Como otras muchas veces en el curso de la historia –conviene no olvidarlo–, el espectro de una decisiva mutación en las condiciones generales de la existencia parece haberse apoderado del hombre de nuestros días, tanto del que quiere y necesita reflexionar ahincadamente sobre las cosas que contempla, como del que, menos acuciado por el enigma, no puede, sin embargo, dejar de vibrar acordado con las inquietudes de su contorno. La certidumbre de que atravesamos una crisis se ha tornado premisa principal de todo razonamiento sobre las mudanzas de nuestro destino, y configura todos los intentos de comprenderlo que se esbozan, accidental o sistemáticamente, desde que se percibió esa curiosa situación de vivir una “posguerra”, una época que no se definía por sí misma, sino por su antecedente inmediato. Y el tema de la crisis, que como otros suele prestarse indistintamente a los meros ejercicios retóricos tanto como a las auténticas y profundas meditaciones, ha llegado a caracterizar la imagen predominante de nuestro mundo, una imagen prometedora de toda suerte de zozobras y temores, anunciadora de insospechables transformaciones, y en virtud de la cual el hombre parece vedarse a sí mismo toda esperanza de reposo y solaz.
Sin duda, la época que precedió a la primera guerra mundial fue para los países occidentales una etapa –aparentemente, al menos– pacífica y feliz. Una generación –la de 1885, diríamos– pudo forjarse legítimamente la ilusión de haber alcanzado un envidiable nivel de civilización, al que correspondía un orden estable. Quien analice los testimonios literarios descubrirá la presencia de cierta vaga atmósfera de felicidad, llena acaso de reticencias circunstanciales, pero nutrida siempre por la certidumbre de que nada podría ya hacer descender al hombre del nivel de dignidad que había alcanzado. Conformistas y no conformistas, escépticos y convencidos, todos parecían participar de una confianza en el futuro que justificaba, al menos, aquello que en el presente suscitaba la insatisfacción o la duda.
Pero el panorama, juzgado a través de ciertos testimonios literarios –entre los que no siempre los más valiosos literariamente suelen ser los mejores desde el punto de vista documental, y recíprocamente–, a través de los periódicos y las revistas ilustradas, o aun a través de ciertos hechos típicos, como las exposiciones universales o el apogeo del “music hall” y del “art nouveau”, induce a engaño a quienes se niegan a sobrepasar los datos que se ofrecen más a mano. Porque el panorama era el de una felicidad condicionada por el mantenimiento de cierto inestable equilibrio, tras de la que podían verse las sombras amenazantes de misteriosas fuerzas en acecho. La paz –es bien sabido– no era sino la “paz armada”, y la felicidad no era, al fin de cuentas, sino cierto apacible conformismo de la burguesía, lleno de renunciamientos y compromisos. En sus ocios la burguesía se divertía en Monte Carlo o en el Lido, al compás de los aires convencionalmente románticos que le proporcionaban Strauss, Sullivan o Lehar; pero durante las jornadas de labor luchaba intensamente en una guerra sin cuartel, en la que por una parte combatían entre sí sus diversos bloques y por otra combatía en conjunto contra las fuerzas desbordantes de una revolución de proyecciones insospechadas.
Esa doble lucha –lucha exterior y lucha civil de la burguesía– quebró al fin el delicado equilibrio que condicionaba su felicidad y pobló de sombras la Vanity Fair antes llena de luz. La primera guerra mundial y la revolución rusa condujeron muy pronto a una forzosa y sorprendente revisión de valores y de situaciones, y desde entonces comenzó a golpear en todos los espíritus la idea de que padecemos un mundo en crisis, un mundo sin escapatoria, en el que nadie sabe por qué vivir ni por qué morir. Un mundo de “posguerra” en el que las sombras de la catástrofe parecen no poder desvanecerse.
Sentida por cada uno en carne propia –en sus ideales y en su programa vital–, pero perfeccionada luego su imagen con múltiples resonancias históricas, la crisis obró sobre los espíritus por sí misma, pero también en virtud de la aureola que se adivinaba en su contorno y provenía de los innumerables cataclismos que venían a la memoria. “La historia alimenta a la historia”, escribió sagazmente Valèry por entonces, aludiendo a este curioso fenómeno. Hubo exégetas, disectores y profetas de la crisis, y muy pronto el tema se transformó en un lugar común repetido con motivo y sin él y entendido de muy diversos modos. Se advertía fácilmente que tras la crisis política se manifestaba una profunda y compleja crisis social, y que tras ella, aun más lejana y más sombría, se adivinaba una verdadera crisis del espíritu que angustiaba a los clercs y proporcionaba a los filisteos un inexplicable y misterioso regocijo. Todos los esfuerzos de la inteligencia se volcaron entonces sobre el monstruo proteico para acosarlo con sus dardos y llegar a su corazón, en el que parecían esconderse ocultos y trágicos de¬signios. Era urgente esclarecer el significado de la amenaza, porque cada uno sentía la crisis en su propia carne y descubría que había dejado de creer en lo que antes creía –o creía creer–, y sentía que ya no estaba donde antes estaba, o acaso creía estar. Esta percepción inmediata y personal de la crisis, con sus intransferibles angustias, provocó una estimación de su alcance que, como podía esperarse por su carácter subjetivo, entrañaba una sobreestimación de su magnitud nacida de la falsa perspectiva con que se la consideraba.
Ciertamente, podría hablarse de un acrecentamiento de la conciencia histórica como de uno de los rasgos típicos del hombre contemporáneo. Y frente a la cri¬sis, esa conciencia histórica se manifestó activa y penetrante, volcándose sobre ella para saturarse de sus contenidos, en un esfuerzo vigoroso para vivir una existencia militante que fuera, al mismo tiempo, eficaz para desentrañar su sentido. Sólo le faltó, a mi modo de ver, experiencia de la experiencia histórica, porque si descubrió que estaba viviendo una experiencia singular y quiso vivirla plenamente, no supo, en cambio, colocarse ante ella, en otra instancia, provista de los recaudos necesarios para evitar los riesgos de una falsa perspectiva.
Percibir una experiencia histórica es posible a todos aquellos que posean una conciencia alerta; pero examinarla con rigurosa finura exige, en efecto, no sólo la instancia primera de la percepción, sino otra posterior caracterizada por cierto afán de objetividad y precisión. Y la crisis percibida por todos durante la época que siguió a la primera guerra mundial fue enfrentada por quienes recibían sus efectos con la actitud de quien analiza un proceso íntimo, desdeñando la consideración de otros planos menos inmediatos y sin los cuales resulta incomprensible.
Acaso no sea exacto afirmar que se sobrestimó la significación de la crisis y que se magnificaron los caracteres, porque es obvio que la crisis es singularmente grave. Pero, sin duda, se sobrestimó “esta” crisis, asignándole una autonomía que no posee y una significación específica de que carece. La crisis parecía ser una consecuencia directa de la guerra mundial, de la convulsión de Europa, de la inesperada y desoladora quiebra de aquellos valores que justificaban su hegemonía espiritual. Y así, considerada como una mera secuela de la posguerra, su indagación estaba forzosamente limitada a algunos aspectos dramáticos, aunque no siempre los fundamentales, entre los cuales parecían cobrar una significación principalísima los que se relacionaban con las minorías intelectuales que se aplicaban a su estudio.
Hubo, pues, errores interpretativos que, naturalmente, originaron extravíos irreparables en la conducta, cuya dirección dependía de la concepción general del cuadro histórico. Esos errores eran tanto cualitativos como cuantitativos, y provenían de un radical error de perspectiva en virtud del cual los fenómenos secundarios ocupaban el lugar de los primordiales, acaso menos visibles por ser más profundos y estar menos circunscriptos en el tiempo. Sólo enfocando el problema desde un punto de vista más lejano sería posible devolver a cada uno el lugar justo que le correspondía.
Acaso la segunda guerra mundial, y lo que ya llaman algunos la “segunda posguerra”, contribuya a aclarar el significado de la crisis que se hizo patente a todos los espíritus desde la primera. Pero este enriquecimiento del panorama de la crisis debe aceptarse, no tanto por lo que significa en sí mismo, sino como una lección cuya enseñanza más provechosa debe ser que tampoco basta para entenderla con claridad esta proyección hacia adelante, sino que es imprescindible también retroceder convenientemente para alcanzar el punto de vista justo desde el que se pueda seguir el proceso coherente que ha conducido hasta ella.
Puesto que se ha advertido que vivimos una experiencia histórica de extraordinaria magnitud y se reconoce la necesidad de desentrañar su sentido para ordenar la conducta de acuerdo con él, se hace imprescindible abordar su examen con criterio preciso para no incurrir en errores de principio capaces de invalidar los más severos esfuerzos de reflexión. Porque es innegable que se han hecho y que han proporcionado resultados parcialmente felices; para esta labor se requería penetración en el análisis y capacidad de generalización, virtudes que se dieron en muchos sutiles observadores cuya misión fue desbrozar el obscuro campo del problema; pero el enfoque de conjunto exigía algo más que las aptitudes individuales. En efecto, previo el examen minucioso de los aspectos y peculiaridades de la crisis, es el diagnóstico preciso de su curva, porque la crisis que descubrimos en nuestros días como primordial experiencia histórica de nuestras vidas, se sitúa en ella como un momento, posterior y seguramente anterior a otros, cuyo alcance es necesario establecer para estimarlo en su justa medida. Así, situada dentro del cuadro histórico, la crisis de nuestros días se ofrece con más claridad al análisis interpretativo y revela los criterios utilizables para determinar con rigor el verdadero significado de los hechos que nos abruman por su magnitud y su confusión.
El riguroso planteo histórico de la crisis de nuestros días revela ante todo, a mi juicio, que no existe como crisis autónoma ni constituye un fenómeno que pueda explicarse sólo por sus antecedentes inmediatos; es, inequívocamente, un episodio de un vasto proceso que acaso pudiera llamar¬se la crisis del mundo contemporáneo, pero que sería más justo calificar como revolución contemporánea. Preparándose desde mucho antes, esta crisis se hace visible a la plena luz de la historia hacia 1848, y los hechos críticos que se producen en esa fecha le imprimen su sello indeleble y perdurable. Desde entonces se ha manifestado de muy diversas maneras, en todos los aspectos de la vida occidental, y siempre con ciertos caracteres sui generis que la diferencian categóricamente de otras crisis anteriores, de las crisis típicas de la historia moderna. Todos aquellos aspectos han sido dislocados en alguna medida y de cierta manera, según una mecánica interna del proceso crítico que puede a veces parecer contradictoria si se analizan solamente casos particulares, pero que revela su homogeneidad en cuanto se toman como criterios interpretativos los que proporciona el análisis integral del ciclo que se abre con las revoluciones de 1848.
Porque no hay aspecto alguno de la vida occidental que no acuse, con mayor o menor intensidad, las influencias profundas derivadas del ascenso de una nueva clase al escenario histórico. El fenómeno no es nuevo y es aleccionador tener presente siquiera los ejemplos más próximos. Cualesquiera sean los aspectos que consideremos, la Edad Moderna aparece siempre calificada por el hecho inicial del ascenso de la burguesía: el desarrollo del conocimiento, la vida religiosa o la creación estética acusan su decisiva influencia, para no citar sino aquellos que pueden parecer más independientes. Del mismo modo, las mutaciones económico-sociales que caracterizan la aurora del mundo contemporáneo, y cuya primera demostración a plena luz ocurre hacia 1848, inaugura un fenómeno de ascenso de clases cuyas consecuencias habrán de tocar con su sello todas las manifestaciones de la vida contemporánea: los procesos económicos, sociales y políticos, naturalmente, en primer lugar, los de la cultura poco más tarde. Porque sería inverosímil que una conmoción que sacude hasta las raíces a sus portadores dejara intactos sus valores y sus productos.
En principio, acaso pudiera afirmarse que la crisis del mundo contemporáneo no es sino el resultado del duelo empeñado entre la conciencia burguesa, arraigada pero empobrecida, y otra en proceso de formación que llamaremos la conciencia revolucionaria o antiburguesa, duelo en el que, por cierto, los asaltos sucesivos han provocado el delineamiento de posiciones intermedias que contribuyen muchas veces a desdibujar las fisonomías de los dos contendientes principales. En el combate, naturalmente, no siempre se perciben las líneas con tanta claridad como cuando se oponen Héctor y Aquiles en singular batalla, porque es inevitable la aparición de un ingenioso Ulises o una Minerva oscura que siembran la confusión y el desconcierto con sus sutiles y misteriosas intervenciones. Pero al cabo nadie deja de descubrir en las ocasiones graves si es del bando de Aquiles o del de Héctor, y cada cierto tiempo las líneas vuelven a ordenarse y cada uno a ocupar su puesto. Transfiguradas a veces, la conciencia burguesa y la conciencia revolucionaria perseveran en el combate aun cuando se muden sus defensores, y cada vez son menos los baluartes inexpugnables en las líneas de los combatientes. Ni la sagrada Ilión ni los navíos aqueos; menos aun, naturalmente, las cabezas y los corazones de quienes rondan la retaguardia, esquivando la ocasión de tomar las armas.
Quien se resista a interpretar la crisis de nuestros días, situándola en la curva que dibuja el proceso de esa lucha, y prescinda, deliberada o inconscientemente, de los episodios en que antes se ha manifestado, con otros caracteres, la contienda, corre el riesgo de perderse en una bizantina exégesis de los accidentes sin llegar a descubrir las líneas principales de su estructura. A la luz de su propia historia, en cambio, la fisonomía de la crisis se hace nítida y pone al descubierto lo que en ella es fundamental, distinguiéndolo de lo que es accesorio y circunstancial. La indagación del sentido de la crisis es demasiado importante para que sea lícito malgastar la inteligencia en un esfuerzo indagatorio que puede conducir a la confusión y al error.