Si Ferrater Mora no fuera un espíritu cauteloso y prudente, a quien seduce ver madurar su propio pensamiento sin pausa y sin prisa, hubiera podido insinuar en el prólogo de su libro que no eran, en verdad, cuatro las visiones de la historia universal que se proponía exponer, porque, sepultados a lo largo de sus páginas, se hallaban los elementos para una quinta, hija de su propia meditación. El lector atento descubrirá que —más allá de lo que el título promete— Ferrater Mora insinúa un cuerpo de pensamiento denso y compacto en esas apretadas páginas isagógicas que valen —y prometen— un libro. Su esfuerzo no permanecerá, sin embargo, oculto; la conexión entre sus ideas —visible si se tienen presentes otras obras suyas— prueba muy pronto la intransferible originalidad de su pensamiento. Y una línea vigorosa se advierte tendida desde el largo prólogo con que comienza el libro hasta su última página, que quien lea agudamente descubrirá enseguida. Porque en Ferrater Mora se cumple esa peripecia singular del espíritu que consiste en saltar con ágil presteza desde la mera exposición del pensamiento ajeno hasta la exposición del propio.
Sin duda hay muchos modos de filosofar. Acaso muchas veces irrumpan las ideas en el área de la conciencia con inesperada voltereta. Pero el proceso de su gestación suele esconder otras en el lento meditar a la sombra del pensamiento ajeno, mientras se contempla regocijadamente y con aparente pasividad el fruto maduro; en él cuajó una vez un vasto esfuerzo intelectivo, pero el espíritu penetrante y creador puede descubrir allí una virtualidad no desarrollada, que posee en sí un germen cuyas posibilidades él y solo él comienza a adivinar. En un momento dado, se afirma en el espíritu creador la certidumbre de que ese germen comienza a florecer, y de aquellas concepciones que parecían cerradas y perfectas surge transfigurada una nueva visión de los problemas en la que se esconde una gigantesca novedad: esa novedad gigantesca que el espíritu creador logra a veces con una minúscula torsión operada sobre lo que en el problema es medular y decisivo. Así, a partir de una menuda sugerencia, de una afinidad apenas señalada, de una ventana abierta hacia un horizonte no explorado, tejió más de una vez un pensador una doctrina capaz de conmover toda la sistemática de un problema, en un alarde de poderío intelectual.
El raro proceso se advierte en variable magnitud cuando un espíritu auténticamente filosófico —esto es, un espíritu que siente la vida como filosofía— se propone exponer el pensamiento de otro filósofo. Acaso lo guíe el más absoluto afán de objetividad y acaso logre alcanzarla en cierto plano. Pero no es insólito que la mera exposición se torne interpretación, y que la interpretación apunte levemente la huella de una concepción original. En principio, toda exposición comprensiva y madura, atenta a las esencias del pensamiento, entraña una interpretación. La hay ya cuando se elige el tema mismo de la exposición; la hay cuando se destacan unos aspectos sobre otros del pensamiento analizado; la hay, finalmente, cuando se relacionan entre sí las diversas facetas que aquel ofrece y se ordena un haz compacto de ideas cuya necesaria relación no ha sido observada, a veces ni por el creador mismo. Pero cuando la interpretación tiende a desarticular los elementos es, frecuentemente, porque cierto secreto impulso mueve al espíritu creador a entretejer un nuevo cañamazo por entre la trama del pensamiento expuesto. Así, surge una concepción original, gracias a cierto inevitable juego pendular entre la interpretación y la creación, que aparta a quien expone y crea a un tiempo de su pretendida objetividad y lo conduce involuntariamente —por obra del propio vigor— hacia una nueva sistematización del problema.
Esta reflexión testimonia cuál es la primera impresión que produce el nuevo libro de Ferrater Mora, semejante, por otra parte, a la que producía su Unamuno, publicado no hace mucho tiempo. Sin duda hay en Ferrater un pensador auténtico y original. Quien lo ha oído discurrir con su voz fina y matizada no puede olvidar cierto asombro que despierta el espectáculo de esa inteligencia dialéctica en incansable actividad, movida por un calmo apasionamiento por los problemas especulativos y para la cual son las ideas tensas y amenazantes realidades. Ferrater Mora nos ha dado ya —recuérdese su Diccionario de filosofía— testimonio de su vasto saber, pero solo poco a poco se hará patente su noble calidad de filósofo, esencia y no circunstancia de su vida.
Con todo, quien haya leído los ensayos que recogió con el título de Variaciones sobre el espíritu, o sus breves estudios sobre Las formas de la vida catalana o sobre España y Europa, tendrá ya una imagen clara de este joven maestro del pensar, cuya incansable meditación promete a la filosofía de habla hispana un aporte de singular valor. Ya está en ellos explícitamente señalado cuál es el problema que lo apasiona: la historia espiritual del Occidente; este tema constituye la espina dorsal de su reflexión y surge claro y distinto a través de sus diversos trabajos. Ahora, al reunir en un volumen cuatro estudios sobre la filosofía de la historia estructurándolos mediante un prólogo lleno de sugestiones, Ferrater Mora carga de valor esas reflexiones en principio inconexas y las pone en la línea de esta problemática fundamental en su filosofar. De aquí proviene el singular interés de este libro, en el que, con motivo del pensamiento de San Agustín, Vico, Voltaire y Hegel, nos ponemos en contacto con los elementos de una doctrina sobre la vocación histórica del Occidente.
Ferrater señala cómo fue, en su momento, fortuita la elección de sus temas; pero comienza a problematizar su propia curiosidad, y explica cómo obra en su espíritu una punzante interrogación sobre el sentido de la crisis del mundo moderno y sobre el sentido de la historia: “Contestar a la pregunta de para qué hay una historia es lo que hace, desde luego, San Agustín, y lo que hacen también, más allá de sus razones, Vico, Voltaire y Hegel. Si la rememoración de sus visiones nos interesa es justamente por esa respuesta, no por explicarnos la historia y la ley de su desenvolvimiento, no por indicarnos, cada cual de manera distinta y cada cual, en el fondo, de la misma manera, hacia dónde se dirige este humano vagabundeo. Nos interesa sobre todo porque vivimos en crisis y estamos más que nunca desorientados”.
Su desconcierto aguza su reflexión. Para situar en el tiempo y en el proceso del desarrollo espiritual del Occidente a San Agustín, Ferrater Mora establece los elementos fundamentales de la concepción de la vida en el mundo clásico, a través de las dos formas excelsas del platonismo y del estoicismo; “ni uno ni otro —nos dice— tienen una visión de la historia, sino únicamente una visión del mundo”; porque, en efecto, una y otra doctrina se colocan en un plano al que no llega el rumor de “la vida temporal y dramática”. San Agustín es, por eso, en el albor del mundo occidental, “quien por primera vez ha tenido una visión de la historia y no solo una visión del mundo”. Así se constituye el punto de partida de una línea del pensamiento que caracterizará específicamente a la cultura occidental y de la cual son luego jalones de extraordinaria significación Vico, Voltaire y Hegel.
Ferrater señala cuáles son los valores definitivos de la concepción cristiana de la historia, tal como queda estructurada en San Agustín, y afirma que “parece imposible hallar otra explicación de la historia humana que no sea la que de ella da el cristianismo”. Desde ese punto de vista, Ferrater analiza las visiones de Vico, Voltaire y Hegel, en las que señala la significación del tránsito de designio divino a “razón moderna”. He aquí, pues, las supremas realizaciones en que se manifiesta ese principio, en crisis hoy; por eso su apasionante interés para el hombre contemporáneo que la contempla y trata de hallar una salida para su confusión. Ferrater Mora se apresta a desenvolver el hilo de su propio pensamiento y esboza una doctrina de honda raíz sobre el significado de la dimensión historicista de la vida.
La historia —dice Ferrater Mora— es algo que le pasa al hombre, y, por lo tanto, el hombre no puede ser explicado simplemente por la historia. La historia, en cambio, sí puede ser explicada por el hombre, a quien inquieta su sentido, esto es, “aquello hacia lo cual la historia tiende, el final último de su evolución”. Sueños, solo sueños son las respuestas de San Agustín, de Vico, de Voltaire, de Hegel, basada una en el sueño de la revelación y las otras en el sueño de una razón todopoderosa. Por eso cumplen su misión y, sin embargo, fracasan, sin que logren establecer qué es aquello hacia lo cual marcha la historia y qué está fuera de ella. El hombre —agrega Ferrater— no es exclusivamente un animal histórico —como no es exclusivamente un animal natural— y la historia no constituye su ser sino que es, más bien, su destierro, su expatriación. Algo hay que el hombre busca más allá de la historia, algo en que espera encontrar su salvación y hacia lo cual quiere trascender, y en toda filosofía de la historia yace el secreto afán de tornar eterno lo que sabe y teme que solo sea perecedero: afán inalcanzable pero siempre digno de memoria porque es testimonio de la más profunda esencia del hombre.
Así se sumerge Ferrater en el vasto problema de la filosofía de la historia y hunde decidido la planta en el oscuro sendero que conduce al Orco, como Ulises en su viaje memorable. Allá procurará encontrar respuesta no solo a ese problema sino a todos los que entraña la actitud filosófica en que vive. Cuando analiza despaciosamente —con una claridad y rigor que no constituyen su menor mérito— el pensamiento de las cuatro grandes figuras de la filosofía de la historia, Ferrater insinúa la línea unitaria de este desvelo del hombre por su eternidad y su salvación. No es poco lo que él agrega entre líneas, y hay allí —como en muchas páginas admirables de su Unamuno— vestigios indelebles de una rica actividad creadora que ha de dar, en corto plazo, frutos bien sazonados con el agridulce sabor de la inquietud por la existencia.