En la muerte de un testigo del mundo: P. Henríquez Ureña. 1946

Discurramos sobre la vida y la muerte de este espíritu singular, de este hombre de excepción que era sin duda, por sobre todo, espíritu, espíritu tenso, desvelado por el sino del mundo. Ciertamente, no será difícil hilvanar algunas ideas, porque son ricas y numerosas las sugestiones que nos han legado su obra y su palabra. Pero será difícil, o acaso imposible, desplegar la multiplicidad de sus potencias, y más aún lograr una imagen de su riqueza, de su profundidad, de su virtud.

Espíritu singular el suyo. Estaba conformado primariamente por cierto esteticismo, y había sabido afinar su sensibilidad con rara maestría. Leía y escuchaba música con contenida beatitud; se recreaba con fruición en la pintura, ahondaba en la imagen poética hasta tocar el fondo; y aun en el perfil o en el vestido que se cruzaba ocasionalmente ante sus ojos gustaba la belleza o la prometida perfección del trazo o el color. Vibraban en él la luz, la forma, el sonido armonioso, el claro pensamiento; y su espíritu ávido lo incorporaba todo, sin avaricia, para proyectarlo luego en constante y renovada creación.

Empero, esta actitud esteticista no era sino el primero de sus impulsos, la más espontánea de sus tendencias. Muy luego se advertía que su sensibilidad estaba estrechamente vigilada por una inteligencia rigurosa, que la celaba como celaba su gesto, su palabra o su conducta. Sin duda, a fuerza de estar enriquecida y vivificada por la sensibilidad, parecía más brillante en él la inteligencia, más alto el poder de la razón. La inteligencia era en él instrumento delicadísimo, hecho para desvanecer las oscuridades y disipar las sombras. Amaba la luz, la luz que iluminaba el Partenón, pero acaso más todavía la que aureolaba el pensamiento cartesiano. Y movido por la razón, llevaba a todos los ámbitos de su espíritu la aspiración a la medida, deífica virtud que poseía como pocos. No era azar que le apasionaran la geometría, la música, el enigma del universo físico. Gozaba con la proporción justa; en el templo griego o en los principios de la mecánica; en la armonía contrapuntística o en el teorema pitagórico; en el diálogo platónico o en el verso de Garcilaso. Espíritu universal, ordenaba su inmenso saber con desusado señorío, y no era inexplicable que se evocara, oyéndolo, la figura de Goethe.

Espíritu universal, su clara inteligencia le impedía constreñirse dentro de cánones insuperables. Acaso tendía por espontánea preferencia a la medida clásica; pero su sensibilidad certera le proporcionaba los instrumentos apropiados para descubrir y apreciar la gracia dionisíaca y el impulso barroco. Sabía reír y sabía conmoverse; amaba la elegante discreción de Lope, el pathos shakesperiano y la metáfora de Góngora; y su devoción por la severidad del dórico no le impedía admirar la imagen de la Trimurti india o la pirámide de Teotihuacán. Nada era exótico para él, para quien nada humano era indiferente.

Fundidas en un constante laborar, la sensibilidad y la inteligencia obraban en Pedro Henríquez Ureña creando una constante, imperativa curiosidad. La historia de su formación intelectual se desenvuelve en un crescendo, desde las más circunscriptas inquietudes hasta las más vastas y universales. Acaso la última fase de esa evolución sea la que cuente con menos testimonios, y, sin embargo, merecería un Eckermann; porque lo que alcanzó en ella solo quiso verterlo en el coloquio y sería sorprendente si se reconstruyera su extraordinaria y exquisita conversación.

Había comenzado disciplinando su espíritu en la ardua investigación de lo filológico y lo literario, campos en los que logró cosechar frutos maduros; pero muy pronto ascendió hacia la contemplación total de los fenómenos de cultura para cuyo examen poseía una rara agudeza; y en los últimos años de su vida tan trabajada escaló un alto mirador, desde el que el mundo todo en su pasado, su presente y su futuro, se tornó objeto de curiosa, apasionada contemplación. Esta fue su última fase, la que merecería el esfuerzo de los que estuvieron cerca de él para que no se desvaneciera con el tiempo. Sereno, casi olímpico, señoreando sus pasiones, con una tranquilidad del ánimo que algunos solían creer indiferencia y que era ardiente amor a la verdad, Henríquez Ureña se convirtió en testigo del mundo y comenzó a aplicar su penetrante inteligencia a desentrañar el enigma del tiempo. Sabía ver con claridad, y difícilmente se dejaba engañar por las apariencias. Su razonamiento tenía la fuerza de una demostración científica; su discurso el vigor dialéctico de Sócrates; y había en sus palabras —más de una vez proféticas— la firme prudencia que fuera patrimonio de Néstor. Este testigo del mundo, hecho de la misma sustancia de Paul Valéry o de Bernard Shaw, es el que ha muerto, y es lástima grande que su testimonio se desvanezca, siendo tanta la incertidumbre, tan grande el desconcierto.

No hace mucho tiempo, pensando en las múltiples dificultades que le impedían sumirse por completo en la labor intelectual, pronunció esta frase singular: “Solo me sostiene la curiosidad por saber qué pasa en el mundo”. Este era, en efecto, el tema de su conversación espontánea. Cargado de recuerdos, que su memoria prodigiosa conservaba con pulcritud, Henríquez Ureña tenía constantemente presente el hilo de la historia, en la que aquéllos entraban a formar parte con perfecto ajuste. Sabía descubrir en la noticia de cada día el secreto que la explicaba eslabonándola en la cadena del tiempo, y sus cavilaciones reconstruían muy pronto el haz de circunstancias y motivaciones que se escondía tras el hecho escueto. Y prudentemente, casi siempre con esa sonrisa ingenua y cordial que le proporcionó tantos amigos que lo amaron, esbozaba la interpretación del presente con rigor y cautela, y a veces dejaba deslizar la mesurada profecía. Espíritu privilegiado, no le podía faltar el consejo del espíritu familiar, que visitaba a Sócrates.

Daba firmeza a sus reflexiones el profundo conocimiento que tenía de los diversos ámbitos del mundo contemporáneo. En España y en Hispanoamérica no solo era uno de los hombres más conocidos, sino que era también uno de los que conocía a mayor número de hombres significativos y acaso uno de los que conocían mejor su compleja realidad social, política y espiritual. Este conocimiento se complementaba con el del mundo anglosajón, del que poseía información constante y acabada, no solo por su experiencia directa de los Estados Unidos, sino también a través de su vasta lectura de literatos y ensayistas, de su permanente contacto con revistas y periódicos, de su ininterrumpida comunicación epistolar con las más valiosas figuras del pensamiento. Y si se suma a todo ello la clara imagen que poseía del resto de Europa —incluyendo Rusia, por la que tenía una cordial curiosidad—, se comprenderá fácilmente que su pensamiento podía tejer el hilo sutil del suceder del mundo con extremada finura, labor en la que intervenían por igual su sensibilidad y su inteligencia, su intuición y su reflexión.

La gran crisis del mundo, que él sentía en carne propia con unamunesco dolor, se presentaba ante sus ojos con dramática intensidad a través de los más sutiles pormenores. Vigilaba el imprevisto desenvolvimiento de los procesos económicos, sociales, políticos y espirituales con atención suma, y no ocultaba su esperanza de que se recorrieran prontamente las etapas en el proceso de socialización del mundo. Espíritu sin dogmas, no se entregaba de lleno a partido alguno, pero estaba siempre del lado de las fuerzas creadoras y contra las fuerzas regresivas. Y la agilidad de su pensamiento le permitía agregar a la mera observación de cada fase del proceso la síntesis de una visión total y un esquema interpretativo basado en la percepción de lo durable, con frecuencia escondido tras lo banal y transitorio.

Eran estas constantes observaciones, estas reflexiones que constituían el eje de su conversación, esta militancia intelectual tras el enigma del presente, lo que daba a Pedro Henríquez Ureña ese aire singular de un testigo del mundo. Parecía un espíritu superior que sobrevolaba lo inmediato para ganar en perspectiva y extender la visión. De lo que alcanzaba a distinguir, de lo que infería luego de su examen, de lo que hilaba en su conversación plácida, de todo ello nada ha quedado escrito, quizá porque no había en todo ello, para él, sino el goce estético que le proporcionaba la arquitectura de las ideas. Había, sin embargo, una rara profundidad en su meditación y una no menos rara claridad en el orden que introducía en la caótica realidad. Los que lo trataron con asiduidad no podrán olvidar la experiencia humana de esa frecuentación; quedaba de manifiesto en sus palabras la madurez del historiador de la cultura —eso era, por sobre todo—, para quien todo desemboca en la dura experiencia vital del presente. Y en este presente turbulento creía ver su espíritu generoso los signos de una creciente perfección, que era su propio, su íntimo ideal.