La cultura occidental. 1953

Edición 1953

Índice

I. Introducción

II. Los legados

III. La Primera Edad

IV. La Segunda Edad

V. La Tercera Edad

I. Introducción

Un conjunto de circunstancias ha suscitado en los últimos decenios una vehemente preocupación acerca del destino de la cultura occidental. Quizá pueda decirse que es ésta la inquietud que más conmueve hoy al pensamiento contemporáneo, y es seguro que puede hallársela en la raíz de muchas reflexiones sobre temas diversos que se refieren a fenómenos que no son, en el fondo, sino expresiones de las dudas que han asaltado al hombre occidental acerca del sistema de sus ideas y convicciones.

Bastaría señalar algunos aspectos del problema para que quedara en evidencia la magnitud de su conjunto. La segunda postguerra ha dejado de hablar de “cultura occidental” y prefiere hablar de “mundo occidental”, expresión, ésta, que se opone a la de “mundo oriental”, en el que se incluye a Rusia, un país, sin embargo, que desde el siglo XVIII hace esfuerzos denodados por incorporarse a los principios y a las formas de vida occidentales y cuya misma evolución actual es eminentemente occidental; se incluyen también en él las regiones de Asia sometidas hoy a la influencia rusa, que fueron no obstante escenario de la más vasta empresa de imposición cultural que conoce la historia, por parte de los países occidentales, y ciertamente con notable éxito. En cambio, la primera postguerra prefería hablar de “cultura occidental” o “civilización occidental” especialmente cuando se pensaba en su decadencia o declinación, como lo hicieron Spengler o Valéry. Por entonces, apenas se mencionaba ya el “peligro amarillo”, que había sido tema apasionante algunos decenios atrás, y se prefería en cambio descubrir en el seno mismo de la cultura occidental los gérmenes de su decadencia. Pero antes de la primera guerra mundial –y desde el siglo XVIII– esa idea carecía totalmente de vigencia y, por el contrario, parecía evidente que la “civilización” o la “cultura” era, por antonomasia, la civilización o la cultura europeas, esto es, lo que llamamos “cultura occidental”, acerca de la cual parecía lícito y evidente pensar que le estaba reservado un curso de continuo e ilimitado progreso. Unos pocos años parecen pues haber bastado para modificar notablemente nuestros juicios sobre un problema que atañe tan de cerca a nuestro destino.

Esta variación en las opiniones proviene de algunos hechos de la realidad y del desarrollo paralelo de ciertas ideas. La expresión “cultura occidental” define, en sentido estricto, una concepción del mundo y la vida que se expresa en infinidad de formas y que tuvo su origen localizado en cierto ámbito territorial   por obra de determinados grupos sociales. Por algún tiempo sólo allí se desarrolló y por obra de esos grupos; su tendencia fue más bien a acentuar las diferencias con las culturas vecinas y a circunscribir el ámbito de su desenvolvimiento. Pero a partir de cierto momento, la cultura occidental se torna expansiva y sus portadores comienzan a difundirla más allá de las fronteras dentro de las que se había originado, y con tanto éxito que pareció justificarse la ilusión de que se había vuelto universal.

En efecto, algunas de sus formas, algunas de sus creaciones, y especialmente la técnica industrial, habíanse difundido por todo el mundo y se habían convertido en patrimonio de todos; los herederos europeos de quienes las habían forjado y difundido se encontraron así constituyendo una minoría frente a los nuevos poseedores de sus secretos, que podían competir con ellos, con iguales o semejantes armas, por la supremacía. Este proceso –a partir del mundo romano, que constituye su primera etapa– es el que hay que tener en cuenta para comprender las peripecias contemporáneas de la cultura occidental. Tratemos de puntualizarlo brevemente.

Sobre el área del Imperio Romano se advierten dos regiones marcadamente diferenciadas: el Oriente y el Occidente. La primera revela sólo una superficial influencia de la romanización, y por el contrario una acentuada perduración de las tradiciones culturales del Oriente clásico y de Grecia, en tanto que la segunda manifiesta una penetración vigorosa de la romanidad que casi borra las leves tradiciones culturales indígenas: celtas, íberas, italiotas, etc. Esta diferenciación se acentuó a lo largo de la época imperial y se hizo patente a partir de los tiempos de Diocleciano, en que quedó reflejada en la división política del Imperio, y consagrada definitivamente a la muerte de Teodosio. Durante ese lapso –esto es, en el siglo IV– se acentuó más y más: la tradición greco-oriental despertó notablemente en el área oriental del Imperio, y el desarrollo y la difusión del cristianismo acentuó la diferenciación, pues en una y otra región estimuló un distinto tipo de religiosidad y suscitó, además, la rivalidad entre las distintas iglesias de una y otra parte, cuyos ideales eran diversos: más especulativos en Oriente, más formalistas y activistas en Occidente. A partir de la muerte de Teodosio, en 395, estas diferencias se pronunciaron aún más. Los germanos invadieron el área occidental del Imperio, sacudieron el orden romano –excepto en aquello que pudo defender la Iglesia–, y crearon condiciones de vida y de cultura que acentuaron la divergencia con respecto al área oriental. Allí la tradición greco-oriental cristiana adquirió una fisonomía peculiar –a la que alude la designación de Imperio Bizantino que individualiza a esa zona–, la que apenas admitía parentesco con la presentada por el nuevo complejo cultural constituido en el Occidente. Aquí la tradición romano-cristiana comenzó a ordenarse a través de nuevas formas reales de vida, impuestas por la conquista germánica, que además influía sobre la vida espiritual en alguna medida. El Imperio Bizantino y los reinos romanogermánicos representaron la primera oposición categórica entre Oriente y Occidente en cuanto valores culturales, en cuanto ramas disidentes de la cultura clásica.

El tiempo no hizo sino acentuar esa divergencia, especialmente a partir de Justiniano. La rivalidad entre la Iglesia de Roma y los patriarcas de las grandes iglesias orientales -Alejandría, Constantinopla, Jerusalén– no era solamente una puja por la preponderancia eclesiástica, sino también un conflicto entre concepciones diversas, pues el patriarca de Constantinopla, por ejemplo, admitía la supremacía del emperador sobre la Iglesia oriental, en tanto que el papa de Roma no sólo se la negaba al poder civil sino que en ocasiones aspiraba a sobreponerse a él. Cosa semejante ocurrió en el plano doctrinario. En el siglo VIII se suscitó entre ambas iglesias –la de Roma y la de Constantinopla– la famosa querella de las imágenes, que suponía una diferencia sustancial en el campo de las creencias y demostraba que obraban en una y otra área cultural muy distintos supuestos. Tres siglos más tarde la querella desembocaba en el Cisma de Oriente, que concretó la crisis.

En todo ese período, el complejo cultural resultante de la interacción de elementos romanos, hebreo-cristianos y germánicos que se constituyó en el Occidente de Europa afirmó su diferenciación frente al mundo bizantino y al mundo musulmán. Y poco después del Cisma de Oriente comenzó, con las Cruzadas de los siglos XI al XIII, la empresa de extender e imponer su propia concepción del mundo y la vida, que fluía de su concepción religiosa y política, en la que se sintetizaban todas las actitudes acerca de todos los problemas.

Ese designio de extender e imponer su cultura no fue abandonado ya más por el Occidente de Europa. A fines de la Edad Media se vio constreñido por el avance de los turcos en el Mediterráneo oriental, pero se desvió hacia el Oeste y se dirigió hacia América, primer territorio occidentalizado metódicamente, en tanto que, hacia el Este, sorteaba el obstáculo dirigiéndose por el cabo de Buena Esperanza al medio y al lejano Oriente. Comenzó entonces una nueva etapa. Más que en el Imperio Turco, heredero de Bizancio y continuador de la tradición musulmana, el Oriente se encarnó en los vastos territorios de la India y la China y más tarde del Japón. Hacia ellos se dirigió la catequesis religiosa y la penetración económica. Esa empresa continuó sin interrupción hasta nuestros días, pero se intensificó notablemente en el curso del siglo XIX al difundirse la certidumbre de que la empresa de civilizar al mundo, esto es, de imponerle las formas y los supuestos de la vida occidental, constituía “la carga del hombre blanco”, como la definió Rudyard Kipling aludiendo a la misión de Inglaterra.

El debilitamiento de esta concepción sólo aparece con cierta evidencia en el siglo XX. A través de movimientos y tendencias de carácter religioso y nacionalista, se insinúa el comienzo de rebelión de los países orientales sometidos a la influencia occidental, al tiempo que en los países occidentales comienza a aparecer la duda acerca de la legitimidad de su acción. Pero conviene no equivocar los términos. El Oriente que se sacude, aunque conserva seguramente ciertos atributos profundos, ha asimilado muchos rasgos de la cultura occidental. En cuanto creación del espíritu humano, la cultura occidental no está indisolublemente unida a las comarcas que le dieron origen. Quizá pueda hablarse de declinación o decadencia de estos países, pero el mundo entero afirma la supervivencia de la cultura occidental, cuyos portadores se renuevan. Quizá su secreto sea que ha alcanzado el más alto grado de universalidad. Cultura sincrética, la cultura occidental surge con los caracteres que la definen en los primeros siglos medievales y como resultado de la confluencia de tres grandes tradiciones, la romana, la hebreo-cristiana y la germánica, de las cuales las dos primeras suponían una síntesis de variados elementos. Esas tres tradiciones constituyen los legados que la cultura occidental recibió y con los que conformó su patrimonio. Será útil examinar el contenido de ellos antes de introducirnos en el estudio de su propia fisonomía.

II. Los legados

Los tres legados que confluyeron en la cultura occidental tienen distintos caracteres y ejercieron distintas influencias en el complejo que constituyeron al combinarse. No eran, por cierto, análogos. En tanto que el legado romano y el legado germánico estaban representados al mismo tiempo por troncos raciales y corrientes espirituales, el hebreo-cristiano consistía solamente en una opinión acerca de los problemas últimos que condicionaba un modo de vida, opinión que se encarnaba en gentes diversas de uno de aquellos dos troncos y que, naturalmente, se acomodaba de cierta manera según la calidad del terreno que acogía a la nueva simiente. Por esa circunstancia, las combinaciones fueron múltiples y las primeras etapas de la cultura occidental se caracterizaron por su aspecto informe y caótico.

El legado romano constituía una sólida realidad. El vasto proceso de fusión que dio por resultado la cultura occidental se desarrolló sobre suelo romano, y la romanidad debía aportarle sus estructuras fundamentales. Hasta el clima y la naturaleza mediterránea imprimirían su sello a las nuevas formas de vida que se elaboraban en la encrucijada histórica que constituye el período comprendido entre los siglos IV y IX.

Para medir la intensidad del legado romano conviene no olvidar el hecho ya señalado de que la romanización fue mucho más intensa en el Oeste de Europa que en el Este. Lo que se llamó el Imperio Romano de Occidente no contaba, a diferencia del de Oriente, con tradiciones indígenas de gran alcurnia. Nada había allí que pudiera compararse al patrimonio de los viejos pueblos orientales o de Grecia. Íberos, celtas, italiotas y otros grupos menores cubrían las tierras que los romanos conquistaron durante la época republicana, y ninguno de ellos pudo resistir a la capacidad de catequesis de que dio pruebas Roma. Al cabo de muy poco tiempo, las tradiciones locales habían quedado sumergidas bajo el peso del orden impuesto por los conquistadores, y no mucho después ese orden podía parecer propio y constitutivo de esas regiones.

Habían cumplido esa labor muchas fuerzas. El ejército y las colonias militares fueron agentes eficaces de la romanización, porque difundieron un sistema preciso de normas, defendido y justificado a un tiempo por una severa disciplina que erigía en valor absoluto la idea del bien común, de la colectividad, del estado. La religión pública contribuía al mismo fin asignándole carácter sagrado al estado, asimilando la traición al sacrilegio y otorgando radical trascendencia a los deberes del individuo frente a la comunidad. Régulo, prisionero de los cartagineses y enviado a Roma para solicitar la paz al senado en nombre de sus vencedores, aconsejó que se rechazara el ofrecimiento y volvió a Cartago, sabiendo que perecería, para entregarse prisionero porque había jurado hacerlo si el tratado no se concertaba. El nombre de Roma y el de la tríada capitolina constituían el sistema de valores absolutos hacia los que se dirigía el romano, cualquiera fuera su condición civil y política, y este sistema se adentró en el espíritu de las poblaciones occidentales hasta confundirse con ellas.

Bajo el peso del orden político y jurídico romano, apenas subsistió nada de las tradiciones de las poblaciones indígenas del Occidente, y lo que subsistió procuró adecuarse al riguroso marco que lo constreñía. Pero tras aquel orden se escondía una idea de la vida. Cada principio político, cada norma jurídica, suponía una actitud definida y resuelta frente a algún problema: la organización de la familia, el régimen patrimonial, las relaciones económicas, los principios morales, los deberes sociales, o las obligaciones frente al estado. A través de la inexorable vigencia de aquellos principios se filtraban las ideas que les habían dado origen, y el asentimiento prestado a los principios arrastraba la asimilación de las ideas directrices, de modo que el vigoroso formalismo romano plasmó una idea del mundo que reemplazó a las débiles creencias tradicionales de las poblaciones indígenas del Occidente, que no podían oponerle sino accidentalmente una resistencia eficaz.

El formalismo romano, la tendencia a crear sólidas estructuras convencionales para conformar el sistema de la convivencia, dejó una huella profunda en el espíritu occidental. La Iglesia misma no hubiera subsistido sin esa tendencia del espíritu romano ajeno a las vagas e imprecisas explosiones del sentimiento, y las formas del estado occidental acusaron perdurablemente esa misma influencia. Pero tras el formalismo se ocultaba un realismo muy vigoroso que descubría con certera intuición las relaciones concretas del hombre y la naturaleza y de los hombres entre sí. Ese realismo –también implícito en la casuística jurídica y en la idea de las relaciones entre el hombre y las divinidades– operaba eficazmente sobre la vida práctica confiriéndole a la experiencia un alto valor muy por encima de la pura especulación. Y esta actitud frente a la naturaleza y la sociedad la legaría la romanidad al mundo occidental informando un activismo radical y, a partir de cierta época, un individualismo acentuado.

Acaso algunas otras notas caractericen también el legado romano a la cultura occidental. Con todas ellas se entreteje una cosmovisión que se constituyó en el mundo romano, a lo largo del tiempo, con escaso aporte del pensamiento teórico y con limitada asimilación de los esquemas heredados a su vez de Grecia, a la que la romanidad debía muchas ideas, pero que sólo aceptó en la medida en que coincidían con su propio genio. Los últimos tiempos de la República y los dos primeros siglos del Imperio –la época del “principado”, como suele llamársela, hasta los últimos tiempos de Marco Aurelio– constituyen la época de florecimiento y predominio de esa cosmovisión. Pero, como el Imperio mismo, esa cosmovisión comienza a sufrir una crisis intensa a partir del siglo III, menos intensa en el Occidente que en el Oriente, sin duda, pero suficientemente grave a pesar de eso como para que se disociaran sus elementos. La influencia de las religiones orientales, con su secuela de supersticiones y creencias, la impotencia militar del Imperio frente a sus peligrosos vecinos de allende el Rin y el Danubio, el resquebrajamiento de la moral ciudadana y del orden político, todo ello alcanzó a la parte occidental del Imperio en alguna medida. Surgieron los particularismos, y por un instante la Galia se mantuvo autónoma; declinaron las convicciones, se modificó la composición étnica por la inclusión de crecidos contingentes germánicos, se alteró el régimen económico y social: en todos los órdenes, se notó una rápida transformación que caracterizó los siglos del Bajo Imperio. Algo subsistía, sin duda, del viejo espíritu, pero la fisonomía cambiaba sensible e incesantemente. La gran propiedad y el régimen político –imitación, cada vez más, del de los imperios orientales– destruían la antigua noción de la dignidad del ciudadano y acostumbraban a la vigencia de los privilegios. La vida pública había dejado de ser la expresión de los intereses de la comunidad, y el ejercicio de los cargos públicos se había tornado pesado y obligatorio, en tanto que el fisco oprimía cruelmente a los más humildes. El estado, que antes representaba, junto con la tríada capitolina, la majestad del pueblo romano, era ahora tan sólo la expresión de un grupo privilegiado que se inclinaba vorazmente sobre la riqueza. El estado era un amo; cuando se aproximaron los conquistadores germánicos fueron muchos seguramente los que pensaron que sólo cambiaban un amo por otro.

Ésta era la romanidad que encontraron los pueblos invasores, y cuando se quiere comprender el proceso de los primeros tiempos de la cultura occidental –la llamada Edad Media– es necesario recordar que no precede a los reinos romano-germánicos una época como la de Augusto, Trajano o Marco Aurelio, sino otra en la que ya se insinúan muchos de los caracteres que más tarde se tendrán por propios de la temprana Edad Media. El legado romano es pues, sin duda, una sólida realidad, pero no en todas sus partes. El legado de la romanidad clásica llegó a la cultura occidental a través del recuerdo o de la literatura; pero el legado real fue el de una cultura herida en sus supuestos fundamentales, empobrecida por esa crisis interna y debilitada por los problemas sociales, económicos y políticos que afectaban a sus portadores.

Entre las muchas opiniones enunciadas para explicar las causas de la crisis del Bajo Imperio, hay una que la atribuye a la influencia del cristianismo. Como todos los simplismos, esta opinión es inexacta; pero acaso encierre una parte de verdad, cuyo análisis nos conduce a la estimación de la trascendencia del legado hebreocristiano.

El cristianismo era una religión oriental, una entre las varias que se difundieron por el territorio imperial; confundida con el judaísmo –del que provenía y del que había incorporado muchos elementos–, no logró durante los primeros siglos del Imperio ser considerada sino como una superstición, cuyos creyentes se caracterizaban, eso sí, por su pertinaz intolerancia. Esta actitud hizo que se lo persiguiera repetidas veces, y en ocasiones con encarnizamiento. ¿Qué era en él lo que se consideraba peligroso? Los cristianos fueron perseguidos por la comisión de dos delitos previstos por las leyes: una sobre religiones no autorizadas y otra sobre asociaciones ilícitas. El procedimiento judicial se vio facilitado por la confesión espontánea y decidida de los cristianos, que generalmente no ocultaban su condición de tales. Planteado el problema por Plinio al emperador Trajano, quedó en suspenso la cuestión de si los cristianos debían ser condenados solamente por el hecho de serlo o por los delitos de derecho común que se les atribuían; pero a medida que pasó el tiempo el estado consideró que el nombre de cristiano implicaba culpabilidad, y las grandes persecuciones dieron cuenta de muchos fieles que demostraban inequívoca vocación para el martirio.

En el siglo III el número de creyentes era ya tan crecido que el estado podía considerar al cristianismo como un peligro público. No era de temer, naturalmente, una conjuración para apoderarse del poder; pero una imprecisa sospecha advertía de la existencia de otros peligros reales, sospecha muy fundada y que conducía a la verdadera raíz del problema.

En efecto, cristianismo y romanidad representaban dos concepciones antitéticas de la vida, y no es exagerado afirmar que el triunfo de la concepción cristiana debía herir a la romanidad en sus puntos vitales. Como miembro de una comunidad política, el romano aspiraba a realizarse como ciudadano, distinguiéndose en las funciones públicas, recorriendo el cursus honorum y alcanzando una gloria terrena cuya expresión era la perennidad del recuerdo. Riqueza y poder acompañaban subrepticiamente a esta idea de la gloria obtenida por el servicio de la comunidad, como aspiraciones del romano, para quien la vida se realizaba sobre el mundo terreno y para quien la muerte constituía ese vago reino de sombras que Virgilio había descripto en el canto VI de la Eneida. A esa concepción de la vida estaba indisolublemente unido el destino de Roma. Su grandeza era obra de quienes, como Régulo, habían erigido a la patria en un valor supremo al que era justo ofrecer la vida, y de quienes no concebían gloria más alta que el tributo concedido por el senado al general victorioso. Cualquier objeción acerca de esa concepción de la vida alcanzaba por consiguiente a los fundamentos de la grandeza romana.

No es pues absolutamente inexacto que la difusión del cristianismo contribuyó a la crisis del Imperio, pues el cristianismo, en efecto, condenó radicalmente esta concepción de la vida. Religión de origen oriental, religión de salvación, religión de conciencia, el cristianismo negaba de modo categórico el valor supremo de la vida terrena y transfería el acento a la vida eterna que esperaba al hombre después de su muerte. Todo lo que podía ambicionar y perseguir en su breve paso sobre la tierra no era a sus ojos sino vanidad, según las palabras del Eclesiastés. Vanidad era la riqueza, el poder y la gloria que podían adquirirse en la ciudad terrestre, a la que el cristianismo oponía la ciudad celeste, la verdadera ciudad de Dios. Vanidad era el amor humano, el goce intelectual, el refinamiento de la sensualidad, la acción. Vanidad era pues la vida misma tal como el romano la concebía, y quien se entregaba al cristianismo desertaba inevitablemente de la romanidad y contribuía a que se secaran las fuentes que habían nutrido su grandeza.

Esa concepción de la vida mordió en la conciencia romana, acaso porque había cundido el escepticismo acerca de la validez absoluta de una patria que ahora se encarnaba en un estado opresivo. El número de cristianos creció incesantemente, se organizó la Iglesia, y finalmente el cristianismo desalojó a la religión de la tríada capitolina por decisión de Teodosio el Grande. Poco a poco se escindía el cristianismo en una doctrina para los elegidos –monjes de vida ascética que debían cumplir la totalidad del mandato de Cristo–, y en otra para los imperfectos, que se sentían incapaces de seguir el camino de perfección. Para regir tan vasta comunidad, la Iglesia se organizó según el esquema del Imperio, y cuando éste cayó, subsistió esa nueva organización que había comenzado ya a asimilar los rasgos de la estructura de poder que constituía el Imperio. Frente a los germanos que asumieron la dirección política de los nuevos reinos, y frente a la nueva realidad que esos reinos configuraron, el legado cristiano se ofreció de diversas maneras. Consistió, ante todo, en la organización eclesiástica que el Imperio había alojado, en la idea de un orden jerárquico de fundamento divino y en la idea de ciertos deberes formales del hombre frente a la divinidad. Fue también una religiosidad y una eticidad mínimas, a las que podían aspirar los conversos que no eran capaces de abandonar del todo sus viejas creencias, los resabios de sus supersticiones y la idea de la vida que habían heredado de tradiciones seculares. Y fue finalmente una religiosidad y una eticidad de extrema exigencia, a la que sólo podían aspirar los que eran suficientemente fuertes para retirarse del mundo y entregarse a la contemplación mientras llegaba la hora del tránsito supremo. Este legado fue adoptado tras las invasiones germánicas por una sociedad constituida sobre el hecho de la conquista, y convulsionada por los fenómenos de acomodación social que siguieron a ésta. El legado cristiano constituyó como un ideal remoto para el complejo social que comenzó a conformarse y a ordenarse, que no se acercó a él sino muy lentamente, pero que poco a poco se afirmó en las conciencias y, violadas o cumplidas sus prescripciones, recibió el testimonio unánime del acatamiento.

Frente a los otros dos, el legado germánico fue el más simple. Los conquistadores traían consigo una idea de la vida menos elaborada, más espontánea y más libre. Creían en lo que hay de naturaleza en el hombre y exaltaban sobre todo el valor y la destreza, el goce primario de los sentidos y la satisfacción de los apetitos. El ideal heroico encarnaba su suprema aspiración, y lo impusieron como desideratum cuando constituyeron las aristocracias de los reinos que fundaron por la conquista. Bien pronto sintieron el impacto de las tradiciones romana y hebreo-cristiana, más elaboradas y sutiles, que comenzaron a moldear los impulsos que animaban a esas nuevas aristocracias. Y finalmente las sometieron, pero no por el aniquilamiento de la moral heroica, sino mediante su sumisión a ciertos ideales que supieron superponerle: el estado, la Iglesia, Dios. El legado germánico se mantuvo a través de una concepción aristocrática de la vida y, además, a través de cierto sistema de normas para la convivencia. Acaso, en parte, escondido en el reino de las creencias populares. Pero a medida que el tiempo transcurría, su antiguo ímpetu cedía a la tenaz presión de las fuerzas que lo constreñían.

Obrando de diversa manera y con distinta intensidad, los tres legados confluyeron en las nuevas sociedades que se constituyeron a raíz de la conquista germánica del Imperio Romano de Occidente. La diversidad de las combinaciones trajo consigo la diferenciación local de lo que antes había sido una unidad política y en gran parte también una unidad espiritual. La cultura occidental comenzó a elaborarse como un sistema de vida heterogéneo, que buscó a lo largo de los siglos los supuestos radicales que le daban unidad interior. Acaso esa labor sea uno de los rasgos que mejor caracterizan su devenir histórico.

III. La Primera Edad

Edición 1994

La primera etapa de la confluencia de los tres legados –romano, hebreo-cristiano y germánico– cubre los siglos de lo que se llama habitualmente Edad Media. Su nombre mismo y el plazo de tiempo que comprende constituyen otros tantos problemas, y no triviales, por cierto, porque la posición que se adopte frente a ellos dependerá del concepto que nos hagamos de su contenido.

Si el período comprendido aproximadamente entre los siglos V y XV ha sido llamado Edad Media, es evidentemente porque no se lo consideraba una primera etapa sino la que se sitúa entre otras dos. Para quienes acuñaron el nombre –se atribuye la idea a Cristofredo Cellarius, un erudito del siglo XVII–, la Edad Media continuaba a la Antigüedad heleno-romana sin otra diferencia sustancial que la calidad. Era como un abismo, del que volvió a salirse con el Renacimiento, que inicia la modernidad, esto es, el tercer momento del sistema en el que la llamada Edad Media ocupaba el segundo. Pero, si negamos esa continuidad y afirmamos que el período a que nos referimos constituye una novedad en cuanto conjuga de manera singular aquellos tres legados, configurando un estilo cultural nuevo que persistirá por muchos siglos en el Occidente, es obvio que debemos rechazar una designación que desnaturaliza ese concepto. De aquí que, para no aventurar una denominación explicativa, nos limitemos a llamar a ese lapso, siguiendo a Gustave Cohen, la Primera Edad.

También se relaciona con el concepto que nos hagamos de la Primera Edad de la cultura occidental el problema de cuáles son sus límites. Una corriente histórica, a la que se llama catastrófica o rupturista, afirmaba que las invasiones germánicas habían introducido una renovación súbita y profunda en el ámbito occidental, destruyendo las estructuras tradicionales y reemplazándolas por otras. Esta opinión importaba la de que el origen de la llamada Edad Media se situaba de manera precisa en el siglo V. Pero quienes niegan la existencia de un ruptura categórica y descubren una lenta progresión desde la típica romanidad hacia la cultura occidental a través de las influencias graduales de cristianismo y germanismo, antes y después de las invasiones, prefieren fijar una etapa de transición que comprende dos momentos sucesivos: la baja romanidad y la temprana Edad Media hasta la disolución del Imperio Carolingio aproximadamente; en el primero, que corresponde a los últimos tiempos del Imperio, se manifiestan ya como insinuados los caracteres que aparecerán claramente en el segundo, pues la temprana Edad Media presencia el vigoroso choque entre la tradición romano-cristiana y las tradiciones germánicas. Algo semejante ocurre con el límite final del período, que algunos identificaron con el Renacimiento, como si este fenómeno cultural tuviera una fisonomía precisa y no comportara otros aspectos de más impreciso perfil.

Se buscaron fechas simbólicas –la caída de Constantinopla o el descubrimiento de América–, pero es evidente que los siglos XIV y XV constituyen otra etapa de transición, en la que perduran muchos caracteres de la llamada Edad Media en contacto con otros que insinuaban ya lo que denominamos modernidad.

Un balance de ambos problemas nos autoriza a hablar de una Primera Edad de la cultura occidental, que se desenvuelve entre dos crisis: la del Imperio Romano cristianizado y la del orden cristiano-feudal. Hay en esa edad varios períodos, y su examen nos permitirá aproximarnos a una imagen del contenido cultural del conjunto.

Gustave Cohen caracteriza a la llamada Edad Media como la época de la génesis. En cuanto define la significación de esa edad en el proceso de la cultura occidental, la expresión, además de ser feliz, es justa; pero más justo sería, a mi juicio, limitar esa caracterización a sus primeros cinco siglos, esto es, a lo que se llama la temprana Edad Media, o sea, el período de los reinos romano-germánicos y del Imperio Carolingio. He aquí el momento más dramático de nuestra cultura. Asistimos al choque de diversos grupos étnicos manifestado en borrascosos episodios de lucha por el predominio, pero asistimos también –y el espectáculo es más apasionante aún– a la toma de contacto entre distintas tradiciones que confrontaban sus usos y costumbres, sus regímenes económicos, sus normas morales, sus concepciones de la vida individual y colectiva y sus imágenes del trasmundo. Visigodos, francos, burgundios, anglos, sajones, ostrogodos, suevos, vándalos, conquistaron, en vigorosas arremetidas o mediante ocupaciones consentidas por el Imperio, vastos territorios en los que hallaron viejos pueblos romano-cristianos con los que comenzaron a vivir, en parte constriñéndolos de acuerdo con sus tradicionales normas germánicas en virtud del derecho del más fuerte, pero en parte también adecuándose a la estructura del orden establecido en mérito a la fuerza de hecho que poseía. Algunos estadistas, como Teodorico, rey de los ostrogodos de Italia, prefirieron fortalecer la tradición romana, a pesar de pertenecer a la religión arriana, disidente de la ortodoxia pontificia. Otros, como Clodoveo, rey de los francos, se manifestaron menos permeables a las tradiciones vernáculas de los países sometidos, aun cuando se convirtieran a la ortodoxia religiosa romana; pero todos sintieron progresivamente la gravitación del orden establecido y cedieron poco a poco, hasta que Carlomagno intentó restaurar la forma misma del Imperio. En el orden de la cultura se manifestó esta misma tendencia. La Iglesia, especialmente, procuró salvar el legado romano-cristiano, y sus miembros escribieron historias, biografías y enciclopedias –como las Etimologías, de San Isidoro de Sevilla– en las que recogieron cuanto podían obtener de las obras de los clásicos latinos y de los padres de la Iglesia. Una idea cristianizada de la romanidad –inexacta, por lo demás– sirvió a la Iglesia para forzar a las aristocracias germánicas a que se plegaran a los viejos ideales, a los que los conquistadores fueron cediendo poco a poco, aunque conservando cierta idea heroica de la vida y cierto sentido de su derecho que se filtró a través de las formas romano-cristianas que consintieron en adoptar.

Sólo no se conservó, del orden vigente en el momento de la conquista, lo que la experiencia demostró que era absolutamente inadecuado para las nuevas condiciones de la realidad. La organización prefeudal surgió como la más apropiada para esas condiciones, y como resultado de la imposibilidad de mantener principios económicos, sociales y políticos de tradición romana que no correspondían ni a la condición de la tierra ni a la condición de las personas. Y cuando desapareció el Imperio de Carlomagno y se renovaron las invasiones por obra de los normandos, magiares y musulmanes, el orden cristiano-feudal se constituyó, con pleno vigor, como un sistema ajustado a la realidad económica, social y política en el que habían hallado su equilibrio los tres legados: romano, hebreo-cristiano y germánico, tanto en el plano institucional como en el plano espiritual.

Hasta ese momento la situación del mundo occidental se había caracterizado por ser una situación de hecho: el orden cristiano-feudal llegó a ser, precisamente, un orden porque se constituyó apoyado en el consenso general, otorgado porque se adecuaba a la realidad y satisfacía, en el orden práctico y en el orden espiritual, las necesidades y aspiraciones de los distintos grupos sociales. El orden cristiano-feudal prevaleció en el ámbito occidental con plena vigencia desde el siglo X hasta el siglo XIII, fechas, éstas, sólo aproximadas y que deben ajustarse según las regiones. Antes sólo se insinúa, y después está sometido a fuerzas poderosas que tienden a disgregar los elementos que lo componen.

El origen del feudalismo ha sido objeto de largo debate. Pero cualquiera sea el punto de vista que se adopte, debe convenirse en que resultó de un severo ajuste de las instituciones a las condiciones de la realidad. No fue un sistema elaborado racionalmente y superpuesto sobre la realidad, sino el fruto de una serie de pasos dados para resolver situaciones concretas, organizados poco a poco como un conjunto, provisto luego de una teoría general. Los principios e instituciones que lo caracterizan constituyen respuestas eficaces a situaciones de hecho, en relación con el problema de la tierra, en cuanto fuente de riqueza, y en relación con el problema del poder político. El hecho sustancial de los primeros momentos de este período es la evidencia general de la ineficacia del poder central, de la monarquía extendida sobre vastos estados territoriales a los que no podía proporcionar seguridad frente a las innumerables amenazas locales. Por un proceso muy complejo, los propietarios o simples usufructuarios de la tierra adquirieron así una responsabilidad que justificó, poco a poco, la autoridad de que fueron investidos o de la que se invistieron por propia decisión. La aristocracia terrateniente adquirió pues, además de la riqueza, la autoridad política y militar, y cada uno de sus miembros la ejercitó en pequeñas circunscripciones relativamente reducidas, en las que, con los medios técnicos con que contaba, podía alcanzar un alto grado de eficacia.

Lo que caracteriza a este régimen económico, político y social basado en la desigualdad y en el privilegio es que recibió el asentimiento de todos porque resultó más justo que el que regía como supervivencia de las tradiciones romanas. En efecto, estableció las cargas públicas proporcionalmente a las posibilidades de cada uno, en tanto que desde los últimos tiempos del Imperio las cargas públicas oprimían a quienes poseían menos recursos. De modo que cuando la aristocracia terrateniente tomó sobre sus espaldas el peso de la responsabilidad política y militar, las clases no privilegiadas se vieron aliviadas de la obligación de hacer lo que no podían. Naturalmente, mantuvieron su situación de absoluta dependencia económica; pero el orden de la realidad se consolidó de tal modo que pudo parecer justo, y el sistema jerárquico que se constituyó obtuvo por mucho tiempo el consenso favorable.

El principio de desigualdad valía incluso para la aristocracia, cuyos miembros se ordenaban en grados sucesivos. También el clero constituía un orden jerárquico en parte porque la Iglesia calcaba la organización imperial romana y en parte porque sus miembros trasladaron al orden eclesiástico las diferencias de clase de la sociedad. Y aun se reconocían distintas situaciones entre los grupos no privilegiados, según su relación con los privilegiados hasta llegar a la situación ínfima de quienes vivían en servidumbre. Este principio universal de desigualdad se consolidó en la realidad por la fuerza de los hechos, y recibió su consagración a través de una doctrina social que elaboraron las clases privilegiadas.

Desde cierto punto de vista, la épica sirvió a la justificación de la aristocracia, en cuanto exaltó los ideales de vida –germánicos en su origen– que la aristocracia sustentaba, aunque admitiendo su sumisión a los fines que la Iglesia supo fijarle. Pero la teoría jurídica y filosófica de la sociedad contribuyó aún más a consolidar la idea del orden jerárquico. Siguiendo un esquema aristocrático, se sostuvo –con asentimiento general– que la sociedad constituía un organismo, y que cada una de sus partes tenía una función específica, a la que correspondían necesariamente ciertas obligaciones y ciertos derechos. La sociedad se componía de “oradores, defensores y labradores”, según la terminología de las fuentes hispánicas; oradores eran los que dedicaban su existencia a la oración, al servicio de Dios; defensores, los que servían de espada y coraza a la comunidad, defendiéndola y gobernándola; y labradores, los que realizaban todos los trabajos necesarios para subvenir a las necesidades prácticas de la colectividad. De estas tres clases, no había duda de que la de los labradores era la última; pero fue motivo de una constante tensión entre las dos primeras el problema de la jerarquía recíproca. La Iglesia había logrado imponer a la aristocracia la creencia de que sus ideales heroicos sólo adquirían sentido si se los ponía al servicio de un ideal trascendental: la defensa y propagación de la fe cristiana; llevado hasta sus últimas consecuencias este punto de vista, debía conducir indefectiblemente hacia una teocracia, y ése fue el ideal de los grandes papas de este período: Gregorio VII, Inocencio III o Bonifacio VIII. Pero la aristocracia, encabezada por la monarquía, aunque transigió en aquella primera parte, defendió su jurisdicción secular y afirmó que el ejercicio del poder en la tierra constituía su incuestionable derecho. Esta tensión caracteriza en cierto modo todo este período y, por no haberse resuelto, entró en crisis el orden cristiano-feudal a partir del siglo XIII.

Los episodios reveladores de esta tensión son los que pusieron frente a frente a reyes y emperadores por una parte y al papado por otra. La querella de las investiduras y el conflicto entre Felipe el Hermoso de Francia y el papa Bonifacio VIII revelaron el punto crítico en la vasta construcción intelectual que servía de andamiaje al orden de la realidad, resultado de situaciones de facto y en consecuencia constituido por toda suerte de compromisos. Esa construcción intelectual resultó del progresivo desarrollo de las teorías de la Iglesia, en parte apoyadas en la tradición política romana, y en parte dependiente del sistema de ideas contenido en las Escrituras. La jerarquía celeste se prolongaba en la jerarquía terrestre; pero si era evidente que el orden social debía ser jerárquico, no lo era el de la situación de los diversos poderes en esa jerarquía. Se planteaba el problema de si el poder de Dios se delegaba por igual en el emperador y en el papa –esto es, en los representantes del poder temporal y del poder espiritual– o si por el contrario el vicario de Dios recibía la totalidad del poder y delegaba el poder temporal en el emperador. Esta última fue la tesis del papado, y fue apoyada, como la otra, por juristas y teólogos.

Juristas y teólogos –aunque en ocasiones disentían en cuanto a este problema– coincidían en la teoría del orden cristiano-feudal como un orden jerárquico de raíz metafísica. Este orden no era sino una parte del orden universal de la creación, y los teólogos lo expresaron en las grandes Sumas, verdaderas enciclopedias del saber humano que ofrecían una imagen racional del mundo. Las universidades –una de las grandes creaciones de este período– difundieron esa imagen y contribuyeron no sólo a fijar su carácter dogmático sino también a fijarla en los espíritus con marcado vigor. El siglo XIII constituye el momento culminante de este período. Es el gran siglo de las catedrales góticas, inspiradas en la misma idea de orden; es también el gran siglo de las universidades y de las Sumas; es el siglo del rey San Luis y de Santo Tomás de Aquino. Todo podía hacer creer que la cultura occidental había encontrado su cauce y establecido el equilibrio entre los tres legados que confluían en su torrente. Empero, algo flaqueaba en su seno, y el ajuste logrado entró en una crisis que, sumariamente, podríamos definir como una insurrección del legado romano. Esta crisis abarca los siglos XIV y XV –el período que Huizinga ha llamado El otoño de la Edad Media– y abre la vía de la transformación que la cultura occidental sufre con la llamada modernidad.

En rigor, el orden cristiano-feudal resultó –repitámoslo– de un sometimiento de la concepción germánica de la vida al sistema de fines que le impuso el cristianismo. Un ideal heroico de la vida, propio de las aristocracias, se conjugaba con una sobrevaloración del trasmundo, propia del cristianismo. Pero ese orden desdeñaba la significación de la realidad inmediata y con ella del hombre común, para quien la vida no era heroísmo sino lucha con el contorno y aspiración primaria a dominarlo para alcanzar por grados una felicidad que iba desde la satisfacción de las necesidades elementales hasta los mayores refinamientos del lujo. Riqueza, goce y poder eran ideales que estaban implícitos en la concepción romana de la vida, adormecida durante siglos, pero pronta a desatarse cuando las condiciones lo permitieran. Otros aspectos tenían también esa concepción: el poder real en lucha con las tendencias teocráticas del papado apelaba a la concepción romana del estado; el orden de las cosas descubría en el derecho romano un sistema más adecuado para las nuevas situaciones reales; el saber de las cosas comenzaba a buscar sus raíces en el saber antiguo. Todo esto era la romanidad que despertaba. Y despertó con la naciente burguesía, que basaba sus posibilidades en el activismo –el activismo romano– y comenzó a desdeñar la pura contemplación y a estimar el mundo más que el trasmundo.

La concepción de la sociedad propia del orden cristiano-feudal agrupaba bajo el rubro de “labradores” a todos los que ejercían la actividad económica. Ignoró pues, y por mucho tiempo aún, que esa actividad se había diversificado y había dado origen a la formación de ciertos grupos sociales que dedicaban su actividad a la manufactura y al comercio, a los que imprimieron gran desarrollo. Esos grupos constituyeron, poco a poco, lo que se llamó “burguesía”, muy importante sobre todo en las ciudades italianas y flamencas, pero de cierta gravitación en toda Europa. Ajena a los intereses feudales, y enemiga de ellos, esta clase buscó y obtuvo el auxilio de la monarquía, que se lo ofreció para apoyarse en ella contra la aristocracia feudal que limitaba su poder. Este proceso –muy complejo y variable– se produjo con matices en todas partes. La monarquía trató de apoyar su tendencia a la autocracia en el derecho romano que los legistas comenzaron a aprender y enseñar en las universidades, y buscó su apoyo efectivo en estas clases que podían ofrecer considerables aportes de dinero para el tesoro real bajo la forma de impuestos, y de hombres para el ejército real, armas ambas que le permitieron independizarse de la tutela feudal. En el siglo XIII, cuando el orden cristiano-feudal alcanza su mayor esplendor y aparecen las más acabadas teorizaciones acerca de su perfección, las fuerzas que habían de disgregarlo están ya desencadenadas. Dante Alighieri las percibe y la Divina Comedia expresa su angustia por el cataclismo del orden tradicional y su juicio sobre los responsables: el papado, el Imperio mismo, las aristocracias, y sobre todo la burguesía en ascenso que consuma por su sola acción la destrucción del orden vigente.

Su observación era exacta. El orden cristiano-feudal no era sino el primer avatar de la cultura occidental, el primer ajuste de los diversos legados que la componían, en el que quedaba muy reducida la parte del legado romano, o sometido al menos por los otros dos. Pero la romanidad mantenía una potencia inextinguible y, seguramente, se había mantenido viva en la tradición de ciertos grupos sociales cuya fisonomía espiritual no nos conservan suficientemente las fuentes. Lo cierto es que la crisis de la Primera Edad puede entenderse, en términos generales, como un ajuste del orden cristiano-feudal para incluir en él los elementos de la concepción romana de la vida: de ese ajuste había de surgir lo que llamamos la modernidad, cuyos primeros pasos se dan abiertamente en los siglos XIV y XV.

Se ha señalado la trascendencia que en el desencadenamiento de esa crisis tuvieron las Cruzadas. La empresa representaba, en teoría, la más alta expresión del espíritu cristiano-feudal, pero es innegable que desde muy pronto se advirtieron las terribles consecuencias que traía consigo. La actividad económica descubrió horizontes antes insospechados, y el panorama del mundo adquirió para los occidentales una amplitud hasta entonces no entrevista. Tras las naves que llevaban a los guerreros circularon las naves de los mercaderes de Pisa, Génova o Venecia, y en unas y otras viajaron una y otra vez quienes descubrían en el mundo bizantino y en el mundo musulmán nuevas ideas antes no adivinadas. La convulsión del sistema de ideas que respaldaba el orden cristiano-feudal fue profunda. No sólo se extendió el horizonte geográfico sino también el horizonte de las posibilidades vitales. El saber –el saber de la naturaleza, especialmente– comenzó a iluminar el contorno del hombre, y la naturaleza misma adquirió una significación en la que antes no se había reparado. Este valor atribuido a la naturaleza –y a lo que hay de naturaleza en el hombre– explica la nueva actitud, a primera vista inexplicable, de Boccaccio, de Chaucer o del Arcipreste de Hita. El amor, la sensualidad, el goce de la vida atraen al hombre con fuerza incontenible, y la Iglesia tiene que apelar a dramáticos llamamientos para contrarrestar esa tendencia fugitiva: al Decamerón corresponden las Danzas de la muerte.

Naturalismo, activismo e individualismo están en estrecha correspondencia. Casi todo proviene de cierto trasfondo romano que se rebela contra la coerción cristianofeudal, estimulado acaso por el incitante contacto de culturas que se ha operado y sigue operándose en los siglos XIV y XV, y nutrido con elementos desgajados de la tradición musulmana. El saber de lo natural comienza a inquietar y a medida que se lo persigue comenzará a aparecer la tendencia a descubrir otros sistemas explicativos ajenos a los de la teología. La magia empieza a obsesionar a muchos espíritus, algunos de los cuales se orientarán hacia el panteísmo. Y poco a poco se insinúa la preocupación por el dominio de la naturaleza, esto es, por la técnica.

Acompaña a esta crisis otra que repercutirá intensamente en la vida social. Las clases no privilegiadas retiran su consentimiento al sistema social propio del orden feudal y buscan asegurarse sus propios privilegios. La burguesía y hasta los campesinos no vacilan en tratar de sacudir el yugo que los oprime y en ocasiones apelan a las armas. El derecho que justificaba la primacía de la aristocracia terrateniente, atacado en parte por el derecho romano, es atacado a su vez por las situaciones de hecho provocadas por una burguesía que se enriquece e impone el valor del dinero. Un nuevo derecho comienza a insinuarse, al amparo de nuevas concepciones del poder político que arraigan progresivamente. A medida que transcurre el siglo XV se advierte cada vez más que el orden cristiano-feudal está en quiebra. Unos pocos se aferran a su recuerdo con profunda nostalgia y procuran preservar las formas de vida que correspondían a la época de su vigencia, organizando torneos, banquetes y cortes de amor. Pero la estructura radical de la sociedad ha cambiado tanto que todo eso no pasa de ser un juego amable de pequeñas minorías que se resisten a ceder el paso. La nueva realidad está representada por los condotieros que dominan las ciudades italianas, por los reyes que, como Luis XI o Fernando el Católico, marchan hacia el absolutismo, o por los banqueros como Cosimo dei Medici, o por los pintores como Masaccio o Botticelli. He aquí el triunfo del legado romano, en los albores de la Segunda Edad.

IV. La Segunda Edad

Edición 2004

La Segunda Edad –esto es, la llamada Edad Moderna– plantea menos problemas conceptuales que la primera. Cualquiera sea el significado originario del adjetivo “moderna” que la califica, el vocablo ha adquirido un sentido convencional que proviene, precisamente, de ciertos aspectos sustanciales de esa época; pero conserva algunas alusiones que hacen a esa designación tan impropia como la de Edad Media, y transitoriamente preferimos llamar a esta otra etapa de la cultura occidental con un ordinal que se limita a señalar su relación temporal con la anterior. En cuanto al plazo que cubre, es evidente que no hay lugar a graves discusiones; pero conviene hacer notar que su origen se esconde en aquellos dos siglos de transición, en los que sería por cierto muy difícil establecer límites precisos, y que la mutación operada en Francia por la revolución de 1789 sólo puede considerarse como un límite convencional. Podría señalarse el lento tránsito hacia el romanticismo como la etapa en que se operan los cambios que autorizan a hablar de pasaje a una tercera edad, etapa en la que transcurre toda la época napoleónica.

Sería difícil –para ésta como para cualquier otra época de cualquier cultura– hallar un término que la caracterizara plenamente. En favor del adjetivo “moderno” obra la circunstancia de que, exento de sentido en sí mismo, fuera de cierta alusión temporal, se ha cargado, como se ha dicho, de un contenido que le ha proporcionado la misma materia histórica a la que quería caracterizar. Llamaremos pues “espíritu moderno”, por ejemplo, al de esta época, entendiendo que nos limitamos a suscitar las alusiones que evoca aquella materia. Y lo usaremos, como suele hacerse, para calificar el espíritu de los siglos XVI, XVII y XVIII, aun cuando es evidente que los dos primeros poseen una fisonomía algo distinta de la del último.

El examen de los siglos XVI y XVII deja en el ánimo una impresión contradictoria; pero no es arriesgado afirmar que esta contradicción proviene de que es contradictoria la misma naturaleza del período, en el que parecen hallarse –anticipémoslo– dos líneas espirituales diferentes: una de afirmación vehemente de la realidad y otra de deliberada elusión de la realidad.

Desarrollemos esta idea. La realidad social y espiritual de este período no es sino el fruto de las transformaciones a que asistimos en los siglos XIV y XV. Pese a ciertas reacciones que señalaremos luego, la nueva ordenación de la sociedad, las nuevas tendencias y orientaciones, los nuevos contenidos espirituales que se han elaborado en aquellas tormentas, se han consolidado y han impreso su fisonomía a los nuevos tiempos. La acción constituye ahora, inequívocamente, la vocación de la mayoría, y quienes le dan rienda suelta a esa vocación son, precisamente, quienes dan el tono a la época. Esa acción tiene sus objetivos en el mundo terrenal y se dirige a satisfacer necesidades del hombre: se persigue la gloria o la riqueza, pero cada vez más la riqueza. Para lograrla, parece necesario alcanzar el dominio de la naturaleza que la esconde, descubrir métodos, inventar mecanismos, calcular efectos y resultados, encadenar procesos. Esta necesidad coincide con la voluntad de saber y la provee de una nueva dimensión: la dimensión utilitaria. El conocimiento de la naturaleza –utilitario o desinteresado– obsesiona a gente que ha empezado a mirar su contorno con nuevos ojos: el pintor intenta copiarla, el novelista y el poeta aspiran a describirla, pero el filósofo y el hombre de ciencia quieren descubrir su secreto; ponerlo de manifiesto y ofrecerlo a sus semejantes para que se regocijen en su maravilloso espectáculo o para que aprovechen ese conocimiento con fines prácticos. El goce estético forma parte de los atributos que el hombre se reconoce. Y el hombre comienza a sentirse el más alto valor de la creación, o acaso, para algunos ya, de la naturaleza, en la que se reconoce una realidad última.

Este sistema de tendencias e ideales caracteriza en lo fundamental a la sociedad de los siglos XVI y XVII. Los signos de su predominio son tales y tan evidentes que apenas vale la pena enumerarlos. Movidos por él emprendieron los hombres de esta época los audaces viajes que revelaron en muy pocos años tierras hasta entonces incógnitas, de las que tomaron posesión puñados de aventureros que parecían no conocer el miedo, y a quienes el afán de la gloria, de la aventura y de la riqueza les hacía superar todos los peligros. Hubo quienes prefirieron otro tipo de aventura. Welzer o Fugger dominaban desde sus oficinas el tráfico mercantil de buena parte del mundo, inclinaban la voluntad de papas y emperadores y decidían problemas capitales para el mundo. La danza de las cifras fantásticas comenzó a embriagar a muchos espíritus y a atraer a muchas voluntades, hacia una actividad que se organizaba ahora dentro de un sistema económico –el capitalismo– que debía regir por muchos siglos al mundo entero. Con el dinero podían intentarse aventuras portentosas; pero aun con muy poco podían procurarse otras quienes se recluían en un taller para pintar o esculpir o se encerraban en un incipiente laboratorio y comenzaban a probar extrañas aleaciones, reflejos de rayos luminosos o fuerzas sometidas a relaciones necesarias. Leonardo, Miguel Ángel, Copérnico, Tico Brahe, Galileo, Paracelso, Harvey o Newton recorren con su inteligencia maravillosos caminos por terrenos inexplorados, como Francisco Pizarro, Hernando de Soto, Hernán Cortés o Cabeza de Vaca. La experiencia es apasionante. Ver y pensar, imaginar ciertos procesos, someterlos a reiteradas pruebas e hilvanar luego principios generales, que se comprueban en la práctica, son experiencias tan embriagadoras que llenan al hombre de confianza en sus propios recursos. Bacon o Descartes intentarán hallar el sistema general de la naturaleza a través del análisis de nuestra manera de conocerla. Y el individuo capaz de conocer y de obrar en consecuencia adquirirá una significación tan alta que a algunos les parecerá demoníaca.

He ahí el problema. La nueva imagen del mundo y de la vida que se ha elaborado durante los siglos XIV y XV triunfa y se impone en los siglos siguientes. El triunfo será tan acabado que la vida no podrá desprenderse de esa concepción. Empero, alguien ha descubierto su peligro y ha levantado la bandera de la defensa de los viejos ideales: la bandera de la contemplación, del ascetismo, del renunciamiento, la bandera de Dios, en fin. Savonarola sorprendió a los florentinos con su prédica. La alegría de vivir, de pintar, de leer, de pensar, de gozar en fin, parecía ya tan natural que resultó extraño que alguien dijera que era pecado. Pero el fraile amenazaba con el infierno y muchos cayeron en la cuenta de que, si la voluntad de Dios no había cambiado, aquello era efectivamente pecado a juzgar por lo que se había repetido siglo tras siglo. Unos temblaron. Otros temblaron pero no pudieron sustraerse al encanto de las aventuras prometidas. Y otros decidieron unirse a los que querían apagar el fuego maligno aunque fuera necesario recurrir a la violencia.

Estas variadas reacciones ejemplifican el conflicto que conmueve a la historia de los siglos XVI y XVII. Hubo muchos Savonarolas que representaban la reacción de los viejos ideales tradicionales que no se resignaban a desaparecer, que creían en su eternidad como Ignacio de Loyola o el cardenal Caraffa. Pero la nueva imagen de la vida tenía demasiado vigor para agotarse y, frente a la autoridad que encarnó la defensa de los viejos ideales, se limitó a enmascararse, a encubrir su verdadera fisonomía y a tratar de parecer inofensiva y dócil. No faltó quien arrostrara el peligro para ser fiel a sus convicciones, y fueron muchos, innumerables, los que siguieron viviendo y pensando como correspondía a las exigencias de la realidad. Estos últimos, como los débiles, enmascararon consciente o inconscientemente su pensamiento y se refugiaron en un formalismo que los ponía a cubierto de riesgos. Pero el conflicto íntimo –el dramático conflicto de Galileo– estaba en pie y teñía con su claroscuro toda la época.

La modernidad pues, la modernidad que triunfa sin enmascaramiento en el siglo XVIII, no tiene tan clara fisonomía en los siglos precedentes. Está allí, sin duda, pletórica de vitalidad y fuerza creadora, pero se la encuentra en desgarrada lucha con una tradición que ha reverdecido, que no cede un paso, que se “moderniza” también, y que, innegablemente, se alimenta con el fervor que muchos ponen a su servicio. Esa tradición está representada eminentemente por el Concilio de Trento, por la Contrarreforma, por la Inquisición y por la neoescolástica. Fruto de una concepción de la vida que había predominado durante siglos, esa tradición se sentía vigorosa, lo era en parte, y contaba con la certidumbre de muchos acerca de su validez universal, fuera del tiempo. Más que de la eliminación de esa tradición, la modernidad resultó de un ajuste de suma complejidad entre esa tradición misma y las tendencias que habían surgido contra ella. He aquí el cuadro de la Segunda Edad: tras la irrupción del legado romano y del reconocimiento de su vigencia, el primer ajuste de los legados de Occidente se resuelve en otro más complejo que modifica las proporciones de los elementos integrantes y transporta suavemente el acento de unos problemas a otros. Este proceso volverá a repetirse una y otra vez, y de ahí la complejidad cada vez mayor del panorama de la cultura occidental. Nada se ha perdido, sino que todo se ha transformado mediante esa operación sutil que consiste en modificar ligeramente los valores atribuidos a los distintos elementos que constituyen la cultura.

Lo más sorprendente y significativo de esta modificación de los valores es la tendencia que revela la cultura occidental de la Segunda Edad a disimular el alcance de su propia transformación. La burguesía asciende; los grupos sociales se conmueven en su estructura; la actividad cambia y los objetivos se modifican. Nadie se evade de esa nueva dirección que imponen las circunstancias. Pero hay quienes se niegan a ver la contradicción que esa nueva actitud trae consigo con respecto a ciertas ideas que la tradición defiende, prevalida de la autoridad y movida por la certidumbre de la catástrofe que significaría su olvido. Sólo cabe entonces el enmascaramiento, la escapatoria. Enmascaramiento y escapatoria explican la contradicción propia, sobre todo, del siglo XVI.

Observemos algunas formas de vida típicas del período. A principios del siglo XVII Cervantes se burla de la boga de que gozan las novelas de caballerías. Esa boga corresponde a cierto ideal nostálgico. Amadís pertenece al pasado, y la realidad parece dura y prosaica. El hecho se ha repetido, pero debemos relacionarlo con otros análogos. Las nuevas cortes idean y practican un estilo de vida absolutamente convencional que recuerda a las cortes caballerescas de antaño, pero que no corresponde a la dura realidad a que deben atender los príncipes en sus estados. El ideal aristocrático es el del cortesano, el que describe Baltasar de Castiglione, el que permite suponer a las bellas damas y a los gentiles caballeros moradores de los viejos palacios que el mundo apenas ha cambiado. Un vasto movimiento tiende a hacer de las ciudades los focos de la vida económica, social y espiritual de la época; pero la poesía prefiere suponer que la felicidad está en la vida campesina, entre los pastores y a la sombra de los árboles. Sannazaro escribe la Arcadia, Montemayor la Diana, Honoré d’Urfé la Astrea y Garcilaso las Églogas, todos exaltando la suprema poesía de la atmósfera rural. Entretanto, Erasmo sueña con la conciliación cristiana, Descartes y Galileo pretenden que nada hay en su pensamiento que disuene de la más severa ortodoxia, y Ariosto, Rabelais y Cervantes ríen de la farsa mientras se suman un poco a ella.

Pero no todo es farsa. Carlos V sueña con el imperio universal y con el orden cristiano, pero procede como un vigoroso político de su tiempo, pues de otro modo hubiera sucumbido. Seguramente no le extraña que Francisco I se entienda con el turco; y Felipe II usa los más delicados refinamientos de la política –casi un realismo– para favorecer a los católicos franceses contra los hugonotes. El desarrollo del capitalismo se produce con paso firme; las aristocracias se aburguesan: Isabel de Inglaterra comparte con Walter Raleigh los beneficios de un barco armado en corso; y las naves mercantes comienzan a alinearse en las flotas de grandes compañías de ultramar a las que apoyan los estados, asociados a sus beneficios. La realidad ha triunfado en toda la línea, aunque casi nadie se atreva a declararlo, y se siga repitiendo que más importante que el mundo son el trasmundo y la vida eterna. Pero hay quien se atreve a declararlo aunque sea con algún circunloquio. Maquiavelo no hubiera escrito La Mandrágora ni desarrollado sus tesis políticas si no hubiera habido oídos dispuestos a escucharlo. Las grandes pasiones humanas atraen la atención de Shakespeare, y las pequeñas pasiones proporcionan tema a la picaresca española. La realidad triunfa en la realidad, y las formas espléndidas de los modelos de Miguel Ángel, de Tiziano o de Rubens triunfan de las reticencias impuestas por un convencionalismo cínico. El hombre parece ser la última realidad, con sus necesidades, sus pasiones, pero también con sus ideales, en los que se reconoce altísima alcurnia. Más allá del hombre descubren algunos místicos –como fray Luis o San Juan de la Cruz– la inmarcesible sombra de Dios. Otros muchos sospechan que más allá del hombre y la naturaleza existe lo que la tradición les enseña que existe, sin comprometer en esa creencia su propia vida, pues saben compensar una existencia teñida de realismo con un formalismo religioso severo pero convencional y sin hondura. Y algunos no creen decididamente que haya nada más allá del hombre y la naturaleza, sino la proyección del hombre mismo: el vasto mundo de la razón. Si acaso, una lejana fuerza que creó en un tiempo remoto el mundo y la razón, pero que se desentendió luego de lo creado y entregó a la razón su gobierno. Estos últimos descubrieron un día que comenzaban a ser cada vez más.

Lo que hace la peculiaridad del siglo XVIII es que, poco a poco, ve resolverse la contradicción inicial de la Segunda Edad. Todo lo que enmascaraba las nuevas formas de la realidad y los nuevos ideales –esto es, todo lo que perduraba de la tradición de la Primera Edad– ha comenzado a perder fuerza y ha disminuido un poco su acción constrictiva. La autoridad que defendía esa tradición –el poder eclesiástico y político– se ha teñido poco a poco de realidad y, naturalmente, ha perdido parte de su empuje, a medida que la realidad convencía de sus supuestos a un número cada vez mayor de individuos.

Se ha dicho con razón que el protestantismo intensificó en el Occidente la influencia de la moral del Antiguo Testamento. Sin duda afirmó la idea de que el premio o el castigo se alcanzaban sobre el mundo terreno, y esta idea repercutió sobre el desarrollo del capitalismo, movido por un espíritu de empresa al que amparaba la convicción de que el éxito importaba una recompensa y una justificación. La burguesía inglesa, protestante fervorosa, realizó a fines del siglo XVII un moderno experimento revolucionario, se apoderó del poder e imprimió su sello en el curso de la historia de los siglos siguientes. Un haz de principios renovadores apareció a los ojos del Occidente; pero su novedad no consistía sino en la mera explicitación de otros principios que estaban ya declarados implícitamente en las primeras actitudes modernas. Cuando los teóricos les dieron forma apareció una nueva filosofía política y una economía política que el siglo XVIII difundió hasta casi reemplazar un catecismo por otro: el nuevo catecismo se llamó Enciclopedia.

El supuesto de la nueva actitud espiritual –lo que reconocemos bajo el nombre de Ilustración o Iluminismo– fue el primado de la razón. De ese supuesto arrancaba una idea del hombre y del sentido de su vida que pareció revolucionaria, aunque tenía ya siglos de elaboración: muchos de sus elementos eran típicamente cristianos, y algunos de ellos habían sido trabajados por filósofos y juristas, especialmente desde el siglo XVI. La tesis del origen divino del poder real, que Luis XIV representaba y Bossuet defendió con graves argumentos, fue enfrentada por las teorías políticas de Locke y de Hobbes, para quienes el estado se apoyaba en el principio del contrato social. Tan diferentes como fueran los alcances de sus doctrinas, los dos tratadistas coincidían en el aire moderno que le imprimían a la noción de estado, desligándola de viejas ataduras y adecuándola a las nuevas necesidades de la realidad. De Locke, especialmente, derivaron su pensamiento político los filósofos políticos franceses del siglo XVIII que continuaron y ampliaron ciertos análisis y entrevieron las fórmulas prácticas a que aquellos principios conducían. Montesquieu, Rousseau, la Enciclopedia y Voltaire difundieron esas ideas con tanto éxito que lograron llevarlas hasta ciertas napas sociales que no habían frecuentado hasta entonces ese género de problemas, pero a las que las exigencias de la época y sus propios anhelos tornaban ávidas de conocimiento. La tolerancia, la libertad, la igualdad, la razón, el progreso fueron ideas que se convirtieron prontamente en lugares comunes, y no sólo de las antiguas minorías preocupadas por esos problemas sino también de otros grupos sociales más densos que se acercaban a ellos con una extraña inquietud. Y no fueron los únicos. Los teóricos de la economía política, Adam Smith, Ricardo, Turgot, Quesnay, lanzaron un nuevo género de preocupaciones que, como las de la filosofía política, cuajaron pronto en fórmulas relativamente accesibles en relación con problemas considerados antes como inabordables para los ignaros. Se supuso que podía publicarse, con probabilidades de éxito, una enciclopedia que resumiera todos los aspectos del saber moderno y la suposición resultó tan fundada que un público imprevisto e inusitado arrebató los ejemplares de la obra y los hizo circular con extraño entusiasmo. Todavía podía ser condenado Calas por hereje, pero no era posible ya que el hecho pareciera justificado y no era posible acallar las voces de los que, como Voltaire, condenaban el hecho. Una nueva conciencia se constituía poco a poco, la que se plasmaba de diversas maneras en la realidad. Unas veces condujo a la revolución, como en Inglaterra en el siglo XVII, y en los Estados Unidos, Francia o las colonias españolas en la siguiente centuria. Pero en otras ocasiones la nueva conciencia buscó caminos más sutiles para triunfar. Se instaló en los típicos representantes del orden tradicional y originó ese curioso fenómeno del “despotismo ilustrado”, como se lo llama, acaso el más curioso de la Segunda Edad. Avezada a los problemas de la realidad, la monarquía descubrió la legitimidad de las soluciones ofrecidas con respecto a las situaciones concretas, y no vaciló en adoptarlas allí donde no contravenían los principios de su propia autoridad. Hasta pudo un monarca profundamente católico como José II de Austria transigir con la libertad de conciencia. Pero fue sobre todo en los órdenes jurídico, económico y administrativo donde la monarquía trabajó para reducir los anacronismos que separaban a la realidad de las instituciones. En el orden de la cultura, el estímulo de los reyes a los pensadores allanó en cierta medida el camino a las nuevas ideas, que obtuvieron así un salvoconducto para circular. Y en poco tiempo la nueva conciencia había hecho tales progresos que sus consecuencias fueron incontenibles, sobre todo precisamente allí donde se la había querido contener.

La modernidad obtuvo el más espectacular de los triunfos en la revolución francesa de 1789. Como en la revolución inglesa que la precedió en más de un siglo, cayó entonces también la cabeza de un rey como símbolo de la reacción de la realidad contra un intolerable sistema constrictivo. Era la antigua contradicción propia de los primeros tiempos de la Segunda Edad que comenzaba a resolverse. La burguesía triunfaba, y con ella la idea de la vida que la alimentaba desde hacía cinco siglos. El mundo afirmaba su valor sobre el trasmundo, precisamente cuando Kant afirmaba la imposibilidad de conocer el noúmeno. Por un instante pareció que la tradición cristianofeudal –el orden creado por la Primera Edad– había sido definitivamente aniquilada, y que la Segunda Edad había impreso un nuevo sello a la cultura occidental. Pronto se vería, una vez más, que nada se pierde y todo se transforma en el mundo de la cultura.

V. La Tercera Edad

Edición 2011

El signo más visible de la mutación histórica que autoriza a hablar de una Tercera Edad fue la irrupción del movimiento romántico, intensa y dramática reacción contra el Iluminismo, esto es, contra los supuestos radicales del siglo XVIII y particularmente de la revolución francesa de 1789. El tradicionalismo, el retorno a lo medieval idealizado, la exaltación del nacionalismo y el cristianismo, todo ello apareció de pronto en las conciencias occidentales como una revelación, como si las conciencias occidentales hubieran despertado repentinamente sobresaltadas de una pesadilla racionalista –diabólica o prometeica– y hubieran descubierto que debían volver a lo que juzgaban –sin pensarlo mucho– que era su cauce tradicional. Así se inaugura, en lo que tiene de más brillante y más llamativa, la Tercera Edad. Pero vale la pena que nos detengamos, como en el caso de las otras, para discurrir brevemente sobre su nombre y su alcance.

La Tercera Edad es la que por costumbre suele llamarse Edad Contemporánea. Ésta es, sin duda, la más desgraciada de las designaciones en uso en el campo de la historia, y se ha argumentado tanto sobre su inconveniencia que no parece necesario volver sobre ello. Lo cierto es que no hay manera de llamar “contemporánea” a una época cualquiera de la historia sin dar a entender que se renuncia a descubrir la curva del proceso que contiene. Pero si se ha fracasado buscando una designación comprensiva de las otras dos edades, cuyos caracteres podemos apreciar con amplia perspectiva, con más razón fracasaríamos en ésta, cuyo ciclo permanece abierto. Llamémosla pues simplemente la Tercera Edad, y procuremos por lo menos fijar su alcance. Hemos admitido que su ciclo está abierto, porque parece lícito conjeturar que no ha llegado a su fin el proceso iniciado con la visible mutación que se opera a principios del siglo XIX. Queda pues tan sólo señalar algunos caracteres de esa mutación que le sirve de origen. Tradicionalmente se admite que la llamada Edad Contemporánea comienza con la revolución francesa de 1789. A mi juicio, esta afirmación constituye un error porque no puede imaginarse la revolución francesa sino como un típico proceso del siglo XVIII, una expresión del Iluminismo, un fenómeno característico, en consecuencia, de la Segunda Edad. Podría decirse que son sus consecuencias las que inician aquella mutación, pero el argumento es, al menos parcialmente, falso. Lo que desencadena en Europa la revolución francesa es, por una parte, la formación del Imperio napoleónico –también un producto del Iluminismo de la Segunda Edad– y por otra una larga serie de movimientos sociales que sólo en parte derivan de ella. Puede admitirse pues que la revolución francesa es una de las raíces del cambio operado a partir de comienzos del siglo XIX, pero el sentido de esta afirmación será equívoco si no establecemos en seguida que comparte este papel con otra revolución menos notoria pero no menos significativa: la revolución industrial que se desencadena en el último tercio del siglo XVIII y cuyo desarrollo apenas ha dado muestras de lo que ha de llegar a ser en los casi dos siglos que han transcurrido desde entonces. Digamos pues que la Tercera Edad resulta de la transición que se opera en el área de la cultura occidental a partir del momento en que confluyen en su seno las consecuencias de las dos revoluciones –la revolución política de la burguesía y la nueva revolución técnico-económica–, confluencia cuya primera manifestación visible es una renovación en la concepción de la vida, que, paradójicamente, se manifiesta como típicamente tradicionalista.

No nos extrañemos. También la mutación que abre la Segunda Edad se caracterizó por la alarma con que sus autores advirtieron la magnitud de sus innovaciones y por el afán que manifestaron de disimularla presentándola –impensadamente acaso– como un simple retorno a los ideales clásicos. Era una revolución profunda, pero tuvieron la modestia –o la prudencia– de considerarla meramente como un renacimiento. Tal es también el caso de los orígenes de la Tercera Edad. Después de la caída del régimen napoleónico la vida adquirió un sesgo tan distinto del que presentaba treinta años antes que parecería que hubiera pasado un siglo. No es sólo la peluca empolvada lo que ha desaparecido: costumbres, opiniones, necesidades, convenciones, principios, todo ha cambiado profundamente, y nada hay más anacrónico, por ejemplo, que un emigrado francés que retorna a su patria en 1815 conservando su tesitura de antes de la revolución. Pero, cuando alguno se pregunta en qué consiste la mutación, se contesta que sólo se trata de un retorno: al cristianismo, a las tradiciones patrias, al espíritu medieval. Pero no nos engañemos: es sólo un nuevo enmascaramiento.

Ciertamente, nada se ha perdido. El orden cristianofeudal de la Primera Edad se reajustó al comienzo de la Segunda adjudicando un significado más alto al legado romano. La realidad creada por el ascenso de la burguesía se impuso por un instante, pareció luego que iba a ser ahogada y obtuvo finalmente el reconocimiento de su legitimidad en el nuevo ajuste con que, en el siglo XVIII, se cierra la Segunda Edad. Pero lo sustancial que había de origen cristiano –lo metafísico– en el complejo occidental reverdeció al trastabillar por entonces el orden de la realidad. Pareció un retorno, pero se trataba solamente de un nuevo equilibrio entre los elementos del complejo. Ahora, un poco más de metafísica, un poco más de trasmundo. Pero no con las circunstancias de antes sino con las circunstancias nuevas: con la experiencia adquirida durante la Segunda Edad y, sobre todo, con las exigencias planteadas por las transformaciones de la realidad, revoluciones irreversibles que habían alterado el sistema de las relaciones económicas, sociales y políticas.

Esa mutación enmascarada puede ser llamada Romanticismo, si tomamos el término en su más lata acepción. A veces se piensa en él como en una mera renovación estética: una rebelión contra el formalismo clásico suscitada en nombre de la libertad y del sentimiento. Pero con estos mismos caracteres podría definirse una revolución simultánea en todos los órdenes, en cuanto concierne a las formas de convivencia. Formalismo no era solamente el sistema de prescripciones que querían sacudir Hugo o Delacroix; era también el que había formulado la Convención en nombre de la razón universal. La revolución romántica no desdeña el legado clasicista ni el legado revolucionario: aspira a abrazarlos todos y a fundirlos todos en una unidad. Naturalmente, ignora de qué manera; pero está segura de que el hombre tiene la posibilidad de usar todas sus potencias sin menoscabo de ninguna. Lo fundamental es que el hombre exprese cuanto encierra, y si retorna a lo más remoto es para afirmar su valor olvidado, pero tratando muy pronto de fundirlo con lo más inmediato. La segunda generación romántica es ya liberal, procura recoger el legado de la revolución de 1789 y muy pronto se desprenderán de su seno los revolucionarios –llamados utópicos– que se harán cargo de las ideas sociales que ha comenzado a poner en movimiento la nueva crisis de la realidad, suscitada por la revolución industrial. Del medio siglo romántico seguirá extrayendo la Tercera Edad sus jugos nutricios hasta nuestros días, hasta ese punto de su curva que se sitúa en el tiempo de nuestra existencia.

Tan imprecisa como pueda ser una definición, podemos aventurarnos a decir que el Romanticismo no expresa aún el nuevo ajuste de los elementos de la cultura occidental que caracterizará a la Tercera Edad, sino tan sólo el estentóreo alerta dado para que nadie olvide cuáles son esos elementos. Todos están sobre el tapete: los que recuerdan Novalis o Mazzini, los que recuerdan Chateaubriand o Saint-Simon, Delacroix o Hegel, Goethe o Lamennais. Como en el siglo XVI, las posibilidades son inmensas e imprevisibles, y el siglo XIX comienza la ímproba tarea de escoger entre esas posibilidades para ajustar los elementos desencadenados a las nuevas formas de la realidad y, al mismo tiempo, a su propia vocación espiritual. Si la Tercera Edad empieza a tener una fisonomía es porque parece haber escogido: el ajuste está en marcha.

El llamado de atención de las nuevas formas de la realidad se insinúa en la primera mitad del siglo XIX y adquiere cada vez más intensidad hasta convertirse en un verdadero clamor. La gran revolución de la Tercera Edad es la revolución de las cosas, a la que acompaña fielmente una tendencia revolucionaria en cuanto concierne a las relaciones entre las cosas y los hombres. Desencadenada por la revolución industrial, la revolución de las cosas multiplica sus efectos y alcanza a todos los aspectos de la vida. Desde la lanzadera mecánica hasta el reactor atómico el proceso ha sido largo, y todo hace suponer que apenas estamos en el comienzo. Una transformación intensa en el sistema de la producción no podía sino conmover toda la estructura económica del mundo occidental.

La transformación del sistema de producción fue la primera consecuencia de las innovaciones técnicas. A la fuerza del brazo humano comenzaron a agregarse otras innumerables fuentes de energía y variadísimos recursos mecánicos para acrecentar el proceso de transformación de las materias primas en productos manufacturados. El mundo occidental había logrado, en la Segunda Edad, apoderarse de innumerables fuentes de materias primas en todos los continentes, cuyas riquezas comenzaron a llegar a los centros poblados de Europa. La necesidad de elaborar esas materias primas estimuló el desarrollo técnico, y el éxito de las invenciones útiles permitió comenzar a producir bienes de consumo en escala antes insospechada. Lo que antes había sido el privilegio de reducidas minorías ahora era accesible a grupos más numerosos y finalmente a vastas masas. Aparecieron nuevas necesidades en grupos sociales muy nutridos, necesidades que, por lo demás, debían ser estimuladas para que los nuevos sistemas de producción contaran con el suficiente mercado de absorción, de modo que el ascenso de nivel de vida, anhelado por las masas trabajadoras que comenzaron a formarse alrededor de los centros fabriles, resultó en cierto modo una condición necesaria para el desarrollo de la producción en gran escala. Este círculo vicioso debía tener consecuencias incalculables. El nuevo proletariado industrial urbano, privado de los recursos que proporciona la vida campesina y obligado a defender su salario, luchó –y lucha– sistemáticamente por acrecentarlo para atender a necesidades que crecen paulatina pero incesantemente. A veces adopta una organización revolucionaria para lograrlo, pero en ocasiones lo ha logrado sin recurrir a esos medios, en parte porque ha cundido el sentimiento de la justicia social, y en parte porque el capitalismo tiene razones para consentir en ello. Estas razones son, en primer lugar, que no conspira fundamentalmente contra sus intereses puesto que el mayor costo de producción se hace incidir sobre los precios, y en segundo lugar que el mejoramiento de los niveles de vida constituye una necesidad para una industria que cada vez necesita más consumidores.

Pero un proletario consumidor en alta escala supone una concepción nueva del hombre, en la que reside la más grande innovación de la Tercera Edad. Supone nada menos que la crisis de todos los fundamentos del privilegio y el creciente consenso respecto a la idea de que, cualquiera sea la posición económica y social del individuo, le corresponden ciertos derechos fundamentales que la sociedad no puede negar y que no están en relación directa con su capacidad de producción de riqueza. Todos los límites impuestos otrora a la movilidad del individuo dentro del complejo social pierden su sentido desde el momento en que hacen crisis los fundamentos filosóficos o jurídicos que los justificaban, de modo que el sistema de clases se conmueve hasta el punto de que lo que caracteriza a la sociedad occidental de la Tercera Edad es una radical inestabilidad en las situaciones de los individuos. Un ascenso generalizado de las masas parece ser el fenómeno que Ortega y Gasset ha definido como “rebelión”, pero que no posee el carácter de tal, puesto que no se realiza violando determinados principios legítimos, sino, por el contrario, poniendo en movimiento un nuevo sistema de principios sobre los que se generaliza el asentimiento. En el nuevo ajuste que realiza la cultura occidental, el papel del hombre parece adquirir un singular relieve. Se trata del hombre, del hombre sin determinaciones sociales, económicas o profesionales, del hombre en cuanto ser de conciencia que vive y reflexiona sobre su vida. En este ascenso de la consideración debida al hombre han coincidido elementos de la tradición hebreo-cristiana con elementos romanos; pero acaso deba señalarse aquí que esta idea ha sido conducida por la cultura occidental más allá de los límites que le señalaban las tradiciones que la nutren, como si estuviera en su propia vocación, del mismo modo que en la Primera y en la Segunda Edad ha superado en otros aspectos las fuentes de su propia creación. También ha superado la cultura occidental esas fuentes en cuanto a su vocación técnica, último resultado del activismo romano, pero conducido por ella hasta límites antes inimaginables, y en cuanto a capacidad cognoscitiva con respecto a la realidad circundante. El retorno a la metafísica parece, en cambio, ajustarse a la línea tradicional, en la que se funde el legado clásico y el legado cristiano.

De tradición romana y cristiana es también la tendencia de la cultura occidental a la universalidad. Pero en tanto que el cristianismo concebía una universalidad virtual independiente del universo concreto y la romanidad erigía en universo aquella parte del universo concreto que constituía su propia área de poder e influencia, la cultura occidental ha procurado llegar a asimilar la idea abstracta de universalidad con un universo concreto del que trató de conocer la totalidad. Antes de que aparecieran en el siglo XIX los medios técnicos revolucionarios que podían facilitar el descubrimiento y la exploración del orbe, el mundo de Occidente emprendió la aventura de reconocer hasta el último rincón del mundo. Sólo las regiones polares quedaban por explorar cuando la cultura occidental entró en su Tercera Edad. El resto no sólo había sido reconocido sino que había sido sometido a un gigantesco experimento de transculturación mucho más audaz e intenso que el que realizaron los romanos. Convencida de que era universal, de que sus principios valían para el hombre cualesquiera fueran sus tradiciones y sus hábitos, la cultura occidental tomó posesión prácticamente del mundo y lo introdujo en su área de influencia, unas veces mediante la catequesis religiosa, otras mediante la explotación económica o el dominio político, y casi siempre por medio de una eficaz difusión de sus medios técnicos: la higiene y la medicina, la alfabetización de grandes masas y sobre todo la tecnificación industrial. El más sorprendente caso de transculturación lo ofreció Japón, al iniciar un proceso de adopción de los métodos occidentales de producción que le permitieron muy pronto competir con sus propios maestros. Este fenómeno es el que caracteriza la universalidad de la cultura occidental en la Tercera Edad. Algunos de sus principios fundamentales se han impuesto por su propia gravitación y apenas puede entablarse discusión acerca de ellos; pero más que sus principios se han impuesto por todo el orbe el tono que ha dado a la vida el nivel técnico alcanzado por el mundo occidental. Ese nivel técnico comporta una nueva superioridad práctica, efectiva, anterior a toda discusión sobre los contenidos espirituales de otras regiones de tradición no occidental. Y tan grande como sea el orgullo de esas regiones y la estimación que tengan por su patrimonio, lo cierto es que se ven obligadas a alcanzar esta peculiar dimensión de la occidentalidad. Algunos pueblos la han alcanzado ya o están en vías de alcanzarla. Si lo logran, podrán sacudir el yugo que el Occidente les ha impuesto por su superioridad técnica y acaso intentar el dominio de los países occidentales.

La Tercera Edad de la cultura occidental asiste al espectáculo del forcejeo entre los pueblos que la gestaron y los que han adoptado algunos aspectos de ella. Cabe interrogarse sobre si compiten solamente los medios técnicos o también los supuestos profundos. Y acaso, una vez más, estamos asistiendo a un reajuste de la cultura occidental, que esta vez integra los elementos de su propia tradición con algunas de las culturas que intentó dominar y a las que proveyó de los medios necesarios para que trataran de sacudir el yugo. El Oriente –que sólo existe como tal unidad por oposición al Occidente– parece en estado de insurrección contra quienes se cebaron en él por varias centurias, y se agita con inquietante violencia. Pero es un Oriente occidentalizado: acaso sea esto el mejor título de gloria que pueda ostentar la cultura occidental de la Tercera Edad. Y cuando se cumpla el proceso iniciado de supresión de las diferencias sociales creadas por el privilegio y de dignificación del hombre, acaso la cultura occidental comience a perseguir nuevos objetivos que quizá le sean provistos por estas viejas culturas que han trabado con ella tan íntima relación. Un nuevo ajuste será entonces necesario, y acaso concluya con él esta imprecisa Tercera Edad de la que somos apasionados testigos. ¿Está en relación con esta perspectiva la azorada actitud del hombre occidental, que ha comenzado a pensar en la declinación, en la decadencia de esa vasta creación que recibió como herencia de muchas generaciones? Ese pensamiento cobró desarrollo sobre todo a partir de la primera guerra mundial, y revela la inquietud de quienes comprendieron que la discordia nacida entre los que retenían la hegemonía del mundo no podía sino comprometer su situación de preponderancia. Poco se tardaría en descubrir que esa inquietud era fundada. Pero quienes la enunciaron tenían además ante los ojos el espectáculo de cierta crisis interna, crisis social en su estrato más visible, pero que pareció más profunda a medida que se la analizó con más atención, pues se mostró inequívocamente como una crisis de los supuestos espirituales de la vida. Una rápida generalización hizo suponer que se trataba de una crisis de la cultura occidental; todo hace suponer hoy, sin embargo, que es sólo una crisis de la cultura occidental de la Tercera Edad. Los supuestos que caducan pueden ser reemplazados por otros que subyacen en el vigoroso torrente de su tradición, acaso enriquecidos con nuevos legados que podrían incorporarse –y de hecho se están incorporando ya– a su estructura, sincrética desde su origen. Pasarán sus formas temporales, pasarán los que ejercen la supremacía dentro de su ámbito, pasará el mundo dividido, pero la cultura occidental no pasará. Como no han pasado nunca del todo al oscuro abismo del olvido la China de Confucio o la India de Buda, la Grecia de Platón o la Roma de Virgilio. Porque es propio de la creación del hombre sobreponerse al efímero destino del que le ha dado vida y renovarse en los hijos de los hijos.

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