Thierry y sus ‘Consideraciones sobre la historia de Francia’. 1944

Las Consideraciones sobre la historia de Francia que incorporamos a nuestra serie de Los historiadores ilustres fueron publicadas por Agustín Thierry en 1840 para servir de introducción a sus Récits des temps mérovingiens, una de las obras más características de la literatura histórica del Romanticismo francés. No debían ser, originariamente, sino algunas reflexiones sumarias sobre el criterio histórico seguido por él en la composición de sus relatos; pero el punto de vista era demasiado polémico para que quedara claramente expuesto en breve desarrollo, y así se fue extendiendo más y más hasta alcanzar sus Consideraciones categoría de obra autónoma. En rigor, el tema que Thierry se proponía en su disertación preliminar apasionaba tanto a su espíritu como la narración misma y eso explica la delectación con que demoró en su labor, analizando los criterios que estuvieron en vigor antes de su tiempo, el estado de las cuestiones fundamentales de la historia de Francia en su propia época, y, finalmente, el cuerpo de doctrina en el que reposaba su propia concepción. Así nació esta obra singular, cuya lectura mantiene para el estudioso de la historia y para el hombre preocupado por la evolución de la cultura su utilidad y su interés.

Es extraño que no se haya reparado en su original significación y que no destaquen su importancia quienes analizaron la multiplicidad del pensamiento romántico. Parece innegable, sin embargo, que representa el despuntar de un nuevo género de preocupaciones históricas y acaso merezca alguna vez un detenido examen que aclare su vinculación con el movimiento crítico del siglo xviii así como su original enfoque de la actitud histórica. Apresurémonos a declarar que su valor no radica, ciertamente, en los resultados que alcanza en el campo de la historia medieval de Francia y de Europa en general; después de 1840 se han realizado tantas investigaciones monográficas y tantos ensayos de interpretación de la Edad Media que sería ingenuo buscar en este libro lo que hoy puede hallarse más a punto en los trabajos de Dahn, Brunner, Dopsch, Lot, Pirenne, Marc Bloch o Sánchez Albornoz. Su interés radica en otro terreno y es necesario que el lector lo tenga presente para encaminar su reflexión y su juicio.

No deja de ser importante que esta obra signifique un hito en el movimiento historiográfico que restauró la validez del mundo medieval y señaló sus múltiples aspectos, tan valiosos como olvidados. Pero lo que nos parece digno de una atención especial es el que constituya uno de los primeros esfuerzos por sistematizar un cuadro de las ideas históricas. El propósito de Thierry, en efecto, era examinar la historiografía francesa anterior a su tiempo en cuanto interesaba a la concepción general del pasado de Francia y en cuanto se vinculaba al planteo del problema político que agitaba a su patria desde 1789. Pero su examen no fue el de un panfletista apresurado sino el de un auténtico historiador; y así, al aplicar su análisis riguroso y su firme propósito de objetividad a esa labor, esboza un sector de preocupaciones y un haz de posibilidades que no estuvieron antes presentes en el espíritu de los estudiosos: porque Agustín Thierry dibuja con cierta precisión lo que, hacia fines del siglo xix, aparecerá como una nueva rama de las ciencias históricas y se conocerá con el nombre de historia de la historiografía o historia de la ciencia histórica.

Puede parecer, ciertamente, que no son las Consideraciones sobre la historia de Francia fruto maduro del más característico pensamiento romántico; la observación sería exacta. Pero Thierry, como buen romántico, no vacilaba en atender a ciertos impulsos que excedieran su posición conceptual. Distinguía él claramente la disertación histórica del puro relato y, en principio, no podía el discípulo de Walter Scott y de Chateaubriand dejar de preferir el segundo; en él era la forma y el dramatismo evocativo, el color local y el sentido del espíritu del pueblo lo que predominaba; pero la disertación no dejó de atraerle cuando encontró un tema que respondiera a sus inquietudes y entonces se esforzó por desarrollar en ese campo sus posibilidades últimas. En este sentido, su labor participa, si no de los estrictos caracteres del pensamiento histórico del Romanticismo, sí de una de sus peculiaridades más hondas: la búsqueda, el esbozo, la curiosidad, la aventura intelectual; si después no fue esta la dirección preferida, sólo es imputable a la multiplicidad de vías que abrió el Romanticismo y que, aún hoy, siguen esperando adecuado desarrollo.

En sus líneas generales tanto como en sus desarrollos más circunscriptos, en el conjunto de sus fundamentos y en las formas externas que adquiere, el pensamiento de Agustín Thierry está encarrilado en el cauce sinuoso y borbollante del Romanticismo. Había nacido bajo el signo de una profunda crisis —madre, como todas las crisis, de una aguda inquietud— y despertó a las preocupaciones del espíritu por la influencia de las novelas de Walter Scott y, sobre todo, de las páginas apasionadas de Chateaubriand. Cuenta él mismo que, siendo alumno del Liceo de Blois, y cuando apenas tenía quince años, llegó a sus manos un ejemplar de Les Martyrs; esa lectura descubrió al joven estudiante un mundo ignorado de inquietudes y de preocupaciones que le conmovió vivamente, y mientras vibraba su sensibilidad al llamado de las imágenes gigantescas, comenzó a girar su interés hacia la historia de los lejanos orígenes medievales, en un proceso que no habría de detenerse ya más. Desde entonces el aura romántica envolvió su pensamiento y se saturó de ella todo su espíritu, singularmente inquieto y combativo.

Pero si en 1810 fue Chateaubriand quien cautivó su inteligencia adolescente y decidió su vocación, más tarde, en el París que se agitaba con la derrota de Napoleón y veía caer sobre sí la restauración borbónica, su inquietud fue polarizada por otro conductor de no menor fuerza como fue Saint Simon. Thierry entró entonces de lleno en el movimiento liberal, y al aferrarse a la doctrina con vehemencia y con generosidad —justamente cuando la doctrina parecía entrar en su ocaso— comenzó a vincularse a los grupos que en ese momento encabezaban su defensa. Entró en la redacción del Censeur européen en 1817 y allí recibió la misión de afrontar el debate histórico que proponían los nobles en sus periódicos; en efecto, al calor de la restauración pretendían recoger la herencia de la antigua nobleza y apoyaban sus demandas no sólo en la reciente obra de Montlosier sino también en toda la tradición aristocrática cuya línea, determinará Thierry con todo rigor. En el Conservateur y en el Observateur de la marine desarrollaban los nobles otra vez su teoría de las dos razas y de los derechos de lo que ellos llamaban los francos y que eran todos los defensores del antiguo régimen. Contra ellos escribió Thierry, entre 1817 y 1820, aquellos artículos que luego, en 1834, reunió bajo el título de Dix ans d’études historiques; más tarde, en el Courrier français, afrontó otra vez el mismo problema desde 1820 y esos estudios fueron recogidos ese año en un volumen y reeditados en 1827 bajo el título de Lettres sur l’histoire de France.

Pero entretanto su vocación se afirmaba, Thierry tomaba posición al lado de Guizot y de los otros prohombres del movimiento liberal bajo Luis XVIII y Carlos X. Y mientras Guizot dictaba en la Sorbonne sus apasionantes lecciones de 1821 y 1822, y rompía lanzas en favor de un sistema histórico que afirmaba la raíz histórica y la legitimidad del sistema liberal, Thierry luchaba en la prensa y en el libro con el mismo denuedo por idénticos ideales. Sin embargo, trabajaba también en la investigación histórica y, desde los mismos puntos de partida, trataba de explicar otros procesos semejantes a aquel que le apasionaba en la historia francesa. Fruto de esa preocupación, destinada en cierto modo a comprobar la validez de sus explicaciones sobre el hecho de la conquista y sus consecuencias sociales, fue su Histoire de la conquête de l’Angleterre par les Normands, publicada en 1825.

Junto a las grandes figuras del movimiento liberal, Agustín Thierry parecía destinado a alcanzar altas posiciones en la Universidad y en la vida política; pero quedó ciego en 1826 y desde esa fecha su labor se concentra y se limita al trabajo intelectual, ayudado por parientes y amigos, que debían leerle los textos que necesitaba consultar y escribir al dictado el fruto de sus investigaciones.

Desde entonces, y sólo con las limitaciones que le imponía su desgracia, Agustín Thierry se dedica de lleno a la actividad histórica; no retrocede un paso en sus convicciones políticas, pero poco a poco se torna más cauto y más firme en sus afirmaciones, más celoso de la comprobación documental. En 1833, cuando Guizot ejercía ya su memorable ministerio y se estimulaban de todos modos los estudios históricos, Thierry comienza a publicar en la Revue de Deux Mondes sus narraciones de la época merovingia que, completadas con otras, reunió en un volumen en 1840. Pero todas sus investigaciones se dirigían a un núcleo central que era el análisis del origen y la significación de la burguesía, y al fin, casi al terminar su vida, pudo reunirlas en un estudio de conjunto que tituló Essai sur la formation et le progrès du Tiers-État, y que vio la luz en 1853. Poco tiempo después, el 22 de mayo de 1856, moría en París a los sesenta y un años de edad.

Tanto en sus artículos polémicos reunidos luego en libros como en las Consideraciones sobre la historia de Francia, Agustín Thierry aparece preocupado fundamentalmente por el problema de las dos razas; así solía enunciarse en la literatura historiográfica anterior y contemporánea a Thierry el problema de la situación recíproca de los grupos en que se perpetuaban a través de los siglos las tradiciones de los francos por una parte, y de los galo-romanos por otra. Desde el Renacimiento había recibido la cuestión diversas soluciones y había sido enfocada desde diversos ángulos, pero en el siglo xviii comenzó a adquirir un calor prestado por la trascendencia inmediata que se descubría en ella, y volvía a plantearse de modo no menos dramático en la época en que Thierry aparece en el escenario de la vida francesa, agitada por la reaparición de las aspiraciones nobiliarias y el peligro que se cernía sobre las conquistas de la revolución de 1789.

Por el acuerdo de ambos bandos, podía darse como definitivamente admitida la hipótesis de que coexistían en Francia dos pueblos, el antiguo y el nuevo, el de los vencidos y el de los conquistadores. Mientras la nobleza defendía los derechos de los francos y se apoyaba en ellos para afirmar sus privilegios sosteniendo que nada subsistía de la Galia romana sino su situación de sometida, el partido liberal, en cuanto defensor de los derechos de la burguesía y de los principios de la revolución del 89, afirmaba la injusticia de los privilegios, la inexistencia de una conquista en sentido estricto y la perduración de muchas instituciones y costumbres anteriores a la invasión franca.

Thierry afirma la existencia de las dos razas y toma partido en la contienda. Pero posee las calidades eximias del historiador, las que incitan a pesquisar en el bloque de las afirmaciones rotundas los matices diferenciadores y a rechazar todos los simplismos; sostiene entonces que la conquista no había extirpado las raíces romanas y se dedica a escudriñar lo que había sido impostado sobre la tradición romana y lo que se había salvado de ella, fuera en estado de funcionamiento, fuera en estado de latencia. Thierry encuentra que en la tradición eclesiástica se perpetúa el contenido de la vida romana, pero afirma que es sobre todo en las de los municipios donde se mantienen sus rasgos capitales; y así ve irrumpir su fuerza adormecida en la revolución municipal del siglo xii, a la que asigna extraordinaria trascendencia.

En rigor, todas estas preocupaciones sobre cuestiones concretas apuntaban a un mismo blanco: la naturaleza de la sociedad francesa, o, lo que es lo mismo, a su estructura política y a su desarrollo histórico. Este tema era uno de los que constituían el edificio del pensamiento romántico y atrajo la atención del historiador y del político que había en Agustín Thierry. Porque en la concepción de la historia francesa no veía él un mero problema erudito; en el fondo era el problema político de su tiempo —estuario de las aguas de la revolución del 89— lo que le apasionaba y, como en Guizot, su ordenación del proceso histórico estaba guiada por el afán de lograr una justificación del derecho de la burguesía revolucionaria a las conquistas del liberalismo.

Thierry reemplaza la afirmación antihistórica de la permanencia de una situación dada por un cuadro evolutivo, porque era propio de su mentalidad romántica el advertir procesos de elaboración y etapas señaladamente diferenciadas por el color local. En los capítulos V y VI de las Consideraciones da un ejemplo acabado de su método discriminativo, de sus procedimientos eruditos y, al mismo tiempo, exhibe sin reparos sus propios defectos poniendo a la vista su vigoroso parti-pris frente al acervo documental. Pero así se integraba su personalidad de historiador y no deja de ser significativo —significativo de la naturaleza del juicio histórico— que se le ocultara su propia petición de principio precisamente cuando en las Consideraciones dedicaba su esfuerzo a descubrir los preconceptos que obraban en los otros sistemas.

Acaso aquellos aspectos —y otros muchos— de su labor historiográfica se adviertan mejor en alguna otra de las obras de Agustín Thierry: ya se dijo que no era ese el campo en el que radica el interés de esta. Aquí interesa el punto de partida en el análisis de los sistemas historiográficos y sociales que emprende para desbrozar el campo de la interpretación. Es allí donde surgirá una promesa llena de sugestiones para el desarrollo futuro de la ciencia histórica.

Atado fuertemente a los principios de la escuela romántica, Agustín Thierry no vacilará en condenar todo sistema en cuanto tal. Considera nefasta la influencia de Vico por haber introducido un principio de interpretación metafísica en la historia y afirma la importancia fundamental y exclusiva del hecho real, inmediato, y como consecuencia, la primacía de la narración sobre el sistema. Con esta posición, era lógico que encontrara vulnerables los intentos de explicación cerrada de la historia de Francia y buscara cómo desbaratarlos.

Sin embargo, su vocación de historiador y su intuición le proporcionaron un principio más seguro para el ataque. Abandonando el plano doctrinario, Thierry trató de descubrir su ineficacia histórica mediante la explicitación de sus preconceptos. La polémica de su tiempo le proporcionaba también un hilo conductor para esa empresa y, proyectando hacia el pasado las posiciones antagónicas cuyo duelo podía contemplar, advirtió de inmediato que eran los intereses de la nobleza y del estado llano los que obraban en el fondo de los sistemas en lucha.

Por este supuesto trata Thierry apresuradamente los sistemas vigentes en los siglos XVI y XVII; allí no aparecen las posiciones que persigue y desdeña ocuparse de la singular concepción humanística de la Edad Media. En cambio su atención se detiene en el cuadro de los sistemas interpretativos que aparecen a partir del momento en que, ya establecida la política absolutista de Luis XIV, comienzan a advertirse en ella algunos puntos vulnerables, precisamente hacia el final de su reinado.

Thierry somete a su agudo examen los sistemas de Freret, del conde de Boulainvilliers y del abate Dubos, desentraña el conjunto de afirmaciones que hace de cada uno de ellos un bastión en la lucha política, y se enfrenta luego con los que los siguieron, procurando siempre encarrilarlos dentro de aquellas posiciones que considera básicas; así desfilan por sus páginas Montesquieu, Mably, Brequigny, la señorita de Lèzardiéère, el abate Sieyès y Thouret.

Su análisis es penetrante y alcanza generalmente a lo hondo del problema; pero lo que interesa allí no es tanto el balance en cuanto a la validez de las conclusiones, como en lo que atañe a la discriminación del contorno social e ideológico que configura cada posición. Los puntos de partida, nacidos de convicciones irrazonadas y de prejuicios de clase, pero admitidos como esquemas incontrovertibles, aparecen en el examen de Thierry sometidos a una escrupulosa disección; y al poner de manifiesto su carácter contingente y relativo, aparecen explicadas las inferencias que no son comprobaciones objetivas sino meras secuelas de aquellos. Este análisis alcanza una notable claridad y señala un punto de vista lleno de posibilidades: por eso merece Agustín Thierry que se lo considere como un precursor de la historia de la historiografía.

Acaso llega ya la hora de rever el significado espiritual del siglo XIX, del que quizá nos nutrimos aún hoy, tras la etapa polémica de fácil crítica que ha querido negarle valor a su inmenso esfuerzo. En esa revisión surgirá sin duda la certeza de que, con ser mucho lo que ha logrado, es más aún lo que ha dejado para que fructifique con el tiempo. Aurora del siglo xix, el Romanticismo recogerá la mayor gloria en este terreno de las posibilidades ofrecidas al futuro; y en el cuadro de sus figuras más representativas, de las que no pueden ser medidas tanto por lo que realizaron como por lo que entrevieron en las sombras, Agustín Thierry adquirirá un noble lugar que no se le concede aún hoy. No es poco decir que orientó en cierto modo el curso posterior del Romanticismo historiográfico, escuela a la que Francia le debe un Michelet e Inglaterra un Carlyle; pero es más aún afirmar que ese Romanticismo que él contribuyó como pocos a diseñar y a afirmar como posición autónoma en el campo del pensamiento historiográfico guarda aún posibilidades latentes cuya realización augura esclarecimientos ciertos para las ciencias del espíritu. Y corresponderá a Agustín Thierry haberlas esbozado y haber dado un paso audaz, en sus errores y en sus aciertos: acaso no cabe mayor gloria en la aventura de un hombre que dedicó su vida a la sola aventura del pensamiento.