‘El simbolismo en la cultura medieval española’ de R. de Pinedo. 1931

Alguna vez se quejó el Cardenal Pitra, a quien Pinedo sigue y cita, de que casi nunca los arqueólogos recordaran el papel predominante que en la escultura cristiana de todos los tiempos tuvo la simbólica tradicional. Este simbolismo, formulado en alguna interesantísima pieza de la antigüedad cristiana, como laClavis Melitoniae, dominó en todas las expresiones plásticas dadas al Cristianismo, aunque con variaciones diversas. Y en efecto, se lo ha olvidado. Con razón el Cardenal Pitra esperaba que un día un sabio valiente, armado de todos los descubrimientos sagrados y profanos, demostrara que era la intención simbólica la que en realidad dominó la factura de toda la plástica cristiana, a través de tiempos y comarcas.

El deseo del Cardenal era pues justo. Dominar no quiere decir sino estar por encima de algo y esto implica la existencia de ese algo. Ese algo es el elemento plástico puro, el elemento profano, para usar la misma expresión del Cardenal, el cual no negaba su existencia ya que era la mitad de lo que el esperado sabio debía conocer con seriedad. Antes de decir nada de este libro, advertimos que su autor se olvida de este algo enigmático y que, aplicándose sólo a la búsqueda del oculto sentido de la decoración románica, olvida igualmente la aspiración del Cardenal, de que un día se justipreciara la proporción de ambos ingredientes.

Porque es evidente la coexistencia del elemento simbólico y el plástico. El simbolismo —a cuyo estudio se dedica Pinedo con asiduidad— es para él misterio, artificio para conseguir la reflexión, método didáctico. “No se podía llegar al corazón del pueblo sino haciendo entrar por sus ojos las verdades eternas y como los libros no estaban a su alcance, era necesario pintar en las telas y esculpir en las piedras las verdades cristianas.” Este simbolismo, elemental en un principio, se complica luego con la literatura exegética y poco a poco se va haciendo extraño al espíritu del creyente. Esta dificultad, que de seguro alcanzaba a gran parte de monjes, decidió a alguno de ellos, ya en el siglo II de nuestra era, a redactar una clave con que descifrar el misterio que toda representación plástica encerraba. Por medio de estas claves y por propia investigación, trata Pinedo de establecer la significación religiosa en la escultura de las más antiguas y venerables construcciones románicas españolas.

Pero ya en esta faz estilística —el románico— la mera explicación del significado simbólico, no satisface. Quizá haya sido la expresión simbólica el objeto inmediato, como lo fue sin duda en el primitivo arte cristiano. Pero el románico implica una enorme complejidad que no se puede desconocer, y reducir la obra plástica de esos siglos atormentados a solo esquemas simbólicos, es negar toda vigencia artística a una modalidad —acaso la primera— de este vigoroso tronco cultural que empezaba a apuntar en Occidente. Si de todos los estilos hay que decir —como Worringer dice— que hay que pensarlos en función de ciertos supuestos psíquicos, del románico conviene decirlo doblemente porque su esencia y acaso su móvil también, es ante todo, una angustiosa y a veces trágica mudación de los supuestos psíquicos. El sudeuropeo del siglo X u XI, está frente a todas las crisis posibles, materiales, religiosas, sociales. Bajo su nombre étnico se esconden las más variadas influencias, las más distintas raíces raciales, y en su cultura están pesando elementos extraños que él quisiera asimilar y cuya asimilación sólo será cuestión de tiempo. Estos hombres profesaban un cristianismo en crisis también, paganizado agudamente por momentos, y el solo hecho de que admitiera las representaciones plásticas venía advirtiendo de antiguo una íntima desviación. Pero esta crisis de los supuestos psíquicos no alcanza a los significados simbólicos, sujetos a normas inviolables. “Era la imagen exacta —dice Elie Faure de la plástica románica— de un catolicismo fijado, la autoridad de los concilios asentada sobre la roca.” Esta crisis trasciende de esa representación, está en ella a pesar de ella misma. El versículo bíblico representado sobre la piedra no interesaba apenas, hasta se sabía que no podía ser alcanzado por el hombre medio ni aun quizá por muchos de los monjes. El escultor ponía entonces del versículo la letra según la exegética que le era familiar y dejaba filtrar a través de la aguda punta de su buril las prometedoras inquietudes de su edad. Los elogios que Pinedo hace a los escultores o a los inspiradores de tales obras, no son merecidos; la agudeza, la complejidad de los símbolos cristianos, era obra largamente trabajada por innúmeros monjes y era sin duda conocimiento obligatorio de los monasterios. Reunir estos símbolos, estructurar con ellos un capital, era tarea sencilla si el artista se limitaba a dar forma plástica a las convenciones establecidas. Pero este papel didáctico tenía que haber perdido vigilancia, desde que los mismos monjes sabían de las dificultades de la interpretación. Pinedo no quiere interesarse sino en el mensaje cristiano de estas formas duras y pesadas; no admira sino la sabia composición. Del románico se le escapa la más bella virtud, la de ser expresión torturada, contenida de un florecimiento vital nuevo, que ni el amargo lamentar profético ni el silencio claustral pudieron apagar. Elie Faure define bellamente esta escultura: “Expresión frustrada pero ardiente, encuentro dramático del simbolismo cristiano en su más alta tensión y del realismo popular en su más inocente aurora. El pecho del mundo se dilataba con lentitud, en un esfuerzo irresistible que debía romper su armadura.”

Pero es más incomprensible la omisión del monje silense si se piensa que el otro elemento, el elemento plástico, diríamos, no es un elemento profano. Por el contrario esa nueva emoción que en él se descubre, esa nueva palpitación de vida que deja entrever, es en cierto modo religiosa también. Pero es de una distinta religiosidad, no la estricta de la Regla, colocada fuera del tiempo y del espacio, sino de una más viva, acaso menos pura, más elemental. Este sentimiento popular, este sentir-ambiente, estaba animado de temores y angustias, y acaso fuera esa misma inquietud la que llevó a los monasterios a esos hombres que debían luego modelar o dirigir la decoración cristiana. Quizá entonces pudieran contener su voluntad y sujetar su deseo ante la norma inflexible de la disciplina monacal; pero era imposible que se sustrajeran a la inquietud mundana, de cuya persecución huyeron: no podrían seguramente los claustros medievales acallar totalmente el eco turbulento del mundo, ese eco que atormentaba a los espíritus y de cuyo insistente son quisieron escapar; estaba en la conciencia de su tiempo y estos rígidos capiteles, de toscas figuras ingenuas, demuestran cómo tras la sujeción de toda voluntad plástica del artista se agitaba una convulsión de agonía y de temor. Eran entonces dos elementos igualmente religiosos los que se entremezclaban en la obra artística. Era el elemento formal, suministrado por la Biblia y por los Santos Padres, y era la fruición popular, fruición de consuelo y de fe, fiebre de temor. Este último trascendía en la plástica románica a pesar del artista y por eso mismo debiera merecer preferente atención. Pero aun en el primero se encuentran raíces de este sentimiento libre del románico. El libro de Ramiro de Pinedo muestra con sospechosa frecuencia la abundancia de temas apocalípticos en la decoración, y aunque él resbala por sobre esta circunstancia, yo creo que en ella se encuentra gran parte de lo qué podría ser la comprobación de esta duplicidad en la raíz de este estilo.

Del siglo XI y aún de los años últimos del X, podría decirse sin hipérbole que fueron tiempos de Apocalipsis. Eran los alrededores del año mil —fecha del fatídico plazo de Juan el Teólogo. Europa se sumía en un caos irresoluble ante la crisis feudal, las invasiones islámicas, la agresión normanda. En España, el reino de León vio en los comienzos del siglo XI —entre 1003 y 1016— sobrevenir juntas todas estas calamidades bajo el reinado de Alfonso V: destrucción de las ciudades por los hijos de Almanzor, correrías por el Miño de los normandos hasta destruir la ciudad de Túy, rebelión de los vasallos del rey. Pocos años antes destruyó Almanzor nada menos que la catedral de Santiago, máximo santuario cristiano, y la ola semita parecía destinada a anular los reinos cristianos. El régimen social se volvía cada vez más inestable y las clases populares llegaron a encontrarse en un absoluto desamparo, libradas al más desconsolador azar; son los tiempos de los grandes pánicos religiosos, de las grandes crisis de temor. Fueron estos años de asidua lectura del Apocalipsis: era seguramente una obsesión esta angustiosa profecía. Menéndez Pidal dice que en las bibliotecas de palacios, monasterios y catedrales, donde los libros no eran excesivos, abundaban los códices de los Comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana, obra esta la más popular y leída de su tiempo. Las más famosas miniaturas, las primeras y más abundantes en España, fueron las que ilustraban pasajes del Apocalipsis, no solo del originario libro de Juan, sino también del Comentario del monje de Liébana. No es pues un producto exótico la decoración apocalíptica del Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago, ni la de los capiteles y arcos del vetusto y glorioso monasterio de Silos.

Es necesario ver en ellos una causa común; la sola preferencia por los temas de pesadilla que adornan los templos y monasterios románicos, debiera indicar al observador una agitación casi incompatible con la presunta paz monacal. Pero ni aun eso. No sólo los temas amargamente proféticos no han podido sustraerse a la influencia del medio sobrecogido por la desesperante convicción de su desamparo; aun los que eran simples motivos decorativos se los ve acentuados por una impresionante sensación de realidad. Ramiro de Pinedo muestra abundantes fotografías de estas decoraciones y hay entre ellas muchas que afirman este peso actual, contemporáneo, lleno de la angustia del momento; hay una liebre perseguida por un perro, otras, huyentes, mordidas y apresadas por unos halcones, un ángel de flamígera espada arrojando a Adán al dolor de la tierra. En todas ellas se encuentra algo que trasciende del rebuscado y difícil significado simbólico. Hay un elemento actual, que el artista vivía, y que no podía menos de dejarse filtrar en las piedras esculpidas. Estas, sin embargo, que solo aludían a símbolos aislados —halcones y liebres por ejemplo, significaban demonios y pecadores— solo accidentalmente muestran lo que sobre el alma del artista pesaba al construir sus rigurosas ecuaciones simbólicas. Aquellas apocalípticas en cambio, muestran en toda su intensidad el matiz rico en emoción, en obsesión casi.

Acaso la dedicación que ha tenido que poner en descubrir la abstrusa significación de los símbolos, o quizá la frecuencia de su contacto con ellos, hayan impedido que el autor de este meritorio trabajo haya alcanzado el sentido contemporáneo de los motivos apocalípticos. Es evidente sin embargo. La observación exterior él la ha hecho, ya que dos capítulos del libro —Las langostas del Apocalipsis y La puerta de las Vírgenes— los dedica a describir motivos de esa índole, singularmente exacerbados. El autor no puede dejar de saber que fue precisamente el convento de Silos —al cual pertenecen las decoraciones estudiadas— uno de los más activos en la producción de libros decorados y es sabida la devoción y frecuencia con que los decoradores se entregaban a la tarea de componer miniaturas que ilustraran los famosos Beatus españoles y en especial los Comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana. Esta obra, una de las que se tiene mayor número de códices, estaba ilustrada página a página con complicadas composiciones que trataban de interpretar las alucinadas fantasías de Juan el Teólogo. Ramiro de Pinedo conoce estas circunstancias —fáciles de advertir en cualquier historia del arte— porque en los comienzos de su libro nos da una fotografía de un Beatus español; en ella se encuentra representado aquel versículo del Apocalipsis que comienza: “Después vi otra bestia que subía…” (XIII, II). Unos renglones más arriba hace, por otra parte, afirmaciones que nos obligan a pensar que conoce —cosa nada extraña— otros muchos códices de la época igualmente ilustrados. Pero al autor tales observaciones solo le sirven para afirmar su fe en la clave melitoniana —de la que admira las formas plásticas que ha sabido inspirar— y la fidelidad con que ha sido seguida la fórmula canónica. Como ideas de carácter general solo le importa la prioridad de España en cuanto a la creación de la escultura medieval cristiana, teoría del autor hoy compartida por muchos estudiosos, Kingsley Porter entre ellos. En cuanto al valor plástico puro, como expresión más o menos auténtica de una inquietud vital, él lo niega afirmando a cada paso la profunda sabiduría de los monjes que inspiraron tan cumplidas composiciones, esto es, composiciones tan rigurosamente sometidas al Corpus de convenciones simbólicas.

Frente a estos antecedentes, lógico es pensar que el autor no ha sabido ver la significación histórica de esta plástica románica. Él sabe —no puede por menos un monje de Silos— la tradicional historia del monasterio; Gonzalo de Berceo cuenta su estado deplorable cuando el rey Fernando Io lo puso en manos de Domingo Abad:

Todos lo entendemos, cosa es conoscida,

La eglesia de Silos como es decaída.

Façienda tan granada en tanto empobrida

Abes pueden tres monges aver en ella vida.

Pero las cosas cambiaron cuando el futuro gran santo se hizo cargo de la vetusta casa. No sólo reformó la vida monástica, sino que reparó y agrandó el edificio, construyendo entre otras cosas la magnífica puerta de las Vírgenes a que nos referimos antes. Todo esto sucedía hacia la primera mitad del siglo XI, cuando sobre las desgracias e infortunios, levemente apuntados, se desencadenaba la fratricida lucha de Fernando y García, los dos hijos de Sancho el Mayor de Navarra. Domingo de Silos había intentado vanamente llevar la concordia a las dos ambiciones que se encontraban; era pues un hombre que sabía de la inquietud del mundo, de la angustia aterradora del siglo. El claustro no fue para él olvido absoluto del dolor humano, y sobre estos nuevos capiteles y sobre estos arcos vacíos, quiso él plasmar, no una dulce leyenda evangélica —acaso lo más lógico— sino esta dura y agobiadora profecía: “Y cuando los mil años fueren cumplidos, Satanás será suelto de su prisión, y saldrá para engañar las naciones que están sobre los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog…” Son los versículos más dramáticos del Apocalipsis, los más efectivos, los que dicen más concretamente todo el amargo fin del desquicio y del caos humano. Estas palabras no se hicieron populares, como cree Pinedo, por haberse plasmado en la puerta del monasterio; esas palabras pertenecían de antiguo al pueblo, que sentía en ellas concretarse todo el vago temor popular ante el desamparo y la amenaza. Pertenecían al pueblo y son su eco remoto, acallado y ensombrecido por claustros y por tapias.

La puerta de las Vírgenes representa esos cuatro versículos del Apocalipsis (7-I del XX) en que se da una imagen concreta del desgraciado fin del mundo. Quizá haya sido esto la principal razón de la preferencia del hombre de la alta Edad Media por la sorda profecía de Juan. Las catástrofes que lo angustiaban eran de orden material, y toda desgracia la concebía como devastación de la tierra o como tormento corporal. Este es también en cierto modo el carácter de los tormentos que a los malos augura el profeta y se explica que una imaginación exacerbada pudiera relacionar las catástrofes del Apocalipsis, con sus guerras y sus ejércitos, sus lagos de fuego y sus espadas vengadoras, con la fiebre guerrera de este período de crisis, largo conflicto de ambiciones. Era muy turbulento el eco del mundo para que pudieran escucharse las mansas palabras de Pablo, cuando pedía a los de Corinto que esperaran la llegada del Señor, “el cual también aclarará lo oculto de las tinieblas y manifestará los intentos de los corazones; entonces cada uno tendrá de Dios la alabanza.” No eran los intentos de los corazones lo que el perseguido hombre medieval podía tomar en cuenta: eran los actos de unas voluntades indomables, solo sujetas al más trágico azar. Eran voluntades que solo podían ser maléficas para el desamparado artesano o para el trabajador de los campos; eran voluntades de destrucción, de saqueo, de muerte acaso. Tras esta efectiva perspectiva, claro es que hallaran eco en las masas populares las siniestras palabras del profeta, y que solo ese aspecto vengador de Dios se hiciera carne en los espíritus, haciendo olvidar las más evangélicas palabras, las más serenas, las palabras de paz de Jesús o de Pablo. Esta conformidad del Apocalipsis con el momento social del siglo XI, justifica y explica la preferencia por tales temas de la decoración románica. Ramiro de Pinedo quizá haya contemplado esta posibilidad y haya querido olvidarla en mérito a esas otras virtudes internas que tanto le admiran. Al estudio de ellas se dedica este libro con minuciosidad ejemplar y si solo eso es lo que se proponía, digamos que cumplió con éxito su propósito. Pero en la falta de perspectiva con que ha enfocado el estilo, yo no puedo por menos de ver una miopía, casi una ceguera, que le hace invertir los términos en que el asunto debe plantearse.