El historiador y el pasado. 1975

Quiero empezar teniendo algún recuerdo para nuestra vieja Academia, corporación de figuras ilustres, a las cuales traté y conocí, y de las que tuve el honor, hace veinticinco años, de ser reconocido como un par. En aquella ocasión, un grupo de figuras preclaras de las ciencias y las letras argentinas consideró que yo había alcanzado ese grado de madurez que se supone implica la condición académica. Veinticinco años después, cabe preguntarse qué se ha hecho con esa madurez, de la misma manera como el joven adolescente que se introduce en la juventud tiene la obligación de preguntarse qué es lo que va a hacer con las aptitudes de que ha sido dotado.

Yo voy a referir esa pregunta exactamente a mí mismo: no sería correcto ser juez y parte. Pero voy a trasladar el tema a lo que llamaríamos la cuestión sustancial de una vocación, de una carrera intelectual, de una larga y sostenida militancia en el ejercicio de lo que uno pensó que quería hacer y finalmente hizo. Transfiero el problema a lo que llamaríamos el examen de conciencia de un historiador. Porque a cierta edad de la vida, conviene preguntarse sobre lo que se ha hecho, si es que es cierta aquella frase platónica de que una vida sin examen no es vida. La reflexión acerca del destino y la significación del historiador parece centrarse en este problema simple y trascendental: cuál es el alcance, la verdadera dimensión, el sentido final de haber dedicado una vida a la interrogación del pasado.

El título que he puesto a esta conferencia, y que es el de un libro en el que trabajo desde hace muchos años, expresa exactamente esa duda y esa certidumbre. Puede plantearse como duda, pero para mí es una certidumbre: el pasado es quizá lo que más importa al hombre, sin perjuicio de que se nos presente de muy diversas maneras; sin perjuicio de que unas veces emerja como una especie de vago fantasma inasible, otras veces se presente como una esfinge que pregunta y que nos convence de que en la respuesta que nosotros vemos a sus preguntas se esconde el sentido de nuestra vida.

Es difícil opinar ligeramente sobre qué cosa es el pasado y es más difícil todavía intentar un análisis metódico y sistemático. El tema es largo, pero quiero abordar por lo menos tres o cuatro reflexiones que considero fundamentales y que son la justificación de una vida quizá, pero mucho más importante que eso, la fundamentación de un tipo de conocimiento.

Se trata de un tipo de conocimiento que más de una vez ha parecido superfluo: el conocimiento propio de un amateur nostálgico con cierta vocación para elegir, entre las muchas cosas que la humanidad ha creado, las más hermosas, las más profundas, las más valiosas, y vivir entre ellas desentendiéndose de esa tumultuosa realidad que a uno lo rodea, no más tumultuosa por cierto que aquella en que se creó todo aquello excelso que uno quiere amar y defender.

Pero el caso es que hay que enfrentarse con esa realidad tumultuosa que es la realidad creadora, sin la cual no hubiera habido creaciones ni todo eso que constituye el tesoro al cual uno no quiere renunciar. Pero esa actitud frente al pasado no es la única, ni tampoco la mejor, y no es de ninguna manera la del historiador. El historiador no se vuelca al pasado buscando el pasado por sí mismo: ese pasado pasó. Al historiador le interesa el pasado, le interesa el presente, y también el futuro.

Es un pasado que plantea enigmas, dudas, cuestiones, pero que sobre todo sugiere la posibilidad de integrar una sola línea entre el pasado, el presente y el futuro. El pasado es un mundo confuso, caótico. Todo quien se ha introducido alguna vez en él, en pequeña o en mayor medida, sabe perfectamente que todo lo que puede cosechar y reunir, eso que finalmente puede ordenar como para dar la idea de algo coherente, es el resultado de una cuidadosa selección, más allá de la cual han quedado innumerables otras cosas que constituyen también parte del pasado. Hay muchas maneras de afrontar ese mundo caótico. Hay muchas maneras de recibirlo, precisamente porque hay muchas maneras de que se imponga a uno y lo atormente, como no atormenta quizá ningún tipo de conocimiento.

A la pregunta de qué es el pasado -que sin duda es la primera que debería formularse- habría que responder recordando que, en la más elemental aproximación que podemos hacer a él, se advierte que es algo inexistente. Es en realidad un fantasma. Pero en cuanto intentamos el análisis y la aproximación -más aún, yo diría casi en una segunda reacción espontánea- se descubre que esa cosa inexistente tiene todos los caracteres de la realidad. El pasado es exactamente lo mismo que el presente, es exactamente lo mismo que el futuro. Todo es una línea corrida, que acaso conduzca a la eternidad, quizás al fin de los tiempos, puesto que cada uno tiene derecho a opinar acerca de cuál es el sentido de la vida histórica y de la vida individual.

Pero hay una vasta, tremenda proyección desde los tiempos más antiguos hasta los más imaginables en el futuro, en que hay una constante. Ella nos permite identificar lo que llamamos el pasado -todo ese mundo al que referimos nuestras reflexiones sobre el presente y sobre el futuro- el cual no es de naturaleza diferente al presente y al futuro. Todo eso integra una sola cosa y yo he propuesto que se la llame la vida histórica.

Esta noción está haciendo falta en el campo de las ciencias históricas y sociales. Las ciencias de la naturaleza, las ciencias físico-matemáticas y biológicas, tienen una idea matriz: la de naturaleza, elaborada filosóficamente, epistemológicamente, en el siglo XVII. A diferencia de ellas, las ciencias históricas y sociales no han conseguido una idea que constituya el punto de aglutinación de todos los fenómenos que estudian las diversas ramas de ese conjunto de ciencias del hombre, de la sociedad y de la cultura. Esa noción quizá pueda ser la de vida histórica: un transcurso generacional, en donde los componentes biológicos se neutralizan por la interpenetración o intercomunicación de los distintos elementos que sucesivamente van siendo los sujetos del proceso histórico.

El sujeto histórico no es un sujeto biológico; es el protagonista de un proceso que en cada momento es, a su vez, un proceso él mismo. Porque el sujeto cambia, y al cambiar, mediante la agregación de las generaciones dentro de un cierto contexto, adquiere unos caracteres que lo diferencian sustancialmente del sujeto biológico. En la vida histórica transcurrida -pues eso es verdaderamente el pasado- y también en la vida histórica transcurriendo y por transcurrir, hay algo que podemos identificar claramente: un sujeto a quien le ocurren cosas, a quien le ocurre la historia, y cuya comprensión -que requiere de una verdadera teoría- debe partir de la idea de que el sujeto está en relación permanente con el proceso.

Apenas sería posible que en unos pocos minutos yo insistiera sobre esta idea, sobre la que gira un libro que estoy escribiendo, que de cualquier manera estoy satisfecho de enunciar por primera vez en el seno de esta Academia. Entendido como vida histórica, el pasado se hace de pronto absolutamente inteligible. Tan inteligible que podemos admitir perfectamente que él contiene todas las respuestas que buscamos. Porque lo característico de esta obsesión, de esta preocupación fundamental que el hombre tiene por el pasado, es que él se ofrece para ser preguntado acerca de cosas que son vitales y decisivas para el hombre. Por eso, el conocimiento por el cual se llega al pasado es siempre un tipo de conocimiento comprometido.

No es casual que ocurra con la historia algo que no ocurre con ninguna otra disciplina: la misma palabra define simultáneamente la disciplina que estudia y la materia, la sustancia que esa disciplina estudia: la historia es el tema de la historia. Esto se aparece claramente perceptible en su significación, en su gravedad gnoseológica, si traducimos los términos y decimos: la vida histórica es el tema de la ciencia histórica, puesto que la palabra historia resumía simultáneamente estas dos cosas: el factum y el conocimiento de ese factum.

El pasado es parte de una vida histórica continua, en la cual el presente es un dato subjetivo. Presente es el de cada uno en ese flujo eterno, el de nuestros padres o de nuestros abuelos; cada uno tuvo su presente, como lo tuvo Hegel, Copérnico o Godofredo de Bouillon. Para cada uno de ellos, el suyo fue su presente. Pero en el análisis que hace el historiador, es evidente que ese pequeño impacto no es nada más que un elemento subjetivo. La vida histórica es un continuo, en el que el pasado se inserta como la parte transcurrida de la vida histórica, con respecto al momento en que cada observador se pone frente a ella.

Dicho de otro modo, cada uno tiene su pasado, y lo que es más grave, no tiene uno solo, tiene muchos. De ellos a veces detecta unos pocos elementos, cree que con ellos puede ordenar una interpretación y al cabo de poco tiempo se encuentra con otro que ha detectado otros elementos, acaso antitéticos, y con ellos ordena una interpretación diferente y no menos legítima.

El pasado es caótico y su organización es una tarea intelectual. Más aún, yo diría que el pasado es, esencialmente, una creación intelectual. Pero no es solo eso; es algo más. A veces adopta unos caracteres angustiosos; a las sociedades suele ocurrirle lo que le ocurre al ser humano, que duda acerca de sus padres, a quienes quizá no conoció, y de pronto resulta que el problema de la identidad se transforma en decisivo. Para el problema de la identidad, que es fundamental en la estructura de las sociedades y de su cultura, no hay más que una respuesta, que es la respuesta histórica, la del historiador, que establece el origen.

¿Pero es el historiador, lo que hoy llamamos el historiador, el historiador profesional? ¿O son todos, en función de historiador? ¿Quién fue el que dijo que Roma empezaba con el conditor, con Rómulo? ¿Quién es el que dijo que la historia de Roma se contaba ab urbe condita, es decir desde el momento de su fundación, entendiendo que antes de ese momento no hubo romanos? Todo el mundo sabe que ese tipo de proceso social y cultural es complejísimo; es como una red de arroyos que finalmente van a confluir para constituir un río. Así ha sido; así jugaron en la formación de este vasto torrente social y cultural que llamamos mundo romano, los latinos y los etruscos, y acaso los griegos, y así deben de haber jugado todos aquellos de los que no sabemos nada. Pero los romanos un día se interrogaron acerca de quiénes eran ellos; ese fue el día en que dijeron: nosotros no somos descendientes de unas pobres tribus del Lacio, hemos heredado la tradición griega, unimos nuestro destino al de la sociedad y de la cultura griega. Esto fue, rigurosamente, un acto intelectual, y ha costado muchísimo tiempo descubrir, en el medio de este conjunto de fábulas acerca del origen de la ciudad de Roma, lo que eran realmente factores sociales reales y lo que fue este curioso y casi conocido, casi transparente fenómeno de creación intelectual de un pasado.

No es un azar. Para todas las sociedades es fundamental la pregunta de la identidad, que se repite de muchas maneras y no solo de esta manera un poco maciza del ejemplo anterior. El problema de la identidad, de cuándo comienza el torrente de ideas al que cada uno se siente adherido, la corriente religiosa a la que se pertenece, el partido político por el que se tiene simpatía, todo eso es fruto de una organización de los elementos del pasado. Según se elija un conditor u otro, un fundador u otro, el sentido total de la interpretación del pasado será diferente y en consecuencia, si es distinta la orientación del pasado, es distinta también la del presente y del futuro.

Por eso es que el pasado no puede ser solamente objeto de consideración científica. Esta la realiza lo que llamaríamos el saber crítico. La historia, la ciencia histórica, las disciplinas históricas, tienen una fase que está caracterizada por un gran rigor crítico, en virtud del cual se puede y se debe hacer el análisis de los datos, y se deben establecer todas las precauciones y todos los recaudos críticos y metodológicos necesarios como para que los datos sean exactos y la interpretación coherente al menos, si no exacta del todo.

Pero esa no es más que una de las maneras como actúa la historia y el pasado. Este no opera sobre el individuo solamente como una tentación de conocimiento no comprometido: el pasado no es solo eso que está más afuera que uno y que cada uno estudia como estudia los objetos de la naturaleza. Ciertamente, el pasado es eso, se puede estudiar así y se puede obtener de ese estudio innumerable cantidad de frutos, pero en realidad el pasado no invita solamente al saber crítico: también invita a lo que llamaríamos el saber tradicional, cuya fuerza es mil veces mayor que la del saber crítico, pues condiciona y marca de una manera sustancial y definitiva la vida de los grupos sociales y de los individuos.

¿A quién le interesa demasiado saber si es exacta o no la narración que hay en los Vedas, en la Biblia o en los poemas homéricos? Es un problema intrascendente. Exacta o no, alterada o no, es una interpretación que alguien dio del pasado de un grupo social, y toda ella en bloque empieza a operar de una manera no crítica como conciencia histórica; la conciencia histórica de pronto se arma en conciencia nacional o en conciencia racial, o en conciencia religiosa y promueve los compromisos más tremendos de que el hombre haya sido testigo.

Sin una concepción de la historia transformada en conciencia militante no hubiera pasado casi nada de lo que ha ocurrido en el mundo. Innumerable cantidad de profundos y tremendos sucesos se han desencadenado a veces por cosas que no eran exactas; que no eran totalmente exactas, que eran discutibles al menos, pero que habían sido integradas en un sistema interpretativo de la totalidad del pasado de un grupo, y como interpretación totalizadora se habían transformado en conciencia histórica, y como conciencia histórica habían actuado como conciencia militante.

Esto es generalmente lo que se le pregunta al pasado, después de haberle preguntado por la identidad. La primera pregunta es por la identidad: ¿quiénes somos? La reflexión histórica contesta siempre lo mismo: somos lo que hemos sido. Exactamente eso. Porque nos hemos hecho en el proceso y finalmente tenemos la fisonomía y los caracteres que el proceso nos ha dado. Nuestro destino es seguir, pero no seguir ciegamente, porque en cada momento en que esta reflexión se hace se descubre que esta línea continua que empieza en lo más profundo de los tiempos llega hasta el presente planteando siempre opciones.

Esto es lo que hemos sido, y para ser fieles a esta línea podemos hacer esto, o esto, o esto otro. Esta es la libertad, que no es infinita: es una libertad entre ciertas opciones porque, mucho antes de que se haya establecido o de que se establezcan otras restricciones, hay una tremenda, que es la restricción a la libertad creada por el pasado mismo. Hay cosas que no podremos hacer de ninguna manera, simplemente por lo que hemos hecho ya, y las alternativas que nos quedan son unas cuantas, algunas de las cuales pueden tener un profundo sentido de cambio, sin duda alguna, pero innegablemente dentro de una línea de coherencia que, cuando se pierde, arrastra consigo toda la coherencia del proceso histórico, o sea la del grupo social.

El mundo romano, después de tremendas luchas, aceptó el cristianismo. Estaba la opción de Constantino; estaba la de Juliano el Apóstata. La de Constantino significaba la disolución del mundo romano, y efectivamente el mundo romano terminó, porque perdió la posibilidad de seguir siendo coherente; no se podía seguir viviendo al mismo tiempo en la creencia de que el alma era mortal y en la creencia de que era inmortal. Imposible. La opción significaba alterar el estilo de vida, el sistema fundamental de creencias, y alterar naturalmente todo lo que derivaba de ese sistema de creencias.

La pregunta por la identidad es la primera que se le hace al pasado. Es la pregunta acerca del curso de la vida, en una relación coherente tanto con lo que nosotros tenemos la responsabilidad de hacer, como de lo que ha sido hecho por nosotros; qué es lo que nosotros, en relación con la generación de nuestros padres, y de los padres de nuestros padres, le vamos a legar a la generación de nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos. Esta curva, esta coherencia que depende de nuestra decisión, es lo que finalmente se le pregunta al pasado, de muchas y diversas maneras.

No se lo pregunta solamente el historiador, que ha afinado sus métodos para la averiguación de ciertos hechos. No. Lo pregunta el historiador y muchos otros, en función de historiadores, porque todo el que piensa acerca de su propio destino, proyectando hacia el futuro en relación con una interpretación del pasado, es finalmente un historiador. Porque el pasado es mucho más extenso que el mero campo del saber crítico. Es eso, más esa curiosa aureola de cosas que se esconden y que constituyen ese fantasma al que se interroga, como a una esfinge, cada vez que se necesita medir los pasos con respecto al futuro.

Al pasado se le pregunta por la identidad, por el sentido vida hasta el momento en que hay que tomar decisiones, para saber si efectivamente las decisiones que vamos a tomar comprometen o no la coherencia del destino de nuestra comunidad, de cada una de las sociedades históricas, podría decirse. Se le pregunta sobre algunas cosas mas. Se le pregunta finalmente sobre lo que parecería más paradójico que se le pudiera preguntar al pasado: se le pregunta por el futuro.

Casi todo el que lo ha hecho ha adoptado una actitud histórica. No es casualidad, si recordamos que, en la concepción general del proceso de la vida histórica, pasado, presente y futuro son circunstancias subjetivas que se refieren al tiempo del observador y no a la continuidad del proceso; el mundo sigue andando, según se ha dicho tantas veces. De modo que en el momento en que se quiere advertir qué cosa es el futuro, la actitud en última instancia, en casi todos los casos, ha sido la del historiador. Aunque no haya sido la del historiador crítico, quizá sea la del historiador tradicional.

Sobre esto quizá convenga hacer un pequeño ex cursus: historiador tradicional es ese señor que sabe cómo es el mundo en que ha vivido, o para decirlo más sencillamente y al mismo tiempo más profundamente, es el que sabe cuál es su tradición. Porque la tradición es absolutamente inseparable de la creación; esto es una de las cosas que hay que aprender a partir del momento en que se descubre que el presente es un dato convencional en una curva ininterrumpida desde unos tiempos hasta otros.

En este largo proceso el sujeto histórico crea; crea permanentemente. Toda la vida histórica es creación; cada palabra que pronunciamos, cada gesto que hacemos, cada vínculo que establecemos, todo es creación. Pero esto no quiere decir creación ex nihilo. Es una creación coherente, como son coherentes las generaciones; la creación es coherente y hunde su raíz, en el sentido más estricto de la palabra, en una tradición. Cada uno elige la suya, como cada uno elige su pasado, y la creación se combina, se arma podríamos decir, en un sistema armonioso y completo en el que la tradición y creación se integran, casi se confunden del todo. Usamos entonces una palabra clave: decimos que se ha logrado un estilo.

Hay algo, una cierta continuidad en virtud de la cual la creación se inserta en la tradición. La creación es algo que ocurre en cada instante, se acumula; hay una creación que va a empezar a funcionar dentro de un instante más, y luego otra dentro de otro instante más. La creación es una ventana abierta hacia un futuro que es la vida histórica desconocida. El pasado es la vida histórica conocida, el futuro es la vida histórica desconocida. A ese piélago hay que arrojarse. Y son muchos los que han tenido la tentación de decir cómo es ese piélago, ese abismo, ese mar; cómo es, simplemente, ese mundo de lo desconocido.

En cuanto aparece ese deseo, se descubre que la única manera de entender el futuro es entendiendo el pasado. La más surrealista, la más extravagante imagen del futuro, aún esa, ha sido hecha simplemente como una proyección del pasado. Se puede pensar en esa creación casi increíble que es el Apocalipsis de Juan el Teólogo; se puede pensar en la creación de los utopistas, de Platón, de Tomás Moro, de Campanella, de tantos otros. Se puede pensar en la imagen del futuro del profeta: se puede pensar en Jeremías y analizar en su concepción cuánto es lo que había de intuición creadora, absolutamente desligada de la totalidad, del contexto de su tradición, de lo que estaba indefectiblemente arraigado en esa tradición. Se verá que en todos ellos, empezando por Juan el Teólogo o por Platón si se prefiere, la proyección del futuro es siempre el trabajo de alguien que está operando intelectualmente como un historiador; esto es, alguien que está interrogando al pasado.

Este es el oficio de los historiadores: interrogar al pasado. Hay que saber qué se le pregunta. Si las ciencias históricas han parecido a veces un juego de erudición, es porque el historiador no sabía qué preguntarle al pasado. Pero el pasado contesta seriamente solamente cuando se le hacen preguntas serias. El pasado nunca contesta por la contingencia; el pasado siempre contesta por lo necesario. Hay que saber qué preguntarle. Hay que preguntar por la identidad: quiénes somos. Quiénes somos los griegos, como se preguntaba Herodoto; quiénes somos los argentinos, como nos estamos preguntando nosotros hoy. Hay que preguntarle por el sentido general de la vida hasta el momento en que es uno el que se siente en posesión de los hilos que le vienen de lejos, y uno es el que tiene que anudarlos y desanudarlos y proyectarlos, en esta dirección y no en esta otra, según su libre opción. Hay que preguntarle acerca de qué cosa es el futuro; nunca en lo accidental, nunca en lo contingente, siempre en lo necesario, o para decirlo en los términos que hoy usa la ciencia histórica, hay que preguntárselo en términos de larga duración, no en términos de corta duración.

Al largo proceso del pasado la ciencia histórica responde válidamente con una proyección sobre el largo proceso del futuro, si se sabe lo que se le pregunta. Yo no vacilo en decir que el saber histórico es -no sé si el decisivo, porque sería impertinente afirmarlo- pero sí el más dramático de todas las formas de saber, porque es el que más evidentemente pone en relación el saber con el tremendo compromiso de vivir. Esto lo hacen también muchos otros tipos de conocimiento, pero éste lo hace de una manera singular, exigiéndonos que no ignoremos jamás la peculiaridad de la condición humana; que no demos jamás un salto exagerado y nos lancemos más allá, de tal manera que el deber ser nos haga olvidar de lo que somos. Este tipo de saber tan dramático es el que se obtiene indagando el pasado. Indagar el pasado es la misión del historiador: bien parece que justifica una vida.