La ‘Vida de los doce Césares’ de Suetonio. 1948

Un ciego azar, manifestado en la accidental circunstancia de que se hayan conservado o no los viejos manuscritos, ha contribuido en alguna medida a cimentar perdurablemente o a ensombrecer, otras veces, la gloria de muchos escritores ilustres del pasado. Es indudable que más nos acordamos de Aristófanes que de Menandro. La posteridad ha recibido en herencia el vago recuerdo de más de un nombre preclaro que solo es para ella una sombra esfumada, porque un destino infausto ha querido que perecieran todos los testimonios de su esfuerzo y su genio. Y frente a la falange de los que triunfaron en las ásperas batallas del espíritu, su nombre se pronuncia como, después de la victoria, el de los héroes que sucumbieron en la lucha: con un rumor sombrío en el que vibra la certeza de la definitiva ausencia.

Suetonio, como muchos otros, ha tenido el privilegio de no caer en el olvido. Ciertamente, de las numerosas obras en que vertió su inmenso saber muchas perecieron y solo nos ha quedado algún fragmento que recogiera un autor posterior o la mera noticia que guarda algún cuidadoso comentarista. Pero ha querido su fortuna que nos haya llegado casi completa aquella que más hizo por su fama: las Vidas de los doce Césares, colección de biografías de los emperadores romanos del primer siglo del Imperio. Gracias a ella, Suetonio ha llegado a ser uno de los clásicos más leídos y uno de los autores más citados. Allí procuraron satisfacer muchas generaciones de lectores su curiosidad acerca de la vida de la Roma imperial, reliquia duradera del pasado que el hombre de Occidente no puede olvidar sin olvidarse de sí mismo. Y más que las severas páginas de Tácito, las Vidas de Suetonio siguen aproximándose al lector con su aire acre o dulce de humanidad, y conformando —con sus méritos y sus defectos— una arraigada visión del Imperio.

Empero, Suetonio, como otros muchos autores de la Antigüedad, suscita en el espíritu de quien aconseja su lectura algunas dudas y no pocos temores. Es preciso leerlo, pero es menester estar preparado para que su lectura resulte agradable y provechosa. Teniendo en cuenta cuáles son las fuentes de información que poseemos para conocer la historia del Imperio romano, debemos convenir en que las Vidas de Suetonio constituyen una cantera de noticias de inapreciable valor: solo por él sabemos muchas cosas que sería deplorable ignorar. Pero para beber en esta fuente con provecho es imprescindible conocer el cuadro general en el que deben insertarse sus noticias, porque es fácil, de lo contrario, encontrar pronta satisfacción a la curiosidad con una imagen que solo refleja una faz de la poliédrica realidad del Imperio.

Este estudio preliminar quiere proporcionar al lector que no se sienta familiarizado con la historia romana algunos elementos útiles para comprender la obra de Suetonio y la vida de la sociedad que él refleja. Para ello es imprescindible, ante todo, poseer una clara visión de conjunto de la época en que transcurren las vidas de los personajes de Suetonio; pero no basta con eso; también es menester lograr una imagen precisa de la época inmediata, aquella en que Suetonio escribe, porque con sus supuestos juzga e interpreta el autor; y, finalmente, es imprescindible conocer la singular fisonomía intelectual del propio Suetonio y estar prevenido sobre sus características de historiador y de biógrafo.

Es seguro que con estos recaudos el lector apreciará con claridad y hondura el alcance de la interpretación que hace Suetonio de sus personajes y obtendrá, a través de él, una visión más justa de la realidad romana del primer siglo del Imperio.

La época de los doce Césares. — El conjunto de las biografías que componen la obra de Suetonio muestra al lector la época que transcurre desde el desencadenamiento de la crisis en que sucumbió la República romana hasta fines del siglo I de nuestra era y del Imperio. En tan largo plazo, la fisonomía de Roma se transformó profundamente y su historia recorrió algunas etapas decisivas: la crisis republicana, el advenimiento del principado, la época de la dinastía Julio-Claudia, la convulsión de los años 68 y 69, y, finalmente, el afianzamiento del despotismo militar con la dinastía de los Flavios. Y sobre el cuadro de estas mutaciones históricas, que corresponden a graves procesos que se desarrollan en el seno de la vida romana, se mueven las figuras de los Césares con perfiles más o menos acusados, cumpliendo en el desenvolvimiento de la acción histórica papeles de mayor o menor alcurnia.

Cuando terminó la segunda guerra púnica, en 202 a. de J. C., se inició en la historia romana una etapa de transformación radical. Casi un siglo antes, la anexión de las ciudades griegas del sur de Italia había convertido a Roma en potencia marítima, posición en la que se había fortalecido mediante su triunfo en la primera guerra púnica (264-241 a. de J. C.). Poco después debió afrontar el grave riesgo en que la puso la invasión de Aníbal y, tras larga y sostenida lucha, había logrado tornar favorable el resultado de la guerra gracias a la feliz campaña de Escipión el Africano, triunfador en la batalla de Zama (202 a. de J. C.): fue este triunfo, precisamente, el que motivó ciertas transformaciones en la vida de Roma, destinadas a tener largas proyecciones.

En efecto, si por la orientación de su política exterior quedó en evidencia que Roma aceptaba su posición de potencia mediterránea y que estaba dispuesta a llevarla hasta sus últimas consecuencias, no fue menos claro que la adopción de esa política debía traer consigo alteraciones de trascendencia en el ritmo de su vida interna. Las circunstancias favorecieron el rápido florecimiento de las actividades económicas y muy pronto se advirtió, como consecuencia, una dislocación de la tradicional ordenación social debido a la aparición de grandes fortunas que contrastaban con la creciente pauperización de las grandes masas. Ya en el siglo II a. de J. C. hizo su aparición el latifundio explotado por brazos serviles y comenzó a decrecer, poco a poco, la pequeña propiedad y el número de los colonos libres que la trabajaban. Con estos antiguos colonos libres, ahora sin posibilidades en los campos, se engrosó la masa del proletariado urbano, multitud amorfa en la que palidecían las viejas virtudes ciudadanas y se enervaban las calidades militares del soldado, en otro tiempo esforzado hasta el sacrificio; su concentración en las ciudades respondía a la esperanza de encontrar en ellas nuevas posibilidades de vida, y así su esfuerzo se volcó en las nuevas actividades comerciales, industriales y marítimas.

Con estas transformaciones económicas y sociales se incubaban difíciles problemas que desembocarían, antes de mucho tiempo, en las violencias de la guerra civil. Un partido de opinión, heterogéneo e inorgánico pero de inconfundibles tendencias, comenzaba a constituirse con esos nuevos elementos sociales que quedaban desgajados del antiguo orden y sin firme arraigo todavía en el nuevo; su fuerza consistía en el crecido número de sus miembros, en su creciente irresponsabilidad cívica y en la periódica actualización de sus exigencias perentorias. A su frente comenzaron a aparecer políticos de tendencia reformista o revolucionaria que unieron sus intenciones filantrópicas a sus ambiciones personales; los nutrían algunas innegables tradiciones romanas, pero más aun los ideales del socialismo griego, difundido entonces por el mundo romano, a cuyo calor forjaban los temas de su propaganda y las consignas que ofrecían a sus partidarios; pero después que la conquista los puso en contacto con el mundo helenístico comenzó también a influir en su ánimo el espectáculo de un poder menos constreñido que el que ofrecía a los magistrados el rígido mecanismo institucional de Roma; el de los autócratas helenísticos, a quienes comenzaron a envidiar. Los mandos militares en las provincias sometidas, para los que se comenzó a prescindir de las limitaciones legales, fueron una escuela para el ejercicio del poder discrecional, y esta circunstancia, unida a la más estrecha dependencia de los soldados con respecto a sus jefes, que se estableció al prolongarse las campañas y al comenzar a reclutar los legionarios entre los desposeídos, creó un nuevo tipo de político al que estaba reservado apurar las etapas de la crisis de la República. El jefe de partido con mando militar, apoyado en sus tropas, fue, en efecto, el árbitro de la situación, y de él lo esperaban todo los que nada podían esperar del funcionamiento regular de las instituciones.

Así comenzó, en la segunda mitad del siglo II a. de J. C., una crisis profunda de toda la estructura romana, en la que era posible ver qué elementos desaparecían aun cuando no se divisaran con claridad los caracteres de la renovación que se preparaba. El tribunado de Tiberio Graco en el año 133 a. de J. C. señala el desencadenamiento de la lucha entre los intereses económicos y sociales en pugna, y los frentes enemigos se acusan ya con nitidez cuando su hermano lo reemplaza en el comando revolucionario, diez años después. La nobilitas, que detentaba el poder, temía que el desarrollo de la política imperialista le arrancara de las manos el monopolio del Estado, y trató por todos los medios de contener los primeros ensayos de quebrar su autoridad, hechos por las fuerzas que habían nacido como consecuencia de aquella. La política imperialista —que había ofrecido a la nobilitas pingües ganancias— era, en efecto, la que había llevado al primer plano de la vida política al proletariado urbano, numeroso y empobrecido, y a los caudillos militares, ambiciosos y audaces. A largo plazo, el triunfo no podía ser dudoso para esos nuevos elementos sociales y políticos que reflejaban la nueva realidad de la vida romana; pero, entre tanto, los que veían escaparse de sus manos los antiguos privilegios procuraban defenderlos y no vacilaron en llegar a los últimos extremos de violencia; por ella sucumbieron Tiberio y Cayo Graco, símbolos del primer esfuerzo constructivo en favor de una nueva ordenación de la vida romana, compatible con las nuevas circunstancias y las viejas tradiciones.

Pero la llama renovadora no se apagó al ser abatidos los portadores de la antorcha. La recogieron Mario y Saturnino y brilló otra vez, con mayor o menor pureza; volvió a arder en las manos apasionadas de Catilina y la recogió por fin Julio César, más experto piloto de tempestades, más cauto y al mismo tiempo más audaz, bajo cuya custodia incendió los últimos reductos del tiempo ido y alumbró el despertar de una existencia renovada.

Con Julio César la República recibe el golpe de muerte que la amenazaba desde largo tiempo. Para hallar solución a los múltiples problemas que proponía la nueva situación económica, social y política, era menester romper decididamente con las tradicionales limitaciones impuestas al ejercicio del poder, instaurar nuevos principios jurídicos y políticos, crear y derribar instituciones. Julio César apenas disimuló su resolución de llegar hasta donde fuera necesario. Muy pronto la tradición republicana se tornó una vaga sombra, a la que, sin embargo, se adhirieron con pertinaz y heroica decisión algunos espíritus conservadores y temerosos del desarrollo del poder personal; pero sus esfuerzos fueron vanos, y el viejo orden se desvaneció —hundido por amigos y enemigos— para ceder el paso a un estado autocrático que muestra la impronta de las tradiciones helenísticas; era la corona, que César simulaba rechazar, lo que mejor simbolizaba el tiempo nuevo.

Sin embargo, pese a su esfuerzo gigantesco, el asesinato de César en el año 44 a. de J. C. volvió el problema al punto de partida. La obra de creación institucional que Julio César había comenzado requería un finísimo artífice de la política, y el artista supremo había caído apuñalado en los idus de marzo. Era necesario volver a empezar, sin olvidar que una primera experiencia había demostrado la fuerza con que anidaba la tradición republicana en muchos corazones. Entonces quiso la fortuna romana que apareciera para reemplazarlo un artífice no menos hábil, cuya paleta, de tonos pálidos, contrastaba con la vigorosa de César, pero que poseía, acaso más que él, cierto sentido de las grandes estructuras arquitectónicas. Ese fue Augusto, por el que Suetonio no oculta la más profunda admiración, reflejo fiel de la que le tuvieron sus contemporáneos y del recuerdo imperecedero que dejó en el ánimo de las generaciones sucesivas mientras Roma alentó.

Con Augusto aparece una nueva organización política: el principado, fórmula transaccional en la que se acuerdan las tradiciones jurídicas de la República con la realidad del poder de facto, impuesto por la conquista del Imperio. El principado, tal como lo diseña Augusto, deja en pie la armazón republicana, pero introduce en él el principio del poder autocrático, disimulado tras las excepciones que se confieren al jefe absoluto de las fuerzas militares para el ejercicio simultáneo de otras magistraturas, sin las antiguas limitaciones de la anualidad y la colegialidad.

En el fondo, el régimen del principado nacía sobre la base del indiscutido prestigio militar y político de Augusto, y recibió su fisonomía de la parsimonia con que supo ejercerlo. Su tiempo fue como una Edad de Oro para la Roma sacudida durante tanto tiempo por los estertores de las contiendas civiles; la Pax Augusta se extendió por el Imperio y florecieron por entonces Virgilio y Horacio para testimoniar el esplendor de la vida espiritual. Pero la moderación no provenía de la sabia ficción jurídica elaborada por Augusto sino de su propia prudencia. El régimen autocrático estaba fundado y solo se necesitaba que alguno de sus sucesores quisiera arrojar la máscara de la juridicidad para que surgiera a plena luz.

Eso fue, precisamente, lo que hicieron los sucesores inmediatos de Augusto. La familia Julio-Claudia dio a Roma cuatro emperadores más: Tiberio (14-37), Calígula (37-41), Claudio (41-54) y Nerón (54-68). Si Tiberio mantuvo la orientación política de su ilustre antecesor durante los primeros tiempos de su principado, ya en su última época, y sobre todo después de la conjuración de Sejano (31), comenzó a ejercer su poder omnímodo sin restricciones ni trabas. Su violencia rompió pronto todos los diques del derecho y bien pronto se advirtió que no existía ya freno legal que contuviera los excesos del príncipe. Murió Tiberio y lo sucedió Calígula; pero los excesos no cesaron y su recuerdo hizo temblar a los romanos mucho tiempo después de muerto; parecían estar presentes ante sus ojos las inspiraciones de su bisabuelo Marco Antonio, que, como César, soñaba con el ejercicio del poder autocrático a la manera oriental y se había dejado arrastrar, junto a Cleopatra, por los desvaríos de la monarquía divinizada. Y cuando Claudio sucedió a Calígula, sus mujeres y sus libertos reclamaron para sí el poder omnímodo que el César no se atrevía a ejercer. Poco después Nerón colmaba la medida y conducía a Roma por los senderos de la más refinada crueldad hasta amenazar a sus conciudadanos y a Roma con la destrucción y el aniquilamiento físico.

Así quedó al descubierto la verdadera estructura política del principado, cuya moderación dependía solamente de la voluntad del príncipe y de su graciosa sujeción a los antiguos principios jurídicos. Pero más al descubierto quedó aun cuando las inauditas crueldades de Nerón suscitaron la indignación colectiva. De nada habían servido las sabias enseñanzas de Séneca y en nada había modificado su inclinación al mal su vocación de citarista y de poeta. Las crueldades del César amenazaban con la destrucción total y los espíritus se agitaron contra él. Entonces se descubrió hasta qué punto el régimen del principado había destruido todos los resortes de la vida política, cómo la ciudadanía carecía de instrumentos legales para hacerse presente en las situaciones difíciles y cómo la realidad era que solo quedaba en pie la fuerza militar.

Este era, en última instancia, el principio esencial del régimen del principado; constituía una estructura apoyada en el poder militar y no se apoyaba sino en él, de modo que solo él mantenía la posibilidad de actuar si las circunstancias exigían la acción. Así se desencadenó la terrible crisis de los años 68 y 69, que Suetonio refleja en sus biografías de Galba, Otón y Vitelio, y en la de Vespasiano luego. Cuando la ciudadanía siente la ausencia de toda posibilidad de acción, los jefes de los distintos ejércitos del Imperio, por el contrario, descubren que tienen a su disposición el instrumento político eficaz para apoderarse del poder; todo dependía del apoyo que los ejércitos quisieran prestar a sus jefes y, de inverso modo, de las concesiones que los jefes estuvieran dispuestos a hacer para seducir a sus ejércitos. Resuelta esta situación recíproca, cada jefe militar era un candidato en potencia al Imperio; la crisis del año 68 puso de manifiesto todos los secretos mecanismos de la vida política romana y las luchas que siguieron a la insurrección de Vindex probaron que solo el que predominara por la fuerza podía poseer por derecho el poder político.

Triunfó en la sangrienta puja Vespasiano, el jefe de los ejércitos de Oriente. Su apoyo y su título habían sido sus tropas, y, más que sus antecesores, afirmó su poder en la fuerza militar organizada. Pero, conocedor de lo que ello podía significar, Vespasiano quiso hallar, una vez dueño del poder, la manera de contener la siniestra violencia que amenazaba al Imperio restableciendo el lineamiento jurídico del principado, tal como lo proyectara Augusto. Surgió otra vez, en efecto, pero era notorio que solo por concesión benévola del todopoderoso imperator de los ejércitos, cuya autoridad asomaba iracunda cada vez que le estorbaba el orden jurídico. Y así, aunque el efímero principado de su hijo Tito permitió alentar la esperanza de que asentara el orden legal, Domiciano necesitó muy poco tiempo para quebrar las débiles ataduras que lo constreñían y retornar a la más desenfrenada autocracia, en rápida pendiente hacia el crimen.

Así transcurrió la época que Suetonio refleja en sus Vidas de los doce Césares. Desde Julio César hasta Domiciano, la aventura personal de sus personajes se desliza sobre el intenso drama del Imperio y no siempre permite su trama que el conjunto de la escena adquiera el relieve necesario; pero esa aventura personal proporciona abundantes datos de intenso valor humano para vivificar los esquemas políticos, y, así, la lucha entre los abstractos principios de la vieja tradición romana y de la nueva sensibilidad helenística adquiere, a través de Suetonio, una viviente realidad.

La época de Suetonio. — Del primer siglo del Imperio quedó en la memoria de los romanos una imagen llena de sombras, en la que solo brillaban, como etapas de clara felicidad, los tiempos de Augusto y los de Vespasiano y Tito. El régimen político del principado poseía una virtual posibilidad de ordenación jurídica que solo tornábase realidad por la clemencia y la moderación del príncipe, y tales virtudes solo en aquellos habían brillado; en los otros, en cambio, se mostraban en rara conjunción las malas pasiones, las desmedidas ambiciones de lujo y poderío, la torpeza para conducir el destino del Imperio.

Esta imagen cobró mayor nitidez cuando, tras el principado de Domiciano, una nueva conjuración entregó el poder a Nerva en el año 96. Los tiempos dulcificados que comenzaron entonces, ennegrecieron aún más, por contraste, las sombras que cubrían el pasado; los historiadores que fijaron en él su atención descubrirán en la violencia cesárea la tónica del período anterior, y Tácito expresará con sentencia precisa y vigorosa el juicio del siglo de los Antoninos sobre el que le había precedido: “Nerva reunió por primera vez dos cosas en otro tiempo inconciliables: el principado y la libertad”.[1]

Celoso curador de los principios de juridicidad y orden que aun anidaban en el fondo del alma romana, Nerva dio pruebas, en su efímero principado, de una clarividente sabiduría y una prudencia ejemplar. El poder de los Césares, apoyado en la fuerza militar e irrefrenable ya por las leyes, no admitía otra constricción que el de las virtudes personales; Nerva lo comprendió así y buscó un sucesor digno de la confianza de Roma por la templanza de su espíritu, y lo adoptó como hijo para asegurarle el poder. Tácito pone en boca de Galba, al narrar la adopción de Pisón, las ventajas del sistema,[2] pero es evidente que tiene presente en su ánimo el recuerdo de otra adopción más fructífera que aquella: la de Trajano por Nerva. Ese acto político tuvo, en efecto, el valor de un ejemplo e instituyó una costumbre que se mantuvo durante casi todo el siglo II; solo la quebró Marco Aurelio, cuya sabiduría no fue suficiente para decidirlo a apartar del poder a su hijo Cómodo, violento y cruel; pero, hasta entonces, permitió que Roma tuviera, durante el siglo II, cuatro emperadores de temple magnánimo y aguda visión de los intereses del Imperio: Trajano (98-117), Adriano (117-138), Antonino Pío (138- 161) y Marco Aurelio (161-180); con Nerva, iniciador de la tradición liberal, y Cómodo, con quien se hunde en el abismo, constituyen la familia de los Antoninos.

Hombre maduro ya cuando Trajano y Adriano ejercieron el poder, Suetonio refleja en sus biografías el juicio de su tiempo sobre la época que le había precedido. El criterio que enuncia Tácito categóricamente es el suyo, aun cuando no lo expresa de manera explícita; pero hay en la libertad con que Suetonio habla de los tiempos pasados cierto aire de seguridad y de bienestar que proviene de la certeza de que los males que describe no podrán ya volver.

En efecto, la época de Trajano y Adriano es la que suele conocerse bajo el nombre de “el imperio liberal”. Tras la aguda crisis de fines del siglo I, resurge la antigua devoción por la juridicidad y Trajano restaura el régimen definido y ejercitado por Augusto. El príncipe es, ante todo, el imperator, esto es, el jefe de los ejércitos imperiales. Por otorgamiento del Senado —el único cuerpo colegiado que subsistía aún— el imperator recibía otras funciones reguladoras de la vida social, que debía ejercer con mesura y sin privar a los otros magistrados de sus atribuciones específicas. De nuevo el orden senatorial y el ecuestre tuvieron sus atribuciones y carreras regularmente establecidas, y si alguna vez el príncipe proponía reformas y transformaciones en el régimen estatal, más las guiaba el afán de lograr un mejor equilibrio administrativo y político que no el de acrecentar su ya inmenso poder. Finalmente, nuevas instituciones destinadas a proteger a los necesitados aparecieron por entonces, como prueba de la paternal atención con que el príncipe vigilaba la vida de sus conciudadanos.

Esta política, que dio a los romanos la sensación de hallarse en un Imperio renacido, no fue obstáculo para que Trajano cumpliera lo que consideraba fundamental obligación de un imperator: la de extender y asegurar las fronteras romanas. Luchó en las regiones limítrofes y acrecentó el poder romano incorporando nuevas regiones a su autoridad. Y frente a su gloria, quedaba más notoriamente en descubierto la flaqueza de un Nerón o un Claudio, cuyos inmerecidos ornamentos triunfales parecían una burla a la legítima grandeza de Escipión o de César.

Cuando Adriano sucedió en el poder a su padre adoptivo impuso a la política militar del Imperio una modificación trascendental. Por vocación, Adriano fue un emperador civil, pero su vocación coincidía con sus convicciones acerca del peligro de una excesiva extensión del Imperio; las expediciones de conquista cesaron bajo su gobierno y los ejércitos fueron destinados a la custodia de las fronteras, tras abandonar algunas de las regiones trabajosamente conquistadas por Trajano. En los límites del Imperio surgieron las fortificaciones y las tropas comenzaron a reposar en las colonias que se levantaban tras los sólidos muros. Por eso su gloria militar es escasa. El organizador, en cambio, es brillante, y los romanos pudieron adquirir la convicción de que se hallaban en una etapa definitiva de paz y de orden jurídicamente establecido: en esta atmósfera escribe Suetonio sus Vidas de los doce Césares.

El espectáculo de una Roma regida por los principios del derecho brilla ante los ojos del erudito historiador. Como su antecesor, Adriano confiere al Senado un papel principalísimo que recordaba los buenos tiempos republicanos, y procura organizar, con los miembros del orden ecuestre, una burocracia cada vez más eficaz y contraída a su labor. Pero donde culmina su anhelo de orden es en su preocupación por la vigencia del derecho. Salvio Juliano, el famoso jurisconsulto, recibe el encargo de compilar el derecho pretorial, y el fruto de su esfuerzo es el Edicto perpetuo, verdadero código que Adriano sanciona con orgullo. ¡Qué contraste con la arbitrariedad de un Calígula, capaz de desear, en el paroxismo de su insolencia, que el pueblo romano tuviera una sola cabeza para cercenarla de un solo golpe! El jefe omnipotente del Estado se esfuerza por limitar sus atribuciones, por trazar carriles a su voluntad. El erudito historiador puede creer que la virtud se personifica en el emperador e instaura su reinado en la Roma que ha padecido antaño tanta amarga ignominia.

Y no se equivoca Suetonio. La virtud es una preocupación de la minoría. Los filósofos estoicos la explican y la divulgan, y con su conducta ofrecen un ejemplo que parece no desdeñar el propio emperador, recto y justiciero. Tácito había sentido renacer sus esperanzas al comenzar a escribir sus Historias, y lo que dijera de la época feliz de Trajano seguía en pie: “Rara felicidad de los tiempos, en que es lícito sentir como se quiera, y hablar como se sienta”.

La vida y la obra de Suetonio. — Es poco lo que sabemos de la vida de Cayo Suetonio Tranquilo, porque ni él mismo ni sus contemporáneos nos han legado sobre ella noticias de importancia: acaso fue la suya una existencia sosegada de esas que no despiertan el interés de los curiosos cazadores de anécdotas. La fecha de su nacimiento ha sido motivo de larga discusión, sosteniendo algunos que fue en el año 75 y otros que fue en el 69: esta última opinión parece merecer hoy más confianza. Miembro de una familia perteneciente al orden ecuestre, su padre había sido tribuno legionario en el ejército del emperador Otón durante las luchas del año 69. Según parece, Suetonio realizó estudios en Roma —de donde se cree que era natural— y, aunque se inició en el ejercicio de la abogacía, se sabe que no se dedicó mucho tiempo a esa actividad. Quizá contara con algunos bienes de fortuna; por ello es que muy pronto sus aficiones lo llevaron a dedicarse casi exclusivamente al estudio.

Durante el primer período de su madurez —entre los años 97 y 113—, Suetonio mantuvo correspondencia regular con Plinio el Joven, y gracias a esas cartas que nos han llegado —por otra parte, en general, bastante intrascendentes— poseemos algunas informaciones sobre ciertos aspectos de su vida, su situación y su carácter. El mero hecho de la amistad recíproca constituye una noticia interesante acerca de la posición de Suetonio, porque es bien sabido que Plinio era hombre altamente estimado y que gozaba de una situación envidiable en la vida política y en los ambientes intelectuales. Suetonio no era, pues, un hombre insignificante y la amistad y protección que Plinio le dispensaba le permitieron gozar de ciertos privilegios. Fuera de algunos favores personales y directos, Plinio facilitó a Suetonio el que se le dieran por cumplidas las obligaciones militares previas a la carrera burocrática que podían seguir los miembros del orden ecuestre, y, poco después, que se le reconociera el privilegio establecido para los ciudadanos que tenían tres hijos, condición que no satisfacía por entonces.

Plinio conocía cuáles eran las preocupaciones de Suetonio y seguía con interés el curso de sus trabajos, incitándolo a que los publicara. Cuando Suetonio dio a luz el De viris illustribus, en el año 113, su amigo y protector murió; pero no quedó huérfano de auxilios poderosos el erudito historiador, porque desde entonces se mantuvo cerca de C. Septicio Claro, hombre influyente y relacionado que tenía por él alta estimación.

En 119, el emperador Adriano confió a Septicio Claro el cargo de prefecto del pretorio; Suetonio recibió entonces la designación de secretario ab epistulis latinis, esto es, jefe de las oficinas encargadas de toda la correspondencia en ese idioma. Seguramente ese cargo permitió a Suetonio conocer muchos documentos que estaban vedados a los simples particulares; ya por entonces preparaba sus Vidas de los doce Césares y esos datos debieron ser para él de gran provecho. Poco después, hacia 121, publicó su obra y alcanzó con ella acentuado prestigio como erudito y escritor. Pero pese a él y a la estima que le tenía el emperador, no logró, sin embargo, contrarrestar la mala voluntad de cierto grupo palaciego —quizás el de Sabina, la esposa de Adriano— y en el año 122, al caer en desgracia Septicio Claro, fue separado de su cargo.

Desde entonces hasta su muerte —en una fecha que nos es desconocida— Suetonio se mantuvo alejado de la vida pública y se dedicó exclusivamente a sus investigaciones y a la preparación de sus obras, tarea sin duda la más grata a su espíritu. El fruto de su labor lo consagró como hombre de inmenso saber.

De su producción, que fue tan extensa como variada, solo nos ha llegado una obra casi completa: las Vidas de los doce Césares. El fragmento titulado De grammaticis et rhetoribus, que también ha llegado hasta nosotros, formaba parte, seguramente, de su obra De viris illustribus, que comprendía además otros capítulos destinados a estudiar a los oradores, filósofos, poetas e historiadores de Roma. Sus otras obras se han perdido y, aparte de unos cuantos fragmentos que citan algunos autores posteriores, solo conocemos sus nombres. Sabemos así que escribió un libro sobre los juegos públicos de los romanos y otro sobre los de los griegos; una enciclopedia sobre cosas romanas; un tratado sobre la organización administrativa del Imperio, uno sobre los reyes y otras obras de menor importancia.

Por la arbitraria selección que el tiempo ha hecho, Suetonio es, para nosotros, el biógrafo de los Césares del siglo I. En tal calidad merece un estudio más detenido, porque no solo es valiosa su obra en cuanto documento de la historia romana y testimonio de sus modalidades materiales y espirituales, sino que constituye un jalón importante en la historia de la literatura historiográfica. Suetonio es uno de los biógrafos más conocidos y característicos y su obra ha sido modelo del género biográfico, dentro del cual constituye un caso representativo.

Suetonio biógrafo. — Cuando Suetonio comenzó a cultivar la biografía, el género gozaba de particular predilección entre los lectores cultos; en el ámbito de la cultura helenística se lo había cultivado con asiduidad y seguramente circulaban en Roma muchos ejemplos valiosos de él.

Los biógrafos helenísticos habían tenido particular predilección por los hombres de estado, los guerreros y los literatos. Dentro de esta tendencia temática, la erudición helenística produjo un tipo de biografía cuya característica fue la acumulación de materiales, fuera para servir a la historia o para servir a la difusión de las obras y doctrinas de su protagonista. Pero al lado de ella se divulgó un tipo de biografía popular, en la que se procuraba que el relato fuera lo más ameno posible y en la que se prescindía de toda referencia sabia que pudiera fatigar al lector común.

La biografía helenística no solo se difundió en los ambientes cultos de Roma sino que suscitó el interés por imitarla, quizá movidos los romanos por el afán de mostrar cómo podían hallar entre sus compatriotas ejemplos dignos de compararse a los que podían acreditar los griegos, tanto en el campo de la política y la guerra como en el de las letras. Ya en las postrimerías de la época republicana aparecen en Roma algunas obras de este tipo. Varrón publicó, hacia el año 39 a. de J. C., sus Imagines, obra en la que reunió un conjunto numeroso de biografías breves que ofrecían al juicio comparativo del lector las vidas de un romano y un griego apareados según la actividad en que habían brillado. Allí se ocupaba Varrón no solo de políticos y hombres de guerra sino también de poetas y escritores. Esta obra no nos ha llegado; poseemos en cambio la que, hacia la misma época, escribió Cornelio Nepote con una estructura semejante, aunque no nos han llegado sino un número escaso de las biografías que la componían. Se sabe, además, que no fueron las únicas producciones del género, y se mencionan las biografías de Julio César y de Escipión el Mayor que compuso C. Opio.

En los primeros tiempos del Imperio, la biografía se difundió más todavía. C. Julio Hygino publicó dos series de biografías, una titulada De vita rebusque illustrium virorum y otra De viris claris, que pueden considerarse continuación de Cornelio Nepote, y aun se citan otras producciones; y más tarde, en el curso del primer siglo del Imperio, aparecieron autores de alguna significación que cultivaron el género con brillo. Julio Marato y Nicolás de Damasco escribieron sendas biografías de Augusto. Plutarco compuso por entonces, en lengua griega, su nutrida serie de Vidas paralelas, que repetía el esquema de Varrón en las Imagines, comparando personajes similares de la historia griega y romana, y Plinio el Viejo escribió en aquella época una vida de Pomponio Secundo. Por fin, en los últimos años del siglo, Tácito se inició en el camino de la biografía —en el que no continuó luego— con la Vida de Agrícola, pieza admirable de historia y humanidad. Poco después hace su aparición Suetonio, con el De viris illustribus, primero, y las Vidas de los doce Césares, después.

Para estimar y comprender la significación de Suetonio como biógrafo es necesario detenerse un instante a señalar los caracteres de las obras del mismo género que vieron la luz antes de la suya. La biografía había nacido en Grecia y heredó de la tradición literaria helénica una estructura definida y estricta. Su tema prístino había sido el héroe, y cuando comenzó a ocuparse de hombres de tangible realidad histórica trató de idealizarlos para que adquirieran una categoría semejante a aquellos, indispensable condición para inmortalizar su gloria. Así surgió una biografía que trataba de ajustarse a ciertos arquetipos configurados por los propios ideales de vida y cuyas formas puras eran el del hombre de estado y el del guerrero; su propósito era diseñar una imagen perfeccionada del individuo, en la que los rasgos demasiado humanos procuraban esfumarse; pero como además sus protagonistas eran guerreros y políticos, la biografía no podía sino depender de la historia general y el individuo solo prestaba el armazón del relato, cuya carne era la descripción de los sucesos de su tiempo que tenían próxima o lejana relación con él.

Esta tendencia sufrió una deformación notable en el período helenístico. Un nuevo interés por el individuo singular y una nueva estimación por otras formas de actividad humana que no eran las de la vida pública suscitaron entonces una preocupación más acentuada por el hombre de carne y hueso, por sus intransferibles modalidades, por el secreto de su mundo interior. Pero esta tendencia, que tantas posibilidades renovadoras ofrecía, apenas fue desarrollada, debido a la fuerza constrictora de la tradición arquetípica y política en el ámbito griego.

El romano poseía, sin duda, una más honda y espontánea capacidad para percibir la inmediata realidad individual. La tendencia que se descubre en su escultura a alejarse de los arquetipos —el Hermes o el Apolo— y a acercarse, en cambio, al retrato individual, se advierte también en la biografía romana. El arquetipo le parece una forma fría que no dice nada a su realismo esencial. Y así surge una biografía más próxima al microcosmos del individuo, quizá menos brillante pero sin duda más humana; y el tránsito de una concepción a otra está reflejado para nosotros en Suetonio, el primero —al menos de lo que nos es dado conocer— en quien se advierte con clara conciencia el afán de llevarlo a cabo.

La obra que nos permite acusar este rasgo en la concepción historiográfica de Suetonio es, precisamente, las Vidas de los doce Césares, en la que desfilan los príncipes romanos del primer siglo, desde Julio César hasta Domiciano. En su división originaria, la obra se componía de ocho libros; los seis primeros están dedicados a estudiar con detenimiento la vida de los miembros de la familia Julio-Claudia: César, Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón; el séptimo está consagrado a los tres contendientes de las luchas de los años 68 y 69: Galba, Otón y Vitelio; y el octavo se ocupa de los Flavios: Vespasiano, Tito y Domiciano; estas seis últimas biografías son más parcas que las primeras. Poseemos completos todos los capítulos de la obra excepto el primero, pues en todos los manuscritos falta el comienzo de la vida de Julio César.

Para comprender el carácter de sus biografías de los Césares acaso convenga tener presente que Suetonio había compuesto antes una serie de vidas de poetas, historiadores y filósofos. Esta labor contribuyó, sin duda, a definir el criterio que lo guió luego al ocuparse de hombres con otro tipo de actividad. Para el hombre de conocimiento o de temperamento creador, el mundo exterior constituye un marco menos significativo que para el hombre de acción política o militar, y es en cambio de importancia suma alcanzar, para comprender las manifestaciones externas de su vida, los abismos de su mundo interior. Esta experiencia indujo seguramente a Suetonio a estimar de otro modo las singularidades individuales y aun a extremar su punto de vista trasladando al examen de las vidas de políticos y guerreros ese criterio. Suetonio se propone estudiar a los Césares no como meros símbolos de la vida política romana sino como individualidades curiosas por sí mismas y dignas de estudio como formas de humanidad. Para esta labor, sus fuentes no podían ser solamente los documentos de la vida oficial y pública y las historias políticas; tenían que ser otras que le proporcionaran un material diverso, referido a la persona del César y a sus caracteres humanos; y fiel a su propósito, acudió a buscar sus informaciones donde no solían buscarlas los historiadores. Tuvo éxito, y con aquel criterio director y estas fuentes logró dar a sus biografías ciertos caracteres originales que vale la pena señalar.

Quien lea a Tito Livio o a Tácito no vacilará en afirmar que en el ánimo del historiador está presente, antes que ninguna otra, la imagen de la comunidad romana, cuya gloriosa y gigantesca aventura quiere relatar para asegurar su fama ante la posteridad. Suetonio, en cambio, no parte de esa imagen. La historia de la antigua República ya había sido escrita por Tito Livio, y Tácito había dado a luz sus dos obras sobre el Imperio poco antes que él comenzara a escribir sus biografías. Pero además de que no parecía urgente realizar una obra que con tanto brillo acababa de ser cumplida, la curiosidad de Suetonio no se sentía atraída tanto por la gloriosa aventura colectiva de la comunidad romana como por la apasionante existencia personal de los individuos, y, especialmente, por la de aquellos a quienes solo se solía ver ornados por la inmensidad de su poderío y elevados —por su virtud o por su infamia— hasta un plano que parecía exceder lo puramente humano. Ese individuo que se ocultaba bajo el manto imperial era el que atraía su atención; y no para encaramarse sobre ellos para divisar el pasado de la comunidad sino para ahondar en sus propias vidas, que sabía carcomidas por todas las debilidades que azotan la pobre alma humana, sea cual sea el ropaje con que se la encubra. Quienes aparecían en la historia como detentadores de un poder casi sobrehumano y como árbitros del destino común, surgían en sus páginas con toda la humildad y toda la grandeza que eran capaces de albergar. Y esta tarea dio por fruto un cuadro de inapreciable valor, indispensable contraparte de las historias generales, aunque poco comprensible sin ellas.

Suetonio señala expresamente el campo de sus búsquedas: “Ahora que lo he mostrado —dice hablando de Augusto—[3] tal como era en el mando y las magistraturas, al frente de los ejércitos, en el gobierno de la República y del mundo, durante la guerra y durante la paz, describiré su vida íntima y privada; diré cuáles fueron, desde su juventud hasta sus últimos días, sus costumbres, sus hábitos con los suyos, su suerte en su familia”. Junto a todo esto constituía un aspecto importante de sus preocupaciones la descripción física y moral del personaje, en la que Suetonio se detiene con especial cuidado buscando aquello que define y caracteriza una personalidad, sin que su ánimo vacile en explayarse acerca de mil detalles prosaicos y chocantes si con ellos puede contribuir a precisar la radical fisonomía del hombre que una tradición oficial divinizaba.

Quizá no hubiera en él —se ha dicho alguna vez— hondura psicológica para alcanzar una interpretación de conjunto, elaborada sobre los datos que él mismo aporta y destaca; pero en todo caso, los datos están allí y no es poco señalar la evidente intención con que los trae a colación en la descripción del individuo. Si quizá no logra una interpretación unitaria, su afán por establecer los caracteres individuales es notorio y su plan preconcebido, innegable. Por eso Suetonio hace biografías y no crónica o historia política; aquella preocupación lo incita a desentenderse del conjunto sistemático del contorno histórico, al que acude alguna vez, es cierto, para señalar la acción pública del César, pero del que no pretende dar una visión ordenada. Por eso prescinde también de todo principio cronológico, como él mismo declara;[4] porque, en efecto, los hechos son, dentro de su plan, tan solo elementos útiles para traducir una concepción de la vida, una posición frente a sus semejantes, una actitud moral. Por eso los ordena con total libertad, como conviene a su objeto de destacar la naturaleza íntima del personaje.

Se ha reprochado alguna vez a Suetonio —y podría tomarse como ejemplo la observación de Teuffel—[5] que carezca de agudeza para discriminar las épocas históricas y juzgar los acontecimientos de la vida política. La opinión no es totalmente justa. Si bien es cierto que la marcada despreocupación de Suetonio por los grandes cuadros históricos puede autorizar la primera afirmación, no lo es menos que todo el conjunto de sus biografías está dominado por una idea discriminativa: el contraste entre su tiempo y el primer siglo del Imperio. La sucesión de los infortunios pasados adquiere un sentido peculiar en contraste con la felicidad de la época del imperio liberal. Pero hay, además, en el curso de las distintas biografías algunos elementos para afirmar que también dentro del siglo I realizaba Suetonio una discriminación de tipo histórico. Augusto, Vespasiano y Tito se presentan bajo la apariencia del buen príncipe. Augusto había deseado conducir a Roma hacia la gloria y establecer su vida sobre bases sólidas y duraderas. “Él mismo —comenta Suetonio[6] aseguró la realización de este deseo, esforzándose para que nadie tuviese que quejarse del nuevo orden de cosas.” Del mismo modo, caracteriza el principado de Vespasiano por la moderación y la clemencia que demostró en toda su acción,[7] y el de Tito por la natural tendencia hacia el bien y la virtud que poseía el emperador.[8] En sentido inverso, apenas es necesario recordar las fórmulas categóricas que utiliza para fustigar a Nerón, a Calígula o a Domiciano para afirmar que recogía el sistema vigente de juicios y opiniones y que escribía según él porque lo justificaba y compartía.

Con todo, es necesario reconocer que las apreciaciones profundas no abundan en Suetonio. La historia que él cultiva no es una disciplina normativa de la que deban esperarse sabias lecciones sobre el destino de Roma o sobre el comportamiento ético. Suetonio carece de las radicales preocupaciones de índole moral y filosófica que nutrían el espíritu de un Tácito, y su finalidad se limita a conocer y relatar el mayor número posible de hechos y detalles que contribuyan a perfilar una personalidad. En el fondo, la historia que él practica, pese a la profunda erudición que pone a su servicio, está destinada a satisfacer una curiosidad ligera, y los mil detalles que ofrece pretenden responder a ella sin preocupar al lector. Entre todos los recursos posibles, Suetonio no vacila en apelar a los de mayor expresividad para poner de manifiesto las más abyectas calidades de sus personajes. La descripción es, a veces, cruda y hasta repugnante. Pero es necesario no olvidar que su público carecía, frente a ciertos problemas, de los escrúpulos que luego introdujo y agudizó el cristianismo. Su forma de encarar ciertos aspectos de la vida no es intencionadamente procaz o licencioso; es, simplemente, realista, con un realismo que hoy, tras veinte siglos de moral cristiana, nos es difícil concebir; y ese realismo está destinado a destacar los relieves que conforman el retrato psicológico, del mismo modo que buscaba alcanzarlo con otras descripciones que no afectan a la moral.

La concepción de la biografía que Suetonio realiza se refleja claramente en la estructura con que se nos presenta. La comparación con Plutarco nos podría aclarar las diferencias; porque mientras Plutarco no abandona el esquema cronológico y escalona los excursus en el relato, Suetonio disloca despreocupadamente el orden sucesivo de los hechos y establece un nuevo principio para la ordenación de sus materiales. Él mismo lo explica en un pasaje de la biografía de Augusto: “Tal es el resumen de su vida: ahora expondré separadamente los diferentes actos, no según el orden de los tiempos, sino según su naturaleza, para que se conozcan más clara y distintamente”.[9] En general, Suetonio cumple este plan en casi todas sus biografías. Se ocupa, primeramente, de los antecesores, de la infancia y la juventud del príncipe; luego comienza a narrar los principales hechos de su principado agrupándolos según su naturaleza: las guerras, la carrera civil y los diversos aspectos del ejercicio del poder, los monumentos que mandó construir, las liberalidades que tuvo con el pueblo, las leyes que estableció, los espectáculos que dio, los actos que probaron sus virtudes o sus defectos; después comienza a describir su vida privada y sus características físicas y morales, acumulando cuantos detalles fuera posible obtener para dar relieve a su imagen, así fueran groseros o sutiles; no descuida luego el señalar sus preferencias y gustos literarios y artísticos y, finalmente, comienza una descripción detallada de los distintos presagios que anunciaban su fin y sigue la descripción de la muerte y las disposiciones testamentarias.

Con solo ligeras variantes, Suetonio se ajusta a este plan, realizado estrictamente en la biografía de Augusto. Como puede observarse, la ausencia de digresiones y el hecho de que no acuda a ningún recurso que pueda desvanecer la vida del personaje en el cuadro general de la época, convierten su biografía en una precisa y escueta exposición de la vida del individuo. Los datos abundan, porque es la preocupación fundamental del autor. Sus fuentes han sido numerosas. Hombre culto, ha conocido a fondo las fuentes literarias y estrictamente históricas; pero no bastaban estas fuentes y acudió a las actas oficiales, a los repositorios de documentos oficiales y privados; y como aun así podía no agotar los recursos, se esforzó por conocer las cartas privadas, los libelos apologéticos o injuriosos, las inscripciones que se veían en las paredes y los rumores que circulaban o habían circulado y cuya memoria conservaba la tradición oral. Con estos elementos pudo dar a sus páginas esa sabrosa intimidad que tanto ayuda a adivinar la psicología de sus personajes.

Al recoger estos datos, Suetonio prueba que posee un agudo sentido crítico. Cuando se contradicen total o parcialmente, busca y averigua hasta cerciorarse de qué es lo cierto o lo verosímil, y, a veces, lleva su indagación a su obra, exponiendo los diversos datos y discriminando la verdad ante los ojos del lector, como hace en el pasaje en el que discute el lugar de nacimiento de Calígula. El rumor aparece acogido entre la multitud de sus noticias —sin duda porque ciertos datos solo en ellos podía hallarlos— pero queda solo con valor de tal mientras no puede corroborarlo; y, entre tanto, le sirve siempre para señalar cierta reacción frente a un hecho, y caracterizar la situación del personaje dentro del ámbito social.

Todo ese material recibe luego una forma literaria de extremada sencillez. Suetonio no es un escritor delicado ni un estilista de calidad; su prosa es, a veces, pobre, y su estilo superficial y hasta chabacano en ocasiones; pero, independientemente de la ausencia de ciertas dotes, es preciso no olvidar que renuncia voluntariamente a todo artificio oratorio o retórico y que busca una extremada simplicidad de forma. Esta simplicidad llega a ser más de una vez verdadera pobreza; los datos se suceden escuetamente y el encadenamiento se realiza por una mera yuxtaposición en la que a veces suele faltar la coherencia. Pero no podría negarse que cierto secreto sentido dirige su relato y basta para imprimir en él vigorosa energía de trazos y colores. Sin duda, tras el literato mediocre, se esconde un historiador auténtico.

Este historiador posee una innegable personalidad, y es instructivo señalar los puntos de contacto y de contraste con las grandes figuras de la historia que fueron, con poca diferencia de años, sus contemporáneos: Plutarco y Tácito.

Plutarco cultivó, como Suetonio, la biografía. Espíritu más profundo y de más vasta y honda formación filosófica, sus imágenes de los personajes que le ocupan poseen una densidad histórica y humana que apenas se destaca en las de Suetonio. Pero Plutarco es menos curioso que el romano para todo aquello que sea vida íntima y perfil individual, y no proporciona, en consecuencia, sino una imagen fría; obra en Plutarco la antigua dignidad del estoico impidiéndole descender hasta los más bajos estratos de lo humano —donde suele esconder su secreto más de un extraño personaje— e incitándolo en cambio a detener a cada instante el curso del relato para intentar una apreciación de la conducta, cuando del juicio pudiera derivar una duradera lección ética o política. No es ocioso comparar aquellas biografías de uno y otro en que se describen los mismos personajes: Julio César, Galba, Otón.

También Tácito abandonó alguna vez el vasto panorama de la historia general del Imperio para recogerse en el cálido relato de la vida de un hombre, de la de uno a quien estimaba entre todos porque hallaba en él una vieja virtud que el mundo de su tiempo comenzaba a olvidar; así nació la Vida de Julio Agrícola, movida por un sentimiento cordial y un impulso de íntima satisfacción. Allí brilla el majestuoso sentido de la dignidad que Tácito posee en grado sumo; allí una marmórea concepción de la existencia humana; y Julio Agrícola, guerrero, ciudadano y padre, se desliza por sus páginas como un noble varón antiguo que realiza en un mundo subvertido el esquema ideal de una conducta irreprochable guiada por los más nobles principios de la moral romana. Podría decirse que falta a Tácito el ánimo ligero que suele requerirse para llegar a ciertas napas primigenias del alma humana, aptitud en la que sobresale Suetonio; pero aquí el juicio ecuánime no puede sino señalar cómo penetra Tácito, a su modo, en los hondos reductos de la individualidad; ni el detalle obscuro ni el rasgo grosero le son necesarios; una ternura contenida y viril le permite, en cambio, tallar en la recia materia el contorno sutil y cálido, y por esa virtud se torna sensible el mármol de su imagen.

Sin duda palidece Suetonio frente a su ilustre contemporáneo. Pero Tácito no había desplegado esa intensidad sentimental en los Anales ni en las Historias, obras en las que una estricta concepción formal lo mantenía en un elevado plano de fría dignidad. Junto a estas obras, las biografías de Suetonio constituyen un complemento indispensable, y el lector culto está llamado a realizar en su espíritu la conjunción de los dos estilos opuestos y concurrentes: ligero y curioso, Suetonio posee el don de devolver a los Césares la fragilidad del barro que los conforma, endurecido y hecho bronce en Tácito, para quien hasta su maldad adquiere cierta forma sublime.

La perduración de Suetonio. — Por su fácil lectura, por la amplitud del círculo de sus lectores y por el interés que suscita su vívida imagen de los hombres que se esconden bajo el solemne manto imperial, Suetonio gozó en su tiempo de vasta difusión y fue leído con curiosidad, atenta y, a veces, maliciosa, por cierto. El vigoroso espectáculo ofrecido por Tácito cobraba humanidad en las sinuosas imágenes de Suetonio. Su influencia fue tal que durante mucho tiempo se prefirió como modelo al biógrafo y no al historiador del Imperio. La crónica se tornó muchas veces mera biografía de los emperadores, y estas, a su vez, hilada sucesión de noticias de todo color sobre la personalidad varia y curiosa del hombre que ejercía el poder. Así lo hicieron Mario Máximo en el siglo III, Aurelio Víctor y los historiadores de la Historia Augusta, y tantos otros, sin olvidar a Eutropio, que no puede escapar a la tendencia dominante.

Durante la Edad Media, su influencia no fue menor ni menos notoria. Sobre el modelo del Viris illustribus de Suetonio compuso San Jerónimo una obra del mismo título destinada a exaltar a los escritores cristianos, cuya forma cristalizó en un tipo que se repitió muchas veces. Y sobre el modelo de las biografías imperiales compuso Eginhardo su Vida de Carlomagno.

Por otra parte, Suetonio constituyó durante la Edad Media —y aun durante gran parte de la Edad Moderna— una de las fuentes principales para el conocimiento de la historia romana. Sus noticias se incorporaron a las numerosas síntesis que se hicieron de la historia universal, a partir de la que compuso San Jerónimo refundiendo a Eusebio de Cesárea; y más adelante, puede decirse que constituyó uno de los libros más leídos y acaso aquel en que se formó la visión popular del Imperio que ha perdurado hasta muy cerca de nuestro tiempo.

También hoy constituye Suetonio una fuente inapreciable de conocimientos. Para una época en que no sobran los testimonios, Suetonio nos proporciona una visión jugosa y fresca que las otras fuentes no nos dan. El historiador vuelve a él no solo cuando necesita alguno de los muchos datos que encierra, sino también cuando quiere impregnarse del tono vital de la época y de las formas de vida. A su vez, el lector culto lo encuentra interesante y sugestivo; palpita en él una rica substancia que comunica ciertos secretos de la vida de la Roma imperial y, con ella, de la vida eterna.

Vuelva a Suetonio el lector moderno —sobre todo después de leer a Tácito— y descubrirá que constituye una etapa importante en el curso de la ciencia histórica, un testigo inapreciable de la realidad de su tiempo y un admirable inquisidor de las múltiples formas en que se manifiesta la eterna grandeza y pequeñez del hombre.

NOTAS:

1 TÁCITO, VIDA DE AGRÍCOLA, III.

2 TÁCITO, HISTORIAS, I, XV-XVI.

3 Suetonio, AUGUSTO, LXI.

4 Suetonio, AUGUSTO, IX.

5 GESCHICHTE DER RÖMISCHEN LITERATUR, PÁGS. 347-348.

6 Suetonio, AUGUSTO, XXVIII.

7 Suetonio, VESPASIANO, XII-XIII.

8 Suetonio, TITO, VIII.

9 AUGUSTO, IX.