MIRANDA LIDA
Universidad de San Andrés- CONICET
Introducción
Uno de los aportes más olvidados en la vasta obra de la que fue responsable José Luis Romero ha sido la Gran Historia de Latinoamérica (GHL), aparecida a partir de 1972 en fascículos semanales coleccionables producidos por la división “Abril Educativa y Cultural” (AECSA) de la Editorial Abril, fundada en los años cuarenta por Cesare Civita, entre otros. La GHL fue un proyecto colectivo que no habría sido posible sin el impulso y el financiamiento de la Abril, una editorial que había alcanzado desde los años sesenta una época de expansión gracias a la amplia circulación de exitosas revistas de interés general, como Siete Días, Panorama y Claudia. La producción de Abril Educativa y Cultural era, podría decirse, el furgón de cola de una empresa editorial que con el correr del tiempo se convertiría en una multinacional, imbricada en complejas tramas que involucraban negocios, contactos políticos y juegos de poder.[1] Han sido precisamente estas últimas aristas las que han prevalecido en el estudio más importante abocado a Abril, mientras que el área cultural de la empresa ha concitado menor interés. A la larga, Abril Educativa y Cultural le serviría de plataforma a Abril para volcarse a la edición de libros, que la editorial lanzaría bajo los sellos Anesa[2] o Huemul para fines de los años setenta. Luego de su fallecimiento, algunas obras de José Luis Romero fueron reeditadas por Huemul; así, la segunda edición revisada de la Breve historia de la Argentina (Huemul, 1978) y El ciclo de la revolución contemporánea (Huemul, segunda edición, 1980, con prólogo de Sergio Bagú).
La GHL fue el proyecto más ambicioso que produjo AECSA, tanto por la envergadura de la obra, que superó las 2000 páginas, como por la aspiración de ofrecer una interpretación de la historia del continente articulada a través de ejes en común a nivel continental, tales como los patrones y etapas de su desarrollo económico y de sus estructuras sociales, la organización de los espacios rurales y urbanos y en particular el papel dinámico de estos últimos, así como los vínculos coloniales y neocoloniales a los que estuvo sujeta la región, entre otros. En espejo con el rápido desarrollo historiográfico que América Latina estaba atravesando en la Guerra Fría, la GHL procuraba acercar al gran público no solo una obra de prosa y formato atractivo y accesible, sino un mosaico en el que las historias nacionales pudieran entretejerse de manera abigarrada en un relato integrador que las acompañaba, que podía ser leído en un sentido u otro de la trama.
La obra estaba estructurada en tres partes. Por un lado, la serie “Pueblos y países” recogía las historias nacionales desde las independencias hasta avanzado el siglo XX, a lo largo de varios fascículos (o capítulos) que seguían un hilo tanto narrativo como analítico, actualizado de acuerdo con las agendas historiográficas de cada país, que no tenían el mismo grado de avance. Por otro lado, en la segunda serie. titulada “La aventura del continente”, la más ambiciosa de la obra, se procuraba hilvanar las historias nacionales en un relato único, vale decir, latinoamericano. En él se analizaban las grandes tendencias, problemas y transformaciones históricas a nivel continental, enfatizando los elementos comunes, no solo por el legado histórico de la colonización ibérica, sino también por la experiencia compartida de descolonización, herencias coloniales y desafíos poscoloniales, en un continente signado por experiencias traumáticas tales como la esclavitud, la desigualdad racial, la herencia de la Inquisición y la llegada tardía al desarrollo capitalista y, sobre todo, a la revolución industrial. Como lo expresaba un folleto adjunto de propaganda de la obra, esta “trata los problemas comunes y generales de Latinoamérica como conjunto, derivados de la comunidad de lenguas y de cultura, y de las idénticas influencias exteriores que ha recibido. Temas de historia económica, de historia social, de historia de la cultura, y las diferentes respuestas que Latinoamérica ha dado en diversas épocas”[3].
Por último, una tercera serie, denominada significativamente “La otra historia”, se dedicaba a recrear postales de la vida cotidiana, en especial de los sectores populares, sus costumbres y estilo de vida, fiestas, tradiciones y saberes populares, entre otras cuestiones. Esta se editaba aprovechando las contratapas de los fascículos, de ahí que, una vez encuadernado, el formato de este tomo resultara más compacto. En el único texto firmado personalmente por José Luis Romero, explicó en un largo pasaje, que transcribimos íntegro, el propósito de esta sección:
“La vida de los pueblos es, sin duda, mucho más compleja –y por lo general más amena– que la lucha de sus lideres y de sus élites. Ni toda la historia está en los libros de “historia” ni toda la existencia de una comunidad del presente se refleja íntegramente en sus periódicos o en sus crónicas. Por eso es imposible investigar a fondo el pasado si no se conocen las vivencias de la gente, esa pequeña historia, formada por los episodios de la vida cotidiana, tan diferentes en un lugar u otro, tan cambiantes de una época a otra, y tan vinculados más allá de teorías o interpretaciones, a la realidad de su tiempo, ubicación y circunstancia.
LA OTRA HISTORIA intenta llenar esa necesidad informativa, desentrañar cómo vivían los hombres y las mujeres del pasado americano, detallar su manera de comer y de vestir, reproducir sus danzas, sus canciones, los ritos de sus tristezas y alegrías, y averiguar cuáles eran sus modas, sus hábitos, sus vinculaciones familiares o comunitarias. Se trata, en suma, de mostrar, en una narración ágil y brillante, las distintas manifestaciones de la vida de los pueblos latinoamericanos, en un lugar u otro del continente, en las ciudades o en el campo, al principio de la historia o en las horas más recientes. Algo que traiga hacia el presente el escenario natural de aquellas jornadas, para entenderlas en su ámbito, sin trasplantes ni anacronismos que las desfiguren.”[4]
La vida de los pueblos que en esta sección la GHL se propone recuperar, más allá de las elites, de los “libros de historia”, y de tantas otras cosas más, nos remite a la reflexión de José Luis Romero en torno de “la vida histórica” que elaboró en clave historiográfica en textos de mediados de los años setenta, en los que hace referencia a la “vida” concebida como un flujo continuo en “el que está instalada la vida y la creación cultural de todos los individuos y grupos que han existido o existen”, flujo en el que se incluye la relación del presente con el pasado, pero también la proyección hacia el futuro.[5] No será la única resonancia que es posible encontrar entre la GHL en la que aquí nos concentraremos y su obra más propiamente historiográfica. Veremos también que hay resonancias entre la GHL y Latinoamérica, las ciudades y las ideas, hoy ya devenido un clásico ineludible en la historiografía latinoamericana, cuya primera edición tuvo lugar en 1976.
Sin pretender agotar el análisis de los paralelismos posibles entre la GHL y obras centrales de José Luis Romero como las mencionadas, el propósito de este texto es a todas luces más modesto. En primer lugar, se trata de reponer esta obra, que constituyó un producto de alta divulgación jamás reeditado (aunque en algún momento se llegó a evaluar esa posibilidad), seguramente por los costos y el volumen de la obra o por haber llegado a la zaga de la Historia contemporánea de América Latina de Tulio Halperin Donghi, cuya primera edición en español tuvo lugar de 1969; claro que, dado el perfil de la obra, orientada al gran público, estuvo lejos de aspirar a ocupar un lugar en el canon historiográfico de América Latina. Pese a ello, se destacó como ejercicio de alta divulgación, por el formato, volumen y calidad de producción de la obra, como veremos enseguida. En segundo lugar, prestaremos atención a los nudos argumentativos de la estructuración del relato histórico que organiza la obra, en especial, en la sección “La aventura del continente” en la que se procura ofrecer un relato integrado de la historia latinoamericana, reforzando la idea que se lee en varios pasajes de la obra de que “América Latina es una y diversa al mismo tiempo”.[6] Por fin, en el epílogo señalaremos algunos puntos de contacto posibles, así como también visibles diferencias, entre la interpretación de la historia latinoamericana que ofrece la GHL en comparación con, sobre todo, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, dado que son fuertes los vasos comunicantes entre ambas que las conectan.
La producción de la GHL
En la década de 1960 se vivió una fuerte expansión de los públicos lectores y, en ese marco, los fascículos coleccionables hicieron su agosto. Bajo el impulso del Centro Editor de América Latina (CEAL), fundado por Boris Spivacow, y a pesar de la censura, en especial durante el gobierno de Onganía, el lanzamiento de Capítulo, la historia de la literatura argentina en 1967, con un equipo de destacados colaboradores, entre otros, Gregorio Weinberg, Jorge Rivera, Eduardo Romano, Noé Jitrik, Beatriz Sarlo, Josefina Delgado, Susana Zanetti, Jorge Lafforgue y tantos otros nombres, representó una bocanada de aire fresco ante una dictadura como la de Onganía, amparada en el más rancio catolicismo y la despiadada práctica de la censura cultural.[7] Una vez desplazado Onganía del poder, poco después del asesinato de Aramburu por los Montoneros, pero todavía en el marco de la “Revolución Argentina”, la censura cultural comenzó a aliviarse un poco mientras hacía sentir su voz “La hora del Pueblo”, movimiento multipartidario que buscaba presionar a los militares por una salida democrática del laberinto autoritario en que se había convertido la Argentina luego de 1966. Si Onganía había censurado la publicación de Siglomundo, una historia del siglo XX editada en fascículos por el CEAL, cuya publicación se vio interrumpida por la intervención gubernamental, ya con Levingston el mismo sello pudo lanzar otra colección de historia, Polémica, también en fascículos coleccionables, que llevaba por subtítulo Primera historia argentina integral, coordinada por Haydée Gorostegui de Torres y Sergio Bagú. Colaboró un número importante de historiadores y cientistas sociales, entre ellos, Juan Carlos Garavaglia, Juan Carlos Portantiero, Darío Cantón, Hugo del Campo, Gregorio y Félix Weinberg, Enrique Barba, Leandro Gutiérrez, Blanca París de Oddone, entre otros muchos nombres. José Luis Romero, que tenía una vasta experiencia en textos en formato de divulgación, escribió una historia de la ciudad de Buenos Aires.[8]
En el emporio a cargo de Civita, la producción de fascículos coleccionables estuvo a cargo de la empresa Abril Educativa y Cultural, cuyo gerente general era Antonio Salonia, que lanzó en primer lugar la serie Argentina. Esta ofrecía una radiografía del país a través de un recorrido por cada una de las provincias, su historia, geografía, flora, fauna, con un importante caudal de datos estadísticos sobre el desarrollo económico (producción agroganadera, industria, minería, etc.), población y cartografía actualizada, Estaba acompañada por una producción fotográfica original, lo cual requirió que el equipo de fotógrafos, a cargo de Carlos Cerqueira, recorriera el país para retratar sus diferentes rincones, incluso en las zonas más aisladas y despobladas, alejadas de centros urbanos, con carencias estructurales que aparecían reflejadas con potencia a través de la cámara. La nota más interesante que viene dada por estos fascículos aparece, tal vez, en la sección dedicada a la Antártida e Islas del Atlántico Sur, donde se señala, con un tono suave pero no por ello menos nacionalista y antiimperialista, que los jóvenes kelpers “califican con términos elogiosos pero prudentes el establecimiento de vuelos regulares y los otros intentos de regularizar relaciones. Es que se trata, al fin y al cabo, de su país, un concepto que les demandará tiempo asumir plenamente porque 140 años de ocupación británica no se borran de la noche a la mañana”[9].
El trabajo para producir la GHL se inició en 1971 cuando comenzaron las conversaciones y negociaciones entre José Luis Romero y César Civita. El plan de obra se dividía en cuatro períodos históricos, con un total previsto originalmente de 120 fascículos (luego se ajustaría ese número a noventa), de acuerdo con el siguiente ordenamiento cronológico: a) desde los orígenes hasta la independencia (tomando como punto de partida el período prehispánico); b) la Latinoamérica patricia (1820-1880); c) la Latinoamérica burguesa (1880-1930) y d) la Latinoamérica en crisis, desde 1930 hasta los setenta. Cada fascículo de 20 páginas (más cuatro, contando las tapas) se subdividía en tres secciones que era necesario desarmar a la hora de encuadernar, dado que estaba compuesto por un cuadernillo exterior perteneciente a la serie “La aventura del continente”, un cuadernillo interior con las historias nacionales bajo el título de “Pueblos y países” y, por fin, con la contratapa se compondría “La otra historia”. Las tres series se distinguían fácilmente por el diseño, mientras que la primera se publicaba a tres columnas, la segunda lo hacía a cuatro columnas y la última, en cambio, en un tamaño de página reducido a la mitad, puesto que se doblaba a la hora de encuadernar. Era un esquema que no era habitual en los fascículos coleccionables y que daba cuenta de lo ambicioso del proyecto que fue concebido, como solía ocurrir con este tipo de producto, para ser coleccionado, encuadernado y por lo tanto preservado. Un folleto de propaganda de la obra que iba anexo al primer número, con un tono por demás ampuloso, reflejaba la importante apuesta que supuso este producto para Abril: “una vez encuadernado, tendrá usted la más importante y bella historia de nuestro continente. Esta obra trascendente y única le servirá a toda su familia y será digna de su biblioteca”.[10] La belleza de la obra encuadernada era, de hecho, una aspiración de este tipo de producción editorial.
Algunas notas importantes acerca de la factura de la obra sobre las que conviene detenernos. Por un lado, es importante poner de relieve que fue concebida desde el propio proceso de trabajo editorial como latinoamericana. Por un lado, José Luis Romero como director, junto con su hijo Luis Alberto como director adjunto, convocaron a un número importante de asesores históricos y especialistas tanto de Argentina como de distintos países de América Latina, que colaboraron con textos sobre diversas temáticas, tal como queda consignado en las páginas de créditos de la obra, donde se encuentran entre otros nombres el arqueólogo mexicano Román Piña Chan, el historiador peruano Aurelio Miró Quesada, los uruguayos Carlos Real de Azúa y Blanca París de Oddone, la mexicana Josefina Vázquez, el canadiense Henry Ferns, el colombiano Jorge Orlando Melo. Así, desde la propia producción de la obra se activaron redes latinoamericanas de colegas historiadores y de varias otras disciplinas que colaboraron con el proyecto. Estas redes tuvieron sus limitaciones, pues había significativas diferencias en el desarrollo historiográfico de cada país. El conjunto de colaboradores se destaca por su alcance latinoamericano y por su carácter interdisciplinario[11]. Los textos no aparecieron con sus firmas pues -como se les indicó- habrían de ser reescritos y reelaborados para darle a la obra un tono homogéneo que mostrara -como se dice en el folleto publicitario ya citado- “un nuevo modo de hacer historia con ritmo de noticia” [12]. Así, se hace difícil hallar marcas de autor a lo largo de las más de 2000 páginas que la componen.
Cabe apuntar que hubo, además, un especial cuidado en la incorporación de leyendas, fuentes literarias, mitologías, tradiciones, en ocasiones parafraseadas, para darle a la prosa fluidez, tensión, intriga, según resultara necesario conseguir el “ritmo de noticia”. No se iba a prescindir de técnicas narrativas por momento cercanas a las del guión cinematográfico, con recursos tomados del suspenso, sumado en ocasiones a cierta cuota de sensacionalismo.
Se puede encontrar una buena dosis de sangre y violencia en el primer fascículo, que recibió toda la atención de la editorial, comenzando por Civita. El potente texto que abre la colección habla de la “pasión por la pelea” a la par de “ese amor y respeto por dioses todopoderosos que habitaban en infinidad de cielos e infiernos, esa extraña manera de vivir en que se combinaba armoniosamente el sacrificio con la guerra, el trabajo con la religiosidad”, pero también, se pueden leer pasajes con cierta dosis de ironía. Así, por ejemplo, vale la pena detenernos en este fragmento que pone de relieve la astucia de los pueblos conquistados, astucia que podía ser leída como un guiño, a su vez, ante formas más contemporáneas de colonialismo: “a principios de 1500 (exactamente, 1525) se organizaron en México grandes autos de fe de ídolos paganos. Los indígenas, viendo la alegría de los religiosos cuando se quemaban los ídolos, comenzaron a fabricarlos expresamente para este uso ¡escondiendo bajo el altar del Señor los auténticos ídolos sagrados que habían recibido de sus padres! Una manera aborigen de quedar bien con Dios y con el diablo”.[13]
Otro aspecto que cabe la pena destacar es la incorporación masiva y destacada de la fotografía a todo color, desde la tapa a la contratapa. No había páginas que no contuvieran imágenes, incluso varios mapas o croquis originales, de modo que incluso niños de corta edad y lectores semialfabetizados o poco familiarizados con la lectura de textos históricos podían encontrarle atractivo a una obra que, además, iba acompañada por títulos en grandes letras en color claro, en contraste con un fondo negro, que la hacía llamativa. La producción de fotos era propia: todas las fotos (o casi todas) debían ser originales, fue la consigna que dio Civita. La editorial movilizó un equipo de cuatro fotógrafos, que hicieron dos largos viajes por todo el continente, con un listado de sitios para visitar: sitios arqueológicos, monumentos, museos o incluso mercados populares, diferentes panorámicas y paisajes tanto rurales como urbanos que retrataban variados estilos arquitectónicos, así como formas de vida, costumbres y modas todavía vigentes. En toda la obra se publicaron alrededor de 1500 fotos a color y en gran tamaño. Tenían cuidados epígrafes, que podían poner de relieve, por ejemplo, la persistencia de técnicas rurales que venían de la época colonial y que en pleno siglo XX no habían atravesado procesos de tecnificación. O bien, en lo que a la arquitectura respecta, la convivencia híbrida en Brasil de edificios de reminiscencias imperiales, flanqueados por viviendas precarias. En otra ocasión, se transmitía a través del epígrafe toda una reflexión sobre el sincretismo cultural en América Latina: “el encaje de los enormes bloques de piedra pulida de las construcciones incaicas era tan perfecto que no necesitaba mezcla ligante […] Los españoles utilizaron esos bloques en sus propias construcciones”.[14]
Los epígrafes no fueron concebidos como un simple acompañamiento o nota al pie, sino como una oportunidad para reforzar en pocas líneas conceptos claves que atraviesan la obra, e incluso para reflexionar en torno de la identidad latinoamericana, sabiendo que, en este tipo de obras, un número importante de los lectores solo mirarían las fotos y sus respectivos textos, en el mejor de los casos. Por ejemplo, ante una foto de un cañero expuesto a duras tareas rurales sin más recurso que un machete, se apuntaba “la explotación, realizada en grandes latifundios, requiere una gran cantidad de mano de obra ocupada durante el breve tiempo que dura el corte de la caña. Hoy el peón agrícola ha reemplazado al antiguo esclavo negro pero la tarea sigue siendo igualmente agotadora”.[15] En otra ocasión, ante una imagen de una antigua capilla, la iglesia de Pisac, enclavada en plena región andina del Cuzco, se puede leer que “es uno de los principales centros religiosos de los descendientes del pueblo incaico. El aislamiento cordillerano mantiene intactos muchos patrones de vida de la época colonial”.[16] Son solo unos pocos ejemplos para apuntar que las fotos y sus epígrafes (que, como deben ser, buscaban añadirle contexto a la imagen y no ser redundantes con ella) podrían merecer un análisis específico que excede los propósitos de este trabajo. Como fuere, estaba claro que para Civita -como todo buen editor de revistas de actualidad- la imagen, tenía un efecto magnético sobre los lectores, y pesaba más que el texto central del fascículo, o que cualquier pretensión de ofrecer una síntesis historiográfica. De ahí que en la publicidad se reforzara la idea de que la obra era, ante todo, bella.
Se trata de una definición que tenía una ventaja adicional, para nada insignificante en época de gobiernos militares: ayudaba a despolitizar el sentido de la obra, algo que, además, iba de la mano del presunto perfil de los lectores de Abril, bastante diferente del de las producciones del CEAL. A pesar de que se trataban históricamente problemas sociales y políticos todavía vigentes en América Latina, tales como las desigualdades sociales (en términos de etnia, clase o género), las expectativas de cambio y las diversas formas de explotación implementadas a lo largo de los siglos, ya fuere por la sujeción colonial o neocolonial, la editorial optó por poner de relieve los rasgos estéticos de la obra, menos polémicos en un contexto político signado por dictaduras y golpes militares en toda América Latina. Lo mismo cabe decir de las tapas que aparecían en los kioscos, que eran sobrias. Una gran foto -la más impactante del fascículo, o la que mejor tradujera el título- ocupaba casi toda la página, por debajo de una franja negra en la que se leía el título de la obra y de cada fascículo. Las tapas para la encuadernación de los fascículos, que comprarían aparte los lectores fieles, junto con el público potencial de obras encuadernadas, seguían el estilo clásico de estas obras: eran rojas, con letras y un diseño en dorado sobre el contorno del mapa latinoamericano.
Por supuesto, tamaña inversión era costosa y más en tiempos en los que comenzaba a acuciar la inflación en la Argentina: se avecinaba la crisis de 1973. Pero no era solo la sombra de la inflación la que hacía todo más difícil, sino la dificultad para expandir la distribución a nivel continental: uno de los puntos débiles del proyecto tuvo que ver con la endeblez de las redes de circulación y distribución de productos impresos a lo largo y a lo ancho de América Latina. La envergadura de la obra debió ajustarse sobre la marcha: se habían anunciado 120 fascículos coleccionables, pero por razones de costos la obra total estuvo compuesta finalmente por 90 fascículos, de modo tal que sufrió un ajuste de 25%. Si tenemos en cuenta que la tirada promedio fue de 12 mil ejemplares, mientras que del primer número se imprimieron 100.000 ejemplares, se puede advertir lo exiguo de los resultados obtenidos a través de esta desmesurada apuesta de Civita. Así se explica por qué la obra no fue considerada para una eventual edición en portugués para su circulación en Brasil, donde su hermano Víctor y su sobrino Roberto habían desarrollado una Editorial Abril independiente, y por entonces ya de mayor envergadura que la argentina.
La historia de América Latina leída a través de la GHL: entre la unidad y la diversidad
La historia de América Latina que ofrece la GHL es la de sus fragmentos regionales cuanto nacionales, aunque será también la de su unidad, proporcionada tanto por su historia más arcaica, que se remonta al pasado prehispánico y a las formas de dominación ibérica en el continente, como por la más reciente, teñida por las nuevas formas de dominación colonial o neocolonial, la dependencia y el subdesarrollo. La fragmentación y, por contraste, un cúmulo de tendencias centrípetas que presionan en pos de una cierta unidad, integran una América Latina que es necesario pensar dialécticamente, dado que la unidad no es un hecho evidente por sí mismo, pero tampoco desdeñable. En efecto, la dialéctica entre la unidad y la diversidad, entre la integración y la fragmentación atraviesa las secciones mayores de la obra, “Pueblos y países” y “La aventura del continente”.
La primera ofrece una radiografía que pone el foco en lo particular, desde los pueblos prehispánicos (aztecas, incas, chibchas, entre otros) hasta cada una de las respectivas historias nacionales en el período que se abre con las independencias, aunque se trata de naciones, recordemos, en muchos casos hilvanadas a partir de un frágil y cambiante mosaico de ciudades y de áreas rurales no muy conectadas, de modo que no siempre resultaba fácil encastrar unas piezas con otras. El criterio nacional prevalece en el ordenamiento de esta sección, a partir de la segunda parte, el período de más de un siglo y medio que siguió a las independencias.Para ello la GHL procuraba equilibrar la historia de los países del continente que contaban con una más arraigada tradición historiográfica (así el caso de México, por ejemplo, de ahí la mención del nombre de Silvio Zavala a lo largo de la obra), con el tratamiento de otros cuyo desarrollo historiográfico era más incipiente e invisibilizado en general en América Latina, así los casos de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá (sin obviar el hecho de que esa desigualdad iba en ocasiones de la mano con otras, en especial en lo demográfico, económico y social). Ahora bien, pese al evidente esfuerzo de la GHL por reponer el protagonismo de los países centroamericanos en el mapa de América Latina, en la economía de la obra sus historias nacionales quedaron subsumidas en varias ocasiones bajo el rótulo de “Centroamérica”, sin que llegaran a tener sendos fascículos específicos, algo que fue obligado por la reducción del plan de la obra. Diferentes son los casos de Cuba y Puerto Rico, que en varias ocasiones aparecen asociados en un mismo fascículo, por su historia común vinculada con la explotación del azúcar, la dominación hispánica primero, y la intervención norteamericana luego. Sin embargo, tanto la incorporación de Puerto Rico como Estado libre asociado a los Estados Unidos (“una denominación tal vez demasiado altisonante para nombrar una autonomía limitada”[17], se dirá), como la revolución encabezada por Fidel Castro, hizo que ganaran densidad por separado, y así se lo refleja en el índice: de más está decir que Cuba cobró especificidad en el último tomo de la serie “Pueblos y países”, así como también estará presente a lo largo de numerosas menciones que recorren la obra, dado el impacto continental de su revolución. Puerto Rico, en cambio, tenderá a desdibujarse dado que “ha fracasado en el ideal imaginado por algunos estadistas de Washington, que pensaban convertirla en el puente cultural de los dos mundos”[18], apunta la GHL. “Pueblos y países” se centra, pues, en la diversidad de identidades, culturas y trayectorias nacionales y étnicas del continente, con especial relevancia por sus aspectos políticos y económicos, de ahí que no falten tablas cronológicas con la sucesión de los gobiernos de cada estado latinoamericano, de modo tal que esta sección de la GHL podría ser utilizada como insumo por cualquier lector que desease mantenerse informado o, también, para quien quisiese comprender con mejores herramientas las noticias de los diarios.
La sección “La aventura del continente” es, por su parte, la columna vertebral de la obra, dado que se propone ofrecer un relato más o menos integrado de la historia de América Latina. Claro que los fascículos pueden siempre ser leídos independientemente unos de otros, pero el hilo conductor viene dado por el primer capítulo de cada uno de los tomos, cuya función es orientar al lector ofreciéndole un texto de síntesis que no permanece cerrado, sino que trae una agenda de problemas que se desarrollan seguidamente. El tomo primero se abre con escenas tomadas de la conquista, narradas cinematográficamente a través de los aguerridos intentos de algunos caciques “de lanzar sus hordas rugientes contra el enemigo”[19]; pronto la violencia cede el paso a un ciclo de dominación colonial en el que se detectan algunas claves para el análisis histórico en las que cabe detenernos. La dominación hispánica supuso la destrucción del mundo indígena, pero a la par estuvo acompañada de la gestación de algo nuevo, dado que la sociedad que emanó de ella “se dejaría influir, a su vez, por los pueblos que habitaban el continente, hasta el extremo de generar en América una fusión de razas y culturas con rasgos distintivos, propios e intransferibles”. Y se agrega que:
A partir de ese brutal enfrentamiento de dos culturas tan antagónicas comienza a esbozarse la peculiar fisonomía de América Latina, tierra signada por el mestizaje, por la lucha del indio, del negro, del criollo pobre explotado por el criollo enriquecido; tierra que modelaron con sangre los descubridores, los conquistadores, los colonizadores, los piratas, para labrar su historia, su destino. Un destino de hierro y de fuego; un destino singular, popular, heroico.[20]
Si el mestizaje es entonces una clave que se anuncia como decisiva para pensar la historia de América Latina, junto con las diferentes formas de sujeción de los sometidos, otra no menos importante en el marco de esta sección es la decisión de enfocar el papel de las ciudades, ya sea en fascículos que específicamente abordan los cambios urbanos a lo largo de distintas épocas, como también mediante la selección de algunos casos particulares que se mirarán en primer plano: así, se eligen Lima y Potosí para el período colonial, tomadas como prismas a través de los cuales leer los nudos problemáticos de cada período histórico, procedimiento que se mantendrá a lo largo de toda la obra, desde el siglo XVI hasta el siglo XX. Claro que Potosí en los siglos XVI y XVII es un caso límite, pues su desmesurado crecimiento (cuya contrapartida fueron los inhumanos métodos de explotación de la población indígena) no tardaría en desatar desaforadas pujas por el poder, para desembocar en un ciclo de decadencia una vez que los yacimientos mineros comenzaron a agotarse. A través de las ciudades, entonces, se puede iluminar la historia de América Latina toda, ya que como ha desarrollado José Luis Romero en Latinoamérica, las ciudades y las ideas, la trama urbana fue la manera en la que se desplegó la conquista sobre el feraz territorio del continente. La ciudad latinoamericana es también un escenario en el cual se despliega el mestizaje: “no fueron pocas, además, las ciudades españolas construidas sobre primitivos centros indígenas: El Cuzco es el más preciso ejemplo de ello: las costumbres, las tradiciones, la economía incaica influyeron notoriamente en el desarrollo social, económico y cultural de la colonia”[21].
Otra faceta de la conquista es, desde luego, la explotación de los pueblos sometidos a lo largo de variadas geografías, desde la minería hasta las plantaciones, pasando por las haciendas, definidas como neta expresión de “feudalismo americano”[22]. Los diversos modos de producción y de explotación son recorridos a lo largo de la obra poniendo siempre énfasis en la subordinada y asimétrica inserción capitalista de América Latina. Así, se dice que “la presión que ejercía el capital comercial europeo sobre el conjunto de los hombres que llegaban a América se constituyó en el factor principal de aquel saqueo. […] No figuró en los planes de los conquistadores el deseo de establecer empresas de capital […] razón por la cual la organización económica del continente descubierto no se ajustó a la conformación capitalista que entonces se operaba en Europa”[23]. En contraste, a fines del siglo XVIII la corona española dictó el Reglamento del Comercio Libre y “descubrió” que las colonias podían no solo ser importantes para la extracción de metales, sino también como mercados consumidores y productores de materias primas, lo que constituirá, se señala, “el comienzo del fin del dominio colonial español”[24]. De allí emergerán las independencias (facilitadas, entre otras cosas, por la apropiación, circulación y recepción de las ideas de la Ilustración), que traerán consigo a la larga “el surgimiento de una sociedad radicalmente distinta”[25], aunque igualmente sometida a tramas de dominación europea, si bien orientadas ahora hacia Gran Bretaña. En efecto, se afirmará que, luego de la ruptura del orden colonial hispánico, América Latina “basó su desarrollo en la dependencia de las potencias europeas, fundamentalmente Gran Bretaña, la cual durante medio siglo consolidó una política de créditos y empréstitos a los nuevos países en condiciones poco satisfactorias para estos”[26] dada la clara situación de “intercambio desigual que establecía con las modernas potencias europeas”,[27] lo cual desembocaría en “la moderna dependencia semicolonial”[28] de América Latina con respecto a Inglaterra.
Llegamos así a otro de los nudos interpretativos que estructura la GHL: la incorporación de la teoría de la dependencia, hija de la CEPAL, para pensar el devenir histórico del continente. Esta interpretación es tan solo una de las varias capas de lectura que admite la GHL, pues está lejos de ser la única. La Gran Historia de Latinoamérica ofrece otras más que el lector puede ir descubriendo o “pelando”, como si fuera una cebolla o, si se quiere, un moderno palimpsesto a todo color lanzado por los kioscos de diarios bajo la forma de fascículos coleccionables. El período colonial, por ejemplo, puede ser matizado. Se puede raspar un poco a fondo en la descripción de un modo de explotación colonial con sus facetas más crueles e inhumanas; así, la GHL pone de relieve el importante papel que en la colonización hispánica tuvieron las ciudades de trazado en damero, que a pesar de su diversidad funcional (fortalezas, mercados, puertos, entre otras) expresaron “una constante preocupación por parte de los españoles de promover el crecimiento de las urbes que, de esta manera pronto adquirieron un aire civilizado, menos campesino que el de las primeras poblaciones”[29]. Por otro lado, algo similar cabe decir de la puesta en valor del arte colonial -se le dedican dos fascículos al tema- o el modo en que se le presta atención al despliegue del barroco americano, desarrollado en muchos casos por artistas indígenas que dejarían su huella en las obras, de tal manera que sobresale una vez más el mestizaje característico de América Latina. Lo mismo se advierte en el apartado sobre la literatura colonial, desde los primeros cronistas de la conquista hasta Sor Juana Inés de la Cruz, cuya obra se analiza en espejo con la del barroco español, o también el costumbrismo realista que emergió sobre el final del período colonial con el Lazarillo de ciegos caminantes.
Cabe aquí la conjetura de atribuir esta estratigrafía en la escritura en palimpsesto de la GHL, que se replica a lo largo de sus diferentes tomos, a la propia factura de la obra, que sufrió varias reescrituras a lo largo del proceso de producción. Los textos se hacían a través de varias etapas. Se solicitaban las colaboraciones a los asesores históricos, un variopinto conjunto de autores con sus respectivas agendas de investigación y trabajo; una vez recibidos estos textos, eran pasados por el cedazo de los redactores de Abril, cuya tarea era darle vuelo periodístico al texto, para que se respetara la consigna de que la lectura fuera tan amena como la de una noticia. Finalmente, los textos llegaban a los respectivos escritorios de Rubén Tizziani, a cargo del Departamento de Redacción que Abril puso al servicio de esta obra y de Luis Alberto Romero. En muchas ocasiones corregían, editaban, parafraseaban o en algunos casos este último reescribía los textos de manera prácticamente íntegra, usando como insumo el aporte de los asesores históricos, pero sin que fuera a dar a la versión final de la obra; en otras, los parafraseaban, retocaban o adaptaban para darle un tono homogéneo, algo reclamado por César Civita, quien alentó este trabajo desde los primeros fascículos, que fueron los que él siguió más de cerca[30]. Fue la intervención directa por parte del equipo de redacción sobre textos escritos por muchas manos la que dio por resultado esta escritura en palimpsesto, con diferentes niveles y capas de lectura, incluso matices a la hora de pensar la lectura del pasado latinoamericano. Si raspamos por debajo de la primera capa de lectura, aparecerán otras sucesivas. Así, pues, si vamos más allá de la teoría de la dependencia, presente a lo largo de toda la obra y tal vez una de sus capas más visibles y de más gancho para los lectores que se quería capturar en la década de los setenta, nos toparemos con otras interpretaciones y conceptos que matizan a la vez que complejizan la historia de América Latina. Veamos algunos ejemplos más.
Un punto importante que cabe señalar es que la omnipresente teoría de la dependencia no obtura pensar procesos de cambio social, político, económico, tecnológico, territorial e incluso cultural, en ocasiones en espejo, e incluso en interacción, con el mundo occidental, signados por la idea de la modernización que atravesó América Latina desde las independencias. Así, en épocas de la “Latinoamérica patricia” se señalará que se produjo un neto proceso de modernización, de la mano de “un sector de la burguesía que se había enriquecido durante los últimos tiempos de la colonia”, cuyo ámbito de expresión fueron las ciudades, pero que no logrará fácilmente imponerse por su incapacidad para obtener el apoyo de las masas rurales, lo cual iba a desembocar en la fragmentación territorial y las guerras civiles que siguieron a las independencias: “fue una confrontación de dos estilos de vida en la que se ocultaban dos concepciones diferentes de lo que era y debía ser la sociedad de los países que nacían”[31]. Mientras las ciudades comenzaron lentamente a prosperar, los rasgos generales de la vida rural “se conservaron inalterables desde la época de la Colonia”[32]. A la par, de todos modos, se fueron modernizando también las ideas, en especial a partir de la llegada de la generación romántica (la de 1837 para el caso argentino), cuando aparecieron los clubes y las sociedades secretas, a la vez que cambiaron las pautas de producción, consumo y sociabilidad, puesto que en las ciudades se introdujeron nuevos parámetros para el buen gusto, se multiplicaron las salas de teatro, los periódicos y los cafés, además de los palacios de las aristocracias, aunque también se hace necesario advertir que las viviendas “de la incipiente clase media comienzan a llenarse de porcelanas”[33]. El resultado es que, grosso modo, para 1880 Latinoamérica había cambiado significativamente su fisonomía en muy variados aspectos: “todos estos refinamientos son producto de una sociedad muchísimo más compleja, con mayores recursos y con una actitud diferente con respecto a la vida”[34]. No sin hondas desigualdades, por supuesto, pero con muchos más matices en sus sociedades que la sola polarización entre clases dominantes y subordinadas, y que habrán de diversificarse y complejizarse todavía más luego de 1880, con la emergencia de la “Latinoamérica burguesa”.
Esta traerá desde 1880, y hasta la crisis de 1930, importantes transformaciones asociadas a la “fiebre del progreso”, como se titula el sexto fascículo de la tercera parte de “La aventura del continente”: “en algunos casos el progreso es real y se refleja en inversiones productivas y en el mejoramiento del nivel de vida de la mayoría de la población”[35], favorecido además por la expansión de la educación popular, aun cuando los avances educativos, y las políticas secularizadoras, presentaron fuertes disparidades entre los países de América Latina. Se advierte también la voluntad de matizar los procesos históricos que persiste en GHL: “¿Toda esa fiebre de progreso fue sólo pues una experiencia ostentosa egoísta de las clases dominantes latinoamericanas? La respuesta no puede ser tan sencilla ni tan contundente”[36]. Los grises no dejan de aflorar.
Para reforzar la idea de que el impacto de las transformaciones traídas por el “progreso” se registró más allá del estrecho ámbito de las oligarquías, se presta especial atención al caso de la Argentina (quizás algo sobredimensionado en el conjunto de la obra, cabe apuntar), puesto que fue en ese país donde se vio con más claridad cómo la llegada de la inmigración masiva habilitó “el despliegue de una generación dotada de los mismos intereses y de la misma ideología” que las clases dominantes y, así, “una clase media pudo irse formando en una senda llena de dificultades”[37]. En efecto, la inmigración masiva en Argentina, Brasil y Uruguay “era un decisivo factor de progreso”[38], se afirma, que haría posible la experiencia de la movilidad social, de profundos efectos, dado que provocará “una ruptura del sistema de las relaciones sociales. Donde antes había un sitio preestablecido para cada uno, comenzó a aparecer una ola de recién llegados con vocación por la aventura que destruyó la armónica y convencional sociedad tradicional”[39]. El impacto del cambio se reflejó tanto en la fisonomía de las ciudades como en la vida cultural, debido a la expansión de los espacios de sociabilidad aportados por los inmigrantes, las salas de teatro, luego también de cine, la multiplicación de la prensa, los lectores e incluso la proliferación y circulación de ideas y “nuevas opiniones”. La lista de cambios vinculados con el avance del progreso es muy extensa, incluso se señalará que tuvo impacto en el papel del Estado, la composición de sus instituciones y el reclutamiento de cuadros[40], favorecidos por la inmigración. Sin ambages se dirá que “el crecimiento de las clases medias fue, al mismo tiempo, la expresión del crecimiento global de las respectivas sociedades, al menos hasta que tales sectores alcanzaron a desempeñar su papel histórico progresista”[41]. El caso más dramático de todos estos cambios fue la ciudad de Buenos Aires, epítome de las transformaciones que trajo consigo la “Latinoamérica burguesa” en este período, cuando la capital argentina “adquirió un carácter decididamente aluvional”[42] a raíz de la inmigración de masas, que no solo acrecentaría el caudal de las clases medias, sino que aceleraría la formación de la clase obrera con su consiguiente presión por la ampliación democrática. Así, el fascículo dedicado a la capital argentina -escrito por José Luis Romero y editado sin cambios- no dejará de mostrar que la “capital del progreso” tuvo también sus márgenes, tanto es así que se habla de una “ciudad oficial” y otra, la “sociedad del suburbio”, que se expresaría a través del guapo, el malevo o la “milonguita”: esta expresión social es definida como “marginal y parasitaria” pero estrechamente vinculada con la primera de todas maneras[43].
Más allá de todos estos cambios traídos por la fiebre por el progreso, la GHL no deja de poner énfasis en que, desde la independencia hasta la crisis de 1930, la situación de dependencia colonial ensombreció tanto la “Latinoamérica patricia” como la “burguesa”, signadas ambas por un proceso de “crecimiento hacia afuera, propicio a la modernización, pero siempre referido a los intereses de las metrópolis industriales o financieras”[44], con un “efecto devastador: no contribuye a dinamizar industrias ni manufacturas ya existentes o a crear otras nuevas para satisfacer un mercado en expansión o propiciar el propio desarrollo”[45]. La “entrada en escena” de los Estados Unidos, por otro lado, luego de la guerra de 1898 hizo las cosas todavía más difíciles para América Latina, en especial para Centroamérica y el Caribe, sujetas con crudeza al big stick. Así, “los norteamericanos entablaron una lucha frontal para desplazar a los ingleses”[46]. Claro que el verdadero punto de quiebre se produjo con la crisis de 1930. Hizo posible el crecimiento hacia adentro, con avances importantes en la industrialización y la urbanización, cambios que generaron expectativas de dejar atrás rasgos todavía oligárquicos en los sistemas políticos del continente, pero que pronto comenzaron a mostrar sus limitaciones, dado que se dieron acompañados de serios déficits en materia de combustibles y maquinarias que agravaron, lejos de suavizar, los lazos de dependencia del continente, en especial, respecto de los Estados Unidos.
En este contexto, América Latina verificó una fuerte transformación a causa del rápido aumento demográfico que se dio con el vuelco de la población rural a las ciudades[47], transformación que llevó entre las décadas de 1950 y 1960 a que los grandes centros urbanos se convirtieran en metrópolis, en especial los puertos y las grandes capitales. Esta explosión, a la que se le dedica una sección en la que se evoca “la sombra del reverendo Malthus” y se compara con la que sufriera Inglaterra en los albores de la revolución industrial, conduce a la GHL a postular que de manera casi inexorable “acuciado por el incontestable avance demográfico, el continente podrá verse obligado a encarar un cambio de estructura económica para asegurar su supervivencia” [48]. En este contexto, se cita la encíclica Populorum Progressio para reforzar la idea de que el problema no es solo el hambre, cada vez más acuciante, sino además la falta de escuelas, hospitales, servicios esenciales y viviendas dignas en ciudades superpobladas tales como México, Sao Paulo, Rio de Janeiro, Lima, Buenos Aires, Santiago y muchas más.
La ciudad latinoamericana cambió irreversiblemente de fisonomía: mientras se multiplicaban los grupos marginados con sus respectivas subculturas, surgían ghettos de diferente naturaleza, aparecían los “paracaidistas”, las villas miseria, los “rancheríos”. Ahora bien, este proceso no estuvo en absoluto desligado del omnipresente problema de la “dependencia”, según se interpreta en la GHL, donde explícitamente se argumenta en torno del problema de “la desproporcionada importancia que adquieren las ciudades y, sobre todo las capitales […] Las causas de tal fenómeno hay que buscarlas en la fuerte dependencia económica del extranjero -que convierte a las capitales en los centros financieros y comerciales decisivos”[49]. Así, la ciudad latinoamericana dejaba de ser concebida como factor de progreso asociada a la modernización y, por el contrario, ofrecía una imagen menos optimista, en especial cuando se volvía frecuente un paisaje en el que las “laderas de los cerros que rodean la ciudad: son mil, diez mil, veinte mil ranchos miserables donde vive la tercera parte de la metrópoli, sin agua, sin desagües muchos de ellos”[50].
Para los años setenta, para peor, había ya perdido gran parte de su impulso uno de los intentos de respuesta a tales problemas, así como también a los anhelos de integración de la clase obrera y las expectativas de cambio social que emergieron en América Latina en la segunda posguerra, a saber, el desarrollismo. En efecto, la GHL califica al desarrollismo de “receta fácil […] Se proponían nada menos que asociar el capital extranjero a un programa de desarrollo que permitiera acelerar la acumulación, crear la infraestructura y las industrias básicas”, cuyo saldo fue profundizar los lazos de dependencia del continente, en especial, con los Estados Unidos. Vale la pena extendernos en este punto, dado que tiene implicancias que exceden el terreno de la economía y se extienden por sobre el sistema político:
los capitales que se radicaron fueron pocos y en escasa medida se orientaron a obras básicas. Abundaron, sí, capitales especulativos, que agravaron los problemas de la deuda externa. Pronto, como demostró la CEPAL, por cada dólar que Estados Unidos invertía en América Latina retiraba siete en concepto de intereses, ganancias o regalías. Por otra parte, los gobiernos desarrollistas surgidos de endebles compromisos políticos fueron incapaces de impulsar las reformas internas necesarias […] A mediados de la década del sesenta las ilusiones reformistas se habían desvanecido, arrastrando en su caída al mismo ideal de democracia representativa por el que tanto se luchara en décadas pasadas[51].
La pérdida de cualquier tipo de esperanza en el desarrollismo, que para peor había tenido derivas autoritarias como las que se dieron en la Argentina bajo la dictadura de Onganía, impacta en la imagen que se ofrece en la GHL de América Latina para los agitados inicios de la década de 1970, puesto que se la retrata sumida en una crisis ante la cual era muy difícil encontrar una salida: “la radicación de capitales extranjeros en el sector industrial, lejos de contribuir a su liberación, acentuó la dependencia de Latinoamérica, en tanto siguió dependiendo de la metrópoli para la provisión de los bienes intermedios y de capital”[52] Ante este cuadro, la ilusión depositada en Cuba cobraba más sentido que nunca, reforzada por el triunfo de Unidad Popular en Chile que avivó esperanzas en el continente y, también, por el retorno de la democracia en la Argentina en 1973: “el ejemplo cubano encendió el continente y en infinitos puntos estallaron movimientos que pretendieron reeditar con total textualidad la experiencia de Sierra Maestra […] los intentos denuncian la decisión de vastos sectores de modificar la situación política y social del continente a toda costa. […] De la elección ante las opciones que se abren ante sí, muchas de ellas con sus falsos brillos y sus cantos de sirena, dependerá en definitiva que encuentre el camino de liberación”[53].
Así, la obra concluiría con una reafirmación de la idea de que en América Latina existía un destino común, y no solo un pasado de larga data compartido, que venía signado por la necesidad perentoria de emprender la lucha antiimperialista: “la independencia latinoamericana es un problema de todos los pueblos del continente y ninguno podrá resolverlo por sí solo”[54], se predicaba. Ese tono optimista contrastaba sin embargo con otros pasajes de este palimpsesto que es la Gran historia de Latinoamérica en los que se llamaba la atención sobre la crónica inestabilidad política de la democracia en América Latina, sacudida por golpes militares y diversas tendencias autoritarias: “parece inevitable que la vida política latinoamericana continúe perturbada sin cesar”[55], se apuntaba sin dejar mucho margen al optimismo esta vez. El golpe militar en Chile y el trágico final que sufrió Salvador Allende no fueron precisamente motivo de grandes esperanzas: se había disuelto de un plumazo la expectativa, se escribe, de “la posibilidad del paso al socialismo por la vía de la legalidad”[56]. Le tocaba al lector sacar las conclusiones de qué vías quedaban disponibles para impulsar el cambio de estructuras del que se hablaba más arriba: el final de la colección, cuyos últimos fascículos estaban escritos al calor de los fervorosos acontecimientos de 1973, quedó abierto.
La Gran historia de Latinoamérica y después
La GHL no dejó huella, más bien pasó prácticamente al olvido, como muchos otros productos que se vendían en los kioscos de periódicos, sumado a ello su escaso éxito en lo comercial. Podría tal vez haberse convertido en un buen insumo para los profesores de historia de nivel primario o secundario, pero lo cierto es que en las escuelas se trataban pocos temas de historia latinoamericana en la década de 1970. La factura de la obra en palimpsesto tampoco ayudó. Como los especialistas que asesoraron a José Luis y a Luis Alberto Romero no aparecían con su firma, no había modo de que estos pudieran incluir sus aportes a la GHL como parte de sus propias producciones académicas; cualquier firma o autoría se diluyó y esto no ayudó a que la obra conservara su vitalidad. Además, como es evidente, era una obra de divulgación concebida para un público no especialista, ambiciosa en su factura, pero no del todo novedosa en lo que respecta a su contenido, en especial luego de la aparición de La historia contemporánea de América Latina por Tulio Halperin Donghi, cuya primera edición en español tuvo lugar en 1969.
Con todas sus limitaciones, quizás lo más importante a destacar es que la GHL puede ser pensada como una puerta de entrada posible a Latinoamérica, las ciudades y las ideas de José Luis Romero con la que, según ya adelantamos, es posible encontrar fuertes vasos comunicantes, tales como la propia periodización histórica que organiza la GHL estructurada en la Latinoamérica (¿o la ciudad latinoamericana?) patricia, burguesa y de crisis (luego de 1930), hasta varias otras coincidencias. Para la publicación de La ciudad occidental. Culturas urbanas en Europa y América, Luis Alberto Romero identificó con precisión los textos escritos directamente por José Luis Romero para la GHL, que comprenden los fascículos especialmente abocados a pensar la ciudad latinoamericana en sus diferentes etapas, además del caso de Buenos Aires ya mencionado que había sido publicado en Polémica y, también, sus páginas sobre Bogotá[57]. De modo que es evidente que todo el trabajo que supuso la elaboración del proyecto con la editorial Abril aportó insumos y ayudó sobremanera a toda la producción sobre América Latina de José Luis Romero, incluyendo ese libro, pero también varios cursos y conferencias al respecto. Incluso en el prólogo de Latinoamérica… podemos leer líneas que se superponen con las de la GHL citadas más arriba:
La historia de Latinoamérica, naturalmente, es urbana y rural. Pero si se persiguen las claves para la comprensión del desarrollo que conduce hasta su presente, parecería que es en sus ciudades, en el papel que cumplieron sus sociedades urbanas y las culturas que crearon, donde hay que buscarlas, puesto que el mundo rural fue el que se mantuvo más estable y las ciudades fueron las que desencadenaron los cambios.[58]
Los paralelismos entre ambas abundan, en efecto, en especial si se tiene en cuenta que la historia de las ciudades latinoamericanas fue incorporada como una “capa” importante en el seno de la GHL. Claro que la Gran historia de Latinoamérica no presenta a la ciudad latinoamericana como su eje estructurante; lo urbano es en tal caso un hilo más de una obra que tiene una trama abierta y descentrada, sin un centro de gravedad fácil de identificar debido a su carácter estratigráfico. Además, la GHL tiene un importante hilo conductor proporcionado por la teoría de la dependencia, que José Luis Romero decide no seguir[59]. Varios pasajes extraídos de la GHL, sin embargo, fueron parafraseados o reproducidos sin más en Latinoamérica, las ciudades y las ideas. No es el lugar aquí de una descripción pormenorizada de cada una de las referencias que pueden hallarse, pero señalaremos rápidamente algunas tan solo con la intención de reforzar el argumento de que la GHL es de una manera u otra su telón de fondo. Por ejemplo, la idea de que América Latina fue históricamente “un mundo de ciudades” desde la época hispánica[60]; igualmente, se dice luego que en tiempos de vertiginoso cambios urbanos como los que ocurrieron a fines del siglo XIX bajo el impulso de las burguesías, “los viajeros europeos se sorprendían de esas transformaciones que hacían irreconocible una ciudad en veinte años”, frase que puede leerse casi textual en la GHL[61]; la manera en la que se piensa la movilidad social tiene también altísimas coincidencias, puesto que se dice “las desusadas posibilidades de movilidad social que ofrecían las nuevas perspectivas ocupacionales. El resultado no tardó en advertirse y el sistema tradicional de las relaciones sociales comenzó a modificarse”[62]. Quizás la similitud más evidente sea el apartado bajo el título “Metrópolis y rancheríos”, del capítulo “Las ciudades masificadas” en Latinoamérica, las ciudades y las ideas, que coincide con el título del octavo fascículo de “La aventura del continente” en la GHL, y lo mismo cabe decir de los textos que componen ambas secciones, que conservan fuertes coincidencias en varios pasajes, si bien en la reescritura para Latinoamérica… aparecen novedades tales como el recurso al concepto durkheimiano de anomia, mientras que en la GHL se recurre más bien a David Riesman, con la utilización de la expresión “multitud solitaria” que, se dice, constituye una “frase feliz”[63] acuñada para pensar los cambios urbanos de Nueva York.
Ahora bien, más allá de este rápido cotejo, la GHL fue solamente uno de los tantos productos de una Argentina en la que todavía se podía recoger el fruto de la expansión editorial de los años sesenta con editoriales como el CEAL, Eudeba y la propia Abril y, a la vez, comenzaba a respirarse una modesta reapertura ante la hermética censura impuesta por Onganía. Fue un trabajo ambicioso por la envergadura del emprendimiento editorial que debió ponerse en marcha para sacarlo a luz, pero también efímero, de ahí que los historiadores latinoamericanistas de las décadas posteriores no hayan tenido la necesidad de entrar en contacto con él, sea como fuente, insumo u objeto de estudio per se (claro que, por tratarse de un producto de divulgación, no tenían tampoco por qué hacerlo). Fue, en suma, una audaz aventura setentista de José Luis Romero.
[1] Eugenia Scarzanella, Abril. Un editor italiano en Buenos Aires, de Perón a Videla, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2016.
[2] Anesa era acrónimo de América Norildis Editores Sociedad Anónima, grupo que surgió de su asociación con Rizzoli en los años setenta.
[3] Folleto adjunto, GHL, Abril, 1972, fascículo 1.
[4] José Luis Romero, “Presentación”, GHL. La otra historia, Buenos Aires, Abril, 1974, s/n.
[5] José Luis Romero, “El concepto de vida histórica (1976)”, incluido en José Luis Romero, La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1987.
[6] GHL. La otra historia, Buenos Aires, Abril, 1974, p. 338.
[7] José Luis de Diego, “La literatura y el mercado. Capítulo. La historia de la literatura argentina”, Cuadernos Lírico, 24 (2022); Luis Gregorich, “A 50 años de un gran capítulo”, La Nación, 3 de junio de 2018.
[8] José Luis Romero, “Buenos Aires, una historia”, Polémica, CEAL, 64, 1971, pp. 90-112.
[9] Argentina, Abril, 1972, vol. 3, p. 953.
[10] Folleto adjunto, GHL, Abril, 1972, fascículo 1.
[11] Entre los asesores históricos de la primera parte estaban Enrique Amato, Carmen Aranovich, Sergio Bagú, María Inés Barbero, Alicia Carrera, Marta Cavillioti, José Carlos Chiaramonte, Jacobo A. de Diego, Hugo del Campo, Bernard Dougherty, Juan Carlos Garavaglia, Marta Goldberg, Alberto Rex González, Juan Carlos Grosso, Leandro Gutiérrez, Jorge Enrique Hardoy, Osvaldo Heredia, Carlos Herrán, Boleslao Lewin, Luis Lisanti, Osvaldo López Chuhurra, Eduardo Menéndez, Aurelio Miró Quesada, Amalia Moavro, José Luis Moreno, José Antonio Pérez Gollán, Román Piña Chan, León Pomerantz, María Inés Rivera, Rodolfo Valeri Alonso, Andrés Vázquez, María Elena Vela, Inés Villascuerna, Enrique Wedovoy, Gregorio Weinberg. En las otras partes se sumaron. entre otros, Eduardo Romano, Efraim Cardozo, Alfredo y Liliana Galletti, Silvio de los Santos, Henry Ferns, César García Rosell, Jaime Jaramillo Uribe, Patricio Maguire, Gregorio Selser, Lucía Sala de Tourón.
[12] Folleto adjunto, GHL, Abril, 1972, fascículo 1.
[13] GHL. La aventura del continente, Abril, 1972, tomo 1, p. 59.
[14] GHL. La aventura del continente, tomo 1, p. 40.
[15] Epígrafe de foto, GHL. La aventura del continente, tomo 1, p. 47.
[16] Epígrafe de foto, GHL. La aventura del continente, tomo 1, p. 66.
[17] GHL. Pueblos y países, Tomo 4, p. 166.
[18] GHL. Pueblos y países, Tomo 4, p. 168.
[19] GHL. La aventura del continente, Tomo 4, p. 1.
[20] GHL. La aventura del continente, Tomo 1, p. 8.
[21] GHL. La aventura del continente, Tomo 1, p. 88.
[22] GHL. La aventura del continente, Tomo 1, p. 68.
[23] GHL. La aventura del continente, Tomo 1, p. 105.
[24] GHL. La aventura del continente, Tomo 1, p. 219.
[25] GHL. La aventura del continente, Tomo 2, p. 1.
[26] GHL. La aventura del continente, Tomo 2, p. 2.
[27] GHL. La aventura del continente, Tomo 2, p. 13.
[28] GHL. La aventura del continente, Tomo 2, p. 40.
[29] GHL. La aventura del continente, Tomo 1, p. 87.
[30] Esto se desprende de conversaciones con Luis Alberto Romero y, además, con Fernando Lida García, quien fuera redactor, editor y más tarde gerente editorial de Abril.
[31] GHL. La aventura del continente, Tomo 2, p. 143.
[32] GHL. La aventura del continente, Tomo 2, p. 146.
[33] GHL. La aventura del continente, Tomo 2, p. 200.
[34] GHL. La aventura del continente, Tomo 2, p. 200.
[35] GHL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 42.
[36] GHL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 44.
[37] GHL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 44.
[38] GHL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 51.
[39] GHL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 73.
[40] GHL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 128.
[41] GHL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 157.
[42] GHL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 4.
[43] GHL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 137. Véase José Luis Romero, “Buenos Aires: una historia” (1971)
[44]GHL. La aventura del continente, Tomo 2, p. 194.
[45] GHL. La aventura del continente, Tomo 2, p. 199.
[46] GHL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 19.
[47] No son solo las migraciones internas la causa de todas maneras, sino también las limitaciones en las políticas de natalidad en América Latina. El tono es muy crítico en especial frente a los anticonceptivos dado que responderían a “la política de control de natalidad que E.U.A. intentara aplicar sobre América Latina y otras regiones subdesarrolladas”, impulsadas por su anhelo de “preservación del poder y cierta dosis de racismo”. GHL. La aventura del continente, tomo 4, p. 43.
[48] GHL. La aventura del continente, Tomo 4, pp. 43-44.
[49] GHL. La otra historia, p. 342.
[50] GHL. La aventura del continente, Tomo 4, p. 77.
[51] GHL. La aventura del continente, Tomo 4, p. 7.
[52] GHL. La aventura del continente, Tomo 4, p. 30.
[53] GHL. La aventura del continente, Tomo 4, p. 8.
[54] GHL. La aventura del continente, Tomo 4, p. 200.
[55] GHL. La aventura del continente, Tomo 4, p. 192.
[56] GHL. La aventura del continente, Tomo 4, p. 200.
[57] José Luis Romero, La ciudad occidental. Culturas urbanas en Europa y América, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009 (“Cuarta parte: Ciudades latinoamericanas”).
[58] J. L. Romero, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1997, p. 10.
[59] Pero sí lo hace Luis Alberto Romero en su obra conjunta con Alejandro Rofman, Sistema socioeconómico y estructura regional en la Argentina, cuya primera edición es contemporánea a la GHL, dado que data de 1973,
[60] J. L. Romero, Latinoamérica…, p. 176; GHAL. La aventura del continente, Tomo 2, p. 142.
[61] J. L. Romero, Latinoamérica…, p. 247; GHAL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 66.
[62] J. L. Romero, Latinoamérica…, p. 259; GHAL. La aventura del continente, Tomo 3, p. 71.
[63] GHL. La aventura del continente, Tomo 4, p. 78.