Como era previsible, el simple anuncio de que serán autorizadas las universidades privadas con capacidad para extender diplomas y tí¬tulos ha despertado una viva polémica entre partidarios y detracto¬res de tal iniciativa. El problema no es nuevo y, en consecuencia, la rica y variada argumentación que se esgrime en uno y otro sentido se limita a reiterar conceptos que han sido fundados y desarrollados una y otra vez desde hace mucho tiempo. No es mi propósito abun¬dar en la defensa de una de las posiciones, pero creo impostergable llamar la atención sobre un aspecto del problema que debe preocu¬par a aquellos a quienes inquieta el sino de nuestra cultura y de nuestra Universidad.
Sería pueril ignorar los sobreentendidos que entraña tal polé¬mica, y sería peligroso dejarnos cazar inadvertidamente en la tram¬pa de un problema cuyas últimas consecuencias conducen muy le¬jos y suscitan cuestiones fundamentales que pueden comprometer las bases de la convivencia nacional. Que el problema sea desenca¬denado, pero que se desencadene midiendo escrupulosamente la in¬tensidad de los vendavales que han de sobrevenir. No nos faltan puntos de referencia. Tenemos a la vista los debates que se desarro¬llaron en la década de los treinta y —más próximas— las experien¬cias sufridas en el ámbito de la educación durante el período de la dictadura; es bien sabido que fue entonces cuando se desvirtuaron los sabios principios de la ley 1420 y cuando aparecieron en todos los órdenes de la enseñanza los intentos de imponer determinada orien¬tación doctrinaria. El problema de lo que ahora se llama enseñanza libre es exactamente igual a lo que en otros tiempos fue conocido co¬mo problema de la enseñanza religiosa; y a nadie se le oculta a qué extremos de beligerancia puede conducir el plantearlo.
Ciertas responsabilidades que ahora gravitan sobre mi ánimo me mueven a preguntarme si es este el momento adecuado para sus¬citar tan grave cuestión. Es a todas luces evidente que el problema no apremia —a menos que se espere obtener alguna ventaja con la premura— y más evidente es todavía que no es de fácil solución. En nuestro país y en las circunstancias por que atravesamos es inevitable que se exijan responsabilidades y se justiprecien ciertos intentos, de manera que la discusión tiene muchas probabilidades de terminar en agria polémica y en odiosos antagonismos. Cabe entonces preguntarse si es esta la ocasión oportuna para plantear el problema.
Todo hace presumir que, en efecto, la polémica concluirá por separar los espíritus. No ignoro que tal situación tiene algo de inevi¬table; pero si pienso concretamente en los deberes que hoy tenemos frente a la Universidad argentina, me inclino a juzgar que todo in¬tento de acelerar ese proceso tiene algo de maléfico y conspira con¬tra la exigencia primaria de rehabilitar nuestra enseñanza superior.
Todo aquel que tenga algún contacto con las universidades argentinas —y sin duda lo tienen quienes se proponen dedicar sus esfuerzos a las proyectadas universidades privadas— ha podido apreciar en alguna medida la situación en que se hallan. Locales, instrumental, organización, planes de estudio, cuerpo docente, re¬cursos, nivel científico, todo presenta un déficit lamentable en rela¬ción con las exigencias mínimas. Los males son de vieja data, pero es notorio que se han agravado considerablemente durante los doce úl-timos años, y caben las mayores responsabilidades a los que durante esa época han gobernado las universidades y han enseñado en ellas. Hoy debemos afrontar la tarea de hacerlas nuevamente útiles, y la pri¬mera y más triste sorpresa con que nos hallamos es que el país no ofrece recursos humanos y materiales suficientes como para alcanzar esa finalidad. ¿Es justo, es oportuno sustraer esfuerzos a esta tarea?
La Universidad argentina debe adecuarse a la realidad social argentina, cuya conformación ha variado considerablemente en los últimos tiempos, y en buena parte a causa de ciertos fenómenos que están vinculados a la dictadura, pero que pertenecen a la peculiar evolución del país. Todo retorno —sea a la Universidad de 1943, sea a la de 1930 o a la de 1923— es inútil y absurdo, y a la larga el esfuerzo que hiciéramos para lograrlo resultaría estéril. Es necesario, pues, hacerse cargo de todo lo que en el país se ha transformado desde 1930 y tenerlo presente para que la Universidad no defraude sus necesidades y sus exigencias. Para un país que ha crecido, que ha modificado su estructura social, que ha removido ciertos valores tradicionales y que ha sufrido, no lo olvidemos, la extraña seducción del
Si este planteo es exacto, si tales son los esfuerzos que requiere hoy la Universidad argentina, parece obvio inferir que no es esta la hora de iniciar una secesión en el ámbito universitario. Como en otros órdenes de la vida nacional, el momento es de colaboración en la obra común, no de retracción displicente. La Universidad, la Universidad que vimos declinar con dolor y que nos comprometimos tá¬citamente a defender y restaurar, es la Universidad del Estado, la vie¬ja Universidad a cuya historia están unidos los nombres de Trejo, de Rivadavia, de González, de Avellaneda y de tantos otros. Esa Univer¬sidad es de todos y será de todos, y constituye un patrimonio común. Esa es la que requiere ahora el esfuerzo conjunto y solidario de cuan¬tos se preocupan por el destino de nuestra enseñanza superior. Lue¬go habrá tiempo de que los disidentes se agrupen en selectas univer¬sidades privadas; pero ahora que la Universidad ha vuelto a ser de todos —de todos los que son dignos y capaces—, sustraerse al esfuerzo común parece una deserción vituperable. ¿O es que hay quien piensa que la Universidad, que el país mismo, ya no puede salvarse, y que ha llegado la hora de que sólo se salven algunos elegidos?