EDUARDO JOSÉ MÍGUEZ
(UNCPBA/Academia Nacional de la Historia)
El conjunto de ensayos breves de José Luis Romero reunidos por su hijo Luis Alberto en La vida histórica (Siglo XXI, 2008, en adelante LVH) fueron escrito a lo largo de más de cuarenta años (1936-1976), y responden, naturalmente, a motivaciones diversas. Se encuentra en ellos un variado espectro de temas. Sin embargo, guardan una notable cohesión de ideas sobre algunos aspectos fundamentales de la profesión de historiador. Basados en un sólido manejo de la labor de los epistemólogos de la Historia, con especial atención a los del giro de los siglos XIX al XX y a la tradición francesa y alemana más que al empirismo sajón, en un amplio conocimiento de una historiografía que puede llamarse clásica desde la antigüedad hasta el siglo XIX, en uno no menos notable de la europea de su tiempo, como se refleja en esa fantástica y variada colección de materiales que editó para beneficio de sus alumnos de la cátedra de Historia Social, y que los estudiantes de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires seguimos gozando por generaciones, aún después que Romero ya no estaba en la casa, y en su experiencia de historiador, reflexiona en ellos, más allá de asuntos ocasionales, sobre los que considera los problemas centrales del quehacer de los historiadores: el objeto de estudios de la disciplina, sus métodos y bases gnoseológicas y su propósito.[1]
Predomina en ellos un estilo filosófico y más prescriptivo que analítico. Si, como veremos, Romero define a la metodología histórica como empírica y centrado en lo particular, aquí, por el contrario, adopta un talante reflexivo y generalizante, que desarrolla los temas de manera sistemática. Más que estudiar como ha operado la Historia, los ensayos proponen cual debería ser su objeto, método y propósito. Si bien en algunas ocasiones ilustra sus argumentos con ejemplos extraídos, por lo general, de aquella historiografía clásica, sus meditaciones no parten del análisis de la labor concreta de los historiadores; o en todo caso, esta queda en un trasfondo genérico que le permite formular las hipótesis que luego desarrolla en forma analítica.
Otro rasgo de los ensayos es la ausencia de referencias a su contexto de escritura. Más allá de que pueda sospecharse o entreverse en ellos la respuesta a situaciones o ideas precisas, el autor no los hace explícitos. Ilustraré el punto con algunos ejemplos que parecen evidentes. La crítica a un empirismo extremo, que renuncia a la interpretación refugiándose en la descripción del hecho basado en una metodología sólida pero insípida de significado, solo menciona a Ranke como su inspiración, pero no a los historiadores concretos hacia quienes va dirigida, que seguramente incluían a sus contemporáneos de la llamada “nueva escuela histórica”.[2] Los textos de las décadas de 1930 y 1940 seguramente derivan parte de sus preocupaciones de las consecuencias de la crisis de 1930 y del conflicto mundial, pero no se encontrarán en ellos alusiones explícitas. Algún diálogo crítico con el marxismo no se formula como tal. Y el análisis calificador del estructuralismo, que puede intuirse especialmente en su trabajo de 1964 sobre “Historia y ciencias del hombre: la peculiaridad del objeto”, no hace referencia a los textos con los que dialoga, que seguramente incluyen algunos de los trabajos de Fernand Braudel reunidos más tarde en La historia y las ciencias sociales (Madrid, Alianza 1968).
Este rasgo hace difícil analizar la especificidad de cada texto y sus fuentes (sea por afinidad o por disidencia) de ideas. Hacerlo, requeriría una revisión profunda de los contextos intelectuales en que fueron escritos y de las tradiciones en las que se inscriben las ideas de Romero, al estilo de la buena historia del pensamiento. Ello demanda una investigación que está más allá del propósito de este ensayo. Lo que aquí intentaré es tratar de analizar las reflexiones que considero centrales sobre la profesión de historiador, tal como se reflejan en los trabajos reunidos en la compilación aludida, y en la obra de Romero. Si bien hay matices y énfasis diferentes entre los distintos trabajos, que en ocasiones pueden revelar una evolución en el tiempo de las ideas del autor, pero con mayor frecuencia, seguramente, los propósitos inmediatos de los trabajos, no resulta difícil encontrar a través de ellos una sólida continuidad en sus concepciones sobre la Historia. Lo que intentaré, entonces, es presentar esas ideas reunidas en los tres planos mencionados; el objeto de la disciplina histórica, su epistemología y su propósito.
“La vida histórica”, el ensayo que Luis Alberto Romero ha escogido como apertura de la obra, y que José Luis escribiera como introducción a un libro de reflexiones sobre estos temas que su muerte le impidió concretar, presenta una apretada síntesis de su concepción del objeto de estudio de la Historia, que propone denominar de esa manera. A diferencia de la clásica definición de res gestae, “la vida histórica” es vista como un flujo continuo, un proceso que abarca tanto el pasado de la humanidad como su futuro, y el instante inasible que llamamos presente. Escoger este enfoque busca destacar al menos tres aspectos centrales. Que el objeto de la Historia es el devenir, el cambio, más rápido o más lento, según las épocas, pero siempre fluyente. En segundo lugar, que no basta describir los hechos del pasado; que es necesario buscar una permanente y sucesiva aproximación a la comprensión de su sentido, de la lógica de ese cambio. Y en tercer lugar, que el presente y el futuro son la continuidad del pasado en esa dinámica constante, y que por lo tanto, esa comprensión del pasado es el instrumento imprescindible para formular nuestra acción presente, con miras a avanzar hacia ese futuro que gracias a aquella comprensión podemos avizorar, al menos en sus rasgos generales; no podemos predecir los hechos meramente circunstanciales que se van encadenando en ese proceso porque este solo adquiere sentido cuando es visto en su conjunto.
Así, el concepto de “vida histórica” sintetiza de alguna manera las tres dimensiones que aquí buscamos analizar; define el objeto de la Historia, pero a la vez nos propone un método y una gnoseología, y un propósito, que es guiar al hombre en la búsqueda de su futuro. Si bien estas ideas estaban claramente en la base de esta definición del objeto, como muestran todos los ensayos que siguen en el libro citado, y que precedieron a éste en el tiempo, estos elementos no son explícitos en el trabajo de 1976 (publicado en 1978). Más bien, prepara el terreno para darle una lógica a formulaciones que se despliegan a lo largo de aquellos textos, y que seguramente serían el desarrollo del que no llegó a escribir.
Aquel breve trabajo se limita a proponernos tres dimensiones de ese objeto, que sintetizan argumentos que fueron desarrollados en otros de los ensayos de la compilación; la primera está constituida por los sujetos que protagonizan el devenir histórico, individuales o colectivos, ya presentados en un ensayo de 1943 sobre “Los tipos historiográficos” y revisitados en otros posteriores. Estos sujetos pueden ser la comunidad natural o real, expresión de un sentimiento de identidad colectiva (por ejemplo, un pueblo); el héroe, como expresión de las virtudes que una comunidad ve en si misma; y la comunidad ideal, que es una construcción simbólica (por ejemplo, una clase social o la cristiandad). Pero, nos advierte, estos sujetos no son auto-evidentes ni continuos, y es necesario definirlos y estar atento a sus cambios.
La segunda dimensión que destaca son las estructuras sociales, económicas e ideológicas dentro de las cuales actúan estos protagonistas, y que son la materialización[3] del pasado, aunque no sean solamente materiales, ya que incluyen relaciones sociales y representaciones simbólicas de la realidad. La importancia de las estructuras socioeconómicas se destacada en el pensamiento de Romero a partir del crecimiento de las ciencias sociales, y en la estructura de sus trabajos. De manera clásica, tiende a estructurar sus argumentos partiendo de la base económica para pasar luego a la estructura social. El acontecimiento, económico, social o político, no ocupa un lugar destacado en su obra, pero está atento a cómo estos expresan e influyen sobre ese devenir constante, que es el centro de su historiografía. Sin embargo, su énfasis, como veremos, está en otro lado; en las construcciones mentales, espirituales, que son para él las expresiones cabales de la creatividad humana y a la vez los condicionantes más tenaces de la acción, y por lo tanto, sujeto privilegiado de la historia.
El tercer plano, central a su obra, es el más específicamente histórico; el devenir, el flujo de interacción entre actor y estructura que va produciendo el cambio, y que se consolida en nuevas estructuras, sujetas, también ellas, al devenir constante. Esta “vida histórica viviente” es el flujo de la historia universal, “en el que se integran los innumerables procesos históricos particulares condicionados por tiempo y lugar” (“La vida histórica”, LVH 18) . Así, para Romero, toda historia particular debe ser pensada como parte de la historia universal, y su sentido solo puede comprenderse a partir de ella.
Otros ensayos iluminan la sensibilidad histórica que está detrás de estas formulaciones, y que se reflejan en la propia obra del Romero historiador. Si bien, como se ha señalado, aborda las múltiples dimensiones de la realidad histórica, las económicas, las relaciones sociales y las construcciones simbólicas, que él sintetiza con el término “cultura”, en el amplio sentido con que se lo utiliza, por ejemplo, en la antropología, su tendencia es a concentrarse en una dimensión que con frecuencia llama espiritual. Más que en un idealismo (el supuesto de que la dinámica del proceso histórico reside en el pensamiento) esta prioridad deviene de la idea de que en el plano espiritual se expresan las sociedades humanas de la manera más acabada, ya que es el plano propio de la creatividad humana. La mejor forma de captar la esencia de un orden social es a través de estas expresiones espirituales. O, mejor aún, de la forma en que esas expresiones emergen de, se articulan con e influyen sobre las relaciones sociales y las condiciones materiales. Esta construcción simbólica de la realidad social (que recuerda a la versión francesa de la historia de las mentalidades, aunque no haya referencias explícitas a ella) es, para él, la vía más directa para comprenderla. Así lo señala Jacques Le Goff en la presentación de Crisis y orden en el mundo feudoburgués: “…José Luis Romero asigna, como resultado y causa de los cambios, una importancia fundamental a los factores psicológicos e ideológicos. Empezó por llamarlos espíritu para luego –según un precepto en boga que empezaba a difundirse entre los historiadores europeos – darles el nombre de mentalidades” (p. X).
Este texto, que Romero no llegó a concluir, y que fue publicado de manera póstuma, debía formar parte del gran proyecto historiográfico de Romero, y que como señala Tulio Halperin (“José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, Desarrollo Económico, Vol. 20, Nº 78, 1980.), previsiblemente, no llegó a concluir. Iniciado con La revolución burguesa en el mundo feudal, debía incluir éste y dos tomos más, que trazaran la historia de la burguesía de Europa occidental desde sus orígenes hasta su presente. En verdad, su otra gran obra historiográfica en cierta forma integra el mismo proyecto, ya que Latinoamérica, las ciudades y las ideas se entronca en esta misma línea, solo que aquí el sujeto histórico son las burguesías de las ciudades latinoamericanas, herederas y estrechamente vinculadas a las anteriores. Para Romero, la esencia de estas burguesías se observa sobre todo en ese plano de expresión de su naturaleza intima al que Le Goff (o más bien Georges Duby) llama “mentalidades”. Si sus análisis, tanto sobre Europa como sobre América, explican la formación y evolución de las burguesías a partir de sus funciones materiales y de las relaciones sociales que establecen con los otros órdenes de la sociedad, es la continuidad – no sin cambios, como ya se señaló, ya que el cambio es la única constante en su historiografía – de su forma de ver al mundo lo que justifica considerarla un único sujeto que atraviesa diez siglos de historia, y que veía próximo a su ocaso en los tiempos de la crisis de 1930. En su empático prefacio a Crisis y Orden…, un historiador marxista como Carlos Astarita marca importantes diferencias en la interpretación del origen de la burguesía y su definición. Sin embargo ello no le impide destacar con entusiasmo el valor y la creatividad en la interpretación que Romero propone de lo que Astarita llama “una historia social de la cultura”, y que se traduce en una cantera de ideas inagotable para la historiografía posterior.
En su ensayo de 1953 titulado “Reflexiones sobre la historia de la cultura” Romero distingue entre el orden fáctico y el potencial. En tanto el primero se construye en la trama concreta de los hechos, el segundo es una construcción espiritual, en la que los hombres expresan su visión de ese orden fáctico que los rodea, y los ideales que de él emergen. Este es el ámbito privilegiado de la historia de la cultura, la que, como se ha señalado, sintetiza las diferentes dimensiones de la historia humana, y en él que se expresa la naturaleza íntima, la realidad profunda, de cada sociedad. Así, la historia de la cultura, que abarca al conjunto de la vida de una sociedad y por lo tanto es la historia misma, de alguna forma se sintetiza en la historia de la espiritualidad, de esa realidad potencial. Y como cada historia particular requiere para ser comprendida ser insertada en el devenir de la historia universal, el objeto de la historia, la vida histórica, se nos aparece como la reconstrucción de esa espiritualidad universal.
Si estos razonamientos nos acercan a una suerte de filosofía de la historia al estilo hegeliano, Romero no vacila en tomar distancia de ella “la historia de la cultura no se hace cargo de las proyecciones metafísicas de la filosofía de la historia” (“Reflexiones …”, LVH, 128). El problema de las filosofías de la historia es que apelan a un método especulativo y proponen un sentido a priori, que el filósofo conoce de antemano y en función del cual construye su interpretación filosófica. La Historia, en cambio, intenta aproximarse a esta comprensión de manera empírica, a través del estudio de las sociedades concretas. Si un esquema previo para el conocimiento es inevitable, “estos no pueden ser, como en ninguna ciencia empírica, si no provisionales y suficientemente elásticos, de modo que el historiador pueda enriquecerlos a medida que la investigación lo aconseje, o, finalmente, desecharlos en la medida que compruebe que no son válidos” (“El punto de vista historicocultural”, 1954, LVH 134).
Y a la vez, es consciente de que ese devenir total no es conocible. Para no desvirtuarse, “la ciencia histórica no puede trabajar partiendo de la postulación de una meta que trascienda la vida histórica” (Ibid. 136); lo más que el historiador puede hacer es buscar en sucesivas aproximaciones una comprensión más acabada de esa historia que siempre es historia ya vivida, historia pasada, y se declara imponente para conocer su presunto sentido trascendente. Aparece así una tensión entre la necesidad de comprender la lógica de la evolución para interpretar el pasado, y la reticencia a adherir a una filosofía de la historia que resuelva el futuro de antemano. Esta tensión es abordada sugiriendo que ese futuro es siempre borroso y en permanente redefinición, por lo que la comprensión del pasado es siempre imperfecta y perfectible. Si la fórmula no termina de resolver el problema, es fundamental en otro aspecto; como veremos más adelante, resguarda a Romero de un historicismo determinista al que lo expone su idea de la Historia como guía de la acción.
Pero antes de abordar este tema, parece necesario adentrarnos en sus ideas epistemológicas sobre la Historia. Vale la pena una cita algo extensa que sintetiza muy bien las fuentes e ideas en este campo “…el pensamiento filosófico realizó la más importante tarea que requerían las ciencias históricas, esto es, la delimitación de su fisonomía gnoseológica. Por obra de Windelband, de Rickert, y luego de Dilthey, se definió la peculiaridad interna del saber de lo cultural –o de lo espiritual– en contraste con el saber de lo natural, afirmando en la primera de esas áreas la significación eminente de lo individual. A partir de ese momento quedó establecida una inequívoca discriminación entre la etapa heurística y la etapa hermenéutica, exigiéndose para la primera una objetividad rigurosa y admitiéndose para la segunda cierto condicionamiento en relación con el desarrollo histórico.” (“La historicidad del pensamiento histórico” 1952, LVH p.85).[4] El conocimiento histórico es siempre individual: Una dimensión fundamental del valor de la labor de un historiador es “la capacidad que revele para la comprensión de lo individual histórico. Quien tiende a la generalización, sea por tendencia natural de su forma mentis o por la fuerza de una cierta doctrina, no es esencialmente historiador si no otra cosa …” (La historicidad…, LVH 88). El historiador, apelando a los datos de la realidad, busca sucesivamente un esquema “que exprese el sentido – uno o varios – que el hombre ha impreso a la vida histórica en determinada circunstancia de tiempo y lugar.” En la labor hermenéutica se destaca “el examen del juego múltiple entre el orden fáctico y el orden potencial”. (“El punto de vista histórico cultural”, 1954, LVH 135).
Romero rechaza in límine el modelo de las ciencias naturales para la historia, y no se encontrará en sus páginas la repercusión del célebre debate contemporáneo estimulado por artículo de Karl Hempel de 1942, “The function of General Law in History”.[5] Este rechazo a la metodología de las ciencias físico-naturales es muy comprensible, dada su idea de la historia como un ámbito de complejas interrelaciones que no pueden ser comprendidas desagregándolas en elementos simples. La comprensión histórica no admite la fragmentación del objeto para su análisis; la clave de este conocimiento es el concepto diltheyano de comprensión (“Reflexiones sobre la historia de la cultura”, 1953, LVH 122).
Así, el conocimiento histórico se da en dos etapas; una que intenta ser lo más objetiva posible, la otra necesariamente subjetiva. La primera consiste en la reconstrucción de los hechos en base a las modernas metodologías críticas, y en esto, los aportes del positivismo son ampliamente reconocidos. Pero la reconstrucción de los hechos en si mismos no es Historia, ya que nada nos dicen sobre la vida histórica. El momento heurístico debe ser seguido por uno hermenéutico, en el que se capta el sentido del proceso histórico. Tan imperfecta como se quiera, y siempre perfectible, es esa comprensión holística la que da sentido al fluir de los acontecimientos, y le da a la ciencia histórica su verdadero propósito, superando la mera crónica.
Es este un punto central del pensamiento de Romero, y a la vez, uno de los más discutibles. En realidad, él postula una unidad epistemológica de las ciencias sociales, a la que llama a veces “ciencias del espíritu”, ya que comparten el objeto de estudio (“Historia y ciencias del hombre…”, LVH 182-201). Así, no solo la Historia, sino las ciencias sociales en general, deberían alejarse, en su concepción, de la construcción conceptual fragmentaria que ha sido su vía de desarrollo privilegiada. Su rechazo a la metodología de las ciencias naturales vedó en sus trabajos la consideración de la posibilidad de una reconstrucción y análisis de segmentos específicos de la realidad social, vinculados a lo que Popper denominara “tecnología social fragmentaria”. Sin duda, toda comprensión de un sector de la realidad, sea social, sea natural, presupone alguna imagen más amplia del conjunto. Pero las ciencias se han acostumbrado a aceptar que esta imagen global sea vaga y se vaya redefiniendo en el proceso de investigación, sin que ello reste validez a la observación de lo particular. Como vimos, Romero comparte esta imagen dinámica de las disciplinas sociales, pero considera incompleto el conocimiento de lo particular dando prioridad a la comprensión diltheyana. Si la síntesis histórica, que el ve en la historia de la cultura (entendida en su sentido amplio), puede aprovechar el conocimiento de diversos planos, “es menester agregar el dato de que ese territorio de coincidencia es, precisamente la vida histórica misma, de por si compleja e indivisible”. “… la vida histórica como conjunto constituye la única realidad. En consecuencias, la historia de la cultura representa la instancia comprensiva por excelencia del saber histórico y sus exigencias deben condicionar las formas cognoscitivas que se apliquen a los distintos planos de la vida histórica…” (“Reflexiones …”, LVH 127)”.
La tensión entre conocimiento particular y marco referencial general ha sido objeto de sustantivos análisis en la epistemología, en especial, desde el liminar La estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn, publicado por primera vez en 1962. Este análisis pone en cuestión la posibilidad de una construcción “objetiva” de los hechos, no solo por la interferencia del contexto histórico y la subjetividad del estudioso (que están presentes en las consideraciones de Romero), sino porque el hecho en sí es visto como una definición conceptual, que se desprende tanto de la realidad externa como del paradigma con el que la aborda el investigador. Todo conocimiento es necesariamente fragmentario, y la realidad compleja, natural o social, solo puede ser abordada de manera fragmentaria. Desarrollos posteriores han enriquecido esta discusión, pero no es este el lugar para proseguir esta línea de análisis, cuya influencia dominante en el horizonte epistemológico es posterior a la obra de Romero. Apegado a la tradición comprensivista, él no avanzó en ella, no sin percibir, como ya señalamos, la tirantez entre el estudio de lo individual y la comprensión general del proceso histórico.[6]
¿Se agota la practica y concepción historiográficas de Romero en la epistemología diltheyana? En los hechos, creo que no es así. Al intentar entender una sociedad, esa aspiración a la comprensión global debe necesariamente desagregarse en un conjunto de hipótesis particulares, que se van articulando en dicha imagen. Leyendo sus textos puede verse que sus argumentos son la sucesión de proposiciones más precisas. Y la forma en que estos son tratados no se aleja tanto de la idea de falsación popperiana; como hemos visto, nos propone poner a prueba una visión de la realidad que es sucesivamente reformulada, o descartada, cuando los resultados de la investigación lo van sugiriendo, formulando nuevas hipótesis que serán sometidas a igual proceso. El conocimiento es siempre precario, sujeto a revisión y perfeccionamiento.
Si este método es menos evidente en sus trabajos de lo que podría esperarse, es porque su estilo expositivo desdibuja el proceso analítico. En sus presentaciones parte de una imagen global, que desarrolla luego en un conjunto de argumentos. No intenta, sin embargo, una discusión o fundamentación detallada de las hipótesis que sustentan esos argumentos. Las referencias a las fuentes son más bien ilustraciones que intentos de comprobarlos de manera empírica, y tampoco exhibe el diálogo con otra historiografía, que permitiera, ya sea por coincidencia o disidencia, dar sustento a sus análisis. Romero nos propone una serie de hipótesis articuladas en una imagen general. Así, sus textos, vistos desde la metodología que hoy prevalece en la profesión, son una inacabable cantera de ideas que pueden ser sometidas a los rigores de una metodología minuciosa, y sobre todo, explícita.
Si esto es así, seguramente es porque el sentido que da a su labor de historiador no es necesariamente el mismo que el de la profesión tal como se la entiende en la actualidad, y en buena medida, también en su tiempo. Si bien sus obras se han leído y se leen con mucha utilidad por los historiadores profesionales, no es ese necesariamente el público que tuvo en mente. De hecho, mira con cierto escepticismo la profesionalización del saber histórico a partir del siglo XIX. Sus obras, más bien, buscan insertarse en una horizonte cultural amplio, que, de alguna forma, es parte integrante de ese espíritu del tiempo que es su objeto privilegiado. Una historia dirigida al conjunto de la sociedad, que forma parte de “la vida histórica viviente”, y por lo tanto, es un factor activo en su constante fluir.[7]
Y esto nos lleva al propósito de la Historia. El término “historicismo” es utilizado varias veces a lo largo de los ensayos reunidos en La vida histórica, y como es frecuente, con significados variables. Puede ser una visión anclada en una pasado sin relación al presente: “Nada más negativo del historicismo que esta limitación en el tiempo a costa del período que más vitalmente nos importa, el presente” (“La formación histórica”, 1936, LVH. 45-6); la conciencia de la historicidad del propio discurso histórico (“Los tipos historiográficos”, 1943, LVH 99) o la de Vico, en la que el pasado se proyecta recurrente en el presente (“Reflexiones …”, LVH 128). Luis Alberto Romero advierte que la concepción de su padre es “absoluta y radicalmente historicista” (LVH, “Prefacio”, 8). El término ha sido utilizado para denominar una tradición filosófica que ve en el desarrollo histórico la naturaleza misma de la sociedad humana, que abarca a Dilthey y a Croce, y con la que José Luis Romero sin duda se identifica. Por su parte, en un famoso ensayo pergeñado en 1919-20, y editado por primera vez en 1944-5 en una revista filosófica, y más tarde como libro en varias lenguas, Karl Popper denosta al historicismo como una visión del mundo que cree poder comprender el sentido de la vida humana y predecir el futuro a partir de una lectura del pasado, en la que inscribe tanto al marxismo como al nazismo.
Sin discutir específicamente el término, en varios ensayos Romero defiende la idea de que el pasado es una guía para la acción del presente: “…una conciencia histórica certera puede proveer al hombre de un criterio seguro para la acción.” (“La formación histórica”, 1936, LVH 41). Pero, como ya hemos señalado, al tomar distancia de la filosofía de la historia, rechaza la idea de un determinismo que haga de la historia la realización de un ideal preconcebido y al historiador-filósofo su interprete, o la de un futuro inexorable conocido que el hombre no puede torcer. Surge así una tensión entre la comprensión del sentido de la evolución histórica y una restricción de la especulación metafísica que puede derivar en sistemas autoritarios: “Ahora bien, esta sucesión coherente de historia dada y no dada [pasado, presente, futuro] puede imaginarse explicándola o por la postulación de una meta que la trasciende o por la presunción de la perennidad de ciertos valores que son inmanentes a ambas. Empero, la ciencia histórica no puede trabajar partiendo de la postulación de una meta que trascienda la vida histórica sin desvirtuar su propia naturaleza cognitiva y tornarse en alguna medida filosofía de la historia” (“Reflexiones…”, LVH 136). No hay duda que Romero rechaza la noción de que pueden derivarse de la Historia la justificación de un historicismo, en el sentido popperiano. Pero a la vez, ve en el estudio del pasado la guía ineludible para la acción en el presente.
A lo largo del texto reaparece la pregunta sobre para queéestudiar la historia. En buena medida, surge como un rechazo a las tendencias positivistas que ve en el desarrollo de la profesión. Sospecha que esta evolución ha derivado en un creciente desinterés del público general por la historia. Sin duda, el método escogido en estos ensayos influye en esta sospecha.[8] No es evidente que una revisión circunstanciada de la evolución concreta de la lectura de Historia en el momento en que estos ensayos eran escritos confirme esa visión. En cambio, ella refleja un desarrollo que, si no era nuevo, se hacía más marcado en aquellos años: el surgimiento de un ámbito profesional, él si alejado del público más amplio, crecientemente centrado en la especialización. Sin embargo, no es esto lo que él rechaza. Si bien su estilo como historiador no recorre esos caminos, en varios pasajes destaca el valor de la erudición y la precisión. Lo que combate con vigor es que la erudición y precisión por si misma reemplacen al interés que el historiador debe tener por el “período que más vitalmente nos importa…”. Se acercaba así a la idea de Croce de que “toda verdadera historia es historia contemporánea”; mirando el pasado, la historia apela al presente.
Quizás, este sea el punto de más actualidad de los textos de Romero. Sin duda mucha investigación histórica del presente deriva de temas acuciantes a la realidad vigente. Más allá del mérito o las limitaciones de cada investigación particular, no hay duda que temas como la historia de los sectores populares, o la llamada “historia global”, son de gran actualidad, independientemente del período que estudien. Pero a la vez, la vía de la profesionalización ha tendido a crear una suerte de historia burocrática, más interesada en cumplir con los parámetros de la carrera profesional que en decir cosas relevantes a la sociedad. La apelación de Romero a “la vida histórica” es un poderoso llamado contra esta tendencia.
[1] En un breve comentario de 1953 a La idea de la historia, de Collingwood, dice: “…se plantea un día las dos o tres preguntas capitales que asaltan de vez en cuando al historiador reflexivo: ¿Que cosa es la historia en cuanto a actividad intelectual? ¿Cual es su objeto? ¿Como procede? ¿Para que sirve?”-
[2] En los ensayos más recientes da cuenta como, afortunadamente a su entender, esa vertiente historiográfica ha perdido vigencia.
[3] El término es mío, no de Romero.
[4] Introducción a: De Heródoto a Polibio. El pensamiento historiográfico de la cultura griega, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1952.
[5] El artículo fue reproducido, junto con abundante material para una discusión de estos temas, en Patrick Gardiner, Theories of History, Nueva Yok, Free Press, 1959.
[6] En realidad, Romero percibe el papel del investigador en la construcción de su objeto en los aspectos parciales. Pero confía en la construcción de una imagen de conjunto de la vida histórica que permita superar esa engañosa fragmentación: Los diversos planos “existen solo en virtud de una operación intelectual en tanto que la vida histórica como conjunto constituye la única realidad” (127).
[7] Sobre este punto puede abrirse una rica reflexión, que excede lo que aquí puedo desarrollar. Baste señalar que personalmente no creo que haya contradicción entre la profesionalización y la ambición de impacto social. En un mundo en el que la cientificidad y los ámbitos profesionales han adquirido amplio prestigio, incluso hegemonía, la construcción de un saber erudito no debe estar desconectado de su transmisión al cuerpo social, sea a través del sistema educativo o de intermediarios, historiadores que se mueven con solvencia en ambos espacios, y que vuelcan el fruto de la investigación minuciosa a los medios culturales más amplios. En parte, Romero puede ser visto en esta perspectiva. Si observamos los innumerables nexos entre la producción académica y la difusión mediática, se hace evidente que no son mundos inconexos. Solo como ejemplo, algunas series de History Channel y National Geographic ilustran el punto de manera notable, más allá de que no todas sean igualmente sólidas.
[8] Como se ha dicho, aquí trata los temas en términos generales y reflexivos. Romero es muy consciente de que todas las sociedades han construido y construyen imágenes, reales o míticas, de su pasado. Una metodología alternativa a la que aquí aplica sería tratar de estudiar de manera empírica cual ha sido y es la o las funciones de esas visiones del pasado en las propias sociedades. Si bien esa vía no es lejana a algunas de las ideas de Romero sobre la historia cultural, no es la escogida aquí.