Los argentinos somos gente preocupada por nosotros mismos. Por lo que somos nosotros mismos, y no sólo por nuestra imagen, como a veces se ha dicho no sin malevolencia. Ciertamente, es explicable. Los argentinos constituimos una sociedad integrada por grupos sociales muy diversos, autóctonos unos y de origen inmigratorio otros, que mueve a los espíritus más inquietos a pensar quiénes somos como conjunto o, mejor dicho, cómo somos en cuanto protagonistas de nuestra propia historia, cómo nos comportamos. Y llegados a este punto, el interrogante salta ante nosotros con cierto dramatismo: ¿Hemos creado —o estamos en vías de crear— una cultura con un signo propio, diferenciado, inconfundible? O, dicho de otro modo, ¿existe una cultura argentina con un estilo singular e inequívoco, que prometa la continuidad de ciertos signos y la acumulación de creaciones sucesivas que alcancen un día madurez y profundidad?
A este interrogante quieren contestar estas palabras, y conviene que desde ahora se sepa que mi respuesta es afirmativa. Nadie vea en ella una superficial expresión de fácil optimismo. Corresponde a una convicción profunda que está más allá del amor a la tierra y que se arraiga en encadenadas observaciones. Y aun cuando estas palabras no fueran convincentes, quizá por su brevedad o porque no haya dado con los argumentos decisivos, mi convicción subsiste y parece autorizarme a invitar a mis oyentes a que ahonden en estas reflexiones.
Es claro que la cultura argentina no tiene la madurez de la española, la francesa o la china. Pero yo no voy a hablar de grado de madurez, sino de la existencia cierta de ciertos signos premonitores de que la cultura argentina puede alcanzarla; mi análisis es el de un historiador que proyecta el pasado sobre el futuro; y la presencia de esos signos parece indudable.
Más aún, lo más sorprendente es que la cultura argentina se insinúa precozmente como animada por un estilo definido. Y digo precozmente, porque el proceso histórico-social de la Argentina no favorece esa continuidad de la creación que parece dar a otras culturas su vigorosa coherencia interior.
Ciertamente, es así como parecen haberse constituido las grandes culturas: a través de una sostenida continuidad en el tiempo de una sociedad homogénea. Pues bien, el caso de Argentina es otro. De la era
Pero de la era criolla Argentina pasó en las últimas décadas del siglo XIX a la era
Quizá sea porque la premisa era falsa. La cultura helenística nació de simbiosis semejantes, y otros muchos ejemplos podrían señalarse. Los cruzamientos enriquecen y los contactos de culturas estimulan el genio creador. Pero en todo caso, nuestra estructura social tradicional ofreció a los nuevos grupos sociales que se incorporaron a la vida argentina sólidos cuadros dentro de los cuales fue posible arraigar las formas de vida y de mentalidad de esos grupos, acaso porque las condiciones de la
Pero, además, y desde el punto de vista del genio que preside la creación cultural, la
Quizá por eso la cultura argentina se caracteriza por un mesurado pero pertinaz ejercicio del sentido crítico, aplicado a una realidad innegable. Yo descubro este rasgo en toda la creación argentina. Y no sólo en la cultura intelectual de las élites, sino en la cultura popular, tan difícil como sea identificarlas. Se advierte en la trasmutación del folklore popular urbano. Se nota en nuestros escritores y en nuestros plásticos. Se nota en nuestras formas de vida y en el sistema vigente de normas y valores. En la manera de vestir. En la manera de hablar.
Muchas horas se necesitarían para desarrollar esta idea, aplicándola a los productos concretos que ha creado la cultura argentina. Pero estoy seguro de que una mentalidad mediterránea —con el sentido ya expresado— alienta el pensamiento más vivo de nuestros pensadores y, sobre todo, sus actitudes polémicas y sus búsquedas incesantes. Porque hay un pensamiento argentino, mucho más original de lo que se supone, si se es capaz de distinguir el sistema de ideas que se ha heredado o aprendido de las formulaciones que ha devuelto bajo la forma de pensamiento propio. Y lo mismo podría decirse —en mi opinión— de la literatura, del teatro, de la plástica, de la política, de la moda, de los giros verbales, de las formas de convivencia.
Argentina reconstruye, a su modo, una cultura mediterránea. Creo que nada se parece tanto al mar de los romanos como el Río de la Plata.