La tormentosa realidad contemporánea ha obligado a los intelectuales a reflexionar sobre el futuro de su labor específica, sobre el porvenir de la inmensa tela de la cultura, en cuya urdimbre, grosera o delicadamente, cada uno ha puesto un hilo sutil. Unas cuantas décadas de serenidad permitieron acariciar la idea de que reinaba, y ya para los siglos de los siglos, una calma absoluta en el dominio del espíritu; pero no se ha podido por más tiempo permanecer ajeno al clamor de esta refriega que se libra en las calles y en las conciencias a un tiempo mismo, y he aquí al intelectual frente a su destino, dispuesto a diagnosticar, con penetración aguda y dolorosa, cuál debe ser su actitud y cuál su misión.
No es el caso de preguntarse aquí —aunque quizá aclarara muchos desvaríos el hacerlo— si en otro tiempo y lugar el escritor o el artista debieron plantearse intelectivamente el problema de su misión y de su actitud. El hombre ha reflexionado siempre, pero casi siempre “a posteriori”; ha reflexionado mucho sobre la validez, sobre la fundamentación o sobre la legitimidad de su conducta pasada, pero ha obrado muy pocas veces ajustándose apretadamente a posiciones intelectualmente adquiridas. Pero es el caso que, planteándose ahora esta reflexión, el intelectual se ha dado una tan perentoria y cómoda respuesta, que es fácilmente presumible que no alcanzará valor histórico o vigencia social. Demasiado exenta de dolor y de pasión, más que una respuesta parece un ardid para evitar el choque vigoroso y recio que supone el contacto con esta realidad de nuestro tiempo.
Sería de escasísimo valor ofrecer una respuesta más, aparte de que no me siento con vocación para ese menester. Pero puede ayudar a encaminar la reflexión sobre el tema una digresión sobre un aspecto que es, en general, común a la gran mayoría de las soluciones ofrecidas, y que, con mayor o menor vigor, con mayor o menor solidez teórica, aparece en Jules Romains tanto como en Jacques Maritain, para no citar sino a las figuras más representativas. Si unas décadas de serenidad en el clima espiritual de Occidente hicieron florecer espontánea la ilusión de una conquista definitiva de la paz para el dominio del espíritu, la ofensiva de la efervescencia social sobre la tranquilidad privada ha incitado a postular deliberadamente una posición de aislamiento para el intelectual, una afirmación de la libertad como condición imprescindible para la creación, una actitud libre por encima de las facciones en pugna, una ataraxia, en fin, harto semejante a la del ideal escéptico o epicúreo.
Se desprende de esta posición una apreciación histórica que interesaría estudiar sin prisa. Las luchas de las facciones no serían —se pretende— sino crisis en que se debaten pasiones despreciables, ajenas al escritor o indignas de él, y que sólo le atañen en cuanto sujetos de reflexión. Parece evidente que se oculta en esta estimación de la realidad contemporánea un error grave. Independientemente de que nos parezca bien o mal y de que deseemos que las cosas sean de otro modo, un mínimo de objetividad nos forzará a reconocer que la lucha de dos facciones constituye hoy en el mundo occidental el drama fundamental de la época, el proceso histórico vivo y creador. No hay reducto de la realidad que escape a esta determinación; y si el intelectual se siente humano, no escapará a ella aun cuando intelectualmente decida sostener, como en el caso de Jacques Maritain, la posibilidad de crear, sobre supuestos teóricos, una tercera posibilidad de acción para el hombre contemporáneo. Este espíritu de facción es el signo de nuestro tiempo, como lo ha sido de algunos otros, y, sin recurrir a comparaciones forzadas, es lícito discriminar en él algunas notas características.
El espíritu de facción
El antagonismo de dos facciones no es un hecho arbitrario ni anormal. Cuando las condiciones históricas de una época plantean un problema fundamental, una cuestión vital, la conducta del hombre responde de una particular manera, que Hegel primero y luego Marx llamaron —con diversidad de puntos de vista— el proceso dialéctico. Violentamente, una polarización de los intereses y de las situaciones histórico-sociales sucede al insinuarse el nuevo tema. De esta polarización surgen las facciones, grupos antinómicos resueltos a imponer sus respectivas soluciones.
Productos de una misma situación histórica, estas dos facciones coinciden en reflejar el espíritu de una época; separándose diametralmente en la cuestión de fondo, están animadas las dos por un mismo espíritu de facción, que agrupa formas de sensibilidad política, aspiraciones y 659197213 deseos, criterios de acción. En este aspecto coinciden las facciones de hoy entre sí, como también coinciden con las facciones que han paseado su oposición creadora por la historia de Occidente desde hace veinticinco siglos. Y es en este aspecto donde puede descubrirse esa modalidad característica de nuestro tiempo que llamábamos el “espíritu de facción”.
Ocurre siempre que una de las facciones parece no serlo. Su posición aparece revestida con una capa de institucionalismo que proviene de ser esa facción la que defiende el estado de cosas existente; dijérase que su respuesta consiste en querer dominar y asfixiar los nuevos problemas planteados. Pero esta actitud es efímera y, a poco, signos evidentes muestran que las facciones antagónicas luchan de igual a igual, siendo tan solo las palabras y el usufructo del poder lo que diversifica el carácter de la pugna. Teóricamente, siempre hay una de las facciones que busca para sí el apoyo de la realidad, aprovechando cierta tendencia ingenua a creer que lo históricamente dado coincide con lo real en esencia. Este grupo habla como si efectivamente estuviera defendiendo una institución definitiva frente a un ataque insólito, como si sus posiciones se entroncaran con el derecho natural y estuvieran más allá del ataque y la injuria. Pero cuando se trata de obrar, su conducta dista de ser la de una justicia levantada por sobre las pasiones de la lucha y acepta la batalla en el terreno de igualdad y coincidencia que es propio de las facciones.
El otro grupo juega la carta de la revolución, y se siente diametralmente opuesto al grupo enemigo. Pero la observación un poco atenta demuestra en seguida que la lucha de las facciones no se presenta históricamente sino como la oposición de contrarios, suponiéndose implícito en éstos un previo acuerdo instintivo sobre la jerarquía y trascendencia del problema a dilucidar.
El carácter de los problemas fundamentales que se le presentan a la humanidad en su vida histórica puede variar. Puede ocurrir que se trate de un problema religioso. Pero lo normal — y es el caso de nuestro tiempo— es que se trate de un problema económico-social. Estos problemas por su índole misma no pueden aplazarse, y la lucha de las facciones se caracteriza por una premura, una urgencia histórica por llegar a una solución. Las facciones son el instrumento de esta urgencia y su conducta se define fundamentalmente por un realismo político —el de Bismarck o el de Lenin— que no repara en medios, según el aforismo maquiavélico. Se cae entonces en el dominio de la violencia, en que se afirma el primado de la voluntad sobre el sentimiento: no en vano la palabra latina factio, facción, se vincula al categórico hacer, al inaplazable menester de ponerse a la obra, cueste lo que cueste, para alcanzar el fin premeditado. La violencia acompaña así al espíritu de facción con carácter inseparable, justamente porque la facción no se logra, no se consolida, sino cuando, con la turgencia de lograr los objetivos propuestos, aparece la resolución firme de actuar, de hacer, para su logro.
Esta voluntad de acción rechaza por su propia naturaleza todo matiz, todo intento de particularizar las actitudes, de romper la férrea línea de la facción. Jesús conocía muy bien la fuerza coactiva de la línea general cuando afirmaba que quien no estaba con él estaba contra él. Y aquel habilísimo político
Esta intolerante violencia de las facciones conduce naturalmente a las situaciones extremas, situaciones de hecho que sólo en los hechos se resuelven; la lucha de las facciones, en consecuencia, supone la postulación y el advenimiento de las dictaduras como formas necesarias e insustituibles para la realización del ideal de la facción. La dictadura, tan repudiada en los momentos no críticos, constituye el elemento básico de todas las políticas realistas preconizadas por las facciones para los momentos decisivos.
Una posición tan libre de impedimentos sentimentales, tan libre de compromisos teóricos, permitirá a las facciones una actividad y un desarrollo, que, por el radio de acción, ofrecen otro elemento de juicio para definir su actitud. El aplazamiento deliberado de toda consideración que restrinja la capacidad de actuar, alcanza también la restricción que en el estado de cosas previo al momento crítico significan las fronteras internacionales. Para la lucha de las facciones el mundo entero es campo propicio y su liza excede siempre las determinaciones de las nacionalidades. Política interior y política exterior se confunden entonces y el panorama político se presenta unitario, sin distinción de extranjeros y compatriotas. La facción tiene una solución para los problemas de la hora, que conviene a sus intereses y responde a su concepción del mundo; su aliado es quien la comparta, de este o de aquel lado de la frontera, como es enemigo quien se oponga sin distinción de matices. Los campos, antes disociados, de la política interior y la política exterior, se confunden ahora, atacando en su esencia misma la unidad de la nacionalidad, que era, en el momento anterior al momento crítico, la idea, el principio político vigente. Frente al nuevo estado de cosas surgen los intentos de las “uniones sagradas”, que revelan la necesidad extrema de apelar a toda la fuerza de una tradición generalmente secular para intentar contener la violencia de la lucha de las facciones antagónicas. Pero la posibilidad de las “uniones sagradas” se hace más remota cada vez, con la polarización creciente de las fuerzas en conflicto, y no se vacila en acudir a auxilios extraños porque se considera más vigoroso y seguro el espíritu de facción que el sentimiento de nacionalidad. En el primero hay una coincidencia en la voluntad, coincidencia activa, estimulada por el peligro y por la acción; en el segundo es sólo un sentimiento que la lucha de las facciones contribuye a debilitar, y, sobre todo, a esfumar tras la urgencia de los problemas inmediatos. En resumen, una coincidencia en los problemas fundamentales, una oposición diametral en las soluciones ofrecidas, un realismo político intolerante y con tendencia a la dictadura y una fusión de la política interior y la exterior, definen el espíritu de facción, tal como se nos da históricamente, ayer y hoy.
Breve guía histórica
El espíritu de facción con estos caracteres permanentes es un cierto clima social que se ha dado en la historia tantas veces como la lucha de facciones ha aparecido. Con ellos aparece en las luchas civiles de Atenas durante el siglo IV —Demóstenes y Esquines— cuando las facciones se dirigen al rey persa o al de Macedonia, y se repite en
Es así como el espíritu de facción se ofrece a lo largo de una nutrida historia, en cada uno de cuyos momentos lo que fundamentalmente valía y creaba historia, lo que fundamentalmente expresaba el momento histórico, era el espíritu de facción y la acción que de él se derivaba.
El presente
Este espíritu de facción se nos impone como clima social de nuestro tiempo. Con mayor o menor agudeza, con mayor o menor acritud, según los instantes, la solución de los problemas económico-sociales se ha planteado en forma tal que agrupa enormes fuerzas de cada lado, homogéneas en sus intereses y en su cosmovisión, y que no toleran el desperdicio de energías combativas en esfuerzos individuales, y, por individuales, políticamente estériles. La facción considera así contrario todo esfuerzo que no se ajuste exactamente a su dirección y hasta considera contrario al indiferente por su indiferencia. De aquí que sea lícito ser independiente, proclamar una abstención en la lucha de las facciones, sostener la libertad individual para decidir la conducta. Pero me parece evidente que es a precio subido: a precio de quedar fuera de la vida política y de no significar, en ella, nada.
El intelectual
Solamente en estos términos y sobre estas bases me parece claro plantear el llamado problema del intelectual o del artista.
Cuando el intelectual o el artista juzga imprescindible detenerse a meditar sobre las posibilidades de su arte está presuponiendo que carece de fuerza su propia intuición o ha perdido, al menos, la confianza en su validez. Hay aquí una confesión gravísima. No hay por qué suponer que el artista o el escritor de hoy estén peor dotados que los de otros tiempos; su incapacidad para expresar es exclusivamente indecisión, inseguridad sobre el valor de la propia espontaneidad.
Es falso creer que esta inseguridad se corrige intelectualmente, mediante una reflexión que no salga de los límites del problema meramente profesional. El intelectual o el artista se plantea entonces el complejo problema histórico de su tiempo y quiere aportar a la realidad político-social una visión sacada de su reflexión profesional, medida con el ritmo del tiempo que usa el especulativo o el artista y dirigida hacia ciertos valores del espíritu, imperecederos, pero que en cada circunstancia histórica se miden según ciertas urgencias, que, por básicas y primigenias, no permiten aplazamiento. Y frente a la lucha que la solución de estos problemas provoca, frente a este conflicto de facciones, el intelectual o el artista resuelve proclamar su independencia, cuando no su aislamiento absoluto.
Hay aquí algo que es lícito al intelectual o al artista, y algo que no lo es. En tanto que artista, en tanto que escritor, proclame su independencia y obre de acuerdo con ella: hay evidentemente un cierto plano de la cultura lo suficientemente objetivo para que se permita este distingo. Pero acepte los riesgos de su actitud. Y si una vocación íntima o un sentido del deber de la hora lo lleva a inclinarse sobre los problemas político-sociales, no intente dirigirlos o encaminarlos con los presupuestos de su función específica, con los esquemas de su estructura mental y con los criterios de acción que se elaboran en los gabinetes: ya sabemos desde Platón el resultado de esta traducción de destinos.
El hombre de cultura tiene un ritmo de vida y de perdurabilidad que es irreducible a la vida política y a las exigencias de la acción; sería el más imperdonable de los errores, en quien tenga trato frecuente con la experiencia histórica, el querer trasladar a la acción los esquemas típicos del ejercicio intelectual. Proclámese la libertad del escritor en tanto que escritor, si se cree que pueda sustraerse con eso a la polarización de las facciones; explore el intelectual aquellos dominios que le están reservados y ponga su esfuerzo al servicio de una facción, o adscríbase a un sector donde sea lícito mantenerse equidistante, o, si lo prefiere, escale las alturas de las elaboraciones de la filosofía política o de la utopía pura. Pero cuando se trate del menester de la política —tan efímero que sólo puede ser cotidiano porque en seguida se siente historia— debe evitarse el dejarse arrastrar hacia esquemas racionalmente concebidos, postulando para una realidad agitada por el choque de las facciones, irrealizables sueños de aislamiento, de soluciones utópicas o de concordias evangélicas.