Raúl Glaber y los terrores del milenario
Raúl Glaber no es un historiador conocido fuera del ambiente de los medievalistas. Ciertamente no ha dejado una obra demasiado importante, pero su Crónica es, sin duda, una de las obras más curiosas de su tiempo. Él mismo era una personalidad singularísima, y su visión del mundo es la de un auténtico historiador, tan extraños como puedan parecer a primera vista los frutos de sus meditaciones y sus estudios. Con mejor fortuna, su nombre hubiera sido menos ignorado: pero ni el género de sus indagaciones ni la época en que vivió despiertan excesivas curiosidades, a pesar del usual reconocimiento verbal de que el pensamiento histórico encierra un dato precioso e imprescindible para la caracterización de las situaciones culturales y de que la llamada Edad Media constituye la etapa en que fragua nuestra cultura. Raúl Glaber merece, al menos, que se lo considere como un testimonio valioso de su tiempo, de las corrientes de ideas que para entonces predominaron, de la visión del mundo que encuadró entonces la existencia individual y social.
En rigor, Raúl Glaber no es el más desconocido de los historiadores medievales. Por lo menos un fragmento de su Crónica se ha difundido más de una vez, porque encierra un dato de importancia para la historia del arte. “Tres años, aproximadamente, después del año 1000 —dice en el libro III—, las basílicas y las iglesias fueron renovadas en casi todo el universo, sobre todo en Italia y las Galias, aunque la mayor parte fuesen aún bastante hermosas como para no exigir reparaciones. Pero los pueblos cristianos parecían rivalizar entre ellos en magnificencia para levantar iglesias más elegantes las unas que las otras. Se hubiese dicho que el mundo, de común acuerdo, había sacudido los harapos de su antigüedad para revestir la veste blanca de las iglesias”. La observación de Raúl Glaber ha conferido unidad al movimiento de renovación estilística del que surge el románico y, aunque discutida en sus alcances, se reconoce su valor. Para otros hechos menos conocidos y de más difícil interpretación hay también datos valiosos en la crónica, escrita por un espíritu despierto y curioso, penetrante a veces, y siempre movido por una peculiar inquietud intelectual. Fuera de lo que él mismo dice de sí, casi nada sabemos de Raúl Glaber, cuya vida debe haber transcurrido entre 985 y 1047, aproximadamente. Ya maduro y aquietado en la paz del claustro de la abadía de Cluny, gustábale confesar que su juventud había sido tormentosa y que le había seducido la vanidad de las letras. El monasterio de Saint Leger de Champeaux no bastó para domar sus pasiones, y fue expulsado por la comunidad; pero cualquiera fuera su carácter, la vocación intelectual no tenía entonces otro refugio que el claustro y Raúl Glaber ingresó en Saint Bénigne de Dijon, y luego en otros monasterios, hasta terminar en Cluny. Lo que no abandonó nunca fue su vocación y su confianza en sí mismo. “Mi obra —dice en una ocasión refiriéndose a los exámetros que compuso para la catedral de Saint Germain d’Auxerre— no podía dejar de agradar a todos los hombres de buen sentido”. En el monasterio de Cluny, ya orientado hacia la actividad intelectual, halló Raúl Glaber un hogar propicio para sus inquietudes, bajo la dirección del abad Odilón y con el consejo de sus compañeros. Allí descubrió sus preocupaciones por la historia, a la luz —como siempre que la preocupación por la historia es profunda— de sus preocupaciones por su propio tiempo. “Con frecuencia he compartido el pesar de los estudiosos hermanos de nuestra orden, y que vos mismo habéis expresado alguna vez —escribía a Odilón—, de ver que nadie entre nuestros contemporáneos se ocupa de transmitir a la posteridad, bajo cualquier forma que sea, los múltiples acontecimientos de que somos testigos tanto en las iglesias del Señor como entre los pueblos”. Raúl Glaber cree en las enseñanzas de la historia y piensa que el relato no debe circunscribirse a una comarca sino desarrollarse a lo largo y a lo ancho del mundo. Así se dispone a componer su historia, una crónica como tantas a primera vista, pero un poco distinta si se analiza con más detenimiento. Porque Raúl Glaber ha leído el Apocalipsis de Juan el Teólogo, ha esperado o temido el milenario y se propuso ordenar los hechos de su tiempo para mostrar “que se presentaban con inusitada vivacidad desde el año mil, aproximadamente, de la Encarnación de Cristo nuestro Salvador”.
Se ha discutido mucho el problema del milenario. El oscuro texto del visionario de Patmos desencadenó, sin duda, la imaginación de los cristianos -“nosotros, los cristianos, para quienes codo es alegoría”, como señalará Raúl Glaber— induciéndolos a desentrañar el sentido misterioso de las palabras del teólogo. Pero es difícil saber que alcance se atribuyó a la profecía y a quiénes subyugó con su dramático anuncio de males sin cuento, de catástrofes antes inimaginadas, de aniquilamiento definitivo. Se ha supuesto que ejerció una influencia decisiva en la mentalidad de la época, que estimuló el sentimiento religioso y provocó terrores incontenibles; y se ha dicho también que apenas alcanzó a pequeños grupos la certidumbre de que el milenario se cumpliría inexorablemente. No es fácil establecer la verdad. Pero Raúl Glaber, y con él otras fuentes contemporáneas, nos autorizan a dar una visión precisa de un aspecto del problema que presenta singular interés.
Raúl Glaber ha tomado nota de la predicción de San Juan el Teólogo y sabe que, cualesquiera sean los errores en el cómputo de los años, su vida se desliza dentro de los plazos marcados. Su tiempo es una fecha memorable dentro del curso de la historia, piensa Raúl Glaber, y es justo que la posteridad conozca lo que pasó en él. Los hechos le parecen evidentes, y después de narrar algunos de ellos escribe: “San Juan había predicho todos esos males en la profecía en que declara que Satanás debe ser desencadenado al cabo de mil años”. Con este esquema preconcebido, Raúl Glaber entreteje los hilos de su historia.
Los hechos son siniestros. ¿Acaso más siniestros que otras veces? Es difícil decirlo, pero la carga emocional con que los contempla y los interpreta el cronista les prestan una adecuada dramaticidad. La naturaleza se mostró cruel. Las erupciones del Vesubio fueron más horribles que nunca y la víspera de una Navidad —tres años antes del año mil— “un signo prodigioso apareció en el aire; era la figura o, mejor, la masa misma de un inmenso dragón que se dirigía del septentrión al mediodía, difundiendo por todas partes un resplandor horrendo. Ese prodigio sembró el terror en el corazón de casi todos los hombres que lo contemplaron”. Hubo lluvias de piedras, extraños incendios, enfermedades misteriosas y la naturaleza se mostró tan estéril que hubo escasez y hambre terrible por todas las comarcas. “Se veía en esos tiempos de horror —cuenta Raúl Glaber— hijos que al crecer devoraban a sus madres que, sordas a la voz de la sangre, desgarraban a sus hijos para calmar su hambre”. Murieron casi al mismo tiempo innumerables personajes, los sarracenos irrumpieron por diversas comarcas y muchos espíritus arraigaron por malignas inspiraciones pensamientos heréticos y culpables. Tales cosas ocurrieron que se llegó a creer que “el orden de las estaciones y las leyes de los elementos, que hasta entonces habían gobernado el mundo, habían vuelto a caer en un caos eterno y se temía el fin del género humano”.
La contemporaneidad de tantos males deja en el ánimo de Raúl Glaber la certidumbre de que se cumple la profecía del Apocalipsis. Pero el moralista que hay en él —y el monje clunicense, partidario de la reforma de la Iglesia— vacila al determinar las causas de tantos males. Quizás no esté en el orden de las cosas eternas el castigo que sufre la humanidad, sino en las culpas de la generación viviente. “La codicia ha llegado a ser hoy la reina del mundo”, dice; y resumiendo sus sospechas declara: “Hay que atribuir al exceso de iniquidad, en los corazones que se aman a sí mismos más que a la justicia, las extraordinarias desgracias que hemos relatado, y que afligieron a todas las partes del mundo hacia el año mil y más del nacimiento del Salvador”. Y tan empedernidos encuentra a los pecadores que se asombra de que “rara vez se encontrasen los que se resignaran, como aquellos a sufrir esta venganza secreta de la divinidad con un corazón humilde y contrito, y que trataran de merecer el socorro del Señor, elevando hacia él sus manos y sus plegarias”.
Raúl Glaber señala que al cumplirse los mil años de la Pasión —esto es, treinta y tres años después del milenario de la Encarnación— los males que azotaban a la humanidad comenzaron a disiparse. Pero la observación de los hechos lo turba, porque muy pronto comienzan a reaparecer. El monje se confirma en su idea de que es el hombre el responsable. “La raza humana olvidó muy pronto los beneficios del Señor: atraído al mal por su naturaleza, el hombre violó varios de los compromisos que había contraído con Dios mismo”. Y los males reaparecieron como justo castigo a la maldad humana.
Raúl Glaber oscila entre dos explicaciones: una contingente y otra necesaria. Esta última, proporcionada por el texto de Juan el Teólogo, era oscura y confusa; había atraído ya la atención de muchos comentaristas —entre ellos San Agustín en el vigésimo libro de La ciudad de Dios—, ocasionando diversas interpretaciones. Una lección parecía desprenderse de la experiencia: que el milenario no entrañaba la inmediata extinción del mundo y el juicio final. Acaso, en cambio, como habían sostenido algunos, sobrevendría el reinado de Jesucristo en la tierra, renovada esperanza que comenzó a impulsar el activismo a partir de entonces. Joaquín de Fiore expresaría esta esperanza poco después, y a su calor comenzó a difundirse la certidumbre de que quedaba mucho por hacer sobre la faz de la tierra. Era menester transformar el mundo: el orden eclesiástico, el orden social, el mundo de las ideas. La revolución comenzaba en el siglo XI, emergiendo de esta nueva concepción dinámica de la historia que arranca, en buena parte, de la crisis de la idea del milenario.