Sobre Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Anotaciones en búsqueda de la historia política

VALENTÍN MAGI
CONICET/UNR/UdeSA

I.

Es un lugar común afirmar que el clásico Latinoamérica: las ciudades y las ideas forma parte del vasto mundo de la historia cultural. Publicado en 1976, José Luis Romero dejó allí una de sus grandes obras, reconocida tanto por su originalidad como por la fertilidad de sus hipótesis y la escala tanto espacial como temporal de su recorrido. Ha sido un ensayo seminal de los estudios culturales tanto en la Argentina como en América Latina y, al mismo tiempo, junto con los trabajos de Richard Morse y Ángel Rama, un mojón para la historia urbana que, desde aquel momento, comenzaría a definirse en torno al vínculo entre ciudad y cultura.

El contexto represivo y autoritario que invadía al continente y a la Argentina en particular en su año de publicación hizo difícil que el libro tuviera la recepción que adquiriría luego. Desde la década del 80 y hasta hoy, Latinoamérica… ha sido un libro de consulta obligatoria para quienes abordan cuestiones culturales y sociales. Algunos párrafos condensan temas que se han vuelto tesis doctorales y, así y todo, permanece activo historiográficamente. Si bien más de un estudio de Romero nos sigue deslumbrando por su capacidad argumental y narrativa, este ha sido uno de los que mejor ha resistido al paso del tiempo, por lo que nos seguimos aproximando a él más que como fuente de otra época, como bibliografía obligatoria de la historia latinoamericana.

Pero si el libro constituye entonces una referencia insoslayable para la historia social y cultural del continente, quisiera aprovechar estas páginas para rastrear en él un registro que el propio autor ha considerado “limitado” y, en consecuencia, ausente o postergado: el de la historia política. En la propia introducción, Romero (1976) postula que

suele pedírsele a la historia sólo lo que puede ofrecer y dar la historia política: es una vieja y triste limitación tanto de los historiadores como de los curiosos que piden respuesta para el enigma de los hechos desarticulados. Pero este estudio se propone establecer y ordenar el proceso de la historia social y cultural de las ciudades latinoamericanas; y a esta historia puede pedírsele mucho más, precisamente porque es la que articula los hechos y descubre su trama profunda. (10)

La resonancia teórica de la historiografía annaliste, de la que Romero había sido un temprano receptor por sus estudios medievales, resulta evidente en la asociación que establece entre historia política e historia acontecimental, entendida como mera superficialidad. En este sentido, Latinoamérica… también trata el problema de la ciudad con algo de semejanza braudeliana, aunque sus modelos de inspiración historiográfica no estuvieran en Braudel ni en las ciencias sociales. No obstante, algo de ese clima intelectual podría vincularse con la prioridad que le da tanto a la totalización de su objeto como a los procesos de larga duración, vía de identificación de la estructura, que para Romero bien podría ser sinónimo de cultura.1

En efecto, sería difícil discutir que el libro no es, antes que nada, un producto de historia sociocultural. Este parece haber sido el registro predilecto de Romero, según se desprende de la lectura de muchos de sus trabajos. Sin embargo, también los hubo dedicados a cuestiones políticas, desde un enfoque más cercano a fenómenos intelectuales -como en Las ideas políticas en Argentina (1946, 1973) o El pensamiento político de la derecha latinoamericana (1970)- o bien desde un análisis stricto sensu de la actividad política -como en Crisis y orden en el mundo feudoburgués (1980)-, aunque siempre alejado de la narrativa fáctico-acontecimental y más próximo al ensayo conceptual. 

De manera que la introducción a Latinoamérica…, tan abiertamente crítica respecto de la (hoy vieja) historia política, probablemente quisiera transmitir algo más que la sola voluntad de Romero por ser identificado como un renovador, hecho más que claro para los años 70.2 En este caso en particular, la impugnación iba de la mano de la jerarquización explícita de la dimensión cultural. Como ha ensayado Adrián Gorelik (2022), la cultura urbana parece alojar un deseo político de parte de Romero: veía en ella la optimista posibilidad de realización de la integración social. En este sentido podría también explicarse por qué Ximena Espeche (2015) ha sugerido que la guerra -otro tema vinculable a la agenda de la “historia acontecimental”- ha quedado por fuera de la concepción de Romero sobre la ciudad, trayendo en cambio a la palabra como garantía de la paz duradera. La cultura realizaría entonces las aspiraciones políticas que la propia política no podría proveer.

De hecho, fue la deriva autoritaria de la década del 60, que afectó a toda Latinoamérica, la que lo inclinó a rescatar la cultura que el continente tenía en común. La selección de la ciudad como su objeto más logrado respondía, por un lado, al lugar destacado que tenía en sus hipótesis sobre la historia medieval y moderna; por otro, al igualmente privilegiado que venía ocupando en las ciencias sociales; y, principalmente, al que le había otorgado Sarmiento en el Facundo, en tanto sede y máquina civilizatoria. La relectura del clásico fue, según Romero, lo que le permitió mirar en clave urbana lo que ya había estudiado para la historia de las ideas políticas argentinas. Sobre todo en el punto referido a su falta de originalidad, puesto que la vida intelectual del país parecía ser más bien receptora de teorías europeas cuyas deformaciones marcaban, en todo caso, la singularidad de la cultura. Similarmente, las ciudades latinoamericanas, que eran el escenario predilecto para el despliegue de esas ideas, habían sido fundadas durante el período de la conquista europea, proyectándose sobre aquellas el mecanismo de desarrollo urbano comenzado en el siglo XI en el Viejo Mundo, con el cual se había creado el moderno (Romero 1999; Halperin Donghi 2015).

Por otra parte, Romero inspiraba su operación “culturalista” en los trabajos de algunos autores que podrían considerarse “antecedentes” de Latinoamérica… Probablemente sean Lewis Mumford y Richard Morse los nombres que Romero cita en calidad de referentes directos del tipo de ensayo y el objeto de análisis que priorizó en su libro. Si bien la “ciudad latinoamericana” era una figura presente en buena parte de la academia, Romero priorizó un abordaje menos atento a cuestiones económicas o demográficas, típicos del funcionalismo de la época, que a la dimensión intelectual y social de la ciudad. De manera que, si prestamos atención a su registro de análisis, o al estilo narrativo, veríamos un parentesco directo con los ensayos de Mumford, y si indagamos en las propias hipótesis del libro encontraríamos en Morse otra clara apoyatura.

Este último formaba parte de la academia norteamericana, y más particularmente de la corriente que a partir de 1969 se conoció como New Urban History. Estimulados por el movimiento de lucha por los derechos civiles, un sector cada vez más vasto de los historiadores compartía una crítica y un descrédito directo para con las políticas estatales, acusándolas de abstraídas y autoritarias, y al mismo tiempo, una reivindicación de los sectores subalternos. En esa clave fue que se recuperó la ciudad como terreno propicio para indagar en las trayectorias de los sectores más postergados. Morse, como latinoamericanista, intentaría conocer los rasgos de las sociedades del subcontinente -a las que consideraba oprimidas por la cultura occidental- a través de la ensayística intelectual del siglo XIX. Contemporáneo a Romero, uno y otro intercambiaron y se nutrieron de sus respectivas producciones, estimuladas por un mismo contexto epocal e interrogantes semejantes (Morse 1978; 1976).

Mumford, por otra parte, con sus estudios a escala euroamericana, representaba un antecedente más lejano para la historia cultural urbana. En La cultura de las ciudades (1959 [1938]) y La ciudad en la historia (1979 [1961]) el urbanista pretendió dar cuenta del conjunto de las etapas del pasado de las ciudades de Europa Occidental y Estados Unidos. En ambas obras sostuvo que la ciudad era un emergente social, sobre la que confluían múltiples relaciones humanas y herencias culturales estructuradas durante diversas temporalidades. Mumford recorrió todos los tiempos, pero no fue sino llegado el contemporáneo que diagnosticó un período de caos y desorden urbano como resultado de la progresiva mutilación de la naturaleza, el gigantismo de las ciudades y la pérdida de su forma. Derivas que, según su argumento, se conectaban con la situación de los Estados nacionales, que durante la primera mitad del siglo XX habían logrado producir legitimidad a base de principios imperialistas y racistas que, eventualmente, habían conducido a la guerra. La civilización occidental reclamaba entonces una salvación sobre lo que había sido un rasgo constante en el tiempo, pero que había terminado por convertirse en su principal patología: la violencia. La respuesta se hallaba, según Mumford, en reivindicar el hecho geográfico regional, mediante una reforma federal de los regímenes de gobierno, para poder valorar la vida mental de las ciudades en tanto obras de arte únicas y colectivas, y así neutralizar el avance conquistador y explotador del poder político (Mumford 1979; 1959).

La obra de Mumford es entonces particularmente significativa para entender a Latinoamérica… Morse, pero sobre todo Romero, repetían de algún modo el planteo y el enfoque de Mumford; Romero lo hacía incluso en relación con su narrativa de larga duración. Si los tres proponían reformas políticas -en el caso de Mumford en clave federal, en el caso de Morse en clave populista y en cuanto a Romero en un sentido socialista- era en la cultura donde encontraban una suerte de refugio/reliquia respecto del avance del poder político. La violencia bélica que espantaba a Mumford estaba representada en los casos de Morse y Romero (y también Ángel Rama) por el autoritarismo de un Estado que incluso cuando no estaba gobernado por las Fuerzas Armadas producía respecto de la ciudad y, en consecuencia, de su sociedad y su cultura, una lectura tecnocrática. La imputación a la historia política por su carácter “limitado” podía entonces no solo ser una posición epistémica, sino también una resistencia al abordaje de los asuntos del gobierno y de su propia lengua (de sus saberes, o de su episteme, según Rama) dada su casi invariable condición autoritaria.

Hecho este rodeo, necesario para entender por qué Romero concentró sus esfuerzos en producir una historia basada en la “arena cultural” -al decir de Morse (1985)- las páginas que siguen harán el propio para identificar si, así y todo, el autor de Las ideas políticas en Argentina no abordó de alguna manera en su Latinoamérica… la relación entre ciudad y gobierno. La renovación del campo de la historia política durante las últimas décadas, de un lado y otro del Atlántico, ha resignificado la concepción “limitada” usualmente esgrimida por los historiadores del siglo XX. Como es sabido, el acontecimiento ha regresado al tratamiento historiográfico, pero poco queda del ordenamiento meramente fáctico y acumulativo que hicieron las obras tradicionales. Tampoco están vigentes las perspectivas que veían en la estructura socioeconómica las razones últimas de la acción política. Podríamos sostener, en cambio, que la historia política encierra en la actualidad dos grandes problemas: el de la competencia por el acceso al poder y su ejercicio, y el de las modalidades que instituyen la vida en común (Sabato y Ternavasio 2020). Estas variables, capaces de ser rastreadas a partir de enfoques muy disímiles (institucionales, intelectuales, sociales, culturales) pueden constituir preguntas válidas para repensar la historia urbana. Si hay una historia cultural de la ciudad, ¿podría haber también una historia política? Esto es lo que intentaremos responder a partir de la relectura de una de las obras más significativas de José Luis Romero.

II.

Quizás la primera hipótesis de Latinoamérica… sea ya una de historia política. Durante el período de conquista y colonización de América, Romero encuentra que, a diferencia de los portugueses, que montaron factorías meramente comerciales en el Brasil, los españoles desplegaron una estrategia de posesión territorial y sumisión de las poblaciones indígenas a través de la fundación de ciudades. La ciudad-fuerte fue la primera experiencia hispanoamericana, desde donde se organizaron las incursiones bélicas y las defensas frente a eventuales ataques no solo de los nativos sino también de corsarios y piratas. Entre los siglos XV y XVI, la ciudad fue el “instrumento perfecto de dominación” (p. 28), por lo que su fundación fue siempre un acto político: la protagonizaba un pequeño ejército mandado por una autoridad formal incuestionable.

Esa ciudad-fuerte, eventualmente amurallada, protegía al mundo civil, que podía estar orientado hacia un puerto (ciudad-enlace o ciudad-emporio), hacia una mina (ciudad minera), o hacia la burocracia (ciudad capital). Estas últimas, sobre todo, desarrollaron su dimensión letrada mediante las universidades, la iglesia y ciertas cortes donde la hidalguía buscaba reproducir un estilo ennoblecido emulado de las viejas ciudades europeas.

En esas capitales -aunque no de manera exclusiva- los asuntos públicos solían proyectarse hacia la vida cotidiana. La ciudad se veía de pronto sacudida por tensiones entre el gobierno civil y el religioso, entre el virrey y la audiencia, entre obispados y órdenes, o entre jurisdicciones. Romero sostiene que, si bien el sistema político de la monarquía era absolutista y centralizado -algo que parte de la historiografía actual relativiza-, soportado por la ideología de la Contrarreforma, las autoridades locales gozaron siempre de un amplio margen de independencia para protagonizar actos de violencia política.

Estas observaciones nos muestran entonces sobre la institución de la comunidad política hispanoamericana, así como la manera en que se daban las luchas para la acumulación de poder. Romero no aborda dramas específicos, que reduce a ejemplos ilustrativos, pero no dejan de ser las suyas hipótesis sustantivas para la historia política y urbana de la colonia. La ciudad es efecto de un acto político, pero luego la política encuentra en la ciudad el espacio predilecto para la acción; constituyen ambas un tándem, casi un circuito de retroalimentación.

Si el ciclo de las fundaciones abarcaba los siglos XV y XVI, y su producto, la ciudad hidalga, al período que corría entre el XVI y el XVIII, es la ciudad criolla la que se impone entre las reformas dieciochescas y la etapa de las revoluciones de independencia. Quizás esta zona de Latinoamérica… sea la menos original del estudio, no solo porque reprodujo una explicación típica de la historiografía menos renovada de la época, sino porque, además, repitió los planteos que el propio Romero había hecho treinta años antes en Las ideas políticas… Es en una clave económico-social donde reposa su explicación de las independencias: si el lazo imperial se rompió fue para realizar el proyecto económico de la burguesía criolla en ascenso. Su ideología era sobre todo un reflejo de sus intereses volcados al comercio, que habían florecido gracias a las reformas borbónicas. Según este razonamiento, “el proyecto reformista llevaba implícito el proyecto revolucionario: fue una coyuntura favorable lo que empujó a las burguesías criollas a optar por el segundo” (p. 168).

Pero más allá de esa motivación de algún modo economicista -un rasgo que Romero (2013) encuentra transversal a las iniciativas de cualquier burguesía- la ciudad criolla protagoniza una suerte de pasaje o mutación en el modo en que esa burguesía hacía política: si en la etapa reformista fue más bien un asunto ligado a la sociabilidad y el intercambio de ideas, a partir de las revoluciones se convirtió en una lucha por el acceso al poder. Solo que para participar en esa lucha la burguesía se dividió en facciones, algunas de las cuales fueron pragmáticas y recurrieron al apoyo de las “nuevas fuerzas sociales” que emergieron con el proceso revolucionario. De esa forma surgiría una nueva elite, “criolla también pero menos atada a una ideología que a una situación: la elite patricia” (p. 172).  

Esa nueva etapa en la historia urbana latinoamericana se extendería aproximadamente hasta la década de 1880. Desde mi punto de vista, constituye, junto con la hipótesis sobre el ciclo fundacional, la zona más rica del libro, por su capacidad para combinar y sintetizar fenómenos de alta dispersión temporal, espacial y temática. De todas formas, aquí seguiremos limitándonos a reseñar los asuntos más comprometidos con la historia política.

En ese sentido, Romero deja bien claro que se trata probablemente del período más estrictamente político: las nuevas posiciones de poder que abrió la independencia dependían exclusivamente del plano de la acción. Era esta lo que permitía que un actor político, apalancado por uno o varios sectores sociales, pasara de la marginalidad a la centralidad. Las propias ciudades fueron actores protagonistas de un proceso de rearticulación territorial, disputándose entre sí nuevos equilibrios sobre las coordenadas de la geografía política. Hubo, desde ya, actitudes transaccionales, pero también enfrentamientos abiertos. No obstante, esas tensiones anárquicas irían armonizándose con el tiempo hasta que para el 80 los países estarían ya organizados constitucionalmente y/o establecidos bajo un poder personal fuerte. 

Si en otros de sus trabajos Romero (1981) matrizó las pujas político-ideológicas del siglo XIX a través de la dicotomía entre liberales y conservadores, en Latinoamérica… no sería esa la tensión principal que ocupa al período. En este capítulo no parece haber un nudo de conflicto excluyente, sino más bien un panorama sin grandes acentos sobre algún eje en particular. Así, por un lado, Romero arma un mapa más amplio y matizado de variedades dentro de aquellas mismas posiciones liberales y conservadoras; por el otro, menciona distintas concepciones políticas y contenidos en circulación (como el romanticismo, la vieja cultura hidalga o el paternalismo político); y, finalmente, atiende a las polémicas entre centralistas y federales.    

La ciudad patricia habría sido entonces aquella en la que se desenvolvieron los principales acontecimientos de la política de la época y el fenómeno urbano que articula transversalmente ese conjunto; nuevamente ciudad y política se entienden como un circuito de retroalimentación. Fue en las capitales, en particular, donde se desplegó la puja por el poder y por las ideologías. El “palacio”, el “fuerte” o la “casa de gobierno” fueron edificios que progresivamente adquirieron una mayor carga simbólica, en la medida en que se los reconocía como lugares donde se urdían las tramas secretas del gobierno. La cercanía con los espacios del poder implicaba que fuera en las capitales donde se produjeran los momentos más dramáticos, en general con motivo de celebrarse elecciones u organizarse motines. A su vez, los sistemas republicanos supusieron el desarrollo de una moderna opinión pública basada en espacios de sociabilidad como librerías, salones o cafés, pero, sobre todo, en la multiplicación de la prensa escrita. De este modo se volvió evidente la condición letrada de la política o la condición política de las letras: oficialismo y oposición tramitaban buena parte de sus diferencias a través del discurso ilustrado, lo que hacía de la vida intelectual un fenómeno de contacto entre la formación universitaria y la intervención política.3

La etapa siguiente, que corre entre los años 80 y la crisis de 1930, que en Las ideas políticas… dio lugar a la célebre fórmula de “era aluvial”, en Latinoamérica… se corresponde con la fase de la “ciudad burguesa”. Esta se vincula con el crecimiento del comercio internacional y, junto con él, de los contactos culturales con el Viejo Mundo. Son las costumbres europeizadas las que la elite de fin de siglo buscó emular en las ciudades latinoamericanas. No obstante, también hubo un proceso de politización social: fue una época de mitines, manifestaciones y huelgas obreras, revoluciones populares y de capas medias, creación de nuevos partidos y periódicos masivos, siempre con el objetivo de hacer efectiva la democracia. Quizás Romero no acentúe en este capítulo, como lo hace en Las ideas políticas…, el hecho de que esa politización fue resultado de lo abiertas que estuvieron las ciudades a la inmigración. Si bien este fue un rasgo especialmente marcado del caso argentino, en todos los países se produciría algún grado de politización -o al menos así lo hipotetizaría Rama (1998)- como resultado de la multiplicación de los sectores medios y populares, cuya agenda convivía difícilmente con regímenes políticos que cada vez se fueron volviendo más restrictivos.

En efecto, a partir del 80 el poder político tendió a endurecerse: oligarquías y dictaduras fueron las típicas formas de gobierno que, puras o combinadas, se ejercieron desde las capitales. También se organizó el fraude electoral y se recurrió a la policía o al ejército para reprimir a manifestantes. Las libertades políticas se volvieron así una causa popular y de las clases medias y, en algunos países, el anarquismo y el socialismo fueron organizando cada vez más al sector obrero. La ciudad burguesa quedaría bastante alejada de un ideal de integración arrojando una imagen más cercana a la de una conflictiva yuxtaposición.

Los golpes militares de los años 30 apuntaron, justamente, a limitar las derivas radicalizadas de las primeras décadas del siglo. Allí se abre el período con el que Romero cierra su Latinoamérica…, que refiere a las “ciudades masificadas”, y que seguía abierto para mediados de los años 70. Este parece ser el capítulo en que el registro del poder político menos se aborda, por no decir que aparece casi completamente ausente. Es la sección más sociológica de todo el ensayo. Quizás sea la referencia al populismo lo que más responde a nuestro rastreo: esa nueva expresión política latinoamericana abrevaba, precisamente, en la masa urbana de las ciudades de mediados del siglo XX. Los regímenes populistas funcionaron con una alta efectividad, según Romero, por su capacidad por captar la adhesión de esa masa y reconocerla como parte de la estructura de la ciudad. El liberalismo y el marxismo quedarían más bien impotentes frente al éxito de aquella nueva fórmula ideológica.

III.

La historia urbana latinoamericana que dejó Romero es sin duda una historia de las transformaciones de la sociedad y su cultura. No obstante, aquí hemos visto que la ciudad no está exenta de factores que hacen a la historia política. Es cierto que sus trabajos están bien alejados de una narrativa fáctica o acontecimental, y tampoco podría sostenerse que el registro principal de este ensayo esté centrado sobre el análisis del poder político; sin embargo, las luchas por su acceso y los modos en que fue redefiniendo el marco de la vida colectiva son asuntos que aparecen en Latinoamérica… y que por momentos se revelan fundamentales.

De hecho, como ya lo apuntó Gorelik (2022), la propia periodización de esta historia reposa en un criterio más político que sociocultural. La etapa de la dinámica fundacional (siglos XV-XVI) es sucedida por el largo período hidalgo cuyo corte se ubica en el reformismo borbón de finales del siglo XVIII. Esa nueva ciudad, llamada criolla, se transforma en patricia luego de las revoluciones de independencia. Medio siglo más tarde, se produce el ascenso de la ciudad burguesa, coincidente con la fase de los regímenes oligárquicos que comienza en la década de 1880, etapa que finalmente cambia con el ciclo que abren los golpes militares de los años 30.

Si bien la historiografía actual podría servirnos para revisar esas temporalidades, y así acortar su duración o reubicar sus cortes, lo que los trazos de Romero nos conducen a pensar es que los grandes cambios de la historia latinoamericana estarían condicionados, principalmente, por los del poder político. La ciudad es en este ensayo un producto de la política, un actor político en sí mismo y el escenario predilecto de las disputas públicas por el acceso al mando. Esa triple dimensión queda clara ya en los primeros capítulos del libro. La ciudad-fuerte es fruto del diseño y la decisión de las expediciones conquistadoras, pero en la medida en que se revela dispositivo de dominación se convierte en un actor en sí mismo, que tiene a cargo el proceso de colonización. Rápidamente, una vez que esa empresa está asegurada y el asentamiento español se consolida en la ciudad hidalga, esta se convierte en objeto de disputas y, con ello, en el suelo predilecto de la acción. Si la ciudad representa entonces un asunto de poder, es además la geografía en que buena parte de la actividad política despliega las luchas para acumularlo y ejercerlo.         

El gran cambio que supone el siglo XIX reactualiza esa triple dimensión y la desarrolla con mayor profundidad. Como ya señalamos, ciudad y política constituyen una especie de circuito de retroalimentación en el que se condicionan y definen una a la otra. No obstante, es posible sugerir que, a medida que avanzan la construcción del aparato estatal y la propia escala de las ciudades, hacia finales de aquella centuria, estas tienden a depender cada vez menos de las luchas por el poder, en la medida en que las instituciones se estabilizan y consolidan. Se acentúa, en todo caso, la relación escénica de la ciudad con la política, que está cada vez más socializada. Es el espacio urbano, y en particular las áreas próximas a las sedes nacionales del poder público donde la sociedad se moviliza generalmente en clave de resistencia frente a la política institucionalizada. El populismo de mediados del siglo XX lograría, en todo caso, convertir esa resistencia en expresiones masivas de arenga y apoyo.  

Podríamos sostener entonces que, a lo largo del libro, Romero tiene a concentrarse en las condiciones urbanas de posibilidad de la política antes que en el drama de sus acontecimientos. En consecuencia, su contribución parece haber sido más bien del orden de la historia de la “cultura política” antes que de la historia política a secas. Su mirada atiende, simultáneamente, a los efectos que produce el poder político sobre la ciudad, pero antes que eso y, sobre todo, a las formas urbanas que adopta la política a lo largo del tiempo.

Retomando lo que Romero había planteado en su introducción, si el registro sociocultural capta la “trama profunda” de los hechos, ergo, amplía la supuesta “limitación” de la historia política, ello no supone que deje de formar parte de los fenómenos de disímil procedencia que componen la ciudad. Esta, en su calidad de ambiente colectivo, se revela entonces como un hecho de cultura, como un “todo” del que la política no está exenta de participar. Así, es parte de la ciudad, su artífice original y uno de sus productos siempre cambiantes. Si, como quería Morse (1985), las ciudades de Romero pueden ser concebidas como “arenas culturales”, la política puede ser pensada como una de esas arenas, constitutiva y constituida por la propia vida urbana.

Notas

1 Estructura, cultura y vida histórica (definida como la relación dialéctica entre lo real y lo ideológico) parecen ser conceptos intercambiables en la obra de Romero. La ciudad sería -y en particular la ciudad burguesa- una de las formas o de las estructuras, quizás la más revolucionaria, de la vida histórica o de la cultura (Romero 1992).

2 Aunque Tulio Halperin Donghi ya había publicado Revolución y guerra (1972), no había gozado de la recepción que tendría a partir de los años 80, por lo que en la década anterior la historia política siguió más bien asociada a la historiografía tradicional.

3 Aunque hoy las observaciones de Romero ya sean parte de hipótesis sólidamente asentadas en la historiografía, no quisiera dejar de comentar lo inusualmente precisas y renovadoras que resultaron en un momento en el que todavía no estaba tan siquiera trazada la agenda de la actual historia política del siglo XIX, para la que, por otra parte, sus trabajos no constituyeron referencias sustanciales.

Bibliografía

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