Ciertamente, para los cubanos su revolución no constituye una experiencia, una simple experiencia. Se han jugado la vida de una generación en lo que empezó siendo una aventura desesperada contra un dictador y fue cambiando poco a poco hasta transformarse en un intento de modificar radicalmente las condiciones básicas de la vida cubana. Para ellos la revolución es un hecho decisivo, una fecha fija en su historia, y se comportan de acuerdo con esa convicción. La revolución es irreversible, cualquiera sea el sentido que la revolución adopte en las diversas etapas por las que tendrá que pasar; aunque sobrevenga la contrarevolución, que será impotente para retrotraer la situación a diciembre de 1958. Y como la revolución es irreversible, la generación que se ha entregado a ella está consustanciada con su destino y ha adquirido un vago sentido misional de la vida que constituye una sorpresa para el observador latinoamericano.
Cuba ha descubierto que tiene una misión. Misión cubana, pero algo más que eso. Misión continental quizá; pero acaso algo más todavía. Misión ejemplar en relación con cierta situación que comparten hoy otros muchos países en diversos continentes, a los que se ha convenido en conocer como “países subdesarrolla-dos”: la misión de inaugurar una política, errada o no, para salir del callejón a que parecen condenar a los países subdesarrollados los intereses de las potencias imperialistas. Cuba ha aceptado —o se ha impuesto— esa misión. La generación que se ha entregado a cumplirla parece haber adquirido la certidumbre de que vencerá o se perderá con ella. La constituyen gente joven, a veces muy joven, pero que ha madurado en el peligro y en la responsabilidad. Para ellos la revolución no es una experiencia, sino la causa definitiva a la que han unido sus vidas. Y oponen al peligro —que no ignoran— una confianza inquebrantable en el triunfo. El comandante Guevara me explica cuidadosamente los riesgos de una invasión; hay en su rostro cierto fatalismo que lo pone sombrío. Le pregunto si es radicalmente pesimista. Entonces se sonríe inesperadamente y contesta: “No, porque les ganamos”. El comandante Guevara tiene confianza. Se le adivina en la mirada, como se le adivina a todos los que son interrogados, a todos los que tienen alguna responsabilidad concreta y a los que sólo tienen la responsabilidad difusa de la solidaridad. El teniente Danza, que me acompaña a diversas visitas, tiene dieciocho años; y tiene confianza; pero no más que Raúl Roa o que Núñez Jiménez, los más maduros del equipo de gobierno. El hecho es de tal magnitud que llama la atención del observador. La confianza es ahora un estado normal del ánimo cubano. En una cooperativa un guajiro me muestra su nueva vivienda, en la que se alojará con su mujer y dos criaturas cuando pueda abandonar el bohío en el que ha padecido durante toda su vida. Es cooperativista en una planta tabacalera; está aprendiendo a leer y escribir, pero es lo que se llama un espíritu moderno: ve claro, percibe rápidamente los fines de la acción y advierte lo que es importante y lo que es accesorio en lo que está pasando a su alrededor. Pero su nueva casa tiene una importancia radical, casi metafísica. Cuando habla de ella se descubre cuál es el significado que le atribuye: su vida empieza de nuevo, y ahora hasta el fin. El cambio es definitivo. Puede ocurrir que haya que pelear o que morir. Pero el cambio es definitivo. Él también tiene confianza. No se encuentra sino confianza. Si la revolución cubana gozara de la propaganda convencional de la prensa grande se hablaría de esta revolución sicológica llamándola “el milagro cubano”.
Sin duda Cuba no era así antes de la revolución. Más bien lo contrario. Cuando la visité en 1951, lo que más llamaba la atención era, precisamente, el escepticismo y la venalidad. Venalidad en las altas clases medias y en la minoría poseedora de la riqueza y del poder; y un abatimiento interior de todos los que se sentían al margen de los destinos colectivos, que disimulaban con el cinismo, con la alegría convencional. Una tradición muy vigorosa ofrecía la evasión de la danza, y una industria muy bien organizada la evasión del ron. Cuba era de los ricos, y los ricos estaban en Miami, al menos sentimentalmente. Un cubano podía imitar a los turistas en Habana, si le alcanzaba para cenar en el Hilton y para emborracharse en Tropicana. Los demás, a medida que descendían, se parecían menos a los turistas, y se acercaban menos a Vedado, a Miramar, los barrios elegantes de Habana. Los últimos no salían de la plantación, o de la aldea. Hay un mundo de bohíos, que no podía engendrar admiración por la técnica norteamericana. ¿Cómo se sorprenden ahora de la irritación del guajiro? La civilización le era ajena, pero estaban a la vista los que disfrutaban de ella. Un día las circunstancias pusieron un arma en sus manos para derribar a un dictador, y poco a poco descubrieron que el dictador no caía solo, sino con muchos que se autodenunciaban por el miedo. Toda la cadena de la explotación quedó a la vista y la revolución cortó la cadena. ¿Quién puede sorprenderse ahora de buena fe? Pero el cubano que ha hecho la revolución no tiene odios: quizá tenga un sentido inmisericorde de la justicia, para quienes fueron inmisericordes en nombre de la injusticia. Pero no tiene odios. Tiene confianza en el futuro, en Cuba, en la luz y en la alegría. Y se ríe y sueña, y asombra al escéptico latinoamericano harto de miserias con su confianza ilimitada. Es el milagro cubano: la devolución de la confianza a un vasto sector, antes marginal y ahora en el foco mismo de las decisiones.
La confianza otorga a la revolución cubana una calma y una seguridad de que quizá no tenga idea el lector de la prensa grande, que no informa sino de los episodios críticos de la lucha. En el trabajo de todos los días, a pesar de la actividad vertiginosa y de la fiebre constructiva que se advierte en todos los niveles, la obra se cumple metódicamente, con una cuidadosa regularidad, con un escrúpulo infinito. También la precisión en las realizaciones es obra de la confianza, pero más aun de la responsabilidad y acaso más todavía de la compenetración total de un inmenso sector en una obra en la que se ha jugado la vida y con cuyo fracaso se hundiría. Por eso la revolución no es para los cubanos una experiencia sino una construcción definitiva.
Para el resto de Latinoamérica, no comprometida sino indirectamente en el destino de la revolución cubana, el vasto esfuerzo de Cuba tiene, sin embargo, además del valor político y sentimental que las masas populares descubren en él, el extraordinario valor de una experiencia fundamental. Se trata de la “invención” y la ejercitación de cierto conjunto de medidas administrativas, económicas, sociales, jurídicas y políticas, en virtud de las cuales un país subdesarrollado procura sobrepasar esa situación sin incorporarse a una determinada área económica de las que controlan la economía mundial. Dentro de la mentalidad capitalista y a partir del sistema de las soluciones clásicas, esta experiencia no sólo es arriesgada, sino que está irremisiblemente condenada al fracaso. Pero la mentalidad capitalista no puede pensar sino dentro de ciertos esquemas, más falsos mientras más avalados parecen estar por la experiencia. Cuando se co-mienza por plantear situaciones nuevas, esos esquemas no son necesariamente válidos, y la condenación anticipada de la experiencia carece totalmente de valor. Frente a esas situaciones nuevas, las soluciones deben ser nuevas también y se requiere imaginación para buscarlas y audacia para imponerlas. Ambas condi-ciones parecen darse hoy en Cuba, y el conjunto de disposiciones con que se procura romper el cerco del subdesarrollo revela ya que es posible salir de las situaciones coloniales o semicoloniales por caminos que no son los previstos por los grandes intereses monopolísticos en relación con la conservación de su área económica.
Este conjunto de medidas debe merecer un estudio cuidadoso por parte de quienes tienen la responsabilidad de realizar los proyectos de planeamiento para países que, como el nuestro, necesitan que los partidos políticos no comprometidos con los monopolios internacionales les ofrezcan posibilidades concretas de acción y programas prácticos y viables. La reforma agraria y la utilización del apoyo popular —bajo la forma de la cesión del 4% de los salarios— son, entre otros, puntos fundamentales del sistema de soluciones. Pero no podrían entenderse sin las medidas políticas para enfrentar a Estados Unidos, en cuanto respaldo de la economía de monocultivo que favorecía a la minoría cubana y a los intereses norteamericanos vinculados con la industria azucarera. Ese desafío tiene riesgos innumerables. Acaso el más importante sea el de haber desatado la propaganda anticomunista que logra sus impactos entre cierta temerosa clase media del continente y disminuye el prestigio y la simpatía de la revolución cubana. Pero hay otros de diverso estilo, y no puede excluirse el de una intervención militar en la isla, en parte para defender los intereses del capital norteamericano y en parte para prever un peligro estratégico en el que parecen creer vastos sectores de la opinión de los Estados Unidos.
El signo más visible de la capacidad para poner en funcionamiento fórmulas nuevas y audaces para enfrentar nuevas situaciones es el intento de reordenar el sistema del mercado exterior cubano. Ha sido también, sin duda, el desafío más flagrante a la presión de los Estados Unidos, en parte, sobre todo, por la proximidad territorial. Pero el hecho es digno de ser observado atentamente. Un país prácticamente de monocultivo y de un solo comprador se atreve a quebrar el régimen de la tierra, a modificar sobre la marcha los sistemas económicos, laborales y técnicos de la producción, y a reordenar la comercialización mediante una diversificación que tiene importantes connotaciones políticas, además de implicaciones sustanciales con respecto a otros campos de la economía nacional. El conjunto de disposiciones que acompaña a este planteo, en diversos órdenes más o menos importantes, no es menos revolucionario; en parte por lo expedi-tivo de los procedimientos y, sobre todo, por la nueva actitud humana que parece presidirlas cuanto se trata de soluciones para la vida de la clase trabajadora y los problemas educacionales y sanitarios. Se trata, pues, de una experiencia verdaderamente promisoria.
En el camino de la revolución, la experiencia se va tornando cada vez más concreta y definida. No podía ser de otra manera. Si la progresiva presión económica ejercida por Estados Unidos llega a sus últimas consecuencias a través de la reducción o supresión de la cuota de compra de azúcar, las contramedidas tienen que ir alcanzando poco a poco cierta radicalización. Para evitar la asfixia que produciría la pérdida del mercado norteamericano, Cuba busca otros mercados en los que tiene que comprar para que le compren. Pero el petróleo así adquirido plantea un nuevo obstáculo porque las refinerías inglesas y norteamericanas se niegan a refinarlo. Cuba vuelve a dar una solución radical y se incauta de las refinerías. ¿Qué podía hacer? Cualquier debilidad en la política revolucionaria pondría ahora al gobierno en situación peligrosa. Pero no da la impresión de que sea el peligro lo que empuje la política revolucionaria, sino simplemente la ocasión y el pretexto para dar los pasos que implicaba la realización de un plan preconcebido. Así adquiere la política de la revolución una firme coherencia interna, y, sobre todo, una definida tendencia a suprimir no sólo los obstáculos ocasionales para el desarrollo de la economía cubana sino también los obstáculos fundamentales.
No puede extrañar que esta radicalización de la política cubana acentúe las diferencias que separaban del gobierno revolucionario a muchos sectores conservadores originariamente unidos a sus hombres en la lucha contra la dictadura y luego mantenidos circunstancialmente a su lado. La revolución ha entrado en un camino que no admite equívocos y ninguna consideración de carácter estratégico puede justificar a los ojos de los sectores conservadores su permanencia al lado de la revolución. Pero es natural que la salida se convierta en maniobra política destinada a valorizar la figura de los disidentes; y es natural que la prensa grande explote concienzudamente esos hechos para cargar las tintas contra la revolución. Pero la prensa grande cumple con su obligación, y no vale la pena ocuparse de ella. ¿Cómo podría tomarse en serio un comentario en el que se habla de la “buena amistad” que ha caracterizado a las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba durante toda su vida independiente? ¿O cuando se habla de la magnanimidad de un comprador que paga mayores precios que los del mercado por el azúcar cubana? Como es seguro que no es ignorancia, hay que suponer que es colonialismo puro.
Pero la revolución cubana no será aplastada por la propaganda de las agencias internacionales. Tiene dentro del país una fuerza que seguramente conocen los corresponsales que viven en la isla, aunque procuren no difundirla. Y esa fuerza conduce a la isla hacia la socialización de los medios de producción, único camino para acabar con la situación colonial que caracteriza a la economía cubana.