Figuras renacentistas. 1946

“Movimiento múltiple pero unitario” llamaba Walter Pater al Renacimiento, porque descubría en él, sutilmente entremezcladas, las reminiscencias del pasado medieval, la viva creación del tiempo y una obscura gestación de lo que sería luego el espíritu moderno. Acaso nada haya entorpecido tanto la recta comprensión de este singular y gigantesco movimiento del espíritu europeo como esa idea, tan arraigada como inexacta, de que constituyó una culminación y un triunfo, porque, bien mirado, tanto vale en él lo que es búsqueda como lo que es hallazgo; y tras su unitaria fisonomía, no es difícil descubrir la multiplicidad de vocaciones espirituales que esconde, almácigo del que saldrán, andando el tiempo, los vigorosos brotes de la modernidad.

En Italia, el Renacimiento insinúa sus multiformes inquietudes como enraizadas y fundidas en personalidades vigorosas y definidas. Más que en difusas corrientes de pensamiento, más que en movimientos de amplia base social, cada vocación parece expresarse y realizarse plenamente en la intransferible realidad de un individuo, y de esta encarnación suele surgir exaltada o disminuida por el rango y la calidad de quien la encarnaba, contaminándose con su miseria o su grandeza. El arte era para Vasari proyección del artista; la política, para Maquiavelo, la del político; y para todos era la existencia creación palpitante del hombre pleno, perfecto en su arbitraria y multiforme imperfección.

Fiel a esta idea, sostiene Ralph Roeder que, tomados en conjunto, Savonarola, Maquiavelo, Castiglione y Aretino “componen el hombre del Renacimiento”. Este es el tema de su libro, hermoso y sugestivo, lleno de saber y de aguda comprensión de la vida histórica. A lo largo de la existencia de cada uno de sus personajes, Roeder personifica cuatro estilos de vida que, tan disímiles como puedan parecer, coexisten en la Italia renacentista y configuran su compleja fisonomía. Savonarola, el fraile apocalíptico de Florencia que soñaba contener el impulso renovador de la modernidad con su áspero clamor, había merecido ya de Ralph Roeder un estudio minucioso y comprensivo; su evocación abre ahora su libro sobre El hombre del Renacimiento, como testimonio de lo que quedaba como supervivencia medieval en la ciudad de Lorenzo de Medici. Junto a él, Maquiavelo y Castiglione representan, en grado sumo, el espíritu renovado y pujante de la nueva era que se anuncia y se realiza a un tiempo. El político y el cortesano representan, sin duda, formas sumamente características de la vida de entonces: en las agitadas repúblicas democráticas o aristocráticas la primera y en las lujosas cortes la segunda. Pero Maquiavelo y Castiglione, viviendo y obrando como el político o como el cortesano, no se satisfacen con este ejercicio de una vocación espiritual, sino que postulan sus ideales como formas excelsas de convivencia. Y, entretanto, Aretino, el amigo de Ticiano, sensible y sensual, dignifica a su modo el imperioso llamado de la naturaleza con su ingenio y su arte, transmutando en Venecia el oro fino de Florencia y de Roma para vivificar el “Renacimiento moribundo”.

Ralph Roeder tiene cierto extraño don para la evocación dramática de la vida histórica. Acaso alguna vez esta virtud se torne peligrosa para el historiador; pero, sin duda, el tiempo guarda para él cierta frescura insólita y él sabe transmitirla sin llegar a borrar su noble pátina.