“Movimiento múltiple pero unitario” llamaba Walter Pater al Renacimiento, porque descubría en él, sutilmente entremezcladas, las reminiscencias del pasado medieval, la viva creación del tiempo y una obscura gestación de lo que sería luego el espíritu moderno. Acaso nada haya entorpecido tanto la recta comprensión de este singular y gigantesco movimiento del espíritu europeo como esa idea, tan arraigada como inexacta, de que constituyó una culminación y un triunfo, porque, bien mirado, tanto vale en él lo que es búsqueda como lo que es hallazgo; y tras su unitaria fisonomía, no es difícil descubrir la multiplicidad de vocaciones espirituales que esconde, almácigo del que saldrán, andando el tiempo, los vigorosos brotes de la modernidad.
En Italia, el Renacimiento insinúa sus multiformes inquietudes como enraizadas y fundidas en personalidades vigorosas y definidas. Más que en difusas corrientes de pensamiento, más que en movimientos de amplia base social, cada vocación parece expresarse y realizarse plenamente en la intransferible realidad de un individuo, y de esta encarnación suele surgir exaltada o disminuida por el rango y la calidad de quien la encarnaba, contaminándose con su miseria o su grandeza. El arte era para Vasari proyección del artista; la política, para Maquiavelo, la del político; y para todos era la existencia creación palpitante del hombre pleno, perfecto en su arbitraria y multiforme imperfección.
Fiel a esta idea, sostiene Ralph Roeder que, tomados en conjunto, Savonarola, Maquiavelo, Castiglione y Aretino “componen el hombre del Renacimiento”. Este es el tema de su libro, hermoso y sugestivo, lleno de saber y de aguda comprensión de la
Ralph Roeder tiene cierto extraño don para la evocación dramática de la