El estilo de la cultura argentina. 1972

Los argentinos somos gente preocupada por nosotros mismos. Por lo que somos nosotros mismos, y no sólo por nuestra imagen, como a veces se ha dicho no sin malevolencia. Ciertamente, es explicable. Los argentinos constituimos una sociedad integrada por grupos sociales muy diversos, autóctonos unos y de origen inmigratorio otros, que mueve a los espíritus más inquietos a pensar quiénes somos como conjunto o, mejor dicho, cómo somos en cuanto protagonistas de nuestra propia historia, cómo nos comportamos. Y llegados a este punto, el interrogante salta ante nosotros con cierto dramatismo: ¿Hemos creado —o estamos en vías de crear— una cultura con un signo propio, diferenciado, inconfundible? O, dicho de otro modo, ¿existe una cultura argentina con un estilo singular e inequívoco, que prometa la continuidad de ciertos signos y la acumulación de creaciones sucesivas que alcancen un día madurez y profundidad?

A este interrogante quieren contestar estas palabras, y conviene que desde ahora se sepa que mi respuesta es afirmativa. Nadie vea en ella una superficial expresión de fácil optimismo. Corresponde a una convicción profunda que está más allá del amor a la tierra y que se arraiga en encadenadas observaciones. Y aun cuando estas palabras no fueran convincentes, quizá por su brevedad o porque no haya dado con los argumentos decisivos, mi convicción subsiste y parece autorizarme a invitar a mis oyentes a que ahonden en estas reflexiones.

Es claro que la cultura argentina no tiene la madurez de la española, la francesa o la china. Pero yo no voy a hablar de grado de madurez, sino de la existencia cierta de ciertos signos premonitores de que la cultura argentina puede alcanzarla; mi análisis es el de un historiador que proyecta el pasado sobre el futuro; y la presencia de esos signos parece indudable.

Más aún, lo más sorprendente es que la cultura argentina se insinúa precozmente como animada por un estilo definido. Y digo precozmente, porque el proceso histórico-social de la Argentina no favorece esa continuidad de la creación que parece dar a otras culturas su vigorosa coherencia interior.

Ciertamente, es así como parecen haberse constituido las grandes culturas: a través de una sostenida continuidad en el tiempo de una sociedad homogénea. Pues bien, el caso de Argentina es otro. De la era colonial Argentina pasó a lo que he llamado en otra ocasión la era criolla con suave desplazamiento de tendencias, combinando su arraigada tradición española con las influencias intelectuales de Francia y de Inglaterra, y percibiendo por cierto con claridad las implicaciones de ese cambio de preferencias. En esa combinación arraiga el fundamento de la cultura argentina, criolla y europea a un tiempo, pero conmovida por la dramática tensión descubierta en el seno de los dos integrantes. Y no fue observación superficial la de Unamuno cuando señaló que Sarmiento, tan europeo por sus ideas, era un inequívoco español, que criticaba a España como un español. Como no es un azar que el criollismo polémico y agresivo de José Hernández tenga tan visible acento hispánico.

Pero de la era criolla Argentina pasó en las últimas décadas del siglo XIX a la era aluvial, como la he llamado en mi libro sobre Las ideas políticas en Argentina. Esta transición ha sido decisiva. En pocos decenios Argentina cambió sustancialmente su estructura social por obra de una vigorosa y sostenida inmigración, preferentemente de italianos y españoles provenientes de regiones de escaso desarrollo. Fueron millones de inmigrantes los que llegaron a Argentina, constituyeron sus familias, importaron sus modos de vida y sus formas de mentalidad, y alteraron la homogeneidad de la sociedad criolla tradicional. Ese proceso empezó hace un siglo, y aun hoy estamos en pleno desarrollo del más intenso experimento demográfico y cultural que pueda imaginarse, porque cada generación de hijos de inmigrantes aporta su propia problemática y sus propias aspiraciones a la realización del destino común. Nada más opuesto que este proceso social a aquella condición que parecía in-dispensable para la constitución de las grandes culturas: una sostenida continuidad en el tiempo de una sociedad homogénea. Y sin embargo, en el fondo del agitado proceso de cambio demográfico y cultural se siguen observando las constantes que, contra toda apariencia, revelan la existencia de una cultura argentina poseedora de un estilo propio.

Quizá sea porque la premisa era falsa. La cultura helenística nació de simbiosis semejantes, y otros muchos ejemplos podrían señalarse. Los cruzamientos enriquecen y los contactos de culturas estimulan el genio creador. Pero en todo caso, nuestra estructura social tradicional ofreció a los nuevos grupos sociales que se incorporaron a la vida argentina sólidos cuadros dentro de los cuales fue posible arraigar las formas de vida y de mentalidad de esos grupos, acaso porque las condiciones de la inmigración los estimularon a olvidar, a lo largo del océano, los fundamentos de la cultura que traían.

Pero, además, y desde el punto de vista del genio que preside la creación cultural, la inmigración que renovó la vida argentina no era tan heterogénea con respecto a la cultura tradicional como los viejos grupos criollos pensaron, o simularon pensar. La inmigración predominante fue española e italiana, mediterránea al fin. Y si quisiera expresar ya mi personal punto de vista, tendría que decir que la trasmutación fundamental que la inmigración produjo no signi-ficó una pérdida del estilo criollo de raíz española, sino un enriquecimiento por la ampliación de otros horizontes dentro del mismo estilo. La cultura argentina dejó de ser excluyentemente hispánica para ser eso mismo pero mejor: una cultura mediterránea, española e itálica a un tiempo, en la que la trascendencia de Calderón se combina con la inmanencia de Boccaccio. Estoy persuadido de que aquí reside la cuestión. Argentina no será ya nunca un país de pura tradición hispánica, sino mediterránea, con todo lo que esto significa de síntesis profunda y genial, con todo lo que significa como perspectiva abierta a un mundo de creación en el que se combinen sabiamente la realidad y la irrealidad, lo que se piensa en el más libre juego de la inteligencia y lo que se toca con la yema de los dedos, lo que se postula en nombre de los sagrados principios y lo que se reconoce como inexorablemente existente. Que es como decir la combinación más eficaz para prevenir ese maniqueísmo frustrante en un mundo que revela todos los días la coexistencia y la inviolable interpenetración del bien y el mal.

Quizá por eso la cultura argentina se caracteriza por un mesurado pero pertinaz ejercicio del sentido crítico, aplicado a una realidad innegable. Yo descubro este rasgo en toda la creación argentina. Y no sólo en la cultura intelectual de las élites, sino en la cultura popular, tan difícil como sea identificarlas. Se advierte en la trasmutación del folklore popular urbano. Se nota en nuestros escritores y en nuestros plásticos. Se nota en nuestras formas de vida y en el sistema vigente de normas y valores. En la manera de vestir. En la manera de hablar.

Muchas horas se necesitarían para desarrollar esta idea, aplicándola a los productos concretos que ha creado la cultura argentina. Pero estoy seguro de que una mentalidad mediterránea —con el sentido ya expresado— alienta el pensamiento más vivo de nuestros pensadores y, sobre todo, sus actitudes polémicas y sus búsquedas incesantes. Porque hay un pensamiento argentino, mucho más original de lo que se supone, si se es capaz de distinguir el sistema de ideas que se ha heredado o aprendido de las formulaciones que ha devuelto bajo la forma de pensamiento propio. Y lo mismo podría decirse —en mi opinión— de la literatura, del teatro, de la plástica, de la política, de la moda, de los giros verbales, de las formas de convivencia.

Argentina reconstruye, a su modo, una cultura mediterránea. Creo que nada se parece tanto al mar de los romanos como el Río de la Plata.