Las direcciones historiográficas que procuran definir las épocas no por simples determinaciones cronológicas sino por sus contenidos culturales, han impuesto la designación de cultura «clásica» para el complejo de cultura que —con un sentido más o menos unitario— desarrollaron Grecia y Roma.
El problema que procuraré señalar y en cuya dilucidación trabajo, consiste en precisar la validez de esta designación, comparando el auténtico contenido cultural de Grecia y de Roma, con el significado que, por un proceso diverso aunque tangente en ocasiones, ha adquirido el concepto de «clásico». El problema es, en primera instancia, un problema historiográfico, que se origina en el lento y tortuoso proceso de la formación del conocimiento de lo antiguo. De las diversas fases de este proceso se han derivado nociones sobre el contenido cultural de la historia de Grecia y de Roma, que pretendieron en su momento poseer validez universal, y estas nociones, al acumularse, han creado un repertorio de criterios «a priori» para juzgarla y definirla. Pero inmediatamente después se nos aparece como un problema histórico-cultural cuyo nudo consiste en la exigencia primera de aceptar o no la existencia de una unidad cultural que corresponda a Grecia y a Roma y, en seguida después, en la exigencia positiva de definir y caracterizar ese complejo cultural. Corresponde a los caracteres de una comunicación como ésta limitarse a exponer las líneas generales de la investigación.
El momento en que la palabra «clásico» se afirma como definición de un estilo dado originariamente en la Antigüedad e imitado luego repetidamente, se ubica, precisamente, en el período en que una tendencia consciente lleva a oponer a esa influencia otra, heterodoxa y antiacadémica: es el Romanticismo quien, por contraste, define y fija esta homologación de lo antiguo con el concepto naciente de lo clásico. Mme. de Staël lo afirma explícitamente en De l’Allemagne: «Tomo clásico como sinónimo de antiguo».
El ideal clásico se diseña poco a poco como ideal estético, por oposición al ideal romántico, polémicamente definido por sus representantes más ilustres. La definición sólo parece posible encadenando las dos zonas antitéticas, y cada una de ellas se define principalmente por su opuesto. «La historia de la literatura —dice en otro lugar de De l’Allemagne Mme. de Staël— se la han dividido el paganismo y el cristianismo, el norte y el mediodía, la Antigüedad y la Edad Media, la caballería y las instituciones griegas y romanas» y luego: «el Romanticismo es, pues, por contraste con el Clasicismo, la caballería, la Edad Media, las literaturas nórdicas y el cristianismo» (II parte, II cap.). Estéticamente, todo lo que implicaba el Clasicismo podía reducirse a la búsqueda de la belleza, y Hugo lo decía explícitamente, en 1827, en el prefacio del Cromwell: «Es el Romanticismo la mezcla de los géneros, la sucesión de lo sublime y lo grotesco, y, como ideal de arte —por oposición al ideal clásico— la búsqueda del carácter en lugar de la realización de la belleza».
Desde ese momento, lo clásico es, esencialmente, lo antiguo. Por una asimilación no desmentida todavía entonces por las comprobaciones históricas, lo antiguo se funde —como cultura— en esta definición unitaria, que pronto había de perder todo sentido.
Formación de la asimilación entre lo antiguo y lo clásico. Para llegar a esta definición explícita proporcionada por los iniciadores del movimiento romántico, había sido menester un largo proceso de polarización de los dos elementos antagónicos de la cultura occidental: lo antiguo heleno-romano y lo germánico. Para la percepción de lo primero, sobre todo en su sentido cultural, fue el Cristianismo la piedra le toque. Al comenzar el siglo V, Pablo Orosio escribe una Historia adversos paganos cuyo sentido es, precisamente, señalar el contraste intrínseco de dos formas de cultura.
Semejante diversidad de fondo acusa San Agustín en De Civitate Dei, al comparar el orden naciente, apenas respaldado en la estructura jurídica romana después del edicto de Milán, con el auténtico mundo romano y con su contenido cultural. «Paganismo» y «gentilidad» resumen, para el cristianismo, la concepción unitaria de la cultura heleno-romana; en el contraste de ambas predomina la discriminación de los sistemas morales y de la concepción de la vida, revelada en su profunda irreductibilidad.
Lo característico de este contraste entre lo pagano y lo cristiano es que se advierte, en la unificación de lo griego y lo romano —en San Agustín por ejemplo—, una actitud polémica que oculta una realidad evidente en sentido contrario. Para quien había percibido el sentido de Plotino y del Neo-Platonismo tanto como el de las filosofías post-aristotélicas, no podía darse la fusión de lo griego y lo romano en la forma simplista en que aparece en la fórmula de «paganismo contra cristianismo». El sentido polémico de esta fórmula se advierte en De Civitate Dei,que al fin es un libro polémico, y en el fondo opone al orden cristiano el orden jurídico del Imperio y no un complejo de cultura; pero ha configurado para el futuro la noción de una cultura pagana, de sentido unitario, históricamente dada en el ámbito del mundo heleno-romano: esta noción es la que ha de encontrarse subyacente, muy luego, en la noción de «clásico».
Si el concepto de «pagano» suponía, casi exclusivamente, una visión romana de la cultura heleno-romana, justo era que toda la Edad Media, cuya estructura espiritual se apoyaba sobre un orden cristiano, no conociera de la Antigüedad sino esta faceta romana, presente, además, en la propia estructura eclesiástica. Era justo también que la noción de «pagano», como definición de lo heleno-romano, quebrara el día en que, por un accidente, se ofreciera a la meditación de la cultura occidental, cada vez más racionalizada, el espectáculo de lo auténticamente griego. Este fenómeno se da en el siglo XV y su aparición concluye —así como con la estructura espiritual de la baja Edad Media— con aquella unilateral noción de la cultura heleno-romana.
El Renacimiento es, en este sentido, un descubrimiento de lo griego y del acento griego de la Antigüedad toda. Hasta lo romano adquiere entonces una nueva dimensión: el material arqueológico proporciona un inmenso material de estudio, y el azar del hallazgo coloca en el período helenístico-romano el centro de atracción de la observación erudita de todo el período subsiguiente.
Con aquella variación del acento, lo antiguo sigue siendo un valor cultural unitario. Desde el siglo XV se transforma en la cultura por excelencia y no se concibe expresión del espíritu sino como traducción o imitación de lo antiguo. Esta calidad normativa de lo antiguo acentúa su carácter de cultura tipo, de canon, de paradigma espiritual. Los clasicismos nacionales de los siglos XVI y XVII no aparecen pues sino como reproducciones del modelo único y el carácter «bárbaro» que tiene lo medieval desde el Renacimiento, contribuye a hacer de lo antiguo lo culto por antonomasia. Pero al finalizar el siglo XVII Charles Perrault plantea el delicado problema de la superioridad de los «modernos» sobre los «antiguos». Las grandes figuras de las letras francesas se vuelven contra el iconoclasta y la Querella queda, en apariencia, resuelta a favor de los antiguos. Pero el problema queda entrevisto. Un clasicismo puede darse independientemente de lo antiguo, con tal de que cumpla ciertas reglas formales, y el clasicismo nacional del siglo XVII no es una reproducción sino un retorno a aquellos esquemas, cargándolos de nuevos contenidos.
Pero este paso en la discriminación de lo antiguo y de lo clásico, aparte de no darse explícitamente, no podía apoyarse en ninguna discriminación estrictamente histórica que distinguiera en lo antiguo lo que era clásico y lo que no lo era. Poco tiempo después de la Querella de los antiguos y los modernos, Winckelmann produce su gran sistematización del arte antiguo y —como Lessing— coloca en lo helenístico- romano el acmé de una cultura unitaria y de curso lineal. El material arqueológico abundante de este período y, sobre todo, las ruinas de Herculano y las de Pompeya, descubiertas en 1719 y 1748 respectivamente, habían condicionado esta clasificación, en la que una consideración política —la organización imperial de Alejandro— configuraba una grandeza que parecía implicar la perfección clásica. Muy pronto, nuevos descubrimientos habían de señalar la falla de esta construcción, por otra parte, de ingente valor.
Winckelmann crea la nueva concepción unitaria de lo antiguo, en donde se funde en una nueva síntesis lo griego y lo romano, pero en la que —a diferencia de lo que ocurría en la noción de «paganismo»— el acento se coloca sobre lo que llamamos helenístico-romano. El ensayo de Winckelmann impresiona profundamente a la estética contemporánea y el movimiento neo-clásico reconoce en él un precursor. El nuevo retorno no tiene sin embargo el vigía que descubra la autenticidad del movimiento —acaso porque no existía esta última— y el neoclasicismo acentúa el prestigio de lo antiguo y su valor formal. Para reaccionar contra este movimiento, el Romanticismo formula su nueva estética y fija —en la idea de «clásico»— aquella concepción de lo antiguo como desenvolvimiento lineal y unitario, asimilado a la cultura helenístico-romana y opuesta —en su valor estilístico— a lo nacional, de raíz germánica.
Disolución de la asimilación entre lo antiguo y lo clásico El siglo XIX ataca decididamente, desde el campo puro de la investigación histórica, la concepción de lo antiguo como clásico. Un verdadero fervor aparece en los historiadores que «descubren» el siglo V, y la democracia ateniense vale para un Grote tanto como la Acrópolis para un Renán, en el proceso de fijar un instante —inestable y fugaz— de perfección clásica. Desde entonces, la presunta unidad de estilo de lo antiguo aparece quebrada, y, por contraste, lo helenístico —que era lo puro griego para los estetas del siglo anterior— se señala ahora como mera decadencia. Lo romano sufre también las consecuencias de esta nueva caracterización de lo antiguo; refugiado en el derecho y acaso en la política, lo romano parece no valer culturalmente por sí mismo y no se halla en su cultura ningún valor autónomo: lo valioso allí es sólo lo que es reflejo de lo griego y se interpreta su cultura por un proceso de asimilación de los productos griegos de cultura.
El momento en que adquiere validez definitiva la determinación de un instante clásico es aquél en que la historiografía reivindica para los períodos descategorizados una significación autonómica, que no modifica la colocación del acmé clásico en el siglo V. El período helenístico con Droysen, y Roma con Mommsen, recuperan al promediar el siglo XIX su significación cultural, con caracteres morfológicos no clásicos. Dentro de la cultura romana, la formación del Cesarismo ofrece a Mommsen la ocasión de desenvolver un rico panorama de influencias, destinado a señalar las dos fases de la cultura romana, antes y después de la influencia helenística, independientes, a su vez, de la que configuraba el desarrollo ulterior del Imperio.
La simple admisión de estos tres momentos de características peculiares implicaba la disolución de aquella homologación de lo antiguo a una estructura formal clásica. Pero el proceso se acentuó rápidamente con el descubrimiento de lo arcaico griego, con los de Schliemann y con los de Evans, ya al comenzar el siglo XX. Una raíz no griega de lo griego debía, lógicamente, mover todo el esquema para la comprensión de su cultura, y se acentuó la necesidad de definir el momento clásico por sus características morfológicas, y no por su contenido cultural, que permanecía cuando el momento clásico pasaba. Es Burkhardt quien se plantea este problema de comprensión en su magnífica Historia de la cultura griega, y es luego su discípulo Nietzsche quien hace cristalizar, fuera del tiempo, en su noción de lo «apolíneo», esta modalidad «clásica» de lo griego, dada en plenitud en el siglo V, pero latente en otros momentos de la cultura griega. Sobre aquella ruta, intentan después, entre otros, Spengler, en su definición del hombre apolíneo, Worringer, en su definición del hombre clásico, y Spranger, en su caracterización del hombre estético, ahondar en el sentido distinto y formal del clasicismo griego.
La imposibilidad de caracterizar la presunta unidad cultural de Grecia y de Roma como cultura «clásica» plantea entonces la exigencia de analizar su contenido con el fin de establecer su existencia o su no existencia como ciclo de cultura.
Un análisis que no es posible realizar aquí nos llevaría a afirmar que, de querer mantener la unidad heleno-romana de cultura, nos veríamos obligados por lo menos a asignarle un desarrollo de líneas concurrentes que sólo en un momento dado tienen un desarrollo unitario: el que corre en Grecia desde el siglo VI hasta su contacto con Roma y que empalma con la cultura romana desde la segunda guerra púnica hasta el siglo III d. de J. C. Pero esta línea coherente —por otra parte señalada en forma harto grosera— no es toda la Antigüedad heleno-romana: quedan fuera de ella el período arcaico griego, que es verosímil esperar que pueda conocerse mucho mejor que hoy, la Roma anterior a la segunda guerra púnica, de altísimo valor para comprender el significado de la recepción griega en Roma, y la Roma de fines del Imperio; quedan además zonas fronterizas, sepultadas en la prehistoria o en la proto-historia, de las que es lícito esperar un futuro conocimiento.
Pero de las características de lo clásico no están sólo excluidas estas épocas que se apartan del desarrollo unitario de esta línea que dejamos señalada, sino que, dentro de esta última, sólo un pequeño período cumple las condiciones formales que caracterizan un clasicismo: el llamado siglo V griego, que cronológicamente no alcanza a cubrir siquiera un siglo.
El clasicismo se afirma, pues, como una noción puramente formal. Lo descubrimos en la cultura heleno-romana, como lo hallamos en la cultura moderna occidental en ciertos momentos y como podríamos — ya se ha intentado en alguna medida— descubrirlo en el largo período llamado Edad Media y que queda por discriminar culturalmente.
Esta noción, utilizada de este modo, se transforma en una constante histórica, exenta de contenidos culturales excluyentes. Acaso no pueda utilizarse como constante fuera de esta cultura de Occidente construida sobre la noción del logos griego; pero es evidente que para nuestra cultura se perfila con caracteres autonómicos que —aunque después de un largo período de indiscriminación— permitirán crear esquemas morfológicos de valor objetivo. No es, pues, posible designar la cultura heleno-romana con esta designación unitaria y de sentido cultural, pero las posibilidades morfológicas que posee el concepto compensan de las dificultades que para su reemplazo plantea el recto uso de su contenido.