Al promediar el siglo XV, profundas mutaciones políticas y sociales contribuían a que se estructurara un mundo nuevo en la vieja Europa. La guerra de los Cien Años tocaba a su fin dejando a Francia y a Inglaterra exhaustas y agitadas, modificando sus contornos geográficos y sacudiendo, sobre todo, su régimen social, por sobre cuyo viejo armazón medieval se constituían ahora las modernas monarquías absolutas y centralizadas, talladas con mano firme en los troncos seculares de sus pueblos por Enrique VII Tudor y por Luis XI de Francia. Del mismo modo, procurarán lograr idénticos fines Fernando de Aragón e Isabel de Castilla en la nación hispánica que soñaban constituir, y hasta Maximiliano de Austria, aherrojado por la fiereza de los poderosos príncipes alemanes, luchaba denodadamente tratando de asentar por sobre ellos una autoridad incontrovertida.
Primer signo de la crisis del siglo XV, la mutación del orden social y político no es, con todo, sino uno de ellos; simultáneamente, caía el viejo Imperio Bizantino y en su lugar aparecía en la Europa oriental, hasta entonces inexistente en la balanza de poder, un poderoso y amenazador imperio continental, sobre la tradicional vía de invasión del Danubio, montado sobre los engranajes de un ejército temible y dominado por la mano rigurosa de los turcos otomanos: surgía así un nuevo polo en la tensión política de Europa, y hubo de ajustarse su sistema de relaciones contando con esta nueva fuerza que se instalaba en el centro de la vida económica de la época: el mar Mediterráneo. Más que de provechosas aventuras comerciales, las aguas mediterráneas serán ahora teatro de nuevas luchas, con las que se verá poner punto final al intenso tráfico comercial que había hecho la grandeza de tantas ciudades del sur de Europa.
A esta alteración profunda y decisiva de la vida cotidiana correspondió una pareja alteración de la vida espiritual. El libro impreso, el otro signo prominente de los tiempos, comienza a llevar a los espíritus cavilosos los gérmenes de nuevas dudas, las ansias de nuevas soluciones, los fermentos de ambiciones nuevas. Débilmente en unos, apasionadamente en otros, las convicciones de la fe comienzan a tambalearse en muchos espíritus, y en lugar de ella, se insinúan misteriosas explicaciones del mundo, en las que la magia unas veces y la ciencia otras, proporcionan las ideas directoras. Y, entretanto, de las mentes más sutiles y de las sensibilidades más aguzadas, comenzaba a surgir un mundo nuevo en la literatura y en el arte; en la Florencia de los Méedicis o en la Roma papal, una fiebre de creación espiritual se había apoderado de los espíritus y cuajaba en el fresco imperecedero de Masaccio o Leonardo, en el bronce de Ghiberti o de Donatello, en el verso nostálgico del Pontano o en el discurso reflexivo de León Bautista Alberti.
Tiempos de crisis, de transformaciones, de decadencia de viejos ideales y de alegre elaboración de nuevas formas de vida, los años agitados de la segunda mitad del siglo XV parecen animados por un alma de adolescente en trance de descubrir un mundo nuevo, de palpar los secretos mecanismos de la vida, de descubrir los misterios que se esconden a la razón; y, desatado de todas las cadenas que pudieran contener su pensamiento y su vida, el hombre de estos años de febril inquietud comienza a creer que todo lo inverosímil es posible y que nada justifica la existencia sino la suprema aventura de ver y sentir lo que antes nadie sintiera y nadie viera: el plástico perfil del pájaro que vuela, el filtro mágico que surge en la retorta del alquimista; la idea sutil que se engarza en palabras, la tierra incógnita rodeada por mares antes nunca navegados, como dijera Luis de Camoens en Os Lusiadas.
De este espíritu participaba España, cuando veía concluir su secular cruzada contra los musulmanes. Tocada por la brisa del nuevo espíritu renacentista, también España comenzó a soñar con nuevos infieles con quienes combatir y con nuevos reinos que agregar a su corona; era la España heroica y aventurera de siempre, ahora renovada con la renovación de Europa; era la España en que Manrique lamentaba las galas y los primores del buen tiempo de don Juan II, mientras Juan de la Encina componía sus églogas, mientras surgía en un venerable solar toledano el gótico florido de San Juan de los Reyes, mientras Gil de Siloe esculpía un encaje divino sobre el blanco mármol funerario del rey don Juan.
En este cuadro contrastado de la España turbia de Enrique IV y de la España clara de los Reyes Católicos, es donde se engarza la figura de historiador de Hernando del Pulgar, inquieto y prudente, cazurro y serio, capaz de una respuesta astuta tanto como de un discurso retórico, hombre, en fin, de ese tiempo, fértil en contrastes. También habían aparecido allí otros historiadores. Alfonso Fernández de Falencia, el autor de la Gesta hispanensia, escrita en latín y luego burdamente traducida y divulgada por otras manos, Diego Enriquez del Castillo, que compuso una crónica oficial del reinado de Enrique IV, Andrés Bernáldez, que escribió una Historia de los Reyes Católicos. Pero Hernando del Pulgar es, sin duda, historiador de más alta alcurnia y su obra —la Crónica de los Reyes Católicos y los retratos agrupados con el nombre de Libro de los Claros varones de Castilla— representa una etapa de singular significado en la línea de desarrollo del pensamiento historiográfico español.
No es mucho lo que se sabe de él y hasta se ignoran las fechas precisas de su nacimiento y de su muerte; su existencia transcurre durante aquellos dos reinados y en la corte de entonces fue hombre de consejo, estimado y oído. Alternó en ella —él nos lo dice— con todos los personajes importantes de los ambientes palaciegos y frecuentó el trato de los que se distinguían en el ejercicio de las letras, y si ese contacto proporcionó a su espíritu nuevas inquietudes y orientaciones nuevas, no menos influencia ejercieron en su ánimo los viajes que, por encargo oficial, realizó a las cortes de Italia y de Francia, en donde el espíritu de la modernidad se afirmaba enérgicamente. Acaso no alcanzara su vida al año aquel que vio la conquista del reino granadino y el descubrimiento de las tierras americanas, porque su Crónica concluye en 1490; pero sin duda era consciente de que asistía a un espectáculo de renovación de la vida española y quizá sea su característica más notable cierta aptitud para reflejar las proyecciones de tales mutaciones en las formas de la vida políticosocial y en los ideales de la existencia individual: de elIa, en efecto, se nutre su visión de historiador.
Hernando del Pulgar escribió sus Claros varones de Castilla —cuya primera edición vio la luz en Toledo, en 1486— bajo la influencia declarada y enaltecida de Fernán Pérez de Guzmán, cuyas Generaciones y Semblanzas constituyen el antecedente directo de su concepción historiográfica. Pero si en el maestro castellano encontró los esquemas constituidos para la composición de sus retratos, fue en la corriente de la actitud renacentista italiana, directamente, donde recogió el caudal de sugestiones, y los elementos sustanciales que alimentaron su concepción de la
De esta doble influencia renacentista —la ya elaborada por Guzmán, y la recogida, directamente, en las fuentes italianas— nace y se nutre en Hernando del Pulgar una madura concepción de la
Vinculado a su concepción de la
Pero no es esta comparación, como se ha dicho alguna vez, mero alarde retórico; está dirigida, por el contrario, a lograr una demostración que importa mucho para el historiador castellano del siglo XV, qué es la de que existe una idiosincrasia peculiar del castellano que define su genio nacional —ya puede decirse entonces—, y que si se advierte en contraste con el carácter de los antiguos, no resulta menos evidente si se lo compara con el de otras naciones de la época, como afirma Pulgar expresamente en el retrato de don Rodrigo de Narváez. Como en la Crónica de los Reyes Católicos, hay aquí insinuada una idea —propia del tiempo, por otra parte— de la peculiaridad castellana, que acaso, aunque no podría afirmarse categóricamente, implique ya una circunscripta noción de lo español.
No es arbitraria ni está exenta de sentido la elección, por parte de Pulgar, de la forma biográfica, cuando realiza espontáneamente su obra de historiador; el Renacimiento se manifestó como un redescubrimiento de la significación del individuo como tal, y, durante el tiempo en que sus concepciones mantuvieron su fuerza, fue frecuente la adopción de ese tipo historiográfico en el cual cabe el retrato psicológico, la discriminación sutil de lo individual, la descripción, en fin, de las formas singulares de una concepción de la vida que tiene vigencia colectiva pero que se manifiesta en cada uno con los matices que presta su personalidad, y todo ello, además, con escaso cuidado del acontecer exterior, preocupación fundamental, en cambio, de la crónica.
Esta noción del valor y de la significación del individuo había guiado a muchos historiadores ilustres del Renacimiento; suele hablarse de la influencia que, sobre Hernando del Pulgar, ejerció Bartolomeo Faccio y él mismo cita a cierto Jorge de la Vernada que escribió las vidas de los caballeros franceses y cuyo modelo obraría en su espíritu, en tanto que, en España, ya Pérez de Guzmán había dado un ejemplo harto estimable del género. Pulgar se adhiere a este punto de vista y emprende la tarea de fijar una imagen de los personajes más importantes de la corte del rey Juan II y de la de Enrique IV con una brevedad que no llevaba consigo, necesariamente, la esquematización y el empobrecimiento de los rasgos, sino que lo conduce —con éxito innegable— a ahondar en el carácter y en la fisonomía para poder grabarla en el discurso con frase escueta y sentenciosa, pero ágil y expresiva.
Es notoria su agudeza para descubrir, y para expresar luego, lo peculiar de la figura física o de la fisonomía moral de su personaje; pero esta virtud de psicólogo y de escritor, con ser fundamental, tiene para nosotros menos interés que la atenta observación de ese repertorio de tipos humanos que maneja y con cuyo módulo realiza la valoración de los individuos. Pulgar, aunque vive en cierta medida el espíritu del Renacimiento y participa de sus ideas y de su sensibilidad, es —acaso como buen renacentista— hombre que no se atreve a romper del todo sus raíces medievales, y, al fin, sus claros varones no habrán de ser sino clérigos y caballeros; pero dentro de estos tipos, en la trama de su múltiple personalidad, se advertirá que Pulgar descubre y expresa el entrecruzamiento de los ideales, vivos y creadores los unos, meras supervivencias anquilosadas, los otros. El caballero es, en principio, el varón esforzado y valiente, capaz de luchar por su rey y por su fe; pero muy pronto advertimos que no son esos valores los únicos que él procura llevar a primer plano; encontraremos en él estimación por lo que él llama el hombre esencial, reposado y enemigo de vanidades; encontraremos estimación por la ductilidad manifiesta en el gobierno de los hombres, por el afán de la sabiduría, por la sagacidad para descubrir los secretos de la
Todavía podrían señalarse otras facetas de la
Por todo ello es Pulgar un historiador auténtico, celoso de alcanzar los rincones secretos de la existencia social en la que coloca sus personajes; pero no se preocupa sólo de descubrir; como sus modelos renacentistas, Pulgar cree en la eficacia de la enseñanza moral de la historia: él es, como sus congéneres, un pragmático. Para cumplir la misión pedagógica que atribuye a la historia, intercalará con harta frecuencia unos ex-cursus moralizantes, construidos sobre la base de la comparación de las hazañas de aquellos personajes que estudia con las de los antiguos que encuentra en Plutarco o en Valerio Máximo; y de esa comparación deducirá prolijas enseñanzas, los preceptos de la filosofía moral que son necesarios para vivir virtuosamente, que se tornarán bajo su pluma severos dictados para la guía de la conducta.
Pero su pragmatismo no se satisface con eso; aspira a que su narración de las hazañas y las virtudes que ilustraron a los personajes más significativos de Castilla fortalezca el ánimo de las generaciones sucesivas, y considera que es deber de la historia el guardar el recuerdo de aquellos sucesos memorables para que la posteridad sepa quiénes han sido los mejores y para que su culto sea, al mismo tiempo, la condigna sanción de los que abandonaron la estrecha vía del deber moral: guía de la conducta, la historia es también para él un juez postrero que anticipa la exaltación o la condenación eternas, premiando o castigando en la tierra con la memoria imperecedera o con el olvido.
Por aquella virtud de la agudeza para la discriminación de la