial no concluyó del todo (1917-1923), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017 (1a edición en inglés: 2016).
[26] Antoine Prost y Jay Winter, Penser la Grande Guerre. Un essai d’historiographie, París, Éditions du Seuil, 2004, pp. 30-42.
[27] Ian Kershaw, To Hell and Back: Europe 1914–1949, Londres, Allen Lane, 2015.
[28] Acerca de la periodización de la cultura occidental, véase José Luis Romero, La cultura occidental, Buenos Aires, Legasa, 1986 (1.ª ed., 1953).
[29] Eric J. Hobsbawm, Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica,1994 (1a edición en inglés, 1994).
[30] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006 (1a edición en inglés, 1951).

