Toda reflexión sobre el mundo de la era de las guerras mundiales parece concluir inevitablemente en la comprobación de sus contradicciones intrínsecas, en el descubrimiento de irresolubles antinomias. Pero antes de llegar a las antinomias sublimes, a las refinadas contradicciones que se manifiestan en el plano de las ideas, chocamos a primera vista con los conflictos elementales que suscitan en el plano social entre las fuerzas en conflicto. Antes que ningún otro problema, la inadecuación entre masas y minorías suscita la preocupación del observador, porque esconde en su seno la más urgente y dramática interrogación acerca de nuestro futuro.
Minorías y masas: quizá podamos comenzar teniendo presente tan sólo estos dos grandes grupos sociales. Dejemos por un instante de lado las minorías y atendamos a este complejo que llama hoy tanto la atención y de que tanto se habla: las masas. Pues es innegable que el fenómeno más visible del mundo actual es la vertiginosa mutación que se viene operando con respecto a su situación frente a los otros grupos.
Esta mutación, sin embargo, no es de ayer. Comenzó hace mucho tiempo –a fines de la Edad Media–, se desarrolló con ritmo muy despacioso hasta fines del siglo XVIII, y se aceleró luego como consecuencia de la revolución industrial durante el siglo XIX. Ese fenómeno es, en última instancia, el mismo que se prolonga y nos impresiona fuertemente en el período de las guerras mundiales. La única novedad es que es más intenso y que se opera con un ritmo mucho más acelerado: hasta el punto de que la diferencia de ritmo parecería introducir una diferencia cualitativa. Pero esto tiene algo de espejismo y no debe inducirnos a sacar consecuencias extremadas.
Observemos el proceso. Desde fines de la Edad Media y hasta fines del siglo XVIII la burguesía fue escalando posiciones en el terreno económico-social, al tiempo que creaba nuevas fuentes de riqueza. Debido a eso pudo procurarse una posición cada vez más sólida y más influyente, en el seno de una sociedad que, transformada por su obra, modificaba notablemente las condiciones económicas de la vida social. Pero esta modificación repercutió notablemente sobre los demás grupos sociales; socavó los cimientos en que apoyaba su poderío la aristocracia territorial y abrió nuevas e insospechadas perspectivas a las clases desposeídas que, aunque amarradas a la burguesía, podrían en adelante diversificar su actividad; pero sobre todo quedó abierta a los miembros de esos grupos no privilegiados la posibilidad del ascenso de clase al socaire de la gran aventura capitalista que comenzaba.
Así comenzó a cobrar fisonomía propia, por debajo de la burguesía, una clase que, dependiendo de ella y de su grado de desarrollo económico, constituía con ella un bloque solidario, cuyas diferenciaciones internas provenían sólo del monto de sus bienes y no de inalterables determinaciones sociales, como las que separaban a todo el bloque –la burguesía y los asalariados– de la aristocracia tradicional. Ni el burgués ni el asalariado podían ascender hasta la aristocracia, pero el pequeño burgués podía descender hasta tornarse un asalariado y el asalariado podía ascender hasta la pequeña burguesía, y aún más alto en dos o tres generaciones. Más aún, este tránsito se fue haciendo poco a poco cosa frecuente, y la movilidad de las situaciones sociales se convirtió en una de las características propias de la Edad Moderna. Pero hasta las postrimerías del siglo XVII esa movilidad sólo mostró un ritmo lento y sus consecuencias obraron muy suavemente sobre el equilibrio del orden social.
Por esta época se produjo una novedad destinada a tener profundas consecuencias: la llamada revolución industrial. Se observaba por entonces en Europa un alarmante crecimiento vegetativo de la población, que hizo suponer a algunos –y el economista inglés Thomas Malthus expresó este pensamiento en su Ensayo sobre el principio de la población– que acaso en un día no muy lejano fuera imposible proveer a su alimentación. Pero como no faltaban las materias primas, se procuró desarrollar los medios técnicos para acrecentar su transformación en productos manufacturados. Proliferaron los talleres, se ampliaron hasta convertirse en fábricas, y acudieron a las ciudades en donde estaban emplazados los que habrían de trabajar en ellas como asalariados, produciendo un nuevo fenómeno de incalculable trascendencia: el éxodo rural y la consiguiente concentración urbana de la población. La Europa Occidental, donde se desarrolló originalmente este proceso que luego se propagaría por todo el mundo, pasó en el transcurso del siglo XIX de 120 a 280 millones de habitantes. Y de esta masa, núcleos cada vez más importantes comenzaron a desplazarse incesantemente de las zonas rurales a los centros poblados con ritmo cada vez más acelerado hasta producir un cambio sustancial en la distribución de la población, y con ella en los términos del ciclo económico de la producción y el consumo. Unas pocas cifras pueden dar idea de la trascendencia de ese cambio. En vísperas de la primera guerra vivía en ciudades el 48% de la población de la Europa Occidental, y de ese total de población urbana, el 13% vivía en ciudades de más de 100.000 y el 22,3% en ciudades de más de 50.000. Para tener idea de la rapidez del cambio operado, debe observarse que cincuenta años antes la población urbana de esa región llegaba solamente al 34%.
Hechos demográficos de excepcional importancia caracterizan, pues, la situación social del siglo XIX. ¿Qué significaba abandonar las zonas rurales y radicarse en las ciudades? Sin duda lanzarse en busca de un ascenso económico, pero con ello renunciar a ciertos ideales de vida y abrazar otros. No todos los que acudían a las zonas fabriles y empleaban sus brazos en los nuevos telares mecánicos o en las fundiciones, conseguían salarios más altos y mejores condiciones de vida que las que habían tenido en el campo. Pero, aun previéndolo, podía parecer tentador el cambio, pues las condiciones de la vida rural eran estáticas y las de la vida urbana, en cambio, ofrecían al menos la posibilidad de un ascenso. Mejores salarios con menos trabajo y mayores perspectivas de ascenso eran las condiciones que se ofrecían a los que tentaban la aventura urbana y fabril, muchos de los cuales lograron su objeto. Pero no era eso sólo. La vida urbana comenzó a parecer más próxima a cierta idea rudimentaria de la dignidad humana que se abría paso poco a poco. La sociabilidad de la taberna en un suburbio de una ciudad metalúrgica quizá no parezca a primera vista un alto ideal de convivencia; pero era convivencia al fin, contacto humano, ocasión de encontrar nuevos horizontes y, sobre todo, ocasión de sentirse algo más que un desheredado: un ser con finalidad propia. Aquí aparecía algo más revolucionario que la lanzadera mecánica o la fuerza del vapor: la idea del que, sin poseer ni poder ni riqueza, pretendía tener una finalidad propia. Esta idea escondía el principio de aceleración que había de imprimirse a la mutación del orden social, y era en última instancia la que movía la constante presión de los asalariados sobre la burguesía para exigir mejores salarios y mejores condiciones de trabajo.
La gravitación del número, la organización y de vez en cuan¬do la violencia diéronle sucesivos triunfos que se consolidaron poco a poco y permitieron a los asalariados adquirir cierta fuerza política que, diestramente usada, aseguró sus conquistas económico-sociales y permitió procurar otras nuevas. Un análisis comparativo de las condiciones de vida del proletariado a principios del siglo XIX y a principios del XX revelaría una diferencia tan grande que quizá nos sorprenderíamos de que se haya podido hacer tanto en tan poco tiempo.
Pero para el proceso que tratamos de seguir no son las conquistas concretas lo que más importa, sino cómo se escalonan ininterrumpidamente, cómo se constituyen los anhelos y cómo finalmente se logra el consenso general acerca de su justicia, y cómo a esos anhelos satisfechos suceden otros y otros, que se satisfacen progresivamente y dan origen a otros nuevos en una progresión indefinida. Esos anhelos de los asalariados se traducían siempre en términos económicos y su satisfacción incidía sobre el costo de la producción, originando un constante ascenso de los precios, con lo cual las necesidades de la clase asalariada volvían muy pronto a hacerse premiosas y volvían muy pronto a traducirse en nuevas demandas, y así en un proceso ininterrumpido. Pero a medida que avanzaba ese proceso descubrían las clases asalariadas que, excepto su propia debilidad para la lucha, nada se oponía a que exigieran y obtuvieran cuanto les parecía justo, porque poco a poco dejó de discutirse el derecho de las clases asalariadas a mejorar más y más sus condiciones de vida, pasando a ser plenamente reconocido en principio, aunque en cada ocasión se procurara limitar el alcance de las concesiones otorgadas. Ese descubrimiento fue trascendental. Era evidente que no quedaba en pie ninguno de los principios que en otro tiempo pudieron justificar la situación de inferioridad de las clases asalariadas: jurídicos, sociales, filosóficos, morales o religiosos. Era evidente también que nadie se volvería a atrever a esgrimir los viejos principios que justificaban el privilegio. Y el hecho de que las clases asalariadas realizaran este descubrimiento multiplicó el vigor de su ofensiva, basada ahora no sólo en el imperativo de las necesidades inmediatas, sino también en la convicción de que las amparaba un derecho superior que nadie se atrevía a discutir. Para asegurar la eficacia de su ofensiva sólo era necesario ahora que las clases asalariadas adquirieran una organización capaz de convertirlas en poderosas fuerzas políticas. Si la democracia liberal aceptaba el principio de las mayorías, las clases asalariadas debían imponer sus puntos de vista, puesto que constituían en cada país el más numeroso sector. Y, en efecto, en vísperas de la primera guerra mundial, las masas no sólo habían ascendido considerablemente y mejorado mucho sus condiciones de vida en Europa y América especialmente, sino que además habían comenzado a organizarse hasta el punto de constituir en varios países una poderosa fuerza política con la que habría que contar en el futuro.
Estas circunstancias son las que explican la mayor aceleración que cobró el fenómeno de movilidad social en el curso del siglo XIX. Sus consecuencias obraron entonces con mayor intensidad que antes de la revolución industrial, y no sólo produjeron periódicas conmociones violentas –en particular después de 1848– sino que alteraron, a través de una acción persistente, el equilibrio del orden social de una manera profunda. Y sin embargo, no era todavía sino el comienzo del proceso, pues una aceleración y una intensidad mucho mayores había de adquirir a partir de la segunda década del siglo XX.
En efecto, la primera guerra mundial dejó como diabólico legado un pavoroso problema social que adquirió en algunos países caracteres dramáticos y exigió soluciones de urgencia que no siempre se acertó a hallar. El hambre y la desocupación fueron los hechos más visibles, pero no los únicos. Y sobre ese cuadro, la revolución soviética triunfante en Rusia proyectó una nítida sombra que parecía señalar un rumbo seguro a quienes se sentían desorientados y desamparados. Era una vieja utopía que se convertía en realidad: la sociedad de obreros, campesinos y soldados dejaba de ser un vago sueño de los teóricos de la revolución para transformarse en hecho. La esperanza se convirtió en un fuerte incentivo para la acción en quienes sufrían las consecuencias de la guerra, una guerra en la que, por pri¬mera vez, la movilización había sido prácticamente total, origi¬nando una crisis económica y social que se agudizaba cada vez más en virtud de las dificultades insuperables que hallaban los trabajos de recuperación. Así se constituyeron las falanges de ex-combatientes y de desocupados, cuya triste situación obraba en sus ánimos más profundamente a causa de las dramáticas experiencias de la guerra, el escepticismo dominante en cuanto a sus resultados y el espectáculo de la revolución rusa.
El fenómeno económico-social no se limitó a los países europeos. La crisis repercutió en Estados Unidos, produciendo graves trastornos económicos y una creciente desocupación, y se difundió por todo el mundo entre 1929 y 1935. Parecía urgente hallar soluciones. El fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán, el New Deal americano, la política socialcristiana y otros intentos menos visibles, cualquiera fuera su intención política, trabajaron apoyándose en estos cultos de las masas insatisfechas que aspiraban, por lo menos, a no interrumpir el proceso de su ascenso, y, a través de ciertos grupos organizados, a acelerarlo por vías revolucionarias. Movimientos de masas, quisieron asegurarse su incondicional apoyo y aprovecharse de su fuerza; la propaganda organizada con criterio moderno –y fundada en las nuevas posibilidades que ofrecía la radio para conformar la opinión pública– afirmó reiteradamente los derechos específicos de las masas; pero algunos de esos movimientos avanzaron un paso más, pues, imitando el ejemplo soviético, se desentendieron –teóricamente al menos– de los intereses de los otros grupos sociales y difundieron a través de consignas electrizantes una concepción de la sociedad, según la cual se identificaba ésta con la masa misma. Relativamente fieles a esta concepción, y a pesar de la vigencia que en lo sustancial mantenía la economía capitalista, esos movimientos procuraron un efectivo aunque aleatorio ascenso en la condición social y económica de las masas. Sólo algunos grupos esclarecidos comprendieron a tiempo a qué precio se les prestaba esa ayuda; pero todos oyeron una y otra vez, por medio del receptor de la radio, una propaganda verbal que exaltaba sus derechos y rechazaba de plano toda limitación a sus reivindicaciones. La revolución trabajaba a su modo.
Con caracteres más o menos acentuados, el fenómeno apareció en todas partes. Los grupos revolucionarios progresaban tanto en México como en China. Los espíritus avizores se dieron a la tarea de despertar a las minorías que todavía no comprendían el alcance de esta “rebelión de las masas”. Pero no era una rebelión: era la toma de posesión de un derecho incontrastable. Quienes jugaban a la política comprendieron que con el apoyo de las masas –sirviéndolas o sirviéndose de ellas– podían conquistarse el poder. Y no se equivocaban, porque en el mundo del período de las guerras mundiales no podía haber ya una política sin masas. Se había operado, gracias a esta acentuada aceleración del fenómeno de movilidad social, una cabal renovación de la conciencia social.