Hace cuarenta años murió en La Plata, Alejandro Korn. Fue —el 9 de octubre de 1936— un día de profunda pesadumbre para sus discípulos, para sus amigos, hasta para muchos de los que habían sido sus adversarios en las lides universitarias o en las polémicas filosóficas. Porque nadie había podido identificar su imagen sino con nobles propósitos, con acciones desinteresadas, con altas preocupaciones intelectuales, compatibles en él con las inquietudes cotidianas del ciudadano que se sentía indisolublemente atado al destino de su país. Fue la suya una hermosa muerte, que no tenía que convalidar sino una hermosa vida. Y muchos lo lloraron como a un padre, o como a un maestro querido, o como a un tutor en cuya figura rolliza parecía resplandecer el perfil de Néstor.
Fue un filósofo, pero de los que viven su filosofía. Estudió conscientemente los textos fundamentales y los volvió a pensar por su cuenta con espíritu socrático y con grandeza de adelantado de la cultura en tierras apenas desbrozadas. Poco antes de morir, en 1935, escribió un pequeño volumen que tituló Apuntes filosóficos y que apareció en una editorial popular. Todos los temas sustanciales de la filosofía desfilan por sus páginas, analizadas de manera concisa y categórica, con el estilo propio de quien ha madurado largamente sus reflexiones y ha alcanzado el fondo de cada cuestión. De testamento filosófico lo calificó Francisco Romero. En la “Advertencia” que lo encabeza definió Korn el sentido del libro, pero se definió también a sí mismo como filósofo y como hombre. “Deseo tender un puente entre la cátedra y la vida. La filosofía pierde su dignidad si se convierte en un juego malabar de proposiciones abstractas sin contenido real. Me dirijo a quienes, sin el ocio necesario para ahondar el secreto esotérico de las especulaciones filosóficas, experimentan, sin embargo, una obsesionante inquietud espiritual. ¡Cuántos, abrumados por la tarea obligada, desearían elevar el accidente cotidiano a concepto general, con ánimo de forjarse una cosmovisión consciente! Sé bien cuánta ansia de saber suele quedar insatisfecha o se extravía por no atinar con los medios adecuados. Pero también me consta cómo la contracción y el hábito de la lectura superan las dificultades y disciplinan la inteligencia.” Korn devolvía en austera prosa el fruto de su meditación, cumpliendo lo que él consideraba un deber moral. El último capítulo lo dedicó a la acción, en la que veía “la comunión del sujeto con el objeto, la conjunción de lo ideal y de lo real”. Escribía: “El examen teórico de nuestro conocimiento de la realidad nos deja perplejos; por ninguna vía tocamos la certidumbre. Los hechos empíricos, los conceptos puros, los mitos poéticos, se esfuman ante el análisis. La razón última de las cosas es inasible. La fe es una convicción subjetiva; la lógica termina en antinomias; las valoraciones son contradictorias.
“Ni el secreto del cosmos ni el secreto del alma se nos entregan. En lugar de soluciones se nos ofrecen problemas: la duda es nuestro patrimonio intelectual”. Y agregaba: “La acción corta ese nudo gordiano”. A partir de allí el breve capítulo adquiere un tono conmovedor que traduce las íntimas convicciones de Korn, las del filósofo y las del hombre, entretejidas con lucidez incomparable, con viril energía. “La acción corta ese nudo gordiano. Lo corta tras reflexiones meditadas o por impulsos violentos, pero lo corta porque es cuestión de vida o muerte. He aquí que los problemas se desvanecen. La acción no se desenvuelve ante un mundo ficticio. Encara lo presente y lo concreto. El contorno tempoespacial es real, pues opone su resistencia y cede ante el esfuerzo. No nos debatimos en ningún limbo porque la acción es eficaz. La existencia es real porque la conquistamos día a día. El conflicto con el vecino es real porque nos amarga y constriñe. Lo ignoto es real porque a cada paso nos coarta. Pero también es real el puño que abate el obstáculo. La acción se justifica por el éxito, se condena por el descalabro, se juzga por su finalidad. Queda sujeta a nuestra valoración. Acciones heroicas se han llevado a cabo en nombre de una superstición: acciones rastreras en nombre de altos ideales. La vida no depende de un teorema o de un credo: la vida es acción. Pero la acción depende de la voluntad: el hombre es responsable de sus actos: acierte o yerre, triunfe o sucumba. Si acepta la vida acepta el riesgo con resolución heroica o con encogimiento cobarde, con prudencia ponderada o con impulso torpe. Su voluntad soberana decide. El acto consumado es irreversible; ningún Dios puede borrarlo; es y para siempre; por toda la eternidad, se entreteje al devenir universal. Las consecuencias inexorables es preciso aceptarlas y soportarlas.”
Quienes conservan en su memoria la imagen de la figura y del rostro de Korn adivinan la expresión y el gesto con que hubiera pronunciado estas palabras. Era Korn una inteligencia profunda, pero era, además, un carácter. Prudente como Néstor, era valiente a la hora de tomar decisiones, indomable a la hora de ejecutarlas y consecuente para sostenerlas. Su vida fue la de un combatiente reflexivo, y por eso fue reconocido como guía y maestro.
Militó en política, y fue sucesivamente radical, conservador y socialista, según lo que él creyó libremente en cada instante que era lo mejor. Siempre diáfano en su conducta, como era diáfano en su pensamiento. Pero su acción más sostenida y la que mejor expresó su actitud intelectual y personal estuvo al servicio de la nueva universidad que buscó su rumbo después de 1918 y, sobre todo, al servicio de la cultura nacional. Este último tema le apasionaba. En Las influencias filosóficas en la evolución nacional estudió hondamente el proceso a través del cual la cultura nacional se había constituido, y él se sentía continuador de ese proceso, no a través de la mera aceptación del legado recibido sino en virtud, precisamente, de su capacidad para orientarlo en otro sentido. Filosofo de la libertad, entendida como superación del determinismo natural, fijó su objetivo en la conquista de una cultura basada en otros valores que los que veía predominar en el país.
Palabras memorables pronunció en un discurso que dijo en 1928, cuando los amigos y discípulos que forman en La Plata el grupo “renovación” lo agasajaron como inspirador de la revista Valoraciones. Estaban presentes, entre otros, Pedro Henríquez Ureña, Carlos Sánchez Viamonte, Francisco López Merino, Enrique Galli, Homero Guglielmini, Emilio Petorutti, Oliverio Girondo, Arturo Costa Álvarez, Arnaldo Orfila Reynal, Juan Manuel Villarreal y Luis Aznar, que ofreció el agasajo con cálidas y combativas palabras llenas de inteligencia y gracia. Korn respondió en el tono zumbón que le era peculiar. Pero no perdió la ocasión de definir el sentido de su lucha en la que veía alistados a tantos amigos y discípulos. “Dejadlos así- dijo refiriéndose a los filisteos del universo, pero pensando en los de su patria—, como a los honorables burgueses de Palos de Moguer, azorados y boquiabiertos, cuando el valiente genovés enderezó las naves al occidente ignoto. Ese occidente es nuestra tierra. Sobre ella afirmamos la planta y sobre ella alzamos los cimientos de una nueva cultura nacional. Un ciclo grande y fecundo en la historia de nuestro pueblo se inclina a su crisis. El desarrollo exclusivamente económico, la asimilación del pensamiento extraño, no pueden ser una finalidad. Han de ser el medio para lograr que la vida nuestra florezca más humana. Porque es nuestra voluntad de dejar de ser un pueblo de traficantes. El hombre de letras, el artista, no se encasillan; crear es emanciparse. Si algún amor nos mueve es porque brota espontáneo de las entretelas del corazón. Si algún deber nos obliga es porque lo impone, sin coerción postiza, la autarquía de la conciencia. Así avanzamos en efervescente algazara a realizar la gran empresa. La condición esencial —talento— no nos falta; para eso somos argentinos. La voluntad suele escasear, y la persistencia en la acción la hallaremos a medida que se concrete la visión de nuestros ideales. Y entre tanto, cada cual ponga manos a la obra.”
Dos años después, en 1930, Alejandro Korn publicaba en edición privada una recopilación de sus estudios más originales y sugestivos: Incipit vita nova, La libertad creadora, Axiología, entre otros. Ese mismo año, después de la revolución de septiembre, se afilió al Partido Socialista, en el que militó a su modo, enseñando ahora para sus nuevos compañeros con la misma humildad y la misma grandeza con que lo había hecho durante años en la cátedra universitaria.
La despedida de sus restos en el cementerio de La Plata constituyó una experiencia inolvidable para todos los que rodearon su féretro. Se oyó la voz de Mario Bravo y la de Carlos Sánchez Viamonte, la de Pedro Henríquez Ureña y la de Francisco Romero, la de Roberto Giusti, la de Alfredo Franceschi, la de Alberto Palcos, la de Eugenio Pucciarelli. Pero se oyó algo más. Cada uno oyó el susurro de la voz de Alejandro Korn en sus últimos días, quebrada por el dolor pero entera por la fuerza de su carácter, resignada ante lo fatal pero altanera como si fuera él mismo quien hubiera decidido su muerte. Y todavía se oyó algo más. Se oyó el sordo clamor de una congoja escondida en el pecho de todos los que despedían al maestro en quien, entonces más que nunca, parecía resplandecer el perfil de Néstor.